Fresas salvajes - Angela Thirkell - E-Book

Fresas salvajes E-Book

Angela Thirkell

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Beschreibung

La atractiva Mary Preston, una joven perteneciente a una buena familia venida a menos, es invitada a la espléndida y lujosa finca de los Leslie en Rushwater. Allí, Mary perderá la cabeza por el apuesto seductor David Leslie. Sin embargo, su tía Agnes y la madre de David, la excéntrica Lady Emily, planean emparejarla con otro hombre al que consideran un buen partido. En el espectacular baile de Rushwater, la felicidad de Mary, suspendida entre los imperativos del corazón y las maquinaciones de su familia, penderá de un hilo… Fresas silvestres (1934) forma parte de un ciclo de veintinueve novelas ambientadas en el condado ficticio de Barsetshire, que Angela Thirkell tomó prestado de Anthony Trollope. Con una mirada afilada y permanentes alusiones y guiños a los clásicos, desde Lord Byron y R. L. Stevenson hasta Ovidio y Virgilio, Thirkell da vida a una galería de personajes cómicos que se debaten entre lo sublime y lo prosaico, sin abandonar jamás una muy británica obsesión por el estatus social.

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Seitenzahl: 375

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Portada

Fresas silvestres

Fresas silvestres

angela thirkell

Traducción de Patricia Antón

Título original: Wild Strawberries

© The Estate of Angela Thirkell, 1934

© de la traducción: Patricia Antón, 2019

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2019

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: abril de 2019

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Cadhay House, Devon, Inglaterra

Fotografía de Alison Day

Imagen del interior: North End House, Rottingdean

Imagen de la solapa: Angela Thirkell (1938), fotografía de Howard Coster

© National Portrait Gallery, Londres

eISBN: 978-84-17109-82-0

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

North End House, en Rottingdean, propiedad de sir Edward Burne-Jones,

el abuelo de Angela Thirkell, donde la escritora pasó largas temporadas.

Índice

Portada

Presentación

1. Las mañanas en la iglesia

2. Los Leslie a la hora del almuerzo

3. La llegada de un adulador

4. Una abadía y un cuarto de los niños

5. Ciertas facetas de Milton

6. Ciertas facetas de David

7. Almuerzo para tres

8. David repara el daño causado

9. Lady Emily va de visita

10. Los lirios florecen

11. La indignación de un adulador

12. Feliz cumpleaños

13. Los lirios se marchitan

14. El momento estelar de Gudgeon

Angela Thirkell

Otros títulos publicados en Gatopardo

1. Las mañanas en la iglesia

En Rushwater, el pastor de la iglesia de Santa María miraba con gesto nervioso por la ventana de la sacristía, que daba a una portezuela en el muro del cementerio. A través de ella, la familia Leslie había acudido a la iglesia con distintos grados de impuntualidad desde que el pastor se hallaba en Rushwater, y no parecía probable que hubieran sido más puntuales antes de que él asumiera el cargo. Era un tributo a la personalidad de lady Emily Leslie, reflexionó el pastor, que quienes vivían con ella, incluidos los huéspedes del fin de semana, acabaran contagiándose de su impuntualidad. A su llegada a Santa María, los cuatro hijos de los Leslie aún estaban bajo la tutela de sus niñeras. Cada domingo era presa de la exasperación al ver entrar a la familia entera en pleno acto penitencial, mientras lady Emily dejaba caer devocionarios y fulares y les indicaba a todos, en cariñosos susurros perfectamente audibles, dónde debían sentarse. Durante la guerra, el hijo mayor había estado en Francia, y John, el segundo, en alta mar, y Rushwater House se convirtió en sanatorio. Pero la vitalidad de lady Emily no disminuyó ni un ápice, y su asistencia al oficio religioso matutino resultaba más irritante que nunca para el abrumado pastor cuando la dama escoltaba a sus pacientes convalecientes hasta su banco, prestándoles una ayuda innecesaria con las muletas, cambiando de sitio los cojines reclinatorios, cubriendo con chales a aquellos hombres agradecidos y avergonzados para protegerlos de imaginarias corrientes de aire, hablando en penetrantes susurros que distraían al pastor de su liturgia, comportándose, en general, como si la iglesia fuera la casa de una amiga. Hubo un momento en que creyó su deber rogarle, por el bien de los demás feligreses, que fuera un poco más puntual y un poco menos mandona. Pero antes de reunir el valor suficiente para hacerlo, le llegó la noticia de la muerte del hijo mayor. El domingo siguiente, cuando el párroco vio el hermoso rostro de lady Emily pálido y devastado por el dolor, juró en sus oraciones que jamás se permitiría volver a criticarla. Y aunque ese domingo la dama había hecho gala de tanto ajetreo con los cojines reclinatorios, velando por la comodidad de sus soldados heridos, que hasta ellos mismos desearon fervientemente hallarse de vuelta en el hospital, y aunque había ideado un sistema de comunicación silenciosa con Holden, el sacristán, para que éste cerrara una ventana, atrayendo con ello la atención de la congregación entera, el pastor no había faltado a su promesa, ni en aquel momento ni nunca a partir de entonces.

En la boda de su hija Agnes con el coronel Graham, lady Emily había sido puntual por una vez, pero sus intentos de recolocar a las damas de honor durante la ceremonia, y su insistencia en abandonar su banco para proporcionarle a la madre del novio un cantoral que ésta no quería para nada, habían sido una parte fundamental de la boda. En cuanto a la confirmación de David, el menor de los hermanos, el pastor todavía se despertaba temblando de madrugada al recordar la recepción que lady Emily había estimado oportuno ofrecer después en el presbiterio, aunque al parecer eso no había ofendido en lo más mínimo al obispo.

