Boda de venganza - Lynne Graham - E-Book
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Boda de venganza E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

Lo arriesgó todo por un hombre misterioso… El plan de Vitale Roccanti era fácil: acostarse con la hija para llegar al padre. ¿Qué podría salir mal? Pero al ver aquel titular en blanco y negro que anunciaba el éxito de su plan, Vitale no se sintió tan satisfecho como con Zara en su cama. Zara Blake quedó destrozada al revelarse al público la noche en la que lo arriesgó todo… y perdió. Traicionó a su padre y echó por tierra sus planes de matrimonio por una noche de pasión. Pero eso no era nada comparado con el titular que llegaría nueve meses más tarde.

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

BODA DE VENGANZA, N.º 69 - septiembre 2012

Título original: Roccanti’s Marriage Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0798-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

VITALE Roccanti era un banquero que descendía de una antigua y aristocrática familia europea. Al abrir el informe del investigador privado sobre su escritorio, estudió la fotografía de cuatro personas sentadas a una mesa. El multimillonario griego Sergios Demonides había invitado a cenar a Monty Blake, el dueño británico de la cadena de hoteles Royale, a su mujer, Ingrid, y a la hija de ambos, Zara.

Zara, a la que los medios de comunicación apodaban Campanilla por su estatus de celebridad, su pelo dorado y sus proporciones de hada, llevaba lo que parecía ser un anillo de compromiso. Evidentemente, los rumores de compra de la empresa respaldada por una alianza familiar eran ciertos. Probablemente, el odio de Demonides hacia la publicidad se debiera a la ausencia de un anuncio oficial, pero parecía sin duda que estaban planeando una boda.

Vitale, conocido por su cerebro astuto y su búsqueda despiadada de beneficios, frunció el ceño. Su hermoso rostro se endureció y sus labios se apretaron. Su mirada oscura brilló de rabia y amargura porque se ponía enfermo solo de ver a Monty Blake aún sonriendo y en lo más alto de su negocio. Por un instante se permitió recordar a la hermana que se había ahogado cuando él tenía trece años, y le dio un vuelco el estómago al recordar aquella pérdida que le había dejado solo en un mundo inhóspito. Su hermana era la única persona que verdaderamente lo había querido. Y el momento por el que había trabajado durante casi veinte años por fin se acercaba, pues Blake parecía estar a punto de lograr el mayor de sus triunfos. Si Vitale esperaba un poco más, su presa podría volverse intocable al convertirse en el suegro de un hombre tan poderoso como Sergios Demonides. Aun así, ¿cómo había conseguido Blake pescar un pez tan gordo como Demonides? Aparte del hecho de que, en otra época, la cadena hotelera Royale hubiera pertenecido al abuelo de Demonides, ¿cuál era la relación?

¿Serían los encantos de Campanilla, de cuyo cerebro se decía que era tan ligero como su cuerpo, la única fuente de la inesperada buena suerte de Blake? ¿Sería verdaderamente la única atracción? Vitale nunca había permitido que una mujer se interpusiese entre su inteligencia y él, y habría imaginado que Demonides tendría el mismo sentido común. Sonrió con desprecio. Si se aseguraba de que se rompiese el compromiso, tal vez el pacto empresarial también se fuese al traste, y él se desharía por fin de Monty Blake, que necesitaba desesperadamente un comprador.

Vitale nunca había soñado que tendría que acercarse tanto a su enemigo para lograr la venganza que su alma tanto necesitaba, pero seguía convencido de que la crueldad de Monty Blake exigía una respuesta de igual magnitud. ¿Acaso no debía ejecutarse el castigo de acuerdo con el crimen? No era el momento de ponerse exigente, pensó. No podía permitirse respetar esas barreras. No, solo le quedaba una opción: tendría que jugar sucio para castigar al hombre que había abandonado a su hermana y a su hijo nonato a su suerte fatídica.

