Biblioteca bizarra - Eduardo Halfon - E-Book

Biblioteca bizarra E-Book

Eduardo Halfon

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Beschreibung

A través de textos y crónicas que juegan en la delicada línea entre lo completamente personal y aquello que es extrapolable a lo universal, Eduardo Halfon nos habla de la lectura, las bibliotecas y la escritura. Bajo esas temáticas podemos descubrir la genealogía familiar, los prejuicios de clase, y hasta breves anécdotas tan íntimas como intimidatorias. En un pequeño libro, un gran mundo.

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Tapa de 'Biblioteca bizarra'. Eduardo Halfon. Ediciones Godot (2020)

Acerca de Eduardo Halfon

Eduardo Halfon nació en 1971 en la ciudad de Guatemala. Ha publicado catorce libros de ficción. Su obra ha sido traducida en inglés, alemán, francés, italiano, serbio, portugués, holandés, japonés, noruego y croata.

En 2007 fue nombrado uno de los 39 mejoresjóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá. En 2011 recibió la beca Guggenheim, y en 2015 le fue otorgado en Francia el prestigioso Premio Roger Caillois de Literatura Latinoamericana. Su última novela, Duelo (Libros del Asteroide 2017), fue galardonada con el Premio de las Librerías de Navarra (España), el Prix du Moilleur Livre Étranger (Francia), el Edward Lewis Wallant Award (EEUU) y el International Latino Book Award (EEUU). En 2018 recibió el Premio Nacional de Literatura de Guatemala, el mayor galardón literario de su país natal.

Actualmente vive en París, becado por la Universidad de Columbia

Ilustración de Eduardo Halfon en blanco y negro

Página de legales

Halfon, Eduardo. Biblioteca bizarra / Eduardo Halfon1ª ed. - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina, 2020. Libro digital, EPUB. ISBN 978-987-4086-89-11. Literatura Guatemalteca.2. Crónicas. Ⅰ. Título. CDD G863

ISBN edición impresa: 978-987-4086-87-7

© Eduardo Halfon © Editorial Saposcat, 2018. © De esta edición: Ediciones Godot. © Fotografía de ‘Los desechables’: Margarita Mejía, 2016.

CorrecciónHernán López WinneDiseño de tapa e interioresVíctor MalumiánIlustración de Eduardo HalfonJuan Pablo Martínez

© Ediciones Godot

[email protected]/EdicionesGodottwitter.com/EdicionesGodotinstagram.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina

Información de Accesibilidad:

Amigable con lectores de pantalla: Si

Resumen de accesibilidad: Esta publicación incluye valor añadido para permitir la accesibilidad y compatibilidad con tecnologías asistivas. Las imágenes en esta publicación están apropiadamente descriptas en conformidad con WCAG 2.0 AA & InclusivePublishing.org.

EPUB Accesible en conformidad con: WCAG-AA

Peligros: ninguno

Certificado por: DigitalBe

Flaperas y filósofos está compuesto de historias simples que nos hablan de grandes temas como la juventud, las promesas, las relaciones interpersonales, la ambición y la desesperación, pero también de los pequeños detalles cotidianos como un corte de pelo fallido o un juego de seducción. Fitzgerald transitaba los 25 años cuando escribió estos cuentos, que se publicaron por primera vez en 1921. Llevaba a cuestas un libro rechazado pero también una carta, del mismo editor, que lo alentaba a seguir escribiendo. Este libro es, quizás, una gran puerta de entrada a su literatura. Francis Scott, sin dudas, es uno de los mejores escritores norteamericanos de su generación, integrante de la Generación perdida junto a personajes de la talla de John Dos Passos, William Faulkner, Djuna Barnes, Dorothy Parker, Ernest Hemingway, entre otros. Bajo una nueva traducción, esta edición les da la bienvenida a su literatura. Porque los libros siempre encuentran a sus lectoras y lectores.

Para L y L

A la historia no puede cortársele la lengua.

