Bola De Sebo - Guy De Maupassant - E-Book

Bola De Sebo E-Book

Guy de Maupassant

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Beschreibung

<p>Huyendo de Ruan se dispone una diligencia para 10 personas que obtienen un salvoconducto para ir a El Havre; en ellas se disponen tres ricos matrimonios que huyen de la ocupación prusiana preservando sus fortunas. Junto a ellos viajan dos monjas, un fiero revolucionario -que espera continuar sus acciones en El Havre- llamado Cornudet y una conocida señorita de la vida galante conocida como Bola De Sebo. Lo que se espera sea un rápido trayecto se ve dificultado por el paso de las tropas y otros imprevistos, en esa jornada la única que llevaba alimentos es Bola De Sebo quien los comparte con los demás viajeros, a pesar de haber sentido las críticas y el desprecio de ellos durante el viaje.</p><p><br></p><p>El carro tiene que hacer alto en una posada, allí un oficial prusiano impide seguir el trayecto a no ser que Bola De Sebo acepte pasar una noche con él; esta se niega, cosa que las "distinguidas" damas no entienden debido a su oficio. Los caballeros dulcemente tratan de convencerla, sobre todo el conde. Finalmente, Bola De Sebo acepta.</p><p><br></p><p>Al otro día se reanuda el viaje, Bola De Sebo es nuevamente el centro de las miradas sobre todo de las señoras, a media mañana los viajeros sacan sus alimentos para consumirlos, Bola De Sebo debido a la noche que pasó con el oficial no tuvo tiempo de preparar nada y ninguno de los viajeros ofrece algo a ella, por lo que el resto del viaje lo pasa sollozando, Cornudet empieza a tararear y cantar una canción republicana para horror de los tres matrimonios.</p>

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Índice

Bola De Sebo

Bola De Sebo

Durante varios días los restos del ejército derrotado habían cruzado la ciudad. No era tropa: eran hordas desbandadas. Los hombres tenían la barba larga y sucia, uniformes en harapos, y avanzaban con paso blando, sin bandera, sin regimiento. Todos parecían abrumados, extenuados, incapaces de un pensamiento o de una resolución. Caminaban únicamente por costumbre y caían de fatiga en cuanto se detenían. Sobre todo, los movilizados, gente pacífica, rentistas tranquilos, se doblaban bajo el peso del fusil; pequeños voluntarios alertas, fáciles para el espanto y rápidos para el entusiasmo, prontos al ataque como a la huida. Luego, en medio de ellos, algunos pantalones rojos, despojos de una división diezmada en una gran batalla, artilleros sombríos alineados con esos infantes diversos; y a veces, el casco brillante de un dragón de pie lerdo que seguía con dificultad la marcha más liviana de los infantes.

Legiones de francotiradores con apodos heroicos: "los Vengadores de la Derrota", "los Ciudadanos de la Tumba", "los Compartidores de la muerte", pasaban a su vez con aspecto de bandidos.

Sus jefes, antiguos comerciantes en telas o en granos, ex vendedores de sebo o de jabón, guerreros de circunstancias, ascendidos a oficiales por su peso o por el tamaño de sus bigotes, cubiertos de armas, de franela y de galones, hablaban con voz retumbante, discutían planes de campaña, y pretendían sostener, solos, la Francia agonizante sobre sus hombros de fanfarrones, pero temían a veces a sus propios soldados, gente de horca y cuchillo, temerarios hasta la exageración, saqueadores y libertinos.

Los prusianos iban a entrar en Rouen, se decía.

La guardia nacional, que desde hacía dos meses efectuaba reconocimientos muy prudentes en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas, y preparándose al combate cuando un conejito se movía entre las malezas, ya había regresado a sus hogares. Sus armas, sus uniformes, todo el equipo mortífero con el cual aterrorizaban otrora a tres leguas a la redonda los límites de las rutas nacionales, había desaparecido súbitamente.

Los últimos soldados franceses acababan, en fin, de cruzar el Sena para llegar a Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard; y caminando a la zaga, el general desesperado, que no podía intentar nada con esos pingajos informes, desesperado él también ante la gran catástrofe de un pueblo acostumbrado a vencer y desastrosamente vencido a pesar de su valor legendario, se iba a pie entre dos oficiales de orden.

Luego, una paz profunda, una espera aterrada y silenciosa había caído sobre la ciudad. Muchos burgueses barrigones, embotados por el comercio, esperaban ansiosamente a los vencedores, temblando de que sus asadores o sus grandes cuchillos de cocina fueran considerados como armas.

La vida parecía detenida; las tiendas estaban cerradas; la calle silenciosa. A veces un habitante, intimidado por ese silencio, se deslizaba rápidamente a lo largo de las paredes.

La angustia de la espera hacía desear la llegada del enemigo.

En la tarde del día que siguió a la partida de las tropas francesas, algunos ulanos salidos no se sabe de dónde atravesaron rápidamente la ciudad. Luego, un poco más tarde, una masa negra bajó de la barranca Santa Catalina, mientras otros dos ríos invasores aparecían por las rutas de Darnetal y de Boisguillaume. Justo en el mismo momento las avanzadas de tres cuerpos se unieron en la plaza de la Municipalidad, y por todas las calles cercanas llegaba el ejército alemán, desparramando sus batallones, que hacían sonar el empedrado bajo su paso rítmico y duro.

Ordenes gritadas por una voz desconocida y gutural subían a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras, tras los postigos cerrados, los ojos espiaban a esos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, de las fortunas y de las vidas por el "derecho de guerra". Los habitantes, en sus cuartos ensombrecidos, sentían el enloquecimiento que dan los cataclismos, los grandes trastornos mortíferos de la tierra, contra los cuales resultan inútiles toda fuerza y toda sabiduría. Pues la misma sensación vuelve a aparecer cada vez que el orden establecido de las cosas es subvertido, que todo lo que protegían las leyes de los hombres o de la naturaleza se encuentra a la merced de una brutalidad inconsciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta a un pueblo entero bajo las casas derrumbadas; el río desbordado que mezcla a los campesinos ahogados con los cadáveres de bueyes y las vigas arrancadas a los techos, o el ejército victorioso que asesina a los que se defienden, lleva prisioneros a los otros, saquea en nombre de la espada y da gracias a Dios al son del cañón, son otras tantas plagas espantosas que desconciertan toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que nos ha sido enseñada en la protección del cielo y en la razón de los hombres.

Pero a cada puerta golpeaban pequeños destacamentos y luego desaparecían en las casas. Era la ocupación después de la invasión. Empezaba para los vencidos el deber de mostrarse amables con los vencedores.