Boda sin sentimientos - Lynne Graham - E-Book
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Boda sin sentimientos E-Book

Lynne Graham

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Beschreibung

La heredera y el millonario despiadado llegaron a un trato. Pero ella no leyó la letra pequeña… ¡que les obligaba a compartir cama! Tras haber logrado salir de las calles de Atenas, Sergios Demonides creía haberlo visto todo. Hasta que Beatriz Blake se presentó en su despacho y le pidió un matrimonio de conveniencia. Independiente, orgullosa y directa, Beatriz no se parecía en nada a las mujeres glamurosas que desfilaban por su cama. Pero no necesitaba otro trofeo; necesitaba una madre para los hijos de su difunto primo.

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Seitenzahl: 208

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.

BODA SIN SENTIMIENTOS, N.º 71 - octubre 2012

Título original: A Deal at the Altar

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1083-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

QUÉ quiero hacer con la cadena hotelera Royale? –quien hablaba, un griego muy alto y de buena constitución, con el pelo negro, arqueó una ceja y se rio sarcásticamente–. Dejemos que Blake sude un poco por el momento…

–Sí, señor –Thomas Morrow, el ejecutivo británico que había hecho la pregunta a instancias de sus compañeros, era consciente de que le sudaba la frente por los nervios. Las reuniones cara a cara con su jefe, uno de los hombres más ricos del mundo, eran escasas y no quería decir nada que pudiera parecer estúpido o ingenuo.

Todo el mundo sabía que Sergios Demonides no toleraba a los tontos. Por desgracia, el multimillonario griego, que se enorgullecía de ser un inconformista, no sentía la necesidad de explicar los objetivos que se ocultaban tras sus decisiones empresariales, lo cual planteaba constantes desafíos a su equipo ejecutivo. Hacía no tanto tiempo, la adquisición de la cadena hotelera Royale a cualquier precio había parecido ser el objetivo, e incluso había corrido el rumor de que Sergios planeaba casarse con la exquisita Zara Blake, hija del dueño de la cadena de hoteles. Pero después de que Zara apareciera en los medios de comunicación en brazos de un banquero italiano, ese rumor se había extinguido y los empleados de Sergios no habían advertido en su jefe síntoma alguno de fastidio por los acontecimientos.

–He retirado la oferta original que le hice a Blake. Ahora el precio bajará –señaló Sergios con indolencia, y con los ojos negros brillantes ante la idea, pues lo que más le gustaba en la vida era saber negociar.

Comprar el grupo Royale por un precio elevado habría ido en contra de sus principios, pero un par de meses antes Sergios habría hecho cualquier cosa con tal de sellar el trato. ¿Por qué? Su adorado abuelo, Nectarios, que había fundado su legendario imperio empresarial al frente del primer hotel Royale de Londres, había estado muy enfermo por esa época. Pero, por suerte, Nectarios era un hueso duro de roer, y la cirugía cardiovascular pionera en Estados Unidos había hecho posible su recuperación. Ahora Sergios pensaba que la cadena hotelera sería un gran regalo para el octogésimo cumpleaños de su abuelo, pero ya no tenía intención de pagar un precio exorbitante.

En cuanto a la esposa que había estado a punto de adquirir como parte del trato, Sergios se alegraba de que el destino le hubiera impedido cometer semejante error. Después de todo, Zara Blake había resultado ser una hermosa arpía sin honor ni decencia. Por otra parte, su instinto maternal le habría resultado muy útil en lo referente a los niños. De no haber sido porque la repentina muerte de su primo había dejado a Sergios al cuidado de sus tres hijos, él nunca habría pensado en casarse por segunda vez.

Su rostro se endureció. Una catástrofe en ese terreno había sido más que suficiente para él. Sin embargo, por el bien de aquellos niños, había estado dispuesto a morder el polvo y volver a casarse. Pero habría sido un matrimonio de conveniencia, un montaje para lograr una madre para los niños y aliviar su conciencia. Él no sabía nada sobre niños y nunca había querido tener hijos, pero sabía que los hijos de su primo eran infelices, y eso apelaba a su orgullo y a su sentido del honor.

–Así que estamos esperando a que Blake dé el siguiente paso –adivinó Thomas para romper el silencio.

–No tardará. Le quedan poco dinero y pocas opciones –comentó Sergios con radiante satisfacción.