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Biblioteca bizarra

La biblioteca árida

Una madrugada, hace algunos años, me llamó mi madre para decirme que durante la noche había muerto una tía abuela, que el entierro sería esa misma tarde, que había dejado una biblioteca personal enorme y no sabían qué hacer con tanto libro. Le ofrecí a mi madre ir a verlos de inmediato y luego darle mi opinión. Me vestí con el entusiasmo que solo conoce un bibliófilo.

Cuando llegué me sorprendió descubrir que la casa de mi tía abuela estaba ya, a pocas horas de su muerte, completamente vacía. Solo quedaban unas cuantas plantas en macetas de barro; algunas manchas en las paredes donde durante décadas colgaron sus cuadros; las alfombras persas traídas desde Damasco, ya fétidas y con el desgaste de toda una vida; y por supuesto sus libros. Mi tía abuela, que murió a los 99 años, había dejado una biblioteca sionista. Casi todos los libros eran sobre el Estado de Israel, sobre su creación, sus logros y conflictos, sus guerras, sus gobiernos y líderes. Había libros de Theodor Herzl, de Chaim Weizmann, de Golda Meir, de David Ben-Gurion. Estaba la poesía de Yehuda Halevi. Estaban las novelas de Leon Uris. No sé por qué, sentado en una alfombra persa mientras ojeaba libro tras libro, me sentí triste. Pensé en toda una vida, casi un siglo de vida, dedicado a la lectura de un solo tema, a la lectura de un ideal, a la lectura de un pueblo y su deseado pedacito de tierra árida en el Mediterráneo. Pensé en mi muerte. Pensé en alguien llegando a mi casa después de mi muerte a husmear entre las estanterías de caoba de mi biblioteca personal. ¿Cuál sería entonces, según ese alguien, mi tema o mi ideal o mi deseado y árido pedacito de tierra? ¿Será que hay allí, entre mis tantos libros, entre mis tantas lecturas y seducciones literarias, y acaso sin yo ni siquiera saberlo, el deseo secreto y profundo de algún pedacito de tierra? La biblioteca de un hombre, decía Ralph Waldo Emerson, es una especie de harén.

En la biblioteca de mi tía abuela había un libro que no trataba del todo sobre sionismo, o tal vez sí. Un escueto volumen (116 páginas) del autor Ierajmiel Barylka, impreso rústicamente en 1987 por la editorial Maguen David A.C., en la Colonia Polanco de la Ciudad de México, dilatadamente titulado: Matrimonio mixto. Un enfoque básico acerca de un problema que atañe a la juventud, a los padres de familia y a la comunidad. Y ya marchándome de la casa de mi tía abuela con solo ese libro en las manos, recordé a mi padre tumbado boca arriba en su cama, viendo no sé qué programa en la televisión, y amenazando con desheredarme. Nunca subió la mirada. No elevó su tono de voz. Nada más me dijo, sin dejar de ver el programa en la televisión, que si yo llegaba a casarme fuera del judaísmo, si yo llegaba a desafiar ese mandato, él me desheredaría. Yo me quedé callado. Estaba de pie a la par de la cama. Tenía ya dieciséis años y no era la primera vez que escuchaba sus ideas sobre el matrimonio mixto y el judaísmo. Pero sí era la primera vez que él me amenazaba así de directo, así de explícito. Y su amenaza, claro, era económica. Estaba comprando mi obediencia. Y yo, ahí parado, aún mudo, supe inmediatamente que no obedecería. Y no obedecí. Mi padre, hoy, cuando le menciono aquella escena, niega haberme amenazado. Para él, supongo, es más fácil borrar cualquier rastro de esa memoria que aceptar el hecho de que su hijo primogénito le desobedeció, de que su poder o su dinero fue insuficiente.

La biblioteca salvaje

Prefiero los libros de viejo. Me gustan precisamente por el aire de imperfección y misterio que los envuelve: las páginas manchadas o dobladas por los dedos de otro; las frases subrayadas o párrafos marcados en amarillo que le dijeron algo a alguien más; las curiosas anotaciones y reflexiones en los márgenes; la eventual dedicatoria en la primera página, a veces enigmática, a veces absurda, a veces del mismo autor. Decía Virginia Woolf que los libros de viejo son libros salvajes, libros sin casa, y tienen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de una biblioteca.

César Sánchez, amigo, editor y también coleccionista de libros usados, se vanagloria de un ejemplar que compró en una librería de viejo, a finales de los años noventa: Cielos e inviernos, del poeta español Ramón Irigoyen. Un libro publicado por Hiperión, cuando Hiperión, se jacta mi amigo, aún publicaba en offset mate sin plastificar. En la primera página, Irigoyen escribió: “A Manuel Vicent, por tantas horas de lectura dichosa”. La dedicatoria al famoso escritor Manuel Vicent le había pasado inadvertida al vendedor de Madrid —me explica César Sánchez con una expresión de cazador en el rostro y su hermosa presa en las manos—: porque el libro estaba intonso.

A otro amigo, Raúl Eguizábal, le gusta buscar libros de viejo los domingos en la mañana, en el Rastro de Madrid. Allí, un domingo, descubrió una edición antigua de la novela Un adolescente, de Dostoievski. Me contó Eguizábal que no se decidía a comprarla porque el vendedor solo tenía el primero de dos tomos, pero que la decisión se le hizo muy fácil al descubrir que adentro, en la portada interior del libro, estaba la firma del gran poeta español Vicente Aleixandre, y abajo, en su misma letra, el año 1928. No sé si tendrá algo que ver, me dijo Eguizábal en su casa de Madrid, pero ese libro de Dostoievski me recordó a un poema de Aleixandre titulado “Adolescencia”, el único poema que Aleixandre se sabía de memoria de todos los que escribió. Luego, aún de pie mientras liaba hebras de tabaco, Eguizábal me contó que aquel domingo, caminando unas horas más tarde en la cuesta de Moyano, encontró y compró el segundo tomo de la novela de Dostoievski.

(En la biblioteca de Eguizábal, en medio y enfrente de tantos libros, abundan los antiguos afiches y carteles publicitarios, la mayoría también encontrados los domingos por la mañana en el Rastro. De toda su colección, mi favorito es un calendario del jabón facial marca John H. Woodbury —pronúnciese udbery, recomienda abajo, en mayúsculas—, pero es mi favorito no por el calendario en sí, sino por el texto escrito a mano, en una letra perfectamente legible, en la parte trasera. Dice así: “Ángel apostó 50 pesetas que tarda la guerra en terminar por lo menos seis meses; o sea, hasta fin de abril no se termina. Yo aposté 5 pesetas a que se termina antes de los seis meses. Hoy 1 de noviembre 1937”. Eguizábal, al mostrármelo, acotó: Los dos perdieron, todos perdimos.).

Cuando visité la casa de un reconocido editor en Valencia, él me enseñó un antiguo libro de poemas de Rainer Maria Rilke titulado Duineser Elegien, en alemán, Elegías de Duino, en español. Una primera edición, creo recordar. Cuando el editor lo compró (por un precio bastante módico, me dijo) en una librería de viejo de Berlín, el libro no tenía dedicatoria alguna. Pero luego, con el paso del tiempo, en la primera página de aquel libro antiguo fue surgiendo (aflorando, me dijo) el autógrafo, oscuro pero legible, del mismo Rilke. Como por arte de magia. O como firmado un siglo tarde por el fantasma de Rilke. O como si Rilke lo hubiese firmado con una tinta invisible, activada por el paso del tiempo o por el roce de los dedos de un editor o acaso por la húmeda y cítrica brisa valenciana.

Mantengo cerca —a veces sobre mi mesa de trabajo, a veces sobre mi mesa de noche— un gastado libro color púrpura que me obsequió un librero de viejo que a ratos también es rabino: Encuentro en Praga