Siendo un hombre que siempre había disfrutado de un enorme éxito con las mujeres, Vitale estudió a su presa, Campanilla. Sonrió. En su opinión, se encontraba en la categoría de daño colateral. ¿Y acaso el sufrimiento no reforzaba el carácter? Con aquellos grandes ojos azules, la hija de Blake era innegablemente guapa, pero también parecía tan superficial como un charco, y no sería más que una virgen vergonzosa. Sin duda lamentaría la pérdida de un hombre tan adinerado como Demonides, pero Vitale se imaginaba que, al igual que su madre, tendría la piel de un rinoceronte y el corazón de una piedra, y se recuperaría deprisa de la decepción. Y si su experiencia con él le servía de algo, acabaría saliendo beneficiada…

–No puedo creer que hayas accedido a casarte con Sergios Demonides –confesó Bee, con sus ojos verdes llenos de preocupación mientras estudiaba a la joven.

Aunque Bee era poco más alta que su hermanastra, y ambas tenían el mismo padre, Bee tenía una constitución muy distinta. Zara parecía lo suficientemente delicada como para salir volando en una tormenta, pero Bee había heredado la melena castaña oscura y la piel morena de su madre española, y tenía unas curvas impresionantes. Bee era hija del primer matrimonio de Monty Blake, que había acabado en divorcio, pero Zara y ella estaban muy unidas. Monty tenía una tercera hija llamada Tawny, resultado de una aventura extramarital. Ni Zara ni Bee conocían muy bien a su hermanastra pequeña, pues la madre de Tawny había acabado muy resentida por el modo en que su padre la había tratado.

–¿Por qué no iba a hacerlo? –preguntó Zara encogiéndose de hombros e intentando mantener la compostura. Le tenía mucho cariño a Bee y no quería que se preocupara por ella, así que optó por una respuesta despreocupada–. Estoy cansada de estar soltera y me gustan los niños…

–¿Cómo puedes estar cansada de estar soltera? Solo tienes veintidós años, y tampoco es como si estuvieras enamorada de Demonides –protestó Bee observando a su hermanastra con incredulidad.

–Bueno… eh…

–No puedes estar enamorada de él. ¡Apenas lo conoces, por el amor de Dios! –exclamó Bee, aprovechando las dudas de Zara. Aunque había visto a Sergios Demonides solo una vez, pero su capacidad de observación y la posterior búsqueda en Internet sobre el magnate griego habían hecho que se diese cuenta de que era demasiado duro para su hermana. Demonides tenía mala reputación con las mujeres, y era igualmente famoso por su naturaleza fría y calculadora.

Zara levantó la barbilla.

–Depende de lo que quieras de un matrimonio, y lo único que Sergios quiere es a alguien que críe a los niños que han quedado a su cuidado…

Bee frunció el ceño al oír esa explicación.

–¿Los tres hijos de su primo?

Zara asintió. Varios meses atrás, el primo de Sergios y su esposa habían perdido la vida en un accidente de tráfico y Sergios se había convertido en el tutor legal de sus hijos. Su futuro marido era un magnate poderoso, sardónico e intimidante que viajaba mucho y trabajaba más. Para ser sincera, y había pocas personas en su vida con las que se atrevía a ser sincera, se había sentido mucho menos intimidada por Sergios cuando este le había confesado que la única razón por la que deseaba una esposa era conseguir una madre para los tres huérfanos que tenía en casa. Era un papel que Zara sentía que podía desempeñar.

Los niños, que tenían edades comprendidas entre los seis meses y los tres años, estaban actualmente al cuidado de los empleados. Al parecer, no se habían asentado bien en su casa. Tal vez Sergios fuese un hombre muy rico y poderoso, pero su preocupación por los niños la había impresionado. Dado que el propio Sergios era el producto de un pasado disfuncional, quería lo mejor para los tres niños, pero no sabía cómo lograrlo y estaba convencido de que una mujer triunfaría donde él había fracasado.

Por su parte, Zara estaba desesperada por hacer algo para que sus padres estuvieran orgullosos de ella. La trágica muerte de su hermano mellizo Tom, a los veinte años había dejado un profundo vacío en su familia. Zara adoraba a su hermano. Nunca le había importado que Tom fuese el favorito de sus padres, de hecho, a veces se había sentido agradecida de que los éxitos académicos de Tom hubiesen desviado la atención paterna de sus propios fracasos. Zara había dejado los estudios en mitad de los exámenes finales porque le costaba hacerles frente, mientras que Tom había estado estudiando para hacer Empresariales en la universidad y planeaba ayudar a su padre en el negocio hotelero cuando se estrelló con su deportivo y murió en el acto.

