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Luka creció rodeado de fenómenos inexplicables en el orfanato Santa María. Su única protección era Diego, un niño con la capacidad de ver espíritus. Años después, Luka se convierte en un sacerdote exorcista, mientras que Diego se dedica a ayudar a almas atrapadas. Cuando sus caminos vuelven a cruzarse, descubren que Luka ha sido el objetivo de una presencia maligna desde su infancia. A medida que enfrentan fuerzas demoníacas, la verdad sobre su conexión y el motivo por el cual Luka es tan especial comenzará a revelarse. ¿Podrán resistir la oscuridad que los acecha o están destinados a sucumbir a ella?
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2025
VERÓNICA PEREYRA
Pereyra, VerónicaBlanco : el pacto / Verónica Pereyra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6027-8
1. Novelas. I. Título.CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Capítulo 1 - El Orfanato
Capítulo 2 - Dos caminos
Capítulo 3 - Juntos
Capítulo 4 - Síntomas
Capítulo 5 - Vínculo
Capítulo 6 - Eres muy lindo
Capítulo 7 - Regreso
Capítulo 8 - Cenizas
Capítulo 9 - Limbo
Capítulo 10 - La mujer de la mantilla
Capítulo 11 - Tu sangre
Capítulo 12 - El sacrificio
No recuerdo bien la secuencia del día en que llegué al Orfanato de Santa María, solo recuerdo una mano cálida que sostenía la mía, hábitos blancos y ojos que me miraban con curiosidad. Aquella mano que me guió desde que habíamos salido de mi antiguo orfanato me soltó, y recuerdo la angustia que se apoderó de mí en ese momento. Una mezcla de miedo, inseguridad y tristeza. Seguro había hecho lazos, lazos que pronto olvidaría porque ¿qué puede recordar un niño de tres años?
Mi nuevo hogar era frío y gris. Aunque las religiosas eran amables y cariñosas, me costaba mucho mirarlas a los ojos o sentirme parte de aquella familia, si es que podía llamarse así. Los niños eran bulliciosos y alegres, pero no se acercaban mucho a mí. Es que siempre sucedían cosas raras a mi alrededor. Ellos me llamaban el endemoniado, y Sor Inés los perseguía con el cucharón cada vez que los oía decir eso.
—No los escuches, Luka, tú no estás endemoniado ni nada —me decía la religiosa con una sonrisa que sus finos labios dibujaban. Sus pequeños ojos azules se achinaban cuando lo hacía, y con su mano rugosa tocaba mis mejillas para consolarme—. Eres bonito como un ángel.
Sin embargo, las cosas malas no dejaban de suceder. Pronto fui el raro del Orfanato y la burla de todos los niños. Muchos no querían ni dirigirme la mirada por temor a que algo les sucediera. Aunque el maldito era yo, y las cosas solo me pasaban a mí.
El único que no me temía y me miraba como a un igual era él. Un niño moreno de cabellos castaños y grandes ojos color almendra con unas pestañas tan tupidas que hacía que te le quedaras viendo. Su nombre era Diego. Cuando Diego llegaba las cosas malas no sucedían. Porque las cosas malas le temían a Diego.
Nunca supe si era porque Diego era mayor que yo, solo un par de años, pero estar cerca de él me daba tranquilidad. Sin embargo, Diego no estaba siempre en el Orfanato. Muchas veces se escapaba y pasaba meses sin volver. Él era libre, muy inteligente, rebelde y habilidoso. Nunca entendí cómo es que los niños no pensaban lo mismo. Diego era como un superhéroe para mí. Un caballero con capa y espada. Diego no le temía a nada.
Muchas veces no entendía lo que Diego decía, o la forma en que se quedaba mirando fijo, hacia un punto en el rincón, para luego murmurar palabras con los ojos muy serios. Ya decían los chicos que estaba loco, que veía y hablaba con fantasmas. Pero eso a mí no me importaba. Si la fuerza de Diego radicaba en eso, entonces era su don, su maravilloso don que me ayudaba a deshacerme de las cosas malas.
