Bienvenidos a High Rising - Angela Thirkell - E-Book

Bienvenidos a High Rising E-Book

Angela Thirkell

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Beschreibung

Una divertidísima comedia de enredos que inaugura la monumental saga de Barsetshire. Laura Morland, una exitosa escritora de «buenos malos libros», se dispone a pasar unas semanas de feliz reposo en su casa de campo en el pueblecito de High Rising. Una vez allí, sin embargo, se ve envuelta en una maraña de pequeñas intrigas provincianas que exigirán toda su atención. Por un lado, tratará de impedir que su acaudalado amigo y vecino George Knox sucumba a los encantos de Miss Grey, una secretaria cazafortunas. Por el otro, hará lo posible por emparejar a su editor londinense –que dista mucho de ser un donjuán– con Miss Sybil, la dulce e ingenua hija de Knox. Todo ello mientras a su alrededor pulula, y a menudo estorba, un elenco de personajes tan exasperantes como divertidos, entre los que destacan su hijo Toby, un chiquillo resabiado y experto en asuntos ferroviarios, y Stoker, la entrometida ama de llaves. ¿Conseguirá Laura devolver la paz a High Rising y, de paso, a sí misma? Bienvenidos a High Rising, la primera entrega de una saga ambientada en el condado ficticio de Barbetshire, es una inmejorable puerta de acceso a la literatura de Angela Thirkell. Gracias a su talento satírico y a una prodigiosa habilidad para tejer y destejer tramas sentimentales, Thirkell es una de las mejores cronistas de la vida de las clases acomodadas y los pequeños terratenientes de la campiña inglesa. La crítica ha dicho... «Una comedia deliciosa, suavemente irónica y solemnemente absurda» The Times «Encantadora y tremendamente divertida. Angela Thirkell se parece a Barbara Pym más que cualquier otro autor del siglo xx, después de la propia Pym.» Alexander McCall Smith

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Seitenzahl: 400

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Portada

Bienvenidos a High Rising

Bienvenidos a High Rising

angela thirkell

Traducción de Inés Clavero

Título original: High Rising

Copyright © The Estate of Angela Thirkell, 1933

Published by permission of International Literary Properties LLC

© de la traducción: Inés Clavero, 2022

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2023

Rambla de Catalunya, 131, 1.º, 1.ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: enero, 2023

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Fragmento de un póster del año 1923

ilustrado por Reginald Edward Higgins

© Pictorial Press Ltd/Alamy Stock Photo

Imagen de la solapa: Angela Thirkell (1938), fotografía de Howard Coster

© National Portrait Gallery, Londres

eISBN: 978-84-126639-0-7

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Presentación

1. La entrega de premios

2. High Rising

3. Low Rising

4. Nochebuena

5. Una velada bochornosa

6. El día de Año Nuevo

7. Un escritor en su casa

8. El almuerzo y el arte más bello

9. Una tarde embarazosa

10. El amor moderno

11. Un escritor convaleciente

12. La tradición shakespeariana

13. Interludio primaveral

14. George Knox da con la horma de su zapato

15. Fin de una pesadilla

16. La última palabra

Angela Thirkell

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bienvenidos a high rising

1. La entrega de premios

La mujer del director se volvió en la butaca para hablar con la señora Morland, que estaba sentada en la fila de atrás.

—Sigo sin entender —dijo meditabunda— por qué da la impresión de que los pequeños son siempre grandotes y los mayores siempre están escuchimizados. Los premiados de los dos primeros cursos eran chicos hermosos, normales, pero según hemos subido de clase, parecen todos críos de siete años, y encima tirando a canijos. Fíjate en el delegado de los de décimo, por ejemplo, ese que está subiendo al estrado.

La señora Morland miró hacia delante. Sobre el estrado, tras una pila de premios que menguaba a toda velocidad, estaba el director, flanqueado a ambos lados por el séquito de profesores asistentes, vestidos con las togas que habían conseguido reunir. Un muchachito enclenque con gafas subía a recoger sus premios.

—Ese es... Wesendonck —señaló la mujer del director—. Vaya un apellido para enviar al colegio al chiquillo. Un sol de criatura, hay que decirlo. Espero que pueda cargar con todos sus premios. Mira que le tengo dicho a Bill que los empaquete bien. El pobre Bill está casi afónico entre el resfriado y toda la palabrería de hoy. Espero que se las apañe.

En aquel preciso instante, la enorme pila de libros del señorito Wesendonck se escurrió de la mano del director. Tras un desesperado número de malabarismo, los libros quedaron esparcidos por el suelo en todas direcciones, para el regocijo de unos doscientos internos y externos. Los tutores acudieron en bandada al rescate. El señorito Wesendonck, dándose cuenta con gran aplomo de que por una vez sus enemigos naturales estaban allí donde les correspondía, arrastrándose por el suelo, se quedó de brazos cruzados, ajeno a la algazara de vítores e improperios que le dedicaban sus jóvenes camaradas desde las galerías del salón de actos. Rara vez han coincidido en tan propicio momento el tiempo, el lugar y tan desafortunado apellido. Pocas bromas eran graciosas, y ninguna original, pero todas eran fuente de profunda satisfacción y el caos reinaba.

—¿Bill no los va a regañar? —preguntó nerviosa la señora Morland, al ver al director contemplando despreocupado el tumulto, sin hacer el menor esfuerzo por sofocarlo.

—Dentro de un minuto más o menos —vaticinó la mujer del director—. Veo que está chupando una pastilla para la garganta. Cuando se la haya tragado, hablará. Y tampoco me entra en la cabeza —prosiguió, con una mirada de desaprobación puesta en la marabunta de profesores del suelo— por qué demonios en las novelas románticas las mujeres de los directores se enamoran de los profesores asistentes, o al revés, lo mismo me da. Fíjate en los nuestros.

—«Fíjate-en-el-laberinto-de-la-casa»1—murmuró la señora Morland.