–Eres maestra de primaria y se te dan bien los niños –señaló Monty Blake, aparentemente inmune a la mirada de asombro de su hija mayor, que se encontraba de pie en su despacho–. Serías la esposa perfecta para Demonides…

–¡Detente ahí mismo! –exclamó Bee, y levantó una mano para enfatizar esa orden. Sus ojos verdes brillaban con incredulidad mientras utilizaba la otra mano para apartarse la melena castaña de la frente. Ahora ya sabía que la sorpresa y la inquietud ante la repentina llamada de su padre no eran infundadas–. No estás hablando con Zara, sino conmigo, y no tengo intención de casarme con un millonario obsesionado con el sexo que necesita una mujer en casa que cuide de sus hijos.

–Esos niños no son suyos –le recordó el anciano, como si eso cambiara algo–. Al morir su primo se convirtió en su tutor. Que yo sepa, él no quería esa responsabilidad…

Al oír esa información, el delicado rostro de Bee se tensó con creciente indignación. Tenía mucha experiencia con hombres que no querían sufrir las molestias de los niños, sin ir más lejos, el hombre que tenía delante y que se dedicaba a hacer comentarios sexistas. Quizá hubiera persuadido a su hermana pequeña, Zara, para que pensara en un matrimonio de conveniencia con el magnate griego, pero ella era mucho menos impresionable y mucho más suspicaz.

Nunca había buscado la aprobación de su padre, y tanto mejor pues, siendo una simple hija, nunca se la había ofrecido. No le daba miedo admitir que no le caía bien ni respetaba al anciano, el cual no había mostrado el más mínimo interés por ella a lo largo de los años. También había dañado su autoestima a los dieciséis años al aconsejarle que debía hacer dieta y teñirse el pelo de un color más claro. La imagen de la perfección femenina de Monty Blake era la delgadez extrema y el pelo rubio, mientras que ella era morena y con curvas. Se fijó en la foto de escritorio de su madrastra, Ingrid, una antigua modelo sueca, rubia y delgada como un palo.

–Lo siento, no me interesa, papá –le dijo Bee, y advirtió que Monty parecía cansado y tenso. Tal vez se le hubiera ocurrido aquella descabellada idea de que se casara con Sergios Demonides porque estuviera estresado con el negocio, pensó con cierta reticencia.

–Bueno, pues será mejor que te interese –respondió Monty Blake–. Tu madre y tú lleváis una buena vida. Si el grupo hotelero Royale cae hasta que Demonides pueda comprarlo por nada, la caída no solo nos afectará a tu madrastra y a mí, sino a todos los que dependen de mí.

Bee se tensó ante aquella predicción fatídica.

–¿Qué estás diciendo?

–Sabes muy bien lo que estoy diciendo –dijo él con impaciencia–. No eres tan estúpida como tu hermana…

–Zara no es…

–Iré directo al grano. Siempre he sido muy generoso con tu madre y contigo.

Por mucho que le incomodara el tema, a Bee le gustaba ser justa.

–Sí, lo has sido –admitió.

No era el mejor momento para añadir que siempre había creído que la generosidad hacia su madre respondía a una manera de aliviar su conciencia. Emilia, su madre, de origen español, había sido la primera esposa de Monty. Como consecuencia de un aparatoso accidente de tráfico, Emilia había salido del hospital parapléjica y en silla de ruedas. Bee tenía cuatro años por entonces y su madre enseguida se había dado cuenta de que a su joven y ambicioso marido le repugnaba su discapacidad. Con una gran dignidad por su parte, Emilia había aceptado lo inevitable y había accedido a separarse. Como agradecimiento por devolverle la libertad sin montar un escándalo, Monty les había comprado a Emilia y a su hija una casa en una finca moderna, que había adaptado a las necesidades de su madre. También había pagado los servicios de una cuidadora para asegurarse de que Bee no se viese abrumada por el peso de la responsabilidad para con su madre. Aunque la necesidad de ayudar en casa había restringido la vida social de Bee desde muy temprana edad, era dolorosamente consciente de que solo la ayuda económica de su padre había hecho posible que fuese a la universidad, se formase como maestra y se dedicase a la carrera que le gustaba.

–Me temo que, a no ser que hagas lo que te estoy pidiendo, mi benevolencia se detendrá aquí mismo –declaró Monty Blake con desprecio–. La casa de tu madre es mía. Está a mi nombre y puedo venderla cuando quiera.