Por desgracia para ellos, el carisma y el éxito de su hermano era todo lo que sus padres habían deseado y necesitado en un hijo, y desde su muerte la pena había hecho que el peligroso temperamento de su padre se descontrolara con mayor frecuencia. Si en cierta manera Zara era capaz de compensar a sus padres por la pérdida de Tom, entonces lo haría. Al fin y al cabo, ella se había pasado la vida luchando por la aprobación de sus padres sin ganársela jamás. Al morir Tom, ella se preguntó por qué el destino lo elegiría a él en vez de a ella como sacrificio. A veces, Tom la había alentado para que sacase más partido a su vida, insistiendo en que no debía permitir que las opiniones desfavorables de su padre le influyeran tanto. El día del entierro de Tom, Zara se había prometido a sí misma que, en honor a la memoria de su hermano, en el futuro aprovecharía cada oportunidad e intentaría lograr que sus padres fueran felices de nuevo. Y era una pena que toda la educación de Zara hubiera ido orientada hacia ser la esposa perfecta para un hombre rico, y que la única manera que tuviera de complacer a sus padres fuera casándose con él.

Los niños que estaban en la casa londinense de Sergios le habían llegado al corazón. Ella había sido una niña infeliz, así que sabía cómo se sentían. Al ver aquellos rostros tristes había sabido que por fin podría cambiarle la vida a alguien. Tal vez Sergios no la necesitara personalmente, pero esos niños sí, y estaba convencida de que podría triunfar en su papel de madre. Era algo que podría hacer, algo que se le daría bien y que significaba mucho para ella.

Y sobre todo, cuando había accedido a casarse con Sergios, su padre la había mirado con orgullo por primera vez en su vida. Nunca olvidaría ese momento, ni la aceptación y la felicidad que había experimentado. Su padre le había sonreído y le había dado una palmadita en el hombro en un gesto de afecto.

–Bien hecho –le había dicho, y ella no cambiaría ese momento ni por un millón de libras. Zara también estaba convencida de que aquel matrimonio con Sergios le proporcionaría libertad, cosa que nunca había tenido. Sería libre principalmente de su padre, cuyo temperamento había aprendido a temer, pero también libre de las expectativas opresivas de su madre, libre de los interminables días de compras relacionándose con la gente adecuada, libre de hombres egoístas que solo querían acostarse con ella. Era una libertad que, con suerte, le permitiría por fin ser ella misma por primera vez en su vida.

–¿Y qué ocurrirá cuando conozcas a alguien a quien sí puedas amar? –preguntó Bee.

–Eso no va a ocurrir –declaró Zara con determinación. Ya le habían roto el corazón cuando tenía dieciocho años y, tras haber experimentado aquella desilusión, no había vuelto a sentirse atraída hacia ningún hombre.

–Tienes que haber superado ya lo de Julian Hurst –dijo Bee.

–Tal vez es que he visto a demasiados hombres comportarse mal como para creer en el amor y en la fidelidad –argumentó Zara con un brillo cínico en sus grandes ojos azules–. Si no van tras el dinero de mi padre, van detrás de una noche de pasión.

–Bueno, tú nunca has tenido eso –resaltó Bee, consciente de que, a pesar de que los medios de comunicación insinuaran que Zara había tenido una larga lista de amantes, su hermanastra parecía inmune al encanto de los hombres que conocía.

–Pero ¿quién iba a creérselo? En cualquier caso, a Sergios no le importa. No me necesita en ese sentido… –Zara jamás hubiera pensado en compartir lo aliviada que se sentía por aquella falta de interés. Su reticencia a confiar en un hombre lo suficiente como para tener intimidad sexual era un hecho demasiado privado para compartirlo, incluso con la hermana a la que tanto quería.

Bee se quedó quieta, con una expresión de angustia en la cara.

–Dios mío, ¿estás diciéndome que has accedido a tener uno de esos matrimonios abiertos?

–Bee, no podría importarme menos lo que Sergios haga, siempre y cuando sea discreto. Y eso es exactamente lo que desea: una esposa que no interfiera en su vida. Le gusta tal cual es.

Su hermana la miró con mayor desaprobación que nunca.

–No funcionará. Eres demasiado emocional para meterte en una relación así tan joven.

Zara alzó la barbilla.

–Hemos hecho un trato, Bee. Él ha dicho que puedo vivir en Londres con los niños y que, siempre y cuando no trabaje a jornada completa, puedo seguir llevando el negocio de Edith.

Desconcertada por esa información, Bee negó con la cabeza y adoptó una expresión más crítica. Los padres de Zara simplemente se habían reído cuando su tía Edith murió y le dejó a su sobrina su pequeño, aunque exitoso, negocio de diseño de jardines, Floración Perfecta. Los Blake se habían burlado de la idea de que su disléxica hija pudiera llevar algún tipo de negocio, y mucho menos uno que requiriera unos conocimientos específicos. Su padre había ignorado el hecho de que, en los últimos años, Zara, que compartía con su tía el amor por los espacios abiertos bien cuidados, hubiese tomado varios cursos de paisajismo. Se había desencadenado una tremenda tempestad en casa de los Blake cuando Zara se enfrentó a sus padres y, no solo se negó a vender su herencia, sino que insistió en interesarse más de cerca por el día a día del negocio.

–Quiero… necesito controlar mi propia vida –le dijo Zara con cierto tono de desesperación.

–Claro que sí –llena de compasión al advertir las lágrimas en los ojos de Zara, Bee le estrechó las manos–. Pero no creo que casarse con Sergios sea la manera de conseguirlo. Vas a cambiar una prisión por otra. Él tendrá los mismos planes que tus padres. Por favor, piensa otra vez en lo que estás haciendo. No me gustó ese hombre cuando lo conocí, y no confiaría en él.

Mientras se alejaba conduciendo de la casa especialmente adaptada que Bee compartía con su madre inválida, Zara tenía muchas cosas en la cabeza. Sabía que no tenía mucho sentido casarse con la esperanza de obtener una nueva vida, pero estaba convencida de que, como renombrado empresario por derecho propio, Sergios sería mucho más tolerante y comprendería mejor que sus padres su deseo de llevar su propio negocio. Tal vez incluso se alegrara de tener una esposa con intereses propios, que no buscase su atención, y sus padres al fin estarían orgullosos de ella; orgullosos y satisfechos de que su hija fuese la esposa de un hombre tan importante. ¿Por qué Bee no comprendía que ese matrimonio era una situación ventajosa para todos ellos? En cualquier caso, Zara no podía imaginarse enamorada de nuevo. Un matrimonio de conveniencia era mucho más su estilo, pues el amor volvía tontas a las personas.

Su madre, para empezar, estaba casada con un hombre que flirteaba regularmente con otras mujeres. Ingrid, antigua modelo sueca con un pasado pobre, idolatraba a su marido, así como el estilo de vida y el estatus social que le había proporcionado al casarse con ella. No importaba lo que Monty Blake hiciera o la frecuencia con la que perdiera los nervios, porque Ingrid siempre lo perdonaba o se culpaba a sí misma por sus defectos. Y a puerta cerrada, los defectos de su padre daban mucho más miedo de lo que cualquiera podría haber imaginado, pensó Zara.

Poco después aparcó frente al vivero de Floración Perfecta. Rob, el gerente que su padre había contratado, estaba en el despacho y se levantó con una sonrisa cuando la vio entrar.

–Estaba a punto de llamarte. Tememos un posible encargo del extranjero.

–¿De dónde? –preguntó Zara sorprendida.

–De Italia. El cliente ha visto uno de los jardines que tu tía diseñó en la Toscana y, al parecer, ha quedado impresionado.

Zara frunció el ceño. Habían tenido varios clientes potenciales que se habían echado atrás al descubrir que su tía ya no vivía.

–¿Qué ha dicho al saber que mi tía murió?

–Le he dicho que tú haces diseños con el espíritu del trabajo de Edith, aunque con un enfoque más contemporáneo –explicó Rob–. Aun así seguía interesado en invitarte allí, con todos los gastos pagados, para hacer el diseño. Según creo es un promotor inmobiliario, ha reformado una casa y quiere un jardín acorde. Creo que es un negocio que podría darte mucho dinero, y quizá sea la oportunidad que estabas esperando.