Aquella tarde, cuando cumplí los ocho años, los chicos me levantaron de la silla donde estaba sentado dibujando y me empujaron por los pasillos al fondo del Orfanato. A un lugar en donde nunca había estado. Un lugar al que, según Sor Inés, nunca debíamos ir. Sin embargo, ellos me llevaron allí, con la excusa de que me darían un regalo si yo cumplía con una misión.
Entonces me encerraron en una habitación oscura, húmeda. El olor era denso y me hacía picar la nariz. Olía a algo viejo, abandonado. Algo dentro de mí explotó. Desesperado comencé a gritar mientras mis pequeños puños golpeaban en vano la puerta. Gritaba lo más fuerte posible, pero las carcajadas de los chicos que se alejaban parecían tapar mis llamados de auxilio. Pronto sentí frío, mucho frío. Tiritaba y mi cuerpo temblaba mientras trataba de acurrucarme cerca de la puerta. No era un frío normal, yo lo sabía. Agaché la cabeza entre mis rodillas para esconder mi rostro mojado por las lágrimas y me cubrí los oídos. Pero sus voces siempre atravesaban la carne.
—Delicioso, qué niño tan bonito. Eres bonito. Debes tener buen sabor. —Era la voz como la de un monstruo, grave, carraspera y distorsionada.
—Aún eres pequeño, pero ya crecerás. Y cuando lo hagas, serás de él. —Otra voz, o la misma quizás, sonó detrás. El frío era ahora tan intenso que podía ver mi aliento en forma de vapor. De pronto, algo puntiagudo se presionó contra mi hombro izquierdo, una, dos, tres veces. Como si alguien me llamara por detrás. No iba a voltear, no quería voltear. Comencé a llorar otra vez cuando la puerta se abrió de pronto y la luz del atardecer disipó todos mis miedos. De pie frente a mí estaba Diego, con el ceño fruncido, mirando algo detrás mío.
—Vete —dijo, enojado, a ese algo detrás de mí, luego pareció fruncir más el ceño y dio un paso hacia mí, pero siempre mirando atrás—. ¿En serio? Te dije que te fueras. No lo molestes más. Si no quieres irte, al menos no vengas aquí.
El frío se fue y dejé de temblar cuando Diego tomó mi mano y me guio fuera del pasillo hacia los jardines. Hipando, traté de secar mis lágrimas con las mangas rotas de mi buzo. Diego volteó a verme con los ojos serios y yo di un pequeño salto de asombro.
—Gracias –tartamudeé.
—No les creas a los chicos, solo quieren molestarte. —Luego miró por sobre mi cabeza y sobre mis hombros—. Mejor te quedas cerca de mí. Eres como un imán, ¿sabes? Vamos. —Otra vez, no entendía sus palabras, pero la seguridad que me generaban hacían que quisiera seguirlo hasta el fin del mundo.
A partir de esa noche, dormí en el cuarto donde estaba Diego, mi cama estaba debajo de la de él, Sor Inés lo permitió luego de que Diego le contara lo que los chicos me habían hecho. Y ellos tuvieron que limpiar la capilla todas las tardes durante un mes.
Ya era la cuarta vez que volvía al Orfanato. De todos los lugares ¿por qué la vida se empecinaba en ponerme en uno infestado de fantasmas? Parecía a propósito para que no pudiera estar en paz.
Estaban por todos lados, en un rincón de la cocina, debajo de la mesa del comedor principal, en los pasillos, fingiendo que jugaban y corrían. En los ventanales, junto a las velas que encendía Sor Inés para la oración de la noche. Porque ellos siempre buscaban la luz.
En ese entonces no sabía usar bien mi don, y me sentía abrumado a pesar de que ellos parecían obedecerme en cierta forma. Me perturbaba sobremanera que me observaran insistentemente. De más está decir que ellos sabían que yo podía verlos, entonces me miraban, como si fueran a hacerme agujeros en el rostro, pensando que de alguna forma yo podría hacer algo por ellos.