Bee se puso pálida al oír aquella advertencia, completamente sorprendida porque nunca antes se había enfrentado a esa faceta de su padre.

–¿Por qué ibas a hacerle algo tan horrible a mamá?

–¿Por qué debería importarme ahora? –preguntó Monty–. Me casé con tu madre hace más de veinte años y he cuidado de ella desde entonces. Todo el mundo estaría de acuerdo en que he saldado mis deudas con una mujer con la que solo estuve casado cinco años.

–Sabes lo mucho que mamá y yo apreciamos todo lo que has hecho por ella –respondió Bee, con el orgullo herido por tener que mostrar esa humildad ante aquel comportamiento tan amenazador.

–Si quieres seguir contando con mi generosidad, tendrás que pagar el precio –explicó el anciano bruscamente–. Necesito que Sergios Demonides compre mis hoteles al precio adecuado. Y estaba dispuesto a hacerlo hasta que Zara lo rechazó y se casó con ese italiano.

–Zara es muy feliz con Vitale Roccanti –murmuró Bee en defensa de su hermanastra–. No sé cómo iba yo a convencer a un hombre de negocios como Demonides para que comprara tus hoteles a buen precio.

–Bueno, asumámoslo, tú no tienes la belleza de Zara –dijo su padre–. Pero, según tengo entendido, lo único que Demonides desea es una madre para esos niños que le han caído encima, y tú serías mucho mejor madre que Zara. ¡Tu hermana apenas sabe leer! Apuesto a que Demonides no sabía eso cuando accedió a casarse con ella.

Asqueada por la crueldad de sus comentarios sobre su hermana, que padecía dislexia, Bee se quedó mirándolo fríamente.

–Estoy segura de que un hombre tan rico y poderoso como Sergios Demonides podría encontrar cientos de mujeres dispuestas a casarse con él y hacer de madre para esos niños. Como bien has señalado, yo no soy tan guapa, así que no entiendo por qué crees que podría interesarle.

Monty Blake dejó escapar una risa despectiva.

–Porque sé lo que desea. Zara me lo dijo. Desea una mujer que sepa cuál es su lugar.

–Entonces no me desea a mí –respondió Bee secamente, furiosa por la noción anticuada de que las mujeres eran inferiores–. Y Zara es más luchadora de lo que piensas. Creo que también habría tenido problemas con ella.

–Pero tú eres la hermana lista que podría darle justo lo que desea. Eres mucho más práctica que Zara porque tú nunca has tenido las cosas fáciles…

–Papá… –le interrumpió Bee, levantando las manos para silenciarlo–. ¿Por qué estamos teniendo esta absurda conversación? Solo he visto a Sergios Demonides una vez en mi vida y apenas me dirigió una mirada.

Se guardó el innecesario comentario de que la única parte de su anatomía que el magnate griego parecía haber apreciado eran sus pechos.

–Quiero que vayas a verlo y le ofrezcas un trato; el mismo trato que hizo con Zara. Un matrimonio en el que pueda hacer lo que quiera siempre y cuando compre mis hoteles al precio acordado.

–¿Yo? ¿Ir a verlo con una proposición matrimonial? –repitió Bee con incredulidad–. ¡No había oído nada tan ridículo en toda mi vida! ¡Ese hombre pensaría que estoy loca!

Monty Blake se quedó mirándola fijamente.

–Creo que eres lo suficientemente lista como para resultar convincente. Si puedes persuadirlo de que serías la esposa y la madre perfecta para esos huérfanos, entonces eres justo lo que necesito para volver a poner el trato a mi favor. Necesito esta venta y la necesito ya, o todo aquello por lo que he trabajado toda mi vida se vendrá abajo como un castillo de naipes. Y con ello la seguridad de tu madre…

–No amenaces a mamá así.

–Pero no es una amenaza vana –Monty le dirigió a su hija una mirada amarga–. El banco amenaza con cortarme los préstamos. Mi cadena hotelera se halla al borde del desastre y ahora mismo Demonides está jugando a esperar. Yo no puedo permitirme esperar. Si me hundo, tu madre y tú lo perderéis todo también –le recordó–. Piensa en ello e imagínatelo. No tendríais una casa especialmente adaptada, tendrías que cuidar de Emilia todos los días, no tendrías vida propia…

–¡Para! –exclamó Bee, asqueada por sus métodos coactivos–. Creo que has perdido la cabeza si piensas que Sergios Demonides consideraría la posibilidad de casarse con alguien como yo.