Rob le pasó un cuaderno para que viera los detalles que había apuntado. Zara vaciló antes de estirar el brazo y aceptar el cuaderno. Por guardar las apariencias echó un vistazo a la hoja, pero fue incapaz de leerla. Siendo disléxica, leer siempre le suponía un desafío, pero interpretar la escritura manual siempre le resultaba más difícil que leer la letra de imprenta.

–Santo cielo, qué oportunidad –comentó.

–Perdona, se me había olvidado –dijo Rob, que enseguida se dio cuenta de lo que pasaba, pues Zara había tenido que contarle lo de su dislexia para trabajar con él. Él se encargaba de lo que ella no podía. Le quitó el cuaderno y le relató los detalles.

Mientras hablaba, Zara permaneció rígida e incómoda, porque le horrorizaban los momentos en los que no podía disimular su minusvalía y sus compañeros tenían que hacer esfuerzos por ella. Recordó los días en los que su padre la etiquetaba con la palabra «estúpida» mientras se quejaba de sus pésimos resultados escolares. En su cabeza, la gente normal podía leer, escribir y deletrear sin problemas, y odiaba ser diferente. Pero sobre todo odiaba tener que admitir sus problemas ante los demás.

Pero el bochorno de Zara se disipó y fue sustituido por el entusiasmo ante la posibilidad de poder desarrollar un proyecto creativo. Aparte de los proyectos en los que había trabajado con Edith, su experiencia hasta la fecha abarcaba solo pequeños jardines creados con un presupuesto restringido. Un proyecto grande era justo lo que le faltaba a su currículum y, si lo desarrollaba bien, sería el impulso que el negocio necesitaba para dejar de depender de la reputación de su difunta tía. Además, si hacía el viaje, tanto Sergios como su familia se darían cuenta de lo en serio que se tomaba su trabajo. Tal vez así su familia dejaría de referirse a su empresa como su pasatiempo.

–Llámale y encárgate de los detalles –le ordenó a Rob–. Volaré allí lo antes posible.

Dejó a Rob y se fue a supervisar el progreso de sus dos proyectos actuales. Descubrió que uno iba bien, y el otro estaba parado debido a unas cañerías que habían aparecido en un lugar muy inoportuno. Zara tardó en tranquilizar al cliente y en encontrar a un contratista que se ocupara del problema, así que eran más de las seis cuando regresó a su apartamento, situado en casa de sus padres. Habría preferido una mayor independencia, pero no quería dejar a su madre sola con su padre, y sabía que Monty Blake hacía más esfuerzos por controlar su temperamento cuando su hija estaba cerca.

Su mascota, un conejo de interior llamado Fluffy, la recibió correteando entre sus pies. Zara le dio de comer y le acarició la cabeza. A los diez minutos de su regreso, Ingrid Blake, una mujer hermosa y muy delgada que no aparentaba sus cuarenta y tres años, fue a visitar a su hija al apartamento.

–¿Dónde diablos has estado durante toda la tarde? –preguntó su madre con impaciencia y, al oír aquel tono, Fluffy regresó corriendo a su conejera.

–He estado en el vivero, y tenía que supervisar algunos proyectos…

–¿El vivero? ¿Proyectos? –Ingrid puso una cara como si Zara hubiese dicho una palabra malsonante–. ¿Cuándo vas a dejar esa tontería, Zara? El vivero solo puede ser un pasatiempo. El verdadero negocio de tu vida está en organizar tu boda; hay que hacer pruebas de vestido, hablar con los del catering y con los de las flores. Y eso solo es el principio…

–Creí que teníamos un organizador de bodas que se ocuparía de eso –respondió Zara–. Yo estoy disponible para cualquier cita…

–Zara –dijo Ingrid con exasperación en la voz–, no seas más estúpida de lo necesario. Una novia debería tener un papel más activo en su propia boda.

«No seas más estúpida de lo necesario» era un comentario que seguía haciéndole daño, como un cuchillo que se deslizara por su piel, pues Zara aún recordaba sus años de escuela como una pesadilla. Su fracaso en aquella época seguía resultándole vergonzoso.