En efecto, desde monsieur Dubois, el profesor de francés, que llevaba tanto tiempo en la escuela que los chicos ya lo despreciaban más por tradición que por convicción, hasta el señor Ferris, la última incorporación a la plantilla, a quien la mujer del director siempre tomaba por algún alumno de último curso que hubiera pegado un buen estirón durante las vacaciones, no había rostro entre aquel muestrario de hombres excelentes, sumamente educados (o atléticos), trabajadores y aplicados que pudiera, a priori, causar un estremecimiento en el pecho de una mujer.

—Y aun así, la mayoría están casados —continuó la mujer del director— y los que no, prometidos. Será alguna ley de la Naturaleza, digo yo, aunque me gustaría que la Naturaleza cumpliera con uno de sus principios más famosos y aplicara la selección natural, porque no puede decirse que los profesores, dejados a su libre albedrío, se rijan por él. Lo que tengo que aguantar cuando invito a sus esposas a merendar...

Pero justo en aquel momento, el director se tragó la pastilla y, con el vozarrón de un brigada educado entre leones marinos, simplemente ordenó:

—¡A callar!

Se hizo un silencio instantáneo.

—Bill regaña de maravilla, ¿verdad? —le comentó su orgullosa esposa a la señora Morland—. Oye, Laura, espérate a que se marche toda la multitud de padres y ven a tomar el té conmigo. Tráete también a Tony, si te apetece.

—Muy bien, Amy, pero no puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que conducir hasta la casa de campo.

Una vez entregado el resto de los premios sin contratiempos, muchachos y padres empezaron a salir en tropel del salón de actos. Laura se apostó junto a la puerta a esperar a su hijo, al que le costó reconocer con su horrendo cuello de Eton. Cuando Tony estaba a punto de ingresar en la escuela, Laura había llamado a la esposa del director, una vieja amiga suya, para saber si el uniforme de Eton, con el que por nada del mundo iba a permitirle a Tony presentarse en casa, era realmente necesario los domingos. Amy le preguntó qué complexión tenía Tony, y al saber que era un muchachito fuerte y fornido, contestó:

—Ni hablar, irá hecho un espantajo con el uniforme de Eton. Lo mejor será que le compres un traje azul de sarga.

De modo que el cuello de Eton fue la única concesión a la respetabilidad de la escuela, lo que viene a demostrar la excelente mujer que era Amy Birkett. No obstante, dado que todos los niños se parecen como gotas de agua, con esos remolinos infinitos que arrancaban desde algún punto de la coronilla, esos carrillos redonditos y abultados y esos cogotes que aún conservaban cierto encanto del parvulario, no era tarea fácil localizar a Tony, especialmente habida cuenta de que la artificial pulcritud impuesta para la ceremonia de entrega de premios reducía a la escuela en pleno a un denominador común. Por fin, notó un tirón del brazo y Tony se materializó.

—Madre, ¿has oído el barullo que han armado los chicos cuando se han caído los libros del burro de Wesendonck? ¿Me has oído, madre? Estaba gritando: «Donk, burro y melón, vete al rincón». ¿Me has oído, madre?

Laura se preguntó, como tantas otras veces con sus tres hijos mayores, por qué la prole de una muestra cierta propensión a repeler el cariño materno a la primera de cambio con su presunción, su egoísmo y su aborrecible autocomplacencia. No obstante, reconociendo lo inevitable, contestó que sí, que lo había oído, y le pidió que recogiera sus cosas y después fuera a tomar el té al despacho del señor Birkett.

—Madre, ¿de verdad tengo que ir?

—¿Por qué no?

—¿A tomar el té con la señora Birky? Ay, madre, no creo que pueda. Me dirá que voy despeinado o a saber qué. Se pone hecha un basilisco sino vamos aseados.

Laura, preguntándose, igual que antes, porqué los hijos que una cría y educa con todo su cariño desarrollan una degradante ordinariez, se limitó a repetirle la orden a Tony. La tierna carita de su hijo adoptó un aire de fastidio que, no obstante, se desvaneció en cuanto advirtió la presencia del señorito Wesendonck, rodeado de sus admiradas madre y hermanas. Al pasar a su altura, repitió en tono sonoro y abstraído su célebre pareado «Donk, burro y melón, vete al rincón», lo que le valió un ataque amistoso de la víc­tima del libelo. Los chiquillos desaparecieron por la zona de los internos en una maraña de brazos y piernas. Laura, embargada por cierto sentimiento de culpa para con la familia Wesendonck, se refugió en el aula donde alimentaban a la multitud de padres corrientes. El sargento de la escuela, un ser gigantesco, poderoso y amable, controla­ba la puerta para impedir que los alumnos se colaran a rapiñar la merienda de los padres.

—Buenas tardes, sargento —saludó Laura—, ¿qué tal se porta Tony?

—Bien, señora Morland, aunque diría que no tanto como el pequeño Dick. Eso sí, habla por los codos. Tiene gracia, si lo piensa, porque sus hermanos mayores no eran precisamente caballeros parlanchines, parece que el pequeño Tony se llevó la palma. Con todo, el muchacho va bien. Espero verla en nuestro campeonato de boxeo el trimestre que viene, señora Morland.

Sin aguardar una respuesta, el sargento se zambulló en el aula de la merienda y sacó a un par de chiquillos agarrados por el cogote.

—Ni madre ni madra —dijo severo—, las órdenes son claras y ninguno de vosotros va a poner los pies en la sala de la merienda. ¡A tomar viento fresco!

Dejó pasar a Laura y se plantó cual Abadón, cerrando el paso a los muchachos de fuera.

Laura recorrió la sala donde servían el té, pero no vio a Amy por ninguna parte. En aquel momento, su buen amigo Edward se le acercó. Tras alistarse a los dieciséis años «por la compañía», Edward había encontrado su empleo ideal después de la guerra como factótum y amigo de todos en la escuela, donde la compañía que tanto le agradaba se renovaba constantemente. Sabía limpiar botas como el sirviente de un oficial y remendarlas como un auténtico zapatero; fregar cuchillos y afilarlos; arreglar bates, patines, raquetas y cámaras; cortar el pelo; entonar todas las canciones populares habidas y por haber; reparar la radio del director y conducir su automóvil. Cuando todo el personal de la cocina contrajo la gripe, ¿quién sino Edward estuvo dos días al pie del cañón cocinando ternera y empanadillas hervidas en el perolón de cobre? Cuando, durante la misma epidemia, el sanatorio no daba abasto, ¿quién sino Edward hizo turnos como enfermero nocturno en el hospital provisional y arrulló a los convalecientes con unos cánticos de Flanders de lo más inapropiados? O en aquella feliz ocasión en que la central eléctrica local falló y hubo un apagón en la escuela, y los Birkett estaban fuera, y Johnson y Butters se chocaron en un pasillo a oscuras en el que no pintaban absolutamente nada, y Johnson sangraba del labio y Butters tenía una ceja abierta, ¿quién sino Edward tuvo el acierto de coger el coche de un profesor, llevarlos a todo correr a la casa del médico para que les diera unos puntos, y volver tan deprisa que nadie tuviera tiempo de pensar en ninguna trastada seria? Circulaba incluso una historia que aseguraba que, durante una emergencia, Edward había asumido las funciones de niñera en el cuarto de las niñas de la señora Birkett y había paseado a sus dos hijas en un cochecito. No obstante, se consideró que con aquel gesto había llegado demasiado lejos y la escuela prefirió taparlo. A nadie le gustaba relacionar a Edward con aquellas dos niñas grandotas y desgarbadas llamadas Rose y Geraldine. Al menos ese era el sentir de los jóvenes caballeretes de Inglaterra.

—En caso de que estuviera buscando a la señora Birkett —dijo el omnisciente Edward—, se ha marchado a casa y espera que vaya usted a reunirse allí con ella. Ha dicho que ya no podía aguantar a más padres y madres, ya me entiende, señora.

Laura le dio las gracias y serpenteó entre el enjambre de padres para abrirse camino hacia la vivienda del director, donde encontró a Amy en el despacho.

—Bill estaba tan agotado y afónico que lo he mandado a tumbarse un rato —explicó Amy—. Creo que está algo griposo. Anda, siéntate y cuéntame cómo está la familia. ¿Qué tal le va a Gerald por China?

—El que está en China, o al menos en algún sitio de la base china, sea lo que sea esa cosa, es Dick. Le gusta bastante y le encanta el barco.

—Ah, Gerald es el de Birmania, entonces. Dime, ¿cómo le va?

—No, ese es John. Le va muy bien. Espera estar de vuelta para las próximas navidades. Gerald es el explorador. Le ha salido un trabajo bien pagado con unos americanos en México, dice que se lo pasa en grande. A mí me suena fatal.

—Lo siento, querida, siempre me equivoco con tu familia. Es muy confuso que tengas cuatro chicos. Para cuando por fin me he acostumbrado a un Morland peque­­ño, nos deja su hermano mayor y llega otro más pequeño, y entonces se convierte en el mayor y tengo a otro pequeño nuevo. Tremendamente confuso. Bueno, me alegro de que les vaya bien. Ahora las cosas son más fáciles, ¿verdad?

—Si te refieres al dinero, sí. Gerald y John ya son independientes, benditos sean, y Dick casi. Así que no me cuestan prácticamente nada, excepto los regalos y las vacaciones cuando vuelven a casa. Ahora solo me queda Tony.

—Pero conseguirá becas, como Gerald.

—Tony tiene una espléndida resistencia innata a cualquier tipo de aprendizaje —dijo Laura, resignada—. Supongo que se dedicará a criar cerdos.

—Así podrás vivir del beicon y trabajar menos. ¿Sigues escribiendo?

—Bastante. Pero ahora es mucho más fácil que cuando tenía a los tres en la escuela y a Tony en casa. Hasta estoy ahorrando para mi vejez.

—¡Adelante! —dijo Amy, al oír un golpe en la puerta.

Tony entró en la habitación. Saltaba a la vista que había usado una brillantina ajena. Una zigzagueante raya en medio le cruzaba la cabeza, y a ambos lados el pelo le caía relamido y brillante. Desprendía un fuerte olor a miel sintética y a flores.

—¡Serás marrano! —exclamó Amy—. ¿Qué demonios has hecho? Tómate un té.

Tony parecía estar acostumbrado a la mujer de su director, pues no manifestó la menor turbación y, mientras se sentaba, respondió:

—Solo es un poco de gomina de Johnson, señora Birkett. Me la han echado dos tipos y yo me la he peinado. Señora Birkett, ¿ha oído el barullo cuando se han caído los libros de Wesendonck? Me he puesto a gritar como un descosido.

—¿Que si lo he oído? Ya lo creo, le habéis reventado los tímpanos al señor Birkett y ha tenido que acostarse.

Tony pareció compungido.

—Si esto no fuera una merienda de final de trimestre y no quedara una semana para Navidad, te mataría, Tony —dijo Laura—. Mírate el traje.

Efectivamente, el afán con el que los dos tipos anónimos habían aplicado la gomina era visible en el cuello, la chaqueta y el chaleco de Tony.

—Ah, no pasa nada —dijo Tony—. Hemos limpiado lo que quedaba por el suelo con los pantalones de gimnasia de Swift-Hetherington y después ha aparecido la supervisora y se ha puesto como un basilisco.

—En fin, gracias al cielo que te marchas —dijo la mujer del director.

—Vendrás un par de días de visita estas vacaciones, ¿verdad, Amy? —preguntó Laura mientras se daban un beso de despedida.

—Me encantaría. Bill se marcha con las niñas dos semanas a Suiza. Ya te confirmaré las fechas, iré a pasar un par de noches.

—Recuerdos a Bill. Espero que se recupere.

—Descuida. No es más que el cansancio acumula­do de final de trimestre, más los quebraderos de cabeza causados por una secretaria estúpida. Este verano pensá­bamos que teníamos a una mujer fantástica, pero al empezar el trimestre se volvió loca y tuvimos que cambiar, lo que ha implicado una barbaridad de trabajo suplementario.

—Qué mala pata.

—Adiós, Tony, felices vacaciones.

—Adiós, señora Birkett, y muchas gracias por invitarme a merendar —se despidió Tony, con un aire tan angelical que su madre tuvo que concentrarse en el aspecto lamentable de su pelo y su traje para contenerse y no achucharlo en ese mismo instante.