–Puede ser, pero no lo sabremos hasta que no lo intentes.

–¡Estás loco! –protestó su hija con vehemencia, perpleja ante lo que le estaba pidiendo.

–Pondré un cartel de «Se vende» frente a la casa de tu madre esta misma semana si al menos no vas a verlo.

–No podría… ¡Simplemente no podría! –exclamó Bee, horrorizada por su insistencia–. Por favor, no le hagas esto a mamá.

–Te he hecho una petición razonable, Bee. Estoy contra la espada y la pared. ¿Por qué no ibas a intentar ayudarme después de haber disfrutado durante años de mi apoyo económico?

–Oh, por favor –respondió Bee con un desprecio inútil ante aquel resumen tan poco exacto de su comportamiento como padre–. ¿Te parece que exigirme que me acerque a un multimillonario griego y pedirle que se case conmigo es una petición razonable? ¿En qué planeta y en qué cultura sería eso razonable?

–Dile que te ocuparás de esos niños y le permitirás seguir disfrutando de su libertad y creo que tienes posibilidades –respondió el anciano con testarudez.

–¿Y qué pasará cuando me humille a mí misma y él me rechace?

–Tendrás que rezar para que diga que sí –respondió Monty Blake, negándose a ceder un ápice en su desesperación–. Al fin y al cabo, es la única manera de que tu madre siga disfrutando de la misma comodidad de la que ha disfrutado hasta ahora.

–Noticia de última hora, papá. La vida en una silla de ruedas no es ninguna comodidad –dijo su hija.

–Y la vida sin mi apoyo económico será menos cómoda –contestó él, decidido a tener la última palabra.

Minutos más tarde, tras ser incapaz de hacer cambiar de opinión a su padre, Bee abandonó el hotel y tomó el autobús hacia la casa que aún compartía con su madre. Estaba preparando la cena cuando Beryl, la cuidadora de su madre, llevó a Emilia de vuelta de una visita a la biblioteca. Sentada en su silla de ruedas, Emilia entró en la cocina con una sonrisa.

–¡He encontrado uno de Catherine Cookson que no he leído! –exclamó.

–Ahora no habrá quien te meta en la cama esta noche.

Al mirar el rostro agotado de su madre, envejecido y arrugado por la enfermedad y el sufrimiento, Bee sintió ganas de llorar ante la determinación de Emilia por celebrar las pequeñas cosas de la vida. Había perdido mucho en aquel accidente, pero nunca se quejaba.

Cuando hubo acostado a su madre, Bee se sentó a calificar los cuadernos de ejercicios de su clase de niños de siete años. Sin embargo, su mente se negaba a concentrarse en la tarea. No podía dejar de pensar en lo que su padre le había dicho. La había amenazado, pero también le había dicho una verdad que había rasgado su sensación de seguridad. Al fin y al cabo, ella había dado por hecho que su padre continuaría con su éxito financiero y que, por tanto, su madre nunca tendría que preocuparse por el dinero.

Siendo Bee, tenía que ponerse en lo peor. Si su madre perdía su casa y su jardín, se le rompería el corazón. La casa había sido adaptada para un ocupante minusválido para que Emilia pudiera moverse fácilmente por su interior. Zara incluso había diseñado parterres elevados en el jardín trasero, del que su madre pudiera ocuparse cuando hacía bueno. Si vendían la casa, Bee tenía un sueldo con el que alquilarse un piso, pero, como no podría permitirse pagar a un cuidador a jornada completa, tendría que renunciar al trabajo para cuidar de ella, y por tanto perdería ese sueldo. Tal vez Monty Blake se hiciera cargo de las facturas, pero nunca les había dado más de lo necesario y Emilia no tenía ahorros. Sin su ayuda, ambas mujeres tendrían que vivir de la caridad y no podrían permitirse los pequeños extras y las salidas que le alegraban la vida a su madre. Era un panorama desolador que horrorizaba a Bee, quien siempre había protegido mucho a su madre.

De hecho, cuando pensaba en la posibilidad de que Emilia lo perdiera todo, la idea de proponerle matrimonio a un magnate griego le parecía casi aceptable. ¿Y si quedaba como una tonta? Bueno, en realidad no era una posibilidad, sino una certeza. Quedaría como una tonta y él se pasaría años contando la historia. Cuando lo conoció, le dio la impresión de ser justo el tipo de hombre que disfrutaba con las desgracias de los demás.