–Es más tu boda que la mía –dijo finalmente, pues no podía importarle menos todo aquello.

Ingrid se llevó la mano a la cadera y se quedó mirando a su hija con rabia.

–¿Qué significa eso?

–Que a ti te importa ese tipo de cosas y a mí no. No estoy siendo maleducada, pero tengo otras cosas en qué pensar aparte de si llevaré perlas o cristales en el velo. Y a Sergios tampoco creo que le importe. No te olvides de que es su segundo matrimonio –le recordó Zara.

En mitad de la disputa, Rob llamó a Zara para preguntarle cuándo podría volar a Italia, y la mantuvo en línea mientras hacía la reserva para dos días más tarde. Demasiado impaciente como para esperar a que Zara le devolviese toda su atención, Ingrid se marchó furiosa del apartamento.

Sola de nuevo, Zara suspiró aliviada. Al menos en Italia podría olvidarse de la histeria de la boda. A su madre solo le importaban las apariencias. El hecho de que Zara no hubiese aparecido en las columnas de sociedad con una interminable lista de novios había ofendido durante años a su madre, que se había deleitado con las escapadas nocturnas de Tom. Pero Ingrid estaba decidida a que la boda de su hija fuese el acontecimiento más sonado de la temporada.

A veces a Zara le maravillaba que tuviera tan poco en común con sus padres. Aun así, la hermana soltera de su padre y ella se habían llevado estupendamente. Edith y ella habían disfrutado de la tranquilidad de un jardín hermoso, y habían compartido un estilo práctico y sin adornos en el resto de facetas de su vida. La muerte de su tía, que había tenido lugar pocos meses después del accidente de su hermano, había dejado a Zara devastada. Edith siempre había tenido tan buena salud que aquel repentino ataque al corazón había sido una sorpresa terrible.

Zara se vistió con esmero para viajar a Italia. Eligió una falda y una chaqueta de algodón de color caqui, a juego con una camiseta de color caramelo y unos zapatos de tacón bajo. Se recogió el pelo con una pinza y apenas se aplicó maquillaje, temerosa de que su juventud y su aspecto actuaran en su contra con el cliente. Al fin y al cabo, nadie sabía mejor que una chica a la que a los catorce años habían calificado de rubia tonta que las primeras impresiones contaban mucho. Pero, al mismo tiempo, al bajarse del avión en Pisa, supo que su hermano, Tom, habría estado orgulloso de ella por aferrarse a sus convicciones en lo referente a Floración Perfecta y por dejar claro que se tomaba en serio su negocio.

Un chófer la recibió en el aeropuerto y la condujo hasta un lujoso coche negro con aire acondicionado. El magnífico paisaje rural de laderas neblinosas y pueblos medievales sirvió para calmarle los nervios tras una diferencia de opinión de último minuto con su madre, que había puesto objeciones al darse cuenta de que Zara se marchaba a Italia a pasar el fin de semana.

–¿Y qué pensará tu prometido de esto? –había preguntado Ingrid.

–No tengo ni idea. No he sabido nada de él en las dos últimas semanas, pero le he dejado un mensaje en el contestador para decirle que estaría fuera –había respondido Zara amablemente, pues Sergios no tenía por costumbre mantener el contacto regularmente con ella, y ella entendía que él viese su matrimonio, que tendría lugar en tres meses, como una unión más práctica que personal.

–Es un hombre muy ocupado –había dicho Ingrid en nombre de su futuro yerno.

–Sí, y no siente la necesidad de tenerme controlada –había señalado Zara–. Y tú tampoco deberías. Hace mucho que dejé de ser una adolescente.

–No es que seas la más brillante del mundo, y ya sabes lo peligrosamente impulsiva que puedes llegar a ser…

Al recordar aquel comentario mientras atravesaba las colinas toscanas, Zara se sintió triste. Solo una vez en su vida había sido peligrosamente impulsiva, y había pagado el precio de aquel error de cálculo. Incluso cuatro años después, aún se estremecía al recordar la humillación que Julian Hurst le había hecho pasar. Había madurado muy deprisa después de aquella traición, pero aunque nunca hubiese vuelto a ser tan tonta, sus padres seguían recordándoselo a cada instante.