Laura y Tony subieron al coche y emprendieron los veinte kilómetros de camino a casa.

—Bueno, tesoro, qué contenta estoy de volver a verte —dijo Laura mientras ganaban velocidad.

—Ya —dijo lacónico Tony—. Esto... Madre, ¿cuántos años tienes realmente?

—Cuarenta y cinco reales, pero no siempre aparento mi edad.

—Menos mal —contestó Tony, con tal tono de alivio que Laura tuvo que preguntar por qué—. Swift-Hethering­ton ha dicho que él sabía la edad de su madre y que se apostaba algo a que yo no. Así que yo he apostado a que la mía era mayor que la suya, y tenía razón.

—¿Y qué ganas? —preguntó Laura, divertida.

—No gano nada, madre —contestó exasperado Tony—. Solo era una apuesta.

—Ah, claro.

Era obvio que, a pesar de su confusa fraseología, el vicio de apostar no estaba arruinando la vida de Tony.

—Por cierto, madre, ¿vamos a pasar las navidades en el piso o en la casa de campo?

—Ah, ¿no te lo he dicho? En la casa de campo.

—Vaya. Obviamente dejé el tren en el piso y resulta que había hecho planes especiales para jugar con él estas vacaciones. Podía pasar.

Tony se sumió en las profundidades de la melancolía.

—Resulta que también lo he tenido en cuenta, Tony, y te he traído el tren. Está en la parte de atrás.

—Gracias, madre, pero me temo que no sirve de nada. No puedo jugar a menos que tenga un cambio de vía con escape a la derecha, y para conseguirlo necesito mi libreta de ahorros y el catálogo del tren. Eso es todo, no tiene remedio.

—Lo cierto es que encontrarás el catálogo en la caja del tren. Y también he tenido el detalle de traerte la libreta de ahorros.

—Gracias —dijo Tony, y se abandonó a un sueño místico de nuevos circuitos ferroviarios a una escala más ambiciosa que antes.

Laura tenía muchas ganas de pasar unas vacaciones en la casa de campo tras un otoño de mucho trabajo en la ciudad. Cuando murió su marido, Tony era un niño de meses y el dinero escaseaba. Laura ya había hecho trabajos esporádicos para algunas revistas hacía unos años, pero ahora ganar dinero era un asunto serio. Tras considerar el panorama con detenimiento, había llegado a la conclusión de que después de las carreras, los asesinatos y el deporte, al gran público inglés (sección femenina) le gustaba leer sobre ropa. Muy diligentemente, consiguió cartas de presentación, fue a curiosear a grandes almacenes, a visitar a elegantes modistas amigas suyas, a charlar con conocidas que trabajaban como encargadas de compra o escaparatistas en comercios sofisticados, y se puso a escribir novelas con las que aspiraba a cosechar éxitos de ventas. Su intuición había resultado acertada y se había ganado un público lector numeroso y fiel, siempre ávido de los misterios del negocio de la venta al por mayor y al detalle de ropa. Incluso llegaron a hacer una adaptación teatral, con un éxito considerable, de una de sus novelas, ambientada en el taller de la célebre modista madame Koska, donde emplean como costurera de canesús a una aprendiz de una casa de la competencia que se dedica a plagiar los modelos de la próxima temporada, cuya suerte cambia con la aparición del apuesto viajante de un fabricante de seda francés, antiguo amante al que robó y abandonó unos años atrás. Cómo este, a su vez, la reconoce y se debate entre el amor y el deber, cómo se impone finalmente el honor del mundo de la confección y la delata a madame Koska, quien acaba por perdonarla, cómo las modelos se ponen en huelga media hora antes del desfile de primavera de madame Koska, cómo la aprendiz se pone los cuarenta y ocho vestidos con una elegancia tan deslumbrante que, solo durante aquella tarde, madame Koska recibe encargos por valor de cinco mil libras, resulta algo demasiado largo e inverosímil de contar. Sin embargo, afortunadamente encajaba con el gusto del público, del mismo modo que el resto de sus novelas, y con ellas Laura había educado a Gerald y a John, había metido a Dick en la marina, y ahora ya no existían motivos de angustia y solo tenía que ocuparse del hermético Tony. En general estaba bastante satisfecha y nunca se tomaba a sí misma demasiado en serio, y eso que se empleaba a fondo con sus libros. De haber sido más introspectiva, quizá se habría admirado de todo lo que había conseguido en diez años, además de poder permitirse un pisito en Londres, una casa modesta en el campo y un coche de clase media. Sin embargo, lo único que de vez en cuando le despertaba admiración hacia su persona era el hecho de tener secretaria. No era una secretaria de verdad, a tiempo completo, porque la señorita Todd vivía en el pueblo con su madre y solo trabajaba por las mañanas, pero aun así era una secretaria.

Se había visto obligada a recurrir a ella cuando, un par de años atrás, un periódico estadounidense le encargó, para su desgracia, unos artículos sobre moda femenina. Estaban demasiado bien pagados como para rechazarlos, así que Laura, cuya idea del vestir consistía en pescar gangas en las rebajas a toda prisa, recopiló toda la información que pudo en exclusivas boutiques y se la llevó a la casa de campo para darle forma. Y allí fue donde, una mañana, su amiga la señorita Todd se la encontró hecha un mar de lágrimas. La señorita Todd se sentó, se quitó el sombrero y le preguntó qué había sucedido. Entre sollozos y balbuceos, Laura respondió que no podía hacerlo. Tenía que ponerse con una entrega sobre una modelo incapaz de posar con algo que no fuera pura seda británica artificial y que acababa casándose con un ministro del Gabinete; terminar una segunda serie de «Historias del muestrario de madame Koska»; hacía falta dinero para ayudar a Gerald con su último año en Oxford, ya que le permitiría titularse y en últi­ma instancia dedicarse a la exploración; y cómo…, ay, ¿cómo iba ella a poder con todo? Y lloraba amargamente y el moño se le empezaba a desmoronar, mientras la señorita Todd prestaba sus inteligentes oídos.

En aquel momento, la señorita Todd dijo:

—Deje de llorar, señora Morland, que quiero decirle una cosa. ¿Qué cree que es lo que más amo en el mundo?

Laura, sorprendida por aquel curioso intento de consolación, dejó de llorar. Se apartó los alborotados mechones de pelo del rostro bañado en lágrimas y reflexionó un instante antes de contestar:

—A su madre.

—No —repuso la señorita Todd—. La ropa.

Laura se enderezó y se olvidó por completo de sus acu­ciantes problemas. Aquello resultaba muy interesante. Para ser una mujer que se ganaba bien la vida escribiendo sobre moda, su conocimiento del tema se limitaba al mínimo imprescindible. Pero la señorita Todd... Se la quedó mirando. La señorita Todd, que ya debía de haber cumplido los cuarenta, célebre por su piedad filial con una madre achacosa y empobrecida, que en su vida no había llevado más que un traje de tweed y un vestido de noche negro, que nunca había salido de High Rising (aquel era el agradable nombre del pueblo) salvo para pasar dos semanas con su ma­dre en Bournemouth... Mientras Laura continua­­ba su re­­paso visual, algunas de las mejores cualidades de la señorita Todd, obviadas hasta que aquel arrebato las sacara a la luz, comenzaron a hacerse visibles ante sus ojos, entrenados para fijarse en la apariencia de los demás, aunque jamás en la suya propia. La señorita Todd no tenía mal tipo, sus manos no estaban mal, sus pies eran indiscutiblemente bonitos dentro de sus gastados zapatones de cuero, de no llevar un corte de pelo tan obviamente casero, seguro que tendría una melena muy bonita, y no tenía ni un diente feo, pensó Laura con envidia. De hecho, la señorita Todd no era en absoluto una criatura falta de atractivo, si alguna vez se le ocurría a una mirarla.

La señorita Todd, objeto de aquel prolongado escrutinio, consideró necesario aportar una explicación.

—No es que no quiera a mi madre —dijo con calma—, la quiero mucho. Se les coge cariño, ya sabe. Pero está un poco chiflada y tiene el corazón pachucho, así que de poco sirve centrarse en ella.

Una vez más, Laura tuvo que reconsiderar sus ideas. Todo el mundo sabía que la anciana señora Todd estaba un poco como un cencerro. Cuando aún se las arreglaba sola, había adquirido la costumbre de encargar comestibles, carne y calzado en la tienda del pueblo como para un regimiento. Su hija se había visto obligada a explicárselo al señor Reid, el tendero, quien amablemente seguía la corriente a la anciana y le tomaba la comanda con todo el respeto. En aquella época, según había oído Laura, la señora Todd llevaba unos meses sin salir de casa, pero lo que no se le había ocurrido pensar era que, durante todo ese tiempo, la señorita Todd había estado cuidando sin rechistar de una madre más bien majadera, con un pie en el otro barrio. Su opinión de la señorita Todd mejoró aún más.

—Bueno, Anne —dijo distraída, pasándose una aguja de punto por el pelo—. Seguro que tienes razón. Te has ganado el cielo. Pero ¿qué tiene que ver la ropa en todo esto?

Los ojos de la señorita Todd resplandecieron con devoción.

—Señora Morland, la ropa es mi tabla de salvación —respondió con fervor—. Por eso leo todos sus libros. A mí la buena literatura me trae sin cuidado, pero cuando leo sobre ropa es como tomar opio. Me olvido por completo de madre, de la muerte, de los dividendos y, simple y llanamente, me deleito. Sé que yo no podría vestir esas prendas. Aunque pudiera permitírmelas, no están hechas para mí. Pero me aportan mucho y por eso sus libros me han ayudado tanto y...

En ese punto la vergüenza la hizo callar. Laura no podía estar más interesada. Ahí tenía a su verdadero público, encarnado en Anne Todd. Ni siquiera ella fantaseaba con que sus libros fueran, en el sentido elevado del término, literatura, pero sabía que poseían un atractivo, y ante ella tenía el blanco de aquella atracción. Miró a su interlocutora, sentada con las rodillas demasiado separadas y las puntas de los pies mirando hacia dentro, los ojos chispeantes, las mejillas encendidas como el fuego. ¿Qué le pasaría a la señorita Todd?

—Y... —continuó la señorita Todd, viendo que ninguna ayuda vendría por parte de Laura—, al verla llorar, se me ha ocurrido que tal vez yo podría ayudar. Ya está. Ya lo he dicho. Madre no me necesita todo el día. Se pasa la mañana en la cama con la radio, y Louisa puede echarle un ojo. Y eso, que yo estaría disponible para pasarme por aquí entre el desayuno y el almuerzo y escribir a máquina, o ayudarla un poco... Hice un curso de secretaria, no se piense, antes de que la salud de madre se complicara... Ay, señora Morland, dígame que sí.

El moño de Laura se desmoronó de la emoción.

—Acércame unas horquillas, Anne, y ven todos los días. Y puedes encargarte de ese bodrio para los ameri­canos.

La señorita Todd, a cuatro patas, le alcanzó las horquillas.

—Es usted un ángel, señora Morland.

—Pero... —consiguió articular Laura entre los grandes prendedores de carey, temerosa de golpe de haberse precipitado—, ¿de verdad crees que eres capaz?

—Por supuesto —contestó la señorita Todd, al tiempo que se ponía en pie y se calaba el sombrero—. Deme esos papeles, dígame cuántos miles de palabras y estará listo para pasado mañana, señora Morland.

Laura, medio hipnotizada, le entregó un fajo con documentación y apuntes a la señorita Todd, que salió escopetada de la casa sin despedirse siquiera. Más animada que antes, pero perpleja, Laura se colocó la última horquilla y se sentó a lidiar con madame Koska, cuyo mejor sastre había resultado ser un gran duque austríaco venido a menos. Entre las dificultades de la modista para rechazar el traje del gran duque sin renunciar a sus servicios y el talento con el que había sido obsequiada para archivar los problemas menos acuciantes hasta que eran impostergables, Laura no volvió a pensar en los artículos americanos hasta que, al cabo de dos días, la señorita Todd se presentó de nuevo en su casa con un manuscrito.

—Aquí tiene —dijo—. Lo encontrará correcto.

Laura lo leyó, lo encontró correcto y la invitó a quedarse a comer.

—No puedo. Ya sabe que no tenemos teléfono y ma­dre me espera. Pero con que le haya gustado, me vale. Ha sido un placer.

—Pero tengo que pagarte, Anne. Verás, voy a tener que...

—No se preocupe por eso, señora Morland —dijo tajante—. No es asunto mío y, además, fue usted quien reco­piló toda la documentación... Yo no he hecho más que juntarla.

—Veamos, querida, esto no puede quedar así. Sién­tate y entra en razón.

Al final, protestas mediante, la señorita Todd acce­dió, no sin presión, a acudir todas las mañanas durante las estancias de Laura en High Rising, a aceptar un salario sema­nal, a mecanografiar por la tarifa habitual cualquier manuscrito que le enviaran durante las ausencias de Laura y a quedarse un diez por ciento de todo lo que escribiera a partir de los apuntes de Laura. A Laura le fue imposible in­ducirla a aceptar más que eso.

Al encontrar aquel tesoro escondido entre ellos, fueron varios los que intentaron seducir a la señorita Todd para que infringiera su lealtad, pero esta se mantuvo singularmente inquebrantable. Incluso cuando George Knox, el exitoso biógrafo que vivía a un kilómetro de allí, en Low Rising, le ofreció un puesto como secretaria permanente y una casita en sus terrenos para ella y su madre, la señorita Todd declinó.

—Verá, señora Morland —le explicó a Laura cuando esta la regañó por haber rechazado una oferta provechosa—. A mí lo que me interesa no es la literatura... A mí lo que me gusta es la ropa. Con el señor Knox habrá fechas, filosofía y cosas de intelectuales. El señor Knox me cae bien, y su hija también, Sibyl es buena chica, pero mi sitio está aquí con usted. Y no podría llevarme allí a mi madre ni aunque quisiera. Con el corazón nunca se sabe y aquí estamos casi puerta con puerta con el doctor Ford, y la mujer también puede asomarse a la ventana y enterarse de lo que pasa por la calle. En Low Rising no vería a nadie. Si muriera, no le digo... Pero usted va antes, señora Morland.

Y así fue como la señorita Todd siguió siendo su secretaria y, en palabras de la propia Laura, el báculo de sus años de decadencia. Y la anciana señora Todd perdió un poquito más la cabeza, y su corazón era motivo de un poco más de preocupación, pero la señorita Todd, alimentada por la moda, se mantuvo perfectamente cuerda, y si alguna vez derramó alguna lágrima por la incierta salud de su anciana madre, Laura fue la única en enterarse.

1. Cita de The History of Henry Esmond (1852), de William M. Thackeray. (En adelante, todas las notas son de la traductora.)

2. High Rising

En aquel momento, mientras conducía rumbo a High Rising, Laura cayó vagamente en la cuenta de que Tony estaba preguntándole algo. Su hijo padecía lo que ella llamaba «una verborrea arrolladora», y nada salvo el sueño era capaz de contener el caudaloso flujo de su banal conversación.

—Madre, ¿tú qué opinas?

—¿Opino de qué, tesoro?

—Ay, madre, te lo acabo de explicar.

—Lo siento, Tony. Estaba concentrada en la carretera y no me he enterado bien. Repítemelo.

—Bueno, pues que podría pedir una locomotora de la Great Western que cuesta diecisiete chelines, pero hay una mucho mejor de L. M. S. que cuesta veinticinco. ¿Tú qué opinas?

—Pues diría que la de Great Western, si solo cuesta diecisiete chelines y la otra veinticinco.

—Ya, pero, madre, no te das cuenta. La de Great Western solo podría tirar de una vagoneta de carbón y de un coche, mientras que la de L. M. S. podría arrastrar tres coches tranquilamente.

—Bueno, entonces ¿qué tal la de L. M. S.?

—Ya, pero madre, entonces tendría una locomotora de L. M. S. y coches de Great Western. ¿No sabías que todos mis coches son Great Western?

—No, Tony, lo siento, se me había olvidado.

—Vaya, teniendo en cuenta que te lo he contado todo al respecto, pensaba que lo sabrías. Entonces, madre, ¿tú qué opinas?

—Mira, Tony —dijo su madre, reprimiendo el impulso de asesinarlo—, ahí está la tienda del señor Reid. Dentro de un minuto habremos llegado.

—Pero, madre, ¿tú qué opinas? ¿Una Great Western para ir con los coches, o mejor una L. M. S.?

—Mejor miramos todo el ferrocarril mañana —contestó contemporizadora—, y después te daré mi opinión. Ya hemos llegado.

Recorrieron el corto camino de entrada y encontraron la puerta principal abierta y las luces encendidas. Una mujer gruesa con un vestido gris de franela ceñido por un inmenso delantal de cuadros salió a recibirlos.

—Bueno, Stoker, aquí estamos —dijo Laura—. ¿Qué tal todo?

—Bastante bien.

—Tú y Tony sacáis el equipaje mientras yo voy a aparcar el coche en la cochera. ¿Están las puertas abiertas?

—Sí, y la cena está lista. Pensaba que usted y el señorito Tony cenarían juntos puesto que están solos. Venga, señorito Tony, ayúdeme con su baúl.

Pero Tony ya se había apoderado de la caja del tren que estaba en la parte trasera del coche y había desaparecido.

—No lo hagas tú sola, Stoker —dijo Laura, mientras su criada se preparaba para cargar el baúl y meterlo en casa—, que te vas a hacer daño.

—¿Hacerme daño yo? —contestó la mujer altanera—. No, señora, para hacerme daño yo tendría que estar a punto de estallar, y si algún día estallo, eso sí será explosivo.

Al verla tan resuelta, Laura se fue a aparcar. Cuando regresó a la casa, Tony ya había sacado de la caja casi todos los tramos de vía y los había desperdigado por el suelo del salón, había tirado el abrigo y la gorra en el sofá y se disponía a construir un trazado permanente.

—Ni hablar, Tony —objetó su madre con firmeza—. Guárdalo todo en la caja y llévatelo arriba. Sabes perfectamente que tienes una habitación para jugar. No pienso tener tus trastos ocupando el suelo del salón. Y recoge ahora mismo tus cosas del sofá y lávate las manos que vamos a cenar inmediatamente.

—Pero, madre, si querías ver el tren para decidir la locomotora.

—No quiero verlo ahora, ¡ni nunca! —gritó Laura, al borde de la desesperación—. O al menos no esta noche y no en el salón. Recógelo todo ahora mismo.

Con una cara larga rosada y deliciosa, Tony, remiso, recogió la locomotora y las vías, embutió de mala manera el abrigo y la gorra en la caja y abandonó el salón arrastrando los pies y mascullando contra la tiranía que lo oprimía.

—No, en el vestíbulo no. Súbelo a tu habitación —gritó su madre.

Tony volvió a aparecer en la puerta.

—Pensaba que solo querías que colgara el abrigo y la gorra —explicó con voz cansada.

Laura, a su vez, dejó el abrigo y el sombrero en una silla y se sentó. Su querido Tony. Qué terrible era ser monotemático. Sus hermanos mayores decían que lo mima­­ba demasiado. No era tanto que lo consintiera de forma deliberada, se defendía ella, sino que, después de haberlos criado a los tres, no le quedaban fuerzas para hacer nada con el cuarto. Cuando una se ha pasado un cuarto de siglo batallando con unas criaturas jóvenes y enérgicas, con una acusada propensión a la mugre, la cochambre y la grosería, más bien indiferentes al ruido, ajenos a toda conveniencia y comodidad más allá de las propias y para quienes el griterío vano y beligerante y los insultos eran la quinta esencia de la conversación educada, la resistencia de una se ablanda. Tony no era más desquiciante que Gerald —ay, esos primogénitos, cómo se aprovechan de la ignorancia de una—, que John o que Dick, pero ella tenía más años y menos mano izquierda para lidiar con su egoísmo y su autocomplacencia. Lo había enviado a la escuela un año antes que a sus hermanos, en parte para que no fuera un hijo único pegado a sus faldas, y en parte, como ella misma observaba, para hacerlo entrar en vereda. Acariciaba la ingenua esperanza de que, tras dos o tres trimestres en el colegio, su hijo encontraría el equilibrio, y recibiría alguna que otra colleja de sus ingratos compañeros de curso. Nada más lejos. Tony volvió del internado bastante más egocéntrico de lo que se fue, hablaba más y su conversación era aún menos interesante si tal cosa era posible. Su amantísima madre no podía concebir que sus compañeros no lo hubieran matado. Los hijos menores parecían poseer un poder peculiar que los volvía indemnes a la desaprobación ajena. Cada vez que alguien interrumpía su verborrea, Tony se limitaba a retomar aliento, aguardar la oportunidad y volver a meter baza. A Laura solo le quedaba esperar que esa tenacidad le sirviera en otra vida. Una de dos: o eso o todos sus amigos lo acabarían abandonando.

Un ruido parecido al del deshollinador cuando no lo esperas en la chimenea vecina se oyó bajando las escaleras, y su odioso y adorable hijo irrumpió en la habitación.

—La cena está lista, madre, y la vieja Stoker está a punto de tocar la campanilla.

—¿Te has lavado, Tony? ¿Y por qué no te has quitado las botas?

—No podía, madre. Tengo el otro par de zapatos dentro del baúl.

—Hay unas pantuflas arriba. Póntelas. Y enséñame esas manos.

A regañadientes, Tony mostró dos manos grisáceas ribeteadas de negro y salpicadas de trazos más claros.

—¿Dónde te las has lavado, Tony?

—En el cuarto de baño.

—Ya. Las has dejado un segundo debajo del grifo y después has restregado toda la porquería en una toalla limpia. Venga, arreando, y llena un poco la jofaina. —Mientras su hijo abandonaba la estancia ofendido y enmudecido, Laura subió el tono y continuó con las consignas—: Y remángate, y pásate el cepillo de uñas, y después de lavarte las manos acláratelas bien, y luego cepíllate las uñas en mi habitación si no tienes el juicio suficiente como para deshacer tu equipaje. Y que no se te olvide quitarte las botas —remató con el tono más sonoro que su voz era capaz de impostar. Entonces, impelida por una suspicacia tan grande como justificada, lo siguió al piso de arriba para supervisar su enfurruñado aseo, y demostró una acusada falta de compasión cuando su hijo protestó por los nudos de los cordones, nudos que, como señaló con crueldad, no había podido hacer nadie más que él mismo. Tan limpio, tan rosado y tan tentador fue el resultado que Laura no pudo por menos de abrazarlo, a lo que este se rindió con suma gracilidad, asiéndose con fuerza a su cuello y levantando los pies del suelo.

—¡Socorro! ¡Piedad! ¡Me estás asfixiando! —exclamó Laura.

Tony apretó la mejilla tersa y rosada contra la de su madre, y se dejó caer.

—Vamos, señora M. —ordenó, guiándola escaleras abajo—, la vieja Stoker nos llama a cenar.

Cuando llegaron al comedor, Stoker aguardaba de brazos cruzados frente al fuego. Laura hubiera deseado que la mujer no se sintiera en el deber de esperar a la mesa con sus imponentes brazos desnudos hasta el codo, pero en las cuestiones relativas al vestir, Stoker no era persona a quien se pudiera doblegar. Había entrado al servicio de Laura poco después de que naciera Gerald, el mayor, con unas referencias de lo más tibias de su antigua casa y su aire bonachón por toda recomendación. Ese había sido el motivo que había animado a Laura a contratarla, y jamás se arrepintió. Era una cocinera excelente, esclava devota de los chicos y absolutamente digna de confianza. No tenía modales, pero tampoco se metía a opinar sobre las dotes de ama de casa de su señora. Hacía mucho tiempo que Laura había renunciado a todo intento de controlarla y de mediar en las cruentas guerras entre ella y las sucesivas camareras que fueron desfilando en los primeros tiempos. Después de las batallas especialmente encarnizadas solía presentar su renuncia, que Laura aceptaba siempre, diciendo: «De acuerdo, Stoker, pero eres boba». Al cabo de dos días de berrinche, la renuncia siempre acababa por retirarse con prolijas explicaciones y las aguas volvían a su cauce. Cuando los dos mayores ya iban al colegio, Stoker decidió que una camarera era un gasto innecesario, y a partir de entonces se convirtió en la jefa absoluta de la casa. El marido de Laura, aquel caballero tan inepto como poco llorado, le inspiraba un desprecio amable, que exteriorizaba con la costumbre de referirse a él en vida como «el padre de los chicos», aunque no fue óbice para presentarse en su funeral con un traje de viuda que le hizo sombra al de la propia Laura y sufrir arrebatos de histeria durante el camino de vuelta a casa. El estado civil de Stoker era algo por lo que

Laura nunca se atrevió a preguntar. Los comerciantes de Londres, con quienes le gustaba intercambiar chanzas escandalosas y absurdas desde la ventana de la cocina, la trataban de «señorita», hasta un día fatídico en que el lechero, según le contó a Laura, la llamó así y fue la gota que col­mó el vaso. Laura nunca se atrevió a preguntarle a qué se refería, pero tras su siguiente domingo libre, Stoker apareció con una gruesa argolla de plata en el dedo corazón de la mano izquierda, con un misterioso repujado que rezaba: «levantaré Bethel». Stoker, poco a poco, fue dejando caer que el anillo había pertenecido a su madre, una anciana dama muy pía, famosa por su devoción a una secta peculiar, pero cuando Laura preguntó si el anillo contenía alguna alusión a los inconformistas anglicanos, Stoker respondió enigmáticamente que su madre llevaba mucho tiempo muerta y nadie sabía qué era lo que el Señor había considerado oportuno para ella, pero que aquello era lo que conseguiría el lechero como lo volviera a intentar. A partir de entonces se adjudicó el título de «señora», al amparo del cual se sentía más libre de excederse aún más en sus escandalosas expresiones, en particular con el lechero. Por suerte, la señorita Todd le había caído en gracia, se compadecía de ella en su presencia por no estar casada y por eso le intentaba vender a los solteros de la parroquia, con quienes la señorita Todd no tenía el menor deseo de unirse en matrimonio.

—Bueno, ¿y qué le parece el doctor Ford, señorita? —le preguntaba, como quien recomienda un corte de una buena pieza de carne—. No conseguirá nada mucho mejor y, como suele decirse, ninguno de los dos va a rejuvenecer ya. ¿O el señor Knox de Low Rising? Ya va para los cuatro años que enviudó y tiene a la señorita Sibyl, que necesita que cuiden de ella, aunque todo el mundo sepa que su pobre madre tampoco fue ninguna maravilla, todo el día tumbada hasta que la muerte se la llevó. Piénselo, señorita.

La señorita Todd se lo agradeció de corazón, pero no se sintió impelida a pensárselo.

—La sopa está caliente —anunció Stoker, cuya tremenda figura apareció por el lateral de la puerta de la cocina—. Tómensela mientras voy a mirar el pescado.

—Vaya, Stoker, ¿no hay carne esta noche? —preguntó Tony.

—No, señorito Tony. La sangre joven como la suya no necesita calentarse por la noche. Hay pescado frito, y también he preparado patatas.

—¡Patatas fritas! Bien por ti, Stoker —exclamó Tony, con tanto entusiasmo que derramó la sopa de la cuchara.

—La señora Birkett estaba bastante en lo cierto al tratarte de marrano —comentó Laura objetivamente—. Límpiate esa sopa del chaleco, Tony. No, con el mantel no. ¿Para qué sirven las servilletas?

Como la mayoría de los niños, Tony tenía una curiosa aversión a desdoblar la servilleta, que aguantaba toda la semana impecablemente plegada, y tan solo adquiría un tono más grisáceo y sucio por la parte exterior.

Después de retirar los platos de sopa y servir el pescado y las patatas fritas, Stoker se acomodó contra la puerta de la cocina, agarrándose de los codos, y comenzó a dar el parte.

—Menos mal que me vine una semana antes. Aquí faena nunca falta. Le juro que cuando vi cómo estaba to­do, por poco me da un soponcio.

—Cuánto lo lamento, Stoker —se excusó Laura—. Ha tenido que ser horrible. Pero ¿no se suponía que la hermana de Annie, la del señor Knox, vendría a echarte una ma­no? Te dije que la llamaras si necesitabas ayuda.

—¡La hermana de Annie! —exclamó Stoker con un desprecio cáustico. Tras una pausa dramática, añadió—: Si yo le contara cómo las gasta...

—Pero ¿qué ha pasado? Pensaba que le tenías aprecio.

—Del tenía al tener hay un trecho —respondió enigmáticamente—. Cuando una chica se pasa media maña­na pegando la hebra con el mozalbete que trae la leña y esconde el polvo debajo de la alfombra del salón, donde aún seguiría si yo no le hubiera advertido: «Ahí se queda, para que la señora vea cómo trabajas», no hay cabida para el aprecio.

—Qué pena, Stoker. Supongo que lo barriste tú y que no volveremos a ver a la chica.

—Por supuesto que lo barrí. No pensaba dejar la casa como un estercolero para que la viera usted. Pero le dije a Annie lo que pensaba de la chica, y la pondrá en su sitio. ¿Y qué opina de la última de Low Rising?

—¿Qué ha pasado, Stoker? —preguntó Laura, que en vano esperaba que por usar su apellido con frecuencia quizá a su empleada se le ocurriera que de vez en cuando una mínima forma de decoro, incluso un simple «señora Morland», no estaría de más, si el alma de Stoker pudiera ir más allá del doña. Pero Stoker tenía sus propios códigos, y aunque no escatimaba en el uso de títulos con las amigas de Laura, ni omitía jamás la palabra «señorito» al dirigirse o referirse a alguno de los chicos, había optado por expresar su profunda devoción y compasiva condescendencia hacia su señora tratándola simplemente de «usted».

—Tienen una chica nueva.

—¿O sea que Annie se va?

—¡Quia! —En esas, desapareció en la cocina, regresó con un cargamento de patatas recién hechas que colocó delante de Tony, y continuó—: Annie no debería irse de ahí. No; una sectaria.

—Eh... ¿Una nueva secretaria?

—E