Aunque él también hubiera tenido desgracias personales. Cuando su hermana Zara había planea do casarse con Sergios, Bee había buscado información sobre él en Internet y no le había gustado casi nada de lo que había descubierto. Sergios se había convertido en Demonides cuando era un adolescente con una ristra de delitos sin importancia a sus espaldas. Había crecido luchando por la supervivencia en una de las zonas más desfavorecidas de Atenas. A los veintiuno se había casado con una hermosa heredera griega y, apenas tres años más tarde, la había enterrado tras morir estando embarazada de él. Sí, tal vez Sergios Demonides fuese asquerosamente rico, pero su vida personal era zona catastrófica.

Sin embargo, dejando a un lado esos hechos, tenía fama de ser un absoluto bastardo en los negocios y con las mujeres. Se decía que era extremadamente inteligente y astuto, pero también arrogante, despiadado y frío; el tipo de hombre que, como marido, se lo habría hecho pasar mal a su sensible hermana Zara y a su mascota, Fluffy. Por suerte, Bee no se consideraba sensible. Obligada a convertirse en adulta antes de tiempo y a cuidar de su madre dependiente, se había forjado un carácter duro.

A los veinticuatro años, ya sabía que los hombres no solían sentirse atraídos por ese tipo de carácter, ni por su apariencia exterior. Bee no era guapa ni femenina, y los chicos con los que había salido habían sido, salvo con una excepción, más amigos que amantes. Nunca había aprendido a flirtear ni a jugar a juegos de chicas, y pensaba que tal vez fuese demasiado sensata. Sin embargo, durante unos meses maravillosos, había estado profundamente enamorada, hasta que la relación se rompió debido a sus responsabilidades para con su madre inválida. Y aunque su apariencia no podría haberle importado menos, sí que era lista, y había descubierto que ganar premios y aprobar exámenes con buena nota era algo que asustaba al sexo opuesto.

Los hombres que conocía también solían salir huyendo cuando Bee daba su opinión, aunque no fuera asunto suyo. Odiaba la injusticia y la crueldad en cualquier forma. No aprobaba la actitud complaciente con la que su madrastra, Ingrid, halagaba constantemente a su padre. No era sorprendente que incluso Zara, la hermana a la que tanto quería, hubiera crecido con una buena dosis de ese gen complaciente. Solo su hermana pequeña, Tawny, nacida de la aventura de su padre con su secretaria, se parecía a ella en ese sentido. Bee nunca había sabido lo que era sentirse impotente hasta que se encontró a sí misma concertando una cita para ver a Sergios Demonides… Era una idea absurda, un plan inútil.

Cuarenta y ocho horas después de que Bee ganara la batalla a su orgullo y concertara la cita, el ayudante personal de Sergios le preguntó si quería recibir a la hija de Monty Blake, Beatriz. De manera inesperada, Sergios recordó al instante la furiosa mirada verde y los magníficos pechos de aquella mujer morena. Aquella aburrida cena se había vuelto casi soportable gracias a la visión de aquel pecho que desafiaba a la gravedad, aunque ella no había apreciado sus atenciones. Pero ¿por qué diablos iba a querer hablar con él la hija mayor de Blake? ¿Esperaba actuar como la negociadora del anciano? Chasqueó los dedos para llamar a un ayudante y pidió un informe sobre Beatriz antes de concederle la cita al día siguiente.

A la tarde siguiente, vestida con un taje pantalón gris, que normalmente reservaba para entrevistas, pero que sabía que le daba la dignidad que tanto necesitaba, Bee esperaba en la recepción del elegante edificio de cristal y acero inoxidable que albergaba la sede londinense de la empresa de mensajería SD. Que Sergios hubiera utilizado sus iniciales para imprimir su personalidad en su vasto imperio empresarial no le sorprendía en absoluto. Se le aceleró el corazón al pensar en lo que le esperaba.

–El señor Demonides la recibirá ahora, señorita Blake –le dijo la atractiva recepcionista con una sonrisa ensayada que Bee no pudo igualar.