Pues bien, no podía ayudarlos. No con el nivel que tenía cuando era solo un niño. Y si bien escaparse del Orfanato me daba cierta paz, seguía viéndolos en las calles, eran otros, pero actuaban igual.
Recuerdo que al principio creía que todas las personas podían verlos. Cuando me gané el apodo de “rarito” entre los chicos de la calle y los del Orfanato, pronto supe que no era así, e intenté no hablar más de eso.
Algo sucedió el día que aquel niño llamado Luka llegó al Santa María, era como si todos los fantasmas del Orfanato se hubieran sacudido y desearan pegársele como insectos a una lámpara. El niño era muy guapo, su piel blanca como la nieve y cabellos rubios, casi dorados, ondulados y perfectos como los de los ángeles de las estampas de Sor Inés. Sus ojos eran grandes, de un azul profundo. Y sus pestañas eran largas, gruesas y negras. Generalmente esperaba que los rubios tuvieran pestañas rubias, pero este niño las tenía negras, lo que hacía que resaltara aún más el color de sus ojos. Era muy pequeño cuando llegó, al igual que yo, pero recuerdo el remezón de energía en todo el Orfanato.
El chico tenía un aura, blanca y eléctrica, pura, que a veces se tornaba tenuemente roja. Era como si fuera la comida favorita de los fantasmas. Por eso siempre pasaban cosas a su alrededor. Se quebraban cristales o se crispaban los pelos. Se rompían los electrodomésticos y se encendían las radios solas. Pronto los chicos comenzaron a molestarlo y a burlarse de él, lo llamaban el endemoniado, solo porque uno de los mayores había dicho que era como esa película que había visto una vez.
Nadie quería acercarse a Luka si no era para burlarse de él o hacerle maldades. Como aquella vez que lo encerraron en el cuarto del fondo. Era un cuarto con una energía tan oscura que ni yo me animaba a entrar. El jamaqueo que sentí ese día mientras leía un libro en la biblioteca me obligó a salir al pasillo. Enseguida me di cuenta de que toda esa energía de mierda venía de ese cuarto. Por alguna razón lo sabía. Corrí hacia allí y encontré a Luka acurrucado en el suelo, llorando y temblando. Mis puños se cerraron de bronca y recuerdo haber apretado la mandíbula cuando vi una masa amorfa, negra, con muchos ojos lascivos oscuros detrás de él. Una uña larga estaba tocando su hombro. Era un asco. Una mezcla de espíritus consumidos, desencarnados, buscando la calidez de la luz de Luka.
—Vete —le dije. No era la primera vez que le hablaba a una de estas cosas, pero me sorprendió que me respondiera.
—No, no me iré. No hasta comerme a este niño.
Eso me enfadó demasiado.
—¿En serio? Te dije que te fueras. No lo molestes más. —Pude sentir como aquella masa negra se retorcía, pronto sus garras dejaron de tocar a Luka—. Si no quieres irte, al menos no vengas aquí.
Y como siempre, me obedeció. Había aprendido que sin importar cómo se veían, todos siempre terminaban obedeciéndome. Entonces miré a Luka, parecía que él también se había dado cuenta de que todo estaba bien, porque se puso de pie para seguirme afuera. Pasamos por el pasillo y llegamos al parque donde estaba el patio del orfanato. El sol ya se había ocultado así que teníamos que ser cautos para que no nos vieran dando vueltas a esa hora.
Mi cuarto era el más cercano, así que llevé a Luka allí. A partir de ese día, el chico no se despegó de mi lado. Incluso él decidió mudarse a mi habitación. Claro que no era una habitación privada, no había de esas en los orfanatos. Allí mismo dormíamos con seis chicos más.