Rushwater la adoraba. El pastor sabía muy bien que Holden prolongaba deliberadamente el último tañido de las campanas para darle a lady Emily la ocasión de llegar a tiempo, pero nunca había tenido el valor para acusarlo de ello. Justo entonces la portezuela se abrió con un chasquido y la familia Leslie entró en el cementerio. El pastor sintió un gran alivio. Se apartó de la ventana y se dispuso a hacer su entrada en la iglesia.

El grupo familiar llegado de Rushwater House era numeroso. Lady Emily, últimamente algo incapacitada por la artritis, caminaba apoyándose en un bastón negro y cogida del brazo de su segundo hijo, John. A su otro lado iba el marido. Agnes Graham los seguía con dos niñeras y tres hijos. Luego venía David con Martin, el nieto mayor de los Leslie, un colegial de unos dieciséis años. Era a su padre a quien habían matado en la guerra.

Lady Emily hizo que su procesión se detuviera en el porche.

—Bueno, Tata —dijo—, espera un momentito y decidiremos dónde se sienta cada cual. Vamos a ver, ¿quién va a comulgar?

Ambas niñeras desviaron la mirada con cara de circunstancias.

—Ya veo que tú no, Tata, y supongo que Ivy tampoco —concluyó lady Emily.

—Ivy puede ir a comulgar temprano el día que ella quiera, milady —repuso Tata con gélida tolerancia—. Yo es que soy metodista.

A lady Emily se le demudó el rostro.

—Agnes —exclamó, apoyando una mano enguantada en el brazo de su hija—, pero ¿qué he hecho? No sabía que Tata fuera metodista. ¿Podríamos conseguir que uno de los hombres la lleve al pueblo, si no es demasiado tarde? Me temo que es el día libre de Weston, pero diría que alguno de los demás podrá conducir el Ford. ¿O ya da igual?

Agnes Graham posó sus adorables y plácidos ojos en su madre.

—No pasa nada, mamá —dijo con su voz dulce y agradable—. A Tata le gusta venir a la iglesia con los niños, ¿verdad que sí, Tata? Para ella no cuenta como religión.

—Me crié según el proverbio «Hágase tu voluntad y no la mía», milady —comentó Tata introduciendo un repentino sesgo de reproche en la conversación—, y soy muy consciente de mis obligaciones. Pequeño, no te quites esos guantes, o la abuelita no te llevará a ese precioso oficio religioso.

—Por el amor de Dios, Emily —interrumpió el señor Leslie acercándose, alto, lozano y robusto, un hombre acostumbrado a salirse con la suya excepto en lo concerniente a su mujer—. Por el amor de Dios, no te entretengas ahí charlando. El pobre Banister está dando brincos en el púlpito y Holden ha dejado ya de tocar a clamor. Vamos, venid ya.

Nadie sabía si el señor Leslie era tan ignorante en cuanto a las cuestiones eclesiásticas como pretendía, pero desde sus años mozos había adoptado la actitud de que una palabra era tan buena como cualquier otra.

—Pero Henry, la cuestión de la comunión es importantísima —contestó lady Emily muy seria—. Los que quieran escabullirse deben sentarse en los extremos del banco, y los que quieran quedarse, han de sentarse en medio para no armar tanto jaleo. Yo debo sentarme en un extremo, porque la rodilla se me pone muy rígida si me siento en medio, pero si me pongo en el segundo banco con Tata e Ivy y los niños, todos podrán pasar por delante de mí sin mucho problema, ¿verdad, Tata?

—Sí, milady.

—Bueno, pues muy bien: tú te sentarás en el primer banco, Henry, con Agnes y David y Martin, y el resto nos pondremos detrás. Sólo que procura sentar a Agnes a la de-recha en el sitio más cerca de la pared, porque ella se queda a comulgar, y si la pones en el otro extremo, tendrás que pasarle por delante y los chicos también.

—Pero Martin y yo no nos quedamos a comulgar —intervino David.

—¿No, cariño? Bueno, como queráis. Es una pena, en cierto modo, porque al pastor le encanta tener la sala llena, pero lo que quería decir es que, si Agnes se sienta en la punta, tanto tú y tu padre como Martin tendréis que pasarle por delante, no que vuestro padre tenga que pasar por delante de ella y de vosotros.

Para entonces, Tata, una joven de personalidad fuerte y lo bastante buena para aguantar a sus patrones por el bien de los críos que engendraban, había conducido a los niños al segundo banco y los había distribuido con ella e Ivy intercaladas de manera que no hubiera dos críos sentados juntos. El resto del grupo los siguió para sentarse entre las hileras de feligreses ya arrodillados. Justo al llegar a la altura del banco de las niñeras, lady Emily exclamó en voz alta:

—¡John! Me había olvidado de John. Si tú no quieres comulgar, John, harás mejor en sentarte delante con David y Martin y los demás, pero deja que tu padre se siente en el extremo.

John ayudó a su madre a instalarse en su banco, y luego se deslizó en el de detrás. Lady Emily dejó caer el bastón, que se estrelló con estrépito contra el pasillo. John se levantó y se lo tendió a su madre, que le brindó una sonrisa radiante y le dijo en un aparte bien audible:

—Verás, yo no puedo arrodillarme por mi pierna tiesa, aunque mi alma sí que está de rodillas.

Pero antes de que su alma pudiera dedicarse a sus devociones, la dama se inclinó para darle unos golpecitos en el hombro a su marido.

—Henry, ¿estás mirando las lecturas?

—¿Cómo? —preguntó el señor Leslie en pleno Sal­mo 95.

Lady Emily pinchó a Agnes con el bastón.

—Cariño —dijo en susurros que todos oyeron perfectamente—, ¿va a encargarse tu padre de las lecturas?

—Claro que sí —respondió el señor Leslie—. Siempre lo hago.

—Bueno, ¿y cuáles son? —insistió lady Emily—. Quiero buscárselas en la Biblia a los niños.

—No lo sé —repuso el señor Leslie con irritación—. No es asunto mío.

—Pero, Henry, tienes que saberlo.

El señor Leslie se volvió en redondo y miró furibundo a su mujer.

—No lo sé —repitió, enrojeciendo por el esfuerzo de susurrar, pero airadamente y de forma audible—. Holden me pone puntos para señalarlas. Mira en tu devocionario, Emily; las encontrarás todas en el primer número de la Bestia o por ahí.

Tras haber transmitido esa información errónea, se dio la vuelta de nuevo y siguió con sus cantos. Cuando anunció la primera lectura desde el atril, su mujer repitió en voz alta el libro, el capítulo y el versículo en cuestión, y añadió:

—Recordadlos bien todos.

Procedió entonces a buscar afanosamente en la Biblia. El hijo mayor de Agnes, James, de sólo siete años, observó sus esfuerzos con cierta impaciencia.

—Ábrela por cualquier sitio y ya está, abuelita —murmuró.

Pero su abuela insistió no sólo en encontrar el punto exacto, sino en señalárselo a los ocupantes de ambos bancos. Para cuando comenzó la segunda lectura, no sabía dónde había metido las gafas, de modo que James se ocupó de encontrar el punto preciso por ella. Mientras el niño hacía eso, lady Emily se inclinó hacia Tata y le dijo:

—¿Tenéis lecturas en la Iglesia metodista?

Pero Tata, que sabía bien cuál era su sitio, fingió no haberla oído.

Cuando el pastor se embarcó en su bienintencionado e insulso sermón, James se acurrucó contra su abuela. Ella lo rodeó con el brazo y permanecieron así, juntitos y cómodos, pensando cada cual en sus cosas bien dispares. Siempre que se sentaba en su banco, lady Emily no dejaba de pensar en sus queridos muertos: su primogénito enterrado en Francia, y la mujer de John, Gay, que al cabo de un año de felicidad lo había dejado viudo y sin hijos. John había abandonado la Armada después de la guerra para dedicarse a los negocios, y le iba bien, pero su madre se preguntaba a menudo si alguien, o algo, volvería a ser capaz de despertar su corazón. Siempre que lo pillaba desprevenido, su corazón de madre se le partía ante la dureza que veía en su semblante. El resto del tiempo parecía contento: prosperaba, andaba pensando en ser miembro del Parlamento, ayudaba a su padre con la finca, ejercía de tío amable con Martin y los hijos de Agnes, asistía a bailes, obras de teatro y conciertos en Londres, cabalgaba y cazaba en la campiña. Pero lady Emily tenía a veces la sensación de que si lo abordara en silencio y sin previo aviso por la espalda, se encontraría tan sólo con una máscara hueca.

Y luego estaba Martin, que se parecía hasta un punto absurdo a su padre muerto y era tan feliz como puede llegar a serlo cualquier chaval de dieciséis años que se sabe adulto. Su madre se había vuelto a casar, y aunque Martin se llevaba de maravilla con su padrastro estadounidense, había hecho de Rushwater su hogar, para la gran y secreta alegría de sus abuelos. Herencias e impuestos de sucesiones no eran términos que preocuparan gran cosa a Martin. Sabía que Rushwater sería suya algún día, pero con la despreocupación de la juventud, confiaba en que sus mayores vivirían eternamente. En ese momento, sus pensamientos más acuciantes se centraban en la posible compra de una bicicleta de motor por su decimoséptimo cumpleaños, y en la esperanza de que su madre olvidara el plan de mandarlo a Francia durante una parte de las vacaciones de verano. Sería intolerable verse obligado a ir a ese horrible país extranjero cuando uno podía estar en Rushwater y jugar en el equipo del pueblo contra los de los alrededores. Además, quería hallarse en Inglaterra si David conseguía por fin ese trabajo con la BBC.

David debería haber sido en teoría «el tío David», pero aunque Martin le concedía obedientemente dicho título a su tío John, David y él se trataban como iguales. David sólo le llevaba diez años, y no era la clase de tipo al que uno consideraría su tío; era más bien como un hermano mayor, aunque no andaba con tantas reprimendas, como algunos hermanos mayores. David era la persona más perfecta que cabía imaginar, y cuando él fuera mayor sería, con un poco de suerte, exactamente como David. O sea que, como David, bailaría de maravilla, tocaría y cantaría los últimos éxitos del jazz, sería presidente de la sociedad dramática de su facultad, escribiría una obra de teatro que se representaría una vez, en domingo, publicaría una novela que sólo lee­ría la gente entendida de verdad, y quizá, aunque Martin evitaba pensar mucho en ese tema, tendría montones de chicas enamoradas de él. Aunque no le durarían mucho.

Huelga decir que las cualidades que despertaba en Martin ese culto al héroe no eran exactamente las mismas que más valoraban los padres de David. De haber tenido que ganarse la vida, David se habría visto en serias dificultades. Pero, gracias a la debilidad mal entendida que sentía por él una tía, llevaba ya unos años independizado. Así que vivía en la ciudad y ansiaba hacer sus pinitos en el escenario, el cine y la radio, y de vez en cuando su buena pinta, su facilidad de trato y sus rentas le permitían conseguir un empleo, aunque no por mucho tiempo. Y, como suponía Martin, montones de chicas se habían enamorado de él. Cuando los Leslie anhelaban que David sentara cabeza en un trabajo que fuese duradero, nunca dejaban de recordarse mutuamente que la casa no sería la misma si David no estuviera en ella a menudo.

Los pensamientos del señor Leslie se centraban en parte en lo bien que había esquivado un nombre complicado en la primera lectura, tosiendo y volviendo ruidosamente la página al toparse con él, y en parte en un toro joven que se proponía pasar a ver después del almuerzo; y, a ratos, en por qué Emily no podía ser como todo el mundo.

En cuanto a John, miraba cómo su madre rodeaba a James con el brazo en el banco de delante y deseaba, con ese pesar que nunca dejaba de oprimirle el corazón, que hubiera alguien a quien poder abrazar, aunque fuera por unos instantes, incluso con la mayor frialdad, sin serle desleal a Gay, sólo por no sentir aquel vacío a su lado, día y noche.

—Pero supongo que no podría hacerlo en la iglesia —pensó en voz alta, y entonces, como digno hijo de su madre, a punto estuvo de soltar la carcajada por sus propios pensamientos y tuvo que fingir que estaba resfriado. Por suerte, el sermón llegó a su fin en ese preciso momento y su voz no llamó la atención entre el ajetreo de pies.

Justo entonces, su madre, soltando a James, declaró con tono de nerviosismo:

—Éste parece un buen momento para escabullirse.

John se inclinó hacia ella.

—Aún no podemos, madre —susurró—; debemos quedarnos hasta que pasen el cepillo.

Su madre asintió con energía y le pidió a James que le buscara su bolso. Tras un prolongado trajín, éste apareció bajo el cojín reclinatorio, justo cuando el cepillo llegaba a su altura. El señor Leslie metió en él unos billetes y lo pasó de mano en mano en su banco hasta Agnes, que se lo tendió a Tata en el banco de atrás. Los dos niños pequeños metieron en él sus monedas de seis peniques, pero James se limitó a sonreír y mostrar las manos vacías.

—Toma —le dijo John, alcanzándole seis peniques.

—Gracias, tío John —repuso James, aceptándolos—, pero el abuelo dona dinero a la iglesia, así que no hace falta que demos nada.

Aparte de arrancarle la moneda a James a la fuerza, no había nada que hacer. Las niñeras y sus pupilos pasaron en fila ante lady Emily y salieron de la iglesia, seguidos por los hombres. Sólo Agnes se quedó con su madre.

John y su padre se paseaban bajo el sol, junto al murete del cementerio, hablando sobre el joven toro.

—¿Qué nombre le has puesto por fin, padre? —quiso saber John.

Bautizar a los toros del señor Leslie era una cuestión de gran relevancia. Todos llevaban de primer nombre Rush­water, seguido de otro que debía empezar por R. Su propietario, que los criaba en persona, le daba mucha importancia a este asunto, e intentaba ponerles nombres que a los ganaderos argentinos que solían comprarlos no les costara pronunciar. Pero la cantidad de nombres que, en opinión del señor Leslie, podían adaptarse fácilmente a la lengua española ya casi se había agotado, y últimamente había dedicado buena parte de su tiempo y de sus conversaciones a ese tema.

—Había pensado en Rackstraw o Richmond —dijo sin demasiada convicción—, pero no me suenan lo bastante españoles.

—¿Qué dice Macpherson?

El señor Leslie soltó un bufido de irritación.

—Macpherson bien puede llevar treinta años aquí de capataz, pero sólo se le ha ocurrido sugerir Rannoch. ¿Cómo cree que un argentino va a poder decir «Rushwater Rannoch»?

John admitió la dificultad que suponía, al tiempo que no dejaba de preguntarse por qué los argentinos deberían ser menos inteligentes incluso que otras personas.

—Y ahora ha surgido este asunto del arriendo de la casa del párroco. Banister va a estar fuera en agosto y quiere alquilarla. Es un condenado fastidio.

—Pero los inquilinos de Banister no deberían preocuparte, padre.

—Mencionó algo sobre unos forasteros —explicó el señor Leslie—. Una gente a la que encontró en algún lugar foráneo. Está visto que uno no puede tener paz. Tu madre los invitará a cenar con nosotros dos veces por semana. Debería pasarme el mes de agosto en el extranjero.

—Allí hay forasteros a montones —le recordó John.

—Sí, pero están donde les corresponde. Es aquí donde no los queremos. «Compra productos británicos», ya sabes. De no ser por los extranjeros, nos iría mucho mejor.

—Entonces no tendrías argentinos para comprar tus toros de primera.

—Cuando digo extranjeros, me refiero a alemanes, franceses y esa gente —terció el señor Leslie, que parecía hacer una sutil distinción entre las diferentes ramas de razas no angloparlantes.

—¿Y no son los argentinos extranjeros también? —preguntó John con cierta malicia.

—Cuando yo era niño, con «extranjeros» queríamos decir franceses, alemanes e italianos —repuso con dignidad el señor Leslie.

En ese momento, lady Emily salió de la iglesia con Agnes. El marido y el hijo fueron a su encuentro.

La dama se sentó en un banco del porche y se envolvió con un largo fular de color lavanda, sin parar de hablar.

—Henry, estaba pensando en la iglesia que si la sobrina de Agnes, aunque de hecho es la sobrina de su marido, pero Agnes la adora, va a venir a pasar el verano con nosotros, deberíamos celebrar un baile por el cumpleaños de Martin en agosto. Quizá un partido de críquet primero, y luego un baile. Agnes, querida, a ver si consigues encontrar la otra punta de mi fular y me la das…, no, esa punta no, ésa ya sé dónde está…, la otra, tesoro. Eso es. Qué fastidio es esto de tener que quitarte los guantes para la comunión, porque casi siempre se me olvida y luego hago esperar al señor Banister.

Para entonces, se había envuelto la cabeza con el fular y hecho un elaborado turbante, muy favorecedor para su rostro demacrado y bello, con su delicada nariz aguileña, los labios finos y bien definidos y los ojos oscuros y brillantes. Se incorporó con ayuda del brazo de John.

—Ahora pásame el bastón, Henry, y podrías echarme ese chal sobre los hombros, y creo que no voy a ponerme los guantes sólo para ir de aquí a casa. ¿De qué habéis estado hablando tu padre y tú, John?

—De toros, madre, y de extranjeros. Padre dice que se irá fuera del país si Banister alquila la casa del párroco a in­quilinos poco apropiados.

—No, Henry —exclamó lady Emily deteniéndose en seco y dejando caer el bolso—, no puede ser. Al señor Banister le sentaría mal.

—Bueno, querida —respondió su marido recogiendo el bolso—, él mismo se marcha al extranjero, y no veo por qué es asunto suyo adónde vaya yo.

—Debemos conversar largo y tendido sobre esto —concluyó lady Emily echando a andar de nuevo para cruzar la portezuela del cementerio y entrar en su propia rosaleda—, lo debatiremos todos en el almuerzo. Se me ha ocurrido, durante ese incómodo intervalo cuando la gente que no se queda a comulgar huye de la iglesia, que sería una buena idea arreglar el techo del pabellón antes de que empiece el críquet. Henry, ¿querrás hablar del tema con Mac­pherson?

—Ya hablé con él, Emily, en octubre pasado, y el techo lleva arreglado seis meses.

—Claro, por supuesto —repuso lady Emily deteniéndose para recolocarse el chal, que le arrastraba por el suelo—. Debo de haber estado pensando en ese pequeño cobertizo que hay junto al aserradero, donde David dejaba a veces su bicicleta. ¿O habrá sido en otra cosa? En la iglesia, los pensamientos se me confunden muchísimo.

Como nadie parecía capaz de averiguar qué había estado pensando en realidad, la dama echó a andar de nuevo, dejando una estela de pertenencias para que las recogiera su familia, y desapareció en el interior de la casa.

2. Los Leslie a la hora del almuerzo

Rushwater House era una gran casona de estilo semigótico que había hecho construir el abuelo del señor Leslie. Su único mérito exterior era que podía haber resultado peor de lo que era. Sus méritos interiores consistían en cierta amplitud confortable y el ancho pasillo que recorría toda la planta superior, donde podía tenerse a los niños sin que se los viera ni oyera y campando a sus anchas. Todas las habitaciones principales daban a una terraza de gravilla desde la que se accedía a unos jardines delimitados por un riachuelo y rodeados de bosques y campos.

Gudgeon, el mayordomo, daba los últimos retoques a la mesa del almuerzo cuando entró una mujer baja y de mediana edad ataviada con un vestido gris oscuro a rayas.

—Buenos días, señog Gudgeon —dijo con acento extranjero—. Vengo pog el bolso de milady, como siempge.

—El señor Leslie llevaba un bolso cuando han vuelto de la iglesia, señorita Conk —respondió el mayordomo—. Es probable que esté sobre la mesa de la biblioteca. Walter, ve a ver si el bolso de milady está en la biblioteca, ¿quieres?

El lacayo salió a hacer dicho recado. El señor Gudgeon continuó con sus supererogatorios toques definitivos mientras la señorita Conk miraba a través de la ventana. La doncella de lady Emily había llegado muchos años atrás con el nombre de Amélie Conque, pero la integradora genialidad de la lengua inglesa, la determinación del señor Leslie de no ceder ante los extranjeros en cuestiones de pronunciación y lo profundamente convencido que estaba el señor Gudgeon de la pureza de su acento francés se habían combinado para dar forma al apellido «Conk», que sonaba a sartenazo. Por él la habían conocido, con terror y desagrado, los hijos de lady Emily, y con cariño y falta de respeto sus nietos. No sabríamos decir si Conk se había ablandado con los años o si la nueva generación pisaba más fuerte que la anterior. Probablemente ambas cosas.

Por lo que se sabía, Conk no tenía un hogar, ni parientes, ni interés alguno más allá de Rushwater y la familia. Por vacaciones siempre iba a ver a una ama de llaves de los Leslie retirada, una dama anciana y con mal genio, la señora Baker, que vivía en Folkestone. Y desde allí, tras su pelea anual con la señora Baker, tenía por costumbre hacer una excursión de un día a Boulogne; tras haber vislumbrado su tierra natal, siempre volvía llorosa por lo mucho que había echado de menos Inglaterra.

Walter regresó con el bolso y trató de dárselo a Conk, pero ésta, ignorando su mera existencia, aguardó con aire de sufrimiento espiritual a que Gudgeon lo asiera de manos de Walter y se lo tendiera a ella.

—Llegaremos tarde al almuerzo —declaró Conk, que tenía tendencia a utilizar el plural mayestático cuando hablaba de su señora.

—Eso no es ninguna novedad, ¿verdad, señor Gudgeon? —comentó Walter cuando Conk hubo salido de la habitación.

Gudgeon le dirigió una mirada a Walter que hizo a éste batirse en retirada a toda prisa hacia la antecocina, y recolocó todo lo que el lacayo había tocado. Luego fue a hacer sonar el gong.

Aunque habría preferido morir antes que confesarlo, hacer sonar el gong era uno de los grandes placeres en la vida de Gudgeon. El alma de artista, de poeta, de soldado, de explorador, de místico que dormitaba en algún lugar oculto tras su alta y digna apariencia se liberaba cuatro veces al día para alcanzar empíreas alturas desconocidas e insospechadas por sus patrones, sus iguales (de los cuales no había más que dos, Conk y la señora Siddon, el ama de llaves actual) y sus subordinados. Hubo un tiempo aciago, el otoño anterior, cuando el señor Leslie, solícito para con los nervios de su esposa tras una larga enfermedad, le había ordenado a Gudgeon anunciar las comidas de viva voz. Sólo la devoción que sentía por su señora lo había sostenido durante aquella ordalía. No le provocaba ningún placer entrar en el salón, con un empaque capaz de avergonzar al invitado más distinguido; ningún placer anunciar que la cena estaba servida con una voz que, de no ser por una leve vacilación con las consonantes aspiradas iniciales, podría haberlo encumbrado al más alto cargo que pueda ofrecer la Iglesia. En su fuero interno, se sentía mudo y víctima de una privación. Cierto día, en el transcurso de una conversación con Conk, tanteó el terreno con la sugerencia de que milady era un poco menos puntual en las comidas desde que el señor Leslie había abolido el uso del gong.

—Milady es la misma de siempge —repuso Conk—. Nunca oye el gong. Si está en su dogmitogio, suele decigme: «Conque, ¿ha sonado el gong?».

Esos comentarios hicieron reflexionar a Gudgeon. Un día se arriesgó a tocar el gong, con suavidad y brevemente, para anunciar el almuerzo. Al cabo de un par de días, viendo que nadie le decía nada, lo hizo sonar a la hora del té, y luego en la cena, pero siempre con brevedad y contención. Finalmente, aprovechando que el señor Leslie se encontraba en la ciudad, dio rienda suelta a su alma en rebatos, alarmas y fanfarrias de retumbante sonido. Hacia finales de semana, cuando el señor Leslie volvió, lady Emily comentó en la cena:

—Gudgeon, ¿ha tocado el gong esta noche? No lo he oído.

—Sí, milady, pero puedo tocarlo un poco más en el futuro, si la señora así lo desea.

—Sí, hágalo —concluyó lady Emily.

El señor Leslie, ocupado en la cuestión de reparar el techo del pabellón de críquet con el señor Macpherson, no oyó esa conversación, y absorto como estaba en aquel momento en una feria de ganado en la que era probable que Rushwater Robert hiciera un buen papel, ni se percató de que el gong había empezado a sonar de nuevo.

Ver a Gudgeon golpeando el gong a la hora de cenar equivalía a ver a un artista en plena tarea. Asía el mazo, con aquel esférico extremo bien acolchado con gamuza que tanto lo enorgullecía reemplazar con sus propias manos de vez en cuando, y ejecutaba un par de florituras preliminares a la manera de un tambor mayor, o de un león frenético por alcanzar el legendario cepo en su cola. Luego dejaba caer el extremo acolchado en el centro exacto del gong para arrancarle una nota grave y resonante. Y entonces lo hacía sonar con fuerza creciente, moviendo el macillo en círculos cada vez más amplios por la oscura y rugosa superficie, hasta que el sonido llenaba la casa entera y retumbaba en los pasillos, vibraba en cada viga; hacía que los niños de Agnes en el piso de arriba, en la cama, se llevaran un agradable susto; que David soltara en la bañera: «Maldito sea ese gong, pensaba que tenía cinco minutos más»; que el señor Leslie, en el salón, dijera: «Supongo que ya llegan todos tarde otra vez», y que lady Emily, mientras Conk le recogía el cabello, preguntara: «¿Ha sonado ya el gong, Conque?».

Ese día, el eco retumbante apenas se había extinguido cuando el señor Leslie entró con el señor Macpherson, el capataz, y el señor Banister. Tras ellos venían Agnes y James, que bajaba a almorzar los domingos, y David y Martin.

—No vamos a esperar, Gudgeon —dijo el señor Leslie—. La señora llegará tarde.

—Muy bien, señor —repuso el mayordomo con cierto desdén. Había pocas cosas de la familia que Gudgeon no supiera antes incluso que ellos mismos.

—¿Cuándo se espera a su sobrina, señora Graham? —quiso saber el señor Macpherson.

—Mañana a la hora de almorzar. Hoy despedía a su madre.

—Déjeme ver —dijo Macpherson, que se enorgullecía de conocer todas las ramificaciones de la familia Leslie—, ella tiene que ser la hija de la hermana mayor del coronel Graham, digo yo…, la que se casó con el coronel Preston, el que mataron en la guerra.

—Sí, así es. Mi hermano mayor estaba en su mismo regimiento, recordará, como oficial de un rango inferior. Murieron los dos casi al mismo tiempo, pobrecitos míos. La señora Preston nunca ha estado muy bien desde entonces.

—Sí, ahora me acuerdo —repuso el señor Macpherson—, y tenían sólo una hija, la tal señorita Mary. La vi una sola vez, aquí, cuando no era más que una chiquilla.

—Es un verdadero encanto, todos la adoramos. Es muy triste para ella que su madre deba irse al extranjero, de modo que a mi madre y a mí se nos ocurrió que lo mejor para ella sería que se viniera a pasar el verano aquí.

—¿Y para qué quiere la señora Preston marcharse al extranjero? —quiso saber el señor Leslie.

—Creo que ha sido decisión de su médico, padre —res­pondió Agnes.

—¡Estos médicos! —exclamó el señor Leslie borrando al Colegio Real de Médicos entero de la faz de la tierra con este hiriente comentario.

—¿Y cuándo espera usted de vuelta a su marido, señora Graham? —continuó Macpherson, decidido a poner al día sus conocimientos sobre la familia.

—Pues no lo sé muy bien… Es un verdadero fastidio —contestó Agnes con tono suavemente quejumbroso—. Los del Ministerio de la Guerra dijeron que dentro de tres meses, pero nunca se sabe. Y volver desde Sudamérica lleva su tiempo, desde luego. Pero lo bueno es que allá abajo ha visto el toro de mi padre.

—No será Rushwater Robert, ¿no? —soltó Macpherson.

—Pues sí. Quedó campeón en Buenos Aires, y Robert, me refiero a mi Robert, no al toro, lo vio en el concurso. Pero no lo reconoció.

—¿Cómo supo entonces que se trataba de Robert? —quiso saber el señor Leslie.

—No lo supo, padre, he ahí la parte triste. Mi querido Robert lo vio con sus preciosos ojos, pero se había olvidado de él. ¡Y pensar que le pusieron su nombre! —Agnes exhaló un desahogado suspiro.

—Lo de que los romanos tuvieran más de una clase de pronombre personal tenía sus ventajas, desde luego —comentó John sin dirigirse a nadie en particular.

El señor Leslie forcejeó mentalmente con las diferencias entre su toro premiado y su yerno, pero el siguiente comentario de Agnes le quitó eso de la cabeza.

—¿Podrá Weston recoger a Mary mañana, padre?

—¿Recoger a quién? Ah, a Mary, sí, por supuesto. Mary Preston. Madre mía, recuerdo muy bien a su madre en tu boda, Agnes. ¿Por qué les hace caso a los médicos? ¿Por qué no se viene aquí? Podría alojarse en la rectoría, Banister, si de verdad quiere usted alquilarla.

—Pero mi querido Leslie, si ya tengo alquilada la rectoría, como le conté a lady Emily la semana pasada.

En ese momento hizo su entrada lady Emily con la cabeza realzada por un fino encaje y el cuerpo envuelto en un gran chal de seda.

—¿Qué fue lo que me contó la semana pasada, señor Banister? —preguntó mientras se acomodaba en la silla—. Gudgeon, coja mi bastón y póngalo ahí; no, ahí, en el rincón. Y ¿no hay un escabel para mí? Ah, sí, aquí está, lo noto con el pie. ¿Era sobre sus inquilinos, pastor? Sé que algo me dijo sobre ellos, y que debo hacerles una visita, sólo que no podré ir hasta el martes, porque el domingo es el domingo, y claro, el lunes es el lunes —prosiguió con el aire de quien revela un pensamiento muy profundo—, y, Henry, debemos ocuparnos de que recojan a Mary Preston en la estación. ¿Recuerda usted a su padre, el coronel Preston, señor Mac­pherson? Estuvo aquí una vez, antes de la guerra. Bueno, respecto a sus inquilinos, señor Banister, el martes es el martes, y confío en poder ir entonces. —Y le preguntó a Walter, que le tendía un plato—: ¿Y esto qué es?

—Huevos en salsa de champiñones, milady.

—Ah, ya veo que ya van todos por el segundo plato. No, huevos no. Dame eso que están tomando todos. ¿Es pollo? Pues dame un poco de pollo. Macpherson, esta mañana en la iglesia estaba pensando en el techo del pabellón de críquet, pero me dice Henry que ya lo reparó usted en octubre pasado. Oh, Walter, eso es demasiado pollo. Le pondré un poco al pastor en el plato de ensalada, en vista de que ya se la ha acabado, y puedes volver a traer los huevos y tomaré un poco de todo. ¿Cree que el martes podrá ser?

—Mis inquilinos —dijo el señor Banister, que lleva­ba un ratito intentando en vano meter baza— no llegan hasta agosto, lady Emily, pero si es tan amable de acudir a visitarlos cuando estén aquí, será una muy buena obra por su parte.

—Ah, en agosto —repuso la dama con cierta decepción—. Entonces más me vale no pasar a verlos este martes. —Dirigiéndose a su marido en el otro extremo de la mesa, añadió—: Henry, ¿de quién dirías que he recibido una carta?

—No sabría decirlo, querida.

—Espera un momento, la tengo aquí, en alguna parte… —Lady Emily volcó el contenido de un gran bolso sobre la mesa—. No, no está aquí. Gudgeon, dígale a Walter que le pida a Conque un cesto grande y plano con cartas en su interior que hay en mi dormitorio. Pero no la cestita redonda del borde verde, porque ahí sólo hay cartas ya contestadas. No entiendo por qué conservo las cartas a las que ya he respondido —añadió dirigiéndose a los allí reunidos con una expresión de autocrítica en el semblante—, pero algún día tengo que revisarlas y quemar unas cuantas. David, tú me ayudarás, y lo pasaremos en grande leyéndolas antes de quemarlas. Pero no es esa cesta, Gudgeon, sino la otra, la que tiene dentro mis cosas de pintar y un tordo muerto. Martin, ¿te he contado que esta mañana me he encontrado un tordo muerto en el alféizar de mi ventana y que no sé qué hacer con él?

—Oh, pobre animalito —se lamentó Agnes.

—¿Puedo quedármelo para hacerle un funeral? —preguntó James levantando la cabeza del pudin de chocolate.

—Sí, tesoro, por supuesto. Bueno, Gudgeon, pues quiero que me traiga el tordo muerto y una carta que lleva una pequeña corona en el dorso. Y ¿quiénes son sus inquilinos, señor Banister? —preguntó milady, quien por mucho que divagara siempre acababa por volver al tema en cuestión.

—Son gente encantadora. Le aseguro que le caerán muy bien. Los conocí el año pasado en Turena cuando fui a visitar a mi viejo amigo Somers, que regenta una posada.

—¿Y traerá también a la señora Somers? —quiso saber lady Emily, que había cortado el pollo en trocitos y se lo estaba comiendo con los huevos tibios con ayuda de una cuchara, al parecer con gran deleite.

—No, no son los Somers quienes alquilan la casa del párroco, sino unos amigos de los Somers, los Boulle.

—Qué curioso —intervino el señor Leslie—, nunca había conocido a nadie que se llamara Bull en Francia. En Inglaterra sí hay un montón de gente que se apellida Bull, por supuesto.

—No es Bull, Leslie, sino Boulle. Son franceses.

—Como algo salido de la Colección Wallace, padre —acudió David en su ayuda.

—Buen nombre para tu joven campeón —sugirió John—. Rushwater Boulle.

—Es la primera vez que oigo que Bull sea un nombre francés —dijo el señor Leslie, manteniendo su postura contra viento y marea.

—Tengo entendido que la familia es alsaciana —comentó el señor Banister.

—Pues de ahí podría salir un chiste sobre perros alsacianos y boulledogs en lugar de bulldogs —intervino Martin.

—No, qué va —opinó David.

En ese punto volvió Gudgeon llevando una bandeja de plata con el tordo muerto y una carta.

—Ah, gracias —dijo lady Emily—. Gudgeon, meta a ese pobre pájaro en una caja, y el señorito James podrá disponer de él en cuanto haya acabado de comer.

—¿Puedo levantarme ya? —preguntó James, y se metió a toda prisa en la boca lo que le quedaba en el plato.

Le concedieron permiso y echó la silla hacia atrás, tomó posesión del cadáver y abandonó la habitación.

—¿Ha visto alguien mis gafas? —preguntó lady Emily—. Gudgeon, dígale a Conque que necesito unas gafas y que voy a tener que apañarme de alguna manera hasta que me las encuentre.

—Deja que te lea yo la carta, madre —propuso David, y acercó una silla con la intención de colocarla entre milady y Macpherson—. Es de una persona que se llama Holt, suyo afectísimo C. W. Holt. Quiere venir mañana a almorzar y a ver el jardín, y quiere que mandes el coche a recogerlo, puesto que el de lord Capes no está disponible. Parece tener un aplomo considerable, madre, sea quien sea.

—Bueno, pues es un hombrecillo muy agradable, la verdad —empezó a decir lady Emily, pero el señor Leslie la interrumpió.

—Es un pelmazo de mil demonios, Emily. La última vez que vino se autoinvitó a pasar la noche y luego se quedó tres, y se comportó como si el coche fuera suyo. No habla de otra cosa que de jardines y de sus amigos aristócratas. No puedo soportar a ese tipo, y lo mismo les sucede a todos los demás. Se autoinvita a las casas de la gente, y son demasiado buenas personas para decirle que no quieren verle. No me sorprendería que llevara un diario sobre todos nosotros y pretendiera publicarlo a su muerte, como hizo aquel tal Weevle o comoquiera que se llame.

—Creevey —dijo David.

—Greville —dijo Banister al mismo tiempo.

—Jobling —propuso John por lo bajo para su propio deleite.

—He dicho Weevle —insistió el señor Leslie con irritación—. Emily, ¿tienes que invitarlo?

—Si tú prefieres que no lo haga, no, Henry. Gracias, Gudgeon. Oh, éstas no son las gafas adecuadas, pero creo que me las apañaré. Verás, dice que lord Capes se marcha a la ciudad y él se quedará solo, y que como luego se dirige a casa de los Norton, le va de camino pasar por aquí, y no puedo evitar que me dé un poco de lástima.

—Bueno, madre —intervino David—, los Norton viven a cincuenta kilómetros de aquí y en la otra punta del condado, pero diría que a los ojos del Todopoderoso, con perdón del señor Banister, no tiene importancia.

—Vamos a ver, Emily —dijo el exasperado señor Leslie—, el coche no puede recoger a Holt en casa de lord Capes y llegar a la vez al tren en que viene Mary Preston, y punto.

—Pero Henry, si Weston fuera temprano a buscar al señor Holt y lo trajera aquí sobre las doce, aún le quedaría tiempo de sobra para ir a recoger a Mary. Ella se bajará en Southbridge porque el Lunes de Pentecostés prácticamente no hay trenes a Rushwater.

—Abuela —intervino Martin—, yo podría conducir el Ford hasta Southbridge.

—De ninguna manera —zanjó su abuelo.

—Pero yo sí podría ir con el Ford hasta allí —sugi­rió David—, y Martin puede venir conmigo, así que solucionado.

—Pues Gudgeon —concluyó milady—, dígale a Weston que necesitamos que mañana recoja al señor Holt en casa de lord Capes a tiempo para el almuerzo. Supongo que lo mejor será que salgas de aquí sobre las once como muy tarde, aunque la verdad es que no sé cuánto se tarda en llegar hasta allí, porque la última vez que fuimos, ya te acordarás, Martin, veníamos de Londres, de manera que nos llevó varias horas, claro, pero diría que Weston sí lo sabrá. Y David, será mejor que Martin y tú salgáis con el Ford… Ay, ¿a qué hora llega allí el tren de Mary, Agnes?

—Gudgeon se ocupará, madre —respondió Agnes—. Él siempre está al corriente de todo. Y ahora pasemos al salón, porque están a punto de bajar los niños a dar su paseo de la tarde.

—Oh, pues un momentito —repuso lady Emily ciñéndose de nuevo el chal—. Mi bastón, Gudgeon. ¿Y qué hay de los inquilinos del señor Banister? ¿Debo llamar a madame Boulle esta semana? Y ¿es viuda?

—Mi querida lady Emily, no sé qué puedo haber dicho que le haga pensar que es viuda… —empezó el pastor.

—Las mujeres francesas están todas viudas —comentó el señor Leslie—. No hay más que verlas.

—Pero las alsacianas son distintas —añadió David con gran presencia de ánimo.

—No, no…, tiene un marido y dos o tres hijos. Tienen algo que ver con una universidad francesa. De hecho, tengo entendido que tanto el señor Boulle como su hijo mayor son profesores. Sólo quieren pasar un mes de vacaciones en Inglaterra. Acogen huéspedes de pago en Francia, hombres y mujeres jóvenes que quieren estudiar francés para los negocios o para sacarse un título. Son gente encantadora y cultivada.

—Iré a visitarlos, desde luego —declaró lady Emily—, pero no antes del martes. Ahora debemos ir a ver el funeral de James.

El pastor se disculpó con la excusa de que lo esperaban unos niños para un acto litúrgico. El señor Leslie y su capataz se fueron a ver cómo estaba el joven toro, mientras que el resto del grupo llenó de júbilo el corazón de James al acompañar al tordo hasta la morada que compartiría con los gusanos.