Sin previo aviso, Bee empezó a sentirse mareada por los nervios. Era demasiado inteligente como para no darse cuenta del bochorno que le esperaba y no estremecerse. Se recordó a sí misma que el multimillonario griego no era más que un bruto con demasiado dinero y una incapacidad para ignorar el escote del vestido de una mujer. Se puso roja al recordar el vestido que le había pedido prestado a una amiga para aquella estúpida cena. Aunque su mirada había hecho que se sonrojara y le había recordado por qué solía cubrirse esos atributos en particular, le había sorprendido su aparente indiferencia hacia su hermosa hermana Zara.

Cuando Beatriz Blake entró en su despacho con paso firme, Sergios se dio cuenta de que no iba a recibir una ofensiva suave y encantadora. El traje pantalón que vestía no hacía nada por realzar sus curvas de mujer. Llevaba el pelo castaño recogido y nada de maquillaje. Para un hombre acostumbrado a mujeres muy acicaladas, su actitud displicente por causar una buena impresión le parecía casi grosera.

–Soy un hombre muy ocupado, Beatriz. No sé qué estás haciendo aquí, pero espero que sea breve –le dijo con impaciencia.

Durante un segundo, Sergios Demonides se alzó frente a Bee como un edificio gigante que proyectara una sombra alargada y ella dio un paso atrás, acorralada por su tamaño y su proximidad. Se había olvidado de lo grande que era, desde su altura hasta el ancho de sus hombros, incluyendo sus piernas poderosas. También era increíblemente guapo, aunque le molestara admitirlo, con ese pelo negro y aquellos rasgos esculpidos y bronceados. La prueba de su riqueza iba desde el brillo de su reloj de oro y de sus gemelos hasta la camisa blanca impoluta y el corte clásico de su traje.

Bee se chocó con unos ojos del color del bronce pulido que tenían el impacto de un mazo y que le cortaron la respiración. Era como si los nervios estuvieran presionándole la garganta, y el corazón comenzó a martillearle en el pecho de nuevo.

–Mi padre me ha pedido que venga a verle en su nombre –comenzó, molesta por que la respiración entrecortada hiciese que su voz sonara débil.

–Eres profesora de primaria. ¿Qué podrías tener que decir que yo quisiera escuchar? –preguntó Sergios con una franqueza brutal.

–Creo que le sorprenderá… –Bee apretó los labios para recuperar la fuerza en la voz–. Bueno, sé que le sorprenderá.

Las sorpresas eran pocas y mal recibidas en la vida de Sergios. Era un maníaco del control, lo sabía y no tenía intención de cambiar.

–Hace poco estaba planeando casarse con mi hermana Zara.

–No habría funcionado –respondió Sergios.

Bee tomó aliento y apretó el asa de su bolso con fuerza hasta que se le pusieron blancos los nudillos.

–Zara me contó exactamente qué es lo que usted deseaba del matrimonio.

Mientras se preguntaba adónde le llevaría aquella extraña conversación, Sergios intentó no apretar demasiado los dientes.

–Eso fue muy indiscreto por su parte.

La incomodidad hizo que a Bee se le encendieran las mejillas, lo que acentuó el verde de sus ojos.

–Voy a poner mis cartas sobre la mesa y a ir al grano.

Sergios se apoyó en el borde de su escritorio y la miró de un modo desalentador.

–Estoy esperando –dijo al verla vacilar.

Bee respiró tan profundamente que su pecho se hinchó y estuvo a punto de saltar los botones de su blusa, por un momento Sergios deslizó la mirada hacia allí y recordó perfectamente aquel pecho.

–Mi padre ha utilizado cierta presión para convencerme de venir a verle –admitió–. Le dije que era una locura, pero aquí estoy.

–Sí, aquí estás –contestó él con aburrimiento–. Y todavía no has ido al grano.

–Mi padre quería que me ofreciera yo en lugar de Zara –confesó Bee, y vio la incredulidad mezclada con el asombro en la cara de Sergios mientras ella se sonrojaba de vergüenza–. Lo sé, le he dicho que es una locura, pero quiere sellar el trato con los hoteles y cree que una esposa adecuada podría marcar la diferencia.

–¿Adecuada? No estás entre las típicas mujeres que aspiran a casarse conmigo –contestó Sergios.

Y era cierto. Beatriz Blake era sencilla en comparación con las hermosas mujeres que lo perseguían allí donde iba, desesperadas por llamar su atención y lograr, si no un anillo de compromiso, algún beneficio de su riqueza. Pero en ese instante se agitó en el fondo de su mente un recuerdo.