Luka era como un cachorro abandonado, así que por más que quería estar solo no me salía ser cruel con el niño. Sé que solo le llevaba dos años, pero realmente sentía como si estuviera protegiéndolo. Era un sentimiento raro que jamás había experimentado antes, y en poco tiempo Luka se me adosó firmemente. No compartíamos muchas cosas en común. A él le gustaban los dulces y a mí las galletas saladas. Él amaba la música clásica y yo prefería el rock. Él hablaba sin parar y yo solo quería que se callara y me dejara en paz. Bueno, podríamos decir que lo de inseparable era de un solo lado. De él. Si tuviera que describir nuestra relación sería como si él fuera un chicle y yo el zapato en el que se había pegado. Supongo que eso era lo más cercano a tener un hermanito menor que no te deja ni a sol ni a sombra.
Un día se enfermó y Sor Inés lo llevó al cuarto de adelante. Otro lugar que nunca me había gustado. Sus paredes eran frías pero su piso caliente. Había olor a flores marchitas y por las noches varias de las almas del orfanato se reunían alrededor de la puerta. Solo se quedaban allí, mirando esa puerta, sin hacer nada.
Oí al doctor que salió de esa habitación decir que cada tanto un niño enfermaba así y que terminaba internado en el hospital central del pueblo para luego morir. Era la misma enfermedad en todos los casos, una enfermedad que los médicos no podían curar.
A pesar de que ellos eran profesionales yo podía asegurar que eso no se veía como una enfermedad, y no iba a permitir que Luka fuera el siguiente. Solo porque era un niño tonto e inocente, no merecía que aquella cosa se apoderara de él. Fue así que esa misma noche que el doctor se fue, me dispuse a ir al cuarto de adelante. No había nadie en el pasillo porque era después de la medianoche. Allí estaban los espíritus, parados en la puerta. Sus ojos vacíos me miraban, sus bocas se abrían y dejaban ver una oscuridad infinita mientras sus rostros se iban derritiendo como velas. Los miré hastiado.
—Si no van a ayudar, váyanse —les dije, y uno pareció querer hablarme, no quería perder tiempo así que cuando se corrieron tomé el picaporte de la puerta y la abrí. Ni bien lo hice las almas que estaban a mi alrededor comenzaron a gritar y a moverse como un torbellino en cámara lenta. Me di cuenta de que lo que estaba adentro era algo más peligroso porque a diferencia del frío que siempre sentía cuando las almas me rodeaban, se sentía caliente, no solo el piso, sino el aire, las paredes, la cama. Y Luka estaba emanando ese calor, su aura era completamente roja cuando me acerqué a él.
Por primera vez en mis años de ver estas cosas, tuve miedo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo cuando intenté tocar la mano de Luka. Se veía pálido, ojeroso. Su rostro parecía el de un cadáver. Entonces sentí que alguien me observaba. Miré hacia la ventana y luego hacia la pared del costado. Unas manos de sangre comenzaron a dibujarse mientras trazaban un camino, como pasos, desde la pared hasta el piso y luego hacia la cama. Querían a Luka.
Rápidamente me interpuse entre ese camino de manos y la cama, ¿cómo podía hacer para detener aquello si ni siquiera era un alma? Mi instinto me decía que era algo peor, lejano, poderoso.
—Vete —le dije, con voz temblorosa, y escuché una carcajada en mi oído. Luego alguien susurró algo en una voz que no entendí. Miré hacia la puerta y los espíritus estaban aún ahí, parados, observándome, quietos. No se habían ido, si no se fueron ¿era porque querían ayudarme?
Entonces las manos de sangre comenzaron a subir por la manta del cubrecama, a los pies de Luka. Desesperado volví a mirar a los espíritus.
—¡Vengan! —les ordené, y pronto se volvieron como luz, una luz muy intensa que se juntó en mi mano. Podía sentir la energía, como electricidad, potente. Sin pensarlo mucho, toqué la mano de sangre que ya estaba cerca del tórax de Luka. Un aroma familiar que a veces se sentía cerca de Luka penetró en mi nariz, era un olor tenue pero inconfundible. Un segundo después un grito agudo, intenso, invadió todo el lugar. Era tan ensordecedor que tuve que cerrar los ojos, pero jamás moví mi mano con la luz blanca de Luka. Pronto las manos se volvieron humo que se desvaneció en el cuarto y la luz de mi mano me cubrió el cuerpo, como si diferentes bolas de energía orbitaran a mi alrededor. Eran frías pero me hacían sentir confortable. Sonreí—. Gracias.
Cuando las luces desaparecieron también miré a Luka. Su rostro había recuperado el color, su respiración era normal también, así que me senté en la cama a su lado y pude ver como lentamente abrió los ojos para mirarme confundido.
—Diego, ¿estoy soñando? —me preguntó y luego bostezó. Me hizo reír un poco.
—Sí, Sor Inés dice que te duermas otra vez sino no habrá pastel para ti mañana.
—Pero yo sí quiero pastel —balbuceó el cachorro y volvió a quedarse dormido. Miré a mi alrededor para asegurarme de que era seguro dejarlo allí esa noche. El cuarto ya era como cualquier otro. Así que me puse de pie y me fui también a dormir.
Dos meses después una familia adoptó a Luka y se lo llevó. No fui a despedirlo porque seguramente el mocoso se iba a poner a llorar. Solo lo miré por la ventana del ático. El auto de su familia era lujoso, así que no iba a faltarle nada. Eso era bueno. Cuando Luka se dio vuelta antes de subir al auto miró hacia arriba, por lo que tuve que agacharme. Era como si él pudiera sentirme. Iba a extrañar a la goma de mascar. Una gota de agua cayó por mi mejilla, entonces una de las almas que vivían ahí, entre el piano y la mesa de té puso un dedo debajo de su ojo y lo hizo correr hasta su mentón.
—Cállate —le dije, mientras apoyaba mi cabeza sobre mis brazos que abrazaban mis rodillas.
Una semana después de que Luka se fue, logré escaparme por quinta vez del orfanato, y ya no volví. Fue entonces cuando conocí a Nick y a Kaori, quienes serían mi familia.
Había estado amenazando con llover todo el día. El cielo gris y la humedad en el aire realmente hacían que salir a trabajar se hiciera más tedioso. Con un bostezo detuve el auto frente a la dirección que me había dado el Padre Jorge. La casa se veía como las que aparecen en las películas de terror, viejas, mohosas y grandes. Dejé salir un suspiro de resignación y tomé mi maletín que estaba en el asiento trasero. Salí del auto y caminé por el jardín descuidado de enfrente, si mi madre viera esto le daría un infarto. El jardín de la familia que me crio en la Toscana era hermoso y siempre tenía flores de estación. Mi madre, Sara, estaba orgullosa de mostrarlo. El recuerdo de mi familia adoptiva de pronto me hizo sonreír. Tuve suerte de ser adoptado a mis nueve años por una familia católica, bondadosa y adinerada. Pero más que nada, muy religiosa.
Solíamos ir a una capilla bellísima cerca de casa, Nuestra Señora de Fátima. Allí conocí al viejo Padre Antonio, a él solo me animé a contarle acerca de las cosas extrañas que me sucedían. Entonces me dijo que debía rezar y me regaló un rosario. A partir de allí cada vez que sentía esas presencias extrañas, rezaba con fervor, y todo se calmaba. Estaba tan feliz de haber encontrado la solución que me hice adepto al trabajo junto con los sacerdotes desde muy joven. El Padre Antonio notó mi don y un día me dijo que debía usarlo para ayudar a otras personas que no eran tan fuertes como yo. Así fue como comenzó mi carrera religiosa y mi entrenamiento especial.
Jamás me olvidé de Diego, nunca. Cada vez que tenía que salir de situaciones que eran sobrenaturales, me acordaba de él y esos ojos color avellana me venían a la mente. Hacía que un sentimiento de melancolía me invadiera.
Y desde que me fui del Orfanato, nunca más supe de él…
Cuando mis pies pisaron el hall de la entrada frente a la puerta, cerré los ojos y me encomendé: