Brasil, país de futuro - Zweig Stefan - E-Book

Brasil, país de futuro E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Publicado en 1941, Brasil, país de futuro parece un libro recién terminado. Zweig escribió tanto sobre aquella tierra que parecía haber nacido allí, evocando con gran precisión los detalles y entresijos de la historia, economía, y cultura brasileñas, así como el desarrollo de sus principales ciudades. Con su habitual destreza y sensibilidad, echó mano de sus vivencias e impresiones personales para retratar una vasta, atrayente y fértil tierra con inmensos recursos y una historia carente de grandes guerras, lejos del derrumbe de la civilización europea que le obligaron a exiliarse en tierras latinoamericanas. Brasil, país de futuro es un lectura muy recomendable para viajeros de salón, para estudiantes de geografía y estudios americanos, así como para todos aquellos interesados en la riqueza de la historia, cultura y sociedad brasileñas. En él queda plasmada la belleza intacta del interior, el vibrante crecimiento y desarrollo de las áreas urbanas, y la visión de un lugar casi utópico, aparentemente a salvo de los males del mundo moderno y que ofrecía un gratificante refugio frente a las hostilidades globales.

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INTRODUCCIÓN

Diversidad étnica frente a simpleza racista.

A propósito de la génesis del libro sobre el Brasil de Stefan Zweig

Volker Michels

La primera edición de este libro, que salió en Estocolmo en 1941 durante el exilio, estuvo agotada durante cuarenta años. Cuando, con motivo del centenario de Stefan Zweig en 1981, el libro volvió a la venta, las nuevas ediciones alcanzaron una difusión diez veces mayor que la primera. Un fenómeno curioso para un libro de este género. Por regla general, los libros de divulgación quedan obsoletos al cabo de pocos años y han de sustituirse por otros de más actualidad. Pero esta monografía de un país donde, incluso hoy en día, abundan los recursos y las posibilidades de desarrollo, sigue siendo lo que era desde que fue escrita: un marcapasos para un futuro mejor y una obra fundamental que —desde que vuelve a estar disponible— se nombra y se cita en casi todas las guías del Brasil. Más aún podría sorprendernos que este libro, escrito hace más de medio siglo, y cuya información acerca de la densidad de la población, la economía y la industrialización necesitan actualización sin duda alguna, siga siendo válido porque, precisamente, el llamado progreso que mientras tanto vivió el país aún no alcanza el pronóstico que Zweig anticipó con el ejemplo de Brasil como modelo de una forma digna de convivencia.

Los números y los datos que deberían actualizarse respecto a la situación actual del Brasil —como por ejemplo el aumento demográfico desde los 40 millones de antaño a los 60 millones de hoy, el más extremado desnivel social en los centros de hacinamiento, la preocupante destrucción de la selva tropical que está relacionada con el rápido crecimiento económico que, mientras tanto, colocó al país en octava posición entre los países industrializados (pero con una deuda exterior y una tasa de inflación muy elevadas)— deben tenerse en consideración pero no perjudican en absoluto la validez de las descripciones respecto a las insuperables percepciones históricas, culturales, psicológicas y paisajísticas de Stefan Zweig. Más difícil de superar aún es su exposición, tan cautivadora y entusiasta que parece que nos encontremos ante una novela en lugar de ante un libro de divulgación.

«Para entusiasmar a los demás, hay que ser capaz de entusiasmarse», escribió el autor en una de sus últimas cartas. Brasil estimuló a este trotamundos más que cualquier otro país de la Tierra. ¿Por qué?

Cuando después de 1933 fueron quemados sus libros en la hoguera nacionalsocialista —únicamente por ser él de procedencia judía— y un año más tarde se registró su domicilio en el Kapuzinerberg de Salzburg a la búsqueda de supuestas armas escondidas, Stefan Zweig emigró a Londres.

La editorial Insel, que había dirigido su obra durante treinta años, de repente entró en conflicto con su autor contemporáneo de más éxito. Lo que antes coincidía con el gusto de millones de lectores, súbitamente se consideró antialemán, nocivo, decadente. Como los libros de prácticamente todos los poetas y pensadores, era molesto para este régimen de jueces y verdugos. A Stefan Zweig, que entretanto ya sobrepasa los cincuenta años, esta proscripción le hirió profundamente a pesar de que por aquel entonces ni siquiera dependía exclusivamente del público alemán (ya en los años veinte era uno de los autores más traducidos, cuyas ediciones en el extranjero alcanzaron rápidamente la misma cifra de ventas que en el original alemán). Este hombre, que hasta ahora no había prestado demasiada atención a su reconocimiento a nivel mundial, se muestra de aquí en adelante agradecido a todos los reconocimientos internacionales que contradecían el desprecio de parte de los nacionalsocialistas. Entre los reconocimientos había una invitación del PEN Club para asistir a unas jornadas de escritores en la ciudad argentina de Buenos Aires. Este tipo de congresos, cuyo mercado de vanidades se oponía a su carácter, no le importaban demasiado, pero el viaje pagado por el PEN Club fue un motivo oportuno para tomar distancia de la vida cotidiana como alien enemy en el exilio británico y para «volver a ver un trocito del mundo antes de que los huesos se pudran y los órganos receptivos se vuelvan perezosos» (a Hans Carroza, 2 de agosto 1936)… «Vuelvo a tener sed de lejanía», le escribió a Romain Rolland, «y ganas de ver de nuevo la redondez del mundo antes de su colapso». Además recibió una invitación extraordinariamente amable de Macedo Soãres, ministro del Exterior del Brasil para visitar Rio, teniendo en cuenta que, en aquellos momentos, Zweig era uno de los autores más traducidos en el país.

A Abrahão Koogan, su joven editor brasileño, de tan solo veinte años, el cual al enterarse del viaje a Sudamérica de Zweig había logrado esta invitación para él, Zweig le escribe en francés el 5 de noviembre de 1935: «Quiero comunicarle que acabo de recibir una invitación de su gobierno para visitar Brasil y no estoy seguro de si tengo que agradecer este amable gesto a su afable intervención. He decidido aceptar este halagüeño ofrecimiento. Tengo la intención», continúa, «de combinar este viaje con el de Argentina, pero aún no sé si visitaré el Brasil antes o después de las jornadas del PEN Club en Buenos Aires». La decisión la toma el 7 de mayo de 1936. Manda un comunicado a Koogan desde Londres, en el que le anuncia que primero irá al Brasil, donde el ‘Alcantara’ atracará el 21 de agosto, después de un viaje por mar de quince días escasos. «Todo resulta muy sencillo excepto una dificultad y me avergüenzo decirlo: yo mismo. Porque tengo que confesarle que me causan verdadero horror todas las festividades, los banquetes y las recepciones para los que me declaro absolutamente incompetente… Me gustaría llegar como una persona cualquiera con ganas de informarse, y encontrarme sólo al final del viaje con algunos compañeros escritores. No quiero pasar todo el tiempo en recepciones, conferencias o cosas parecidas en las que mi persona deba estar en primer plano. Sin embargo, me encantaría viajar por el país, conocer sus ciudades y su gente… Quizá mis intenciones no coincidan con su punto de vista como editor, que, por el contrario, preferiría una postura más oficial. Pero, a mi edad, ya no se puede cambiar la propia forma de ser». Aunque Koogan aseguró corresponder a sus expectativas, todo se desarrolló de manera distinta e incluso a Stefan Zweig, este escritor más bien reservado, apenas se le reconocía, en vista de la simpatía impresionante con la que fue acogido nada más llegar a la bahía de Guanabara.

Fue recibido por cuatro diputados del Ministerio de Asuntos Exteriores y pusieron a su disposición una suite regia en el hotel recién terminado Copacabana Palace, situado en el mejor sitio de la ciudad, y, por parte del gobierno, le proporcionaron un coche con chófer privado, y asimismo un agregado con dominio del francés como acompañante e intérprete. Rodeado por los periodistas estuvo en las recepciones del presidente del gobierno Getúlio Vargas (cuyas hijas eran entusiastas lectoras de Zweig), del presidente de la Academia Literaria y del PEN Club. No sólo los intelectuales habían leído por lo menos uno de los aproximadamente veinticinco títulos disponibles, y reaccionaron con tanto entusiasmo como hubiera sido impensable ante un escritor en Europa. La popularidad de Stefan Zweig era extraordinaria, sobre todo porque abarcaba todos los estratos sociales, desde el mundo académico hasta los empleados, los funcionarios y los campesinos. Y no se basaba en una sola publicación sino en todos sus libros; que ahora viniera personalmente al Brasil fue para muchos un acontecimiento tan grande que los asistentes a sus conferencias —para las que por fin pudieron convencerle— hicieron cola a lo largo de dos manzanas sin poder acceder finalmente a la sala de dos mil butacas. «Una parte de mí ya estuvo aquí —dijo en su discurso Gracias al Brasil del 25 de agosto en la Academia Literaria— mis libros estaban presentes en otro idioma y con otro ropaje, en los escaparates de las librerías, y más aún, mil veces más: en el corazón de la gente… Me sentí reproducido y reflejado y durante estos pocos días disfruté más de la bondad y amistad de lo que suele ocurrir en años». No es de extrañar que frente a tal receptividad vio a los brasileños marcados aún por su cultura antigua, por una mentalidad que, al parecer, preferiría con creces cualquier producción artística o literaria a la política. Según un comentario de Stefan Zweig, fue recibido en Rio igual que una estrella de cine, sintiéndose como Marlene Dietrich o Charles Chaplin.

Pero no fue sólo la afectuosa recepción lo que despertó su interés por este país. También influyó la naturalidad de la gente que encontró —una naturalidad que tenía mucho en común con su propio carácter conciliador, que confiaba en la fuerza persuasiva del bien—. En 1936, durante su primera estancia en el Brasil, ya alaba las características topográficas y climáticas del país diciendo que «la disposición armónica de la naturaleza se ha convertido en la postura vital de toda una nación». Es, según escribe, «la primera sorpresa apenas se entra en el país, cuán amablemente convive la gente y sin fanatismo alguno. Bajo la influencia relajadora apenas perceptible de este clima, desarrollan menos ímpetu, menos vehemencia, menos dinámica, es decir, precisamente lo contrario a las características que hoy en día son sobrevaloradas y se consideran los valores de un pueblo. Pero nosotros, que estamos viviendo en nuestra propia piel las terribles consecuencias de la agitación psíquica, la avidez y ambición de poder, sabemos disfrutar de esta forma de vida más suave y relajante dándonos placer y felicidad». Como europeo que ya vivió dos veces la bancarrota de tal actividad frenética, dijo con tanto escepticismo como con sentido profético: «Ya no estamos dispuestos a equiparar sin vacilar los conceptos de civilización y organización con el de cultura… Hemos visto que la organización más grande no impidió a los pueblos utilizar ésta como expresión de la bestialidad en lugar de la de humanidad… Ya no estamos dispuestos a reconocer una jerarquía como significado de la fuerza industrial, financiera y militar de un pueblo sino a medir el grado de ejemplaridad de un país por sus convicciones pacíficas y su postura humana».

La verdadera razón de su amor por el país fue por un motivo sociológico. En su diario, en muchas cartas y sobre todo en lo que más tarde escribió sobre el país no se cansa de mencionar que el Brasil, según su estructura étnica siguiendo las normas europeas, debería ser el país más escindido, menos pacífico y tranquilo del mundo. De acuerdo con la locura nacionalista y racista de la Europa de aquel entonces «habría que esperarse un enfrentamiento hostil de los grupos. Los que llegaron primero contra los que llegaron más tarde, los blancos contra los negros, los americanos contra los europeos, los morenos contra los de piel amarilla, la mayoría contra la minoría, todos en una lucha constante por sus derechos y privilegios». Sin embargo, aquí se puede ver el milagro de que la gente, a pesar de las diversas procedencias, únicamente competían por la ambición de disminuir las diferencias «para convertirse lo más pronto posible en un brasileño perfecto, en una nueva nación homogénea».

Esta compensación de los contrastes, la disposición al compromiso, la voluntad de acuerdo y la tolerancia de la gente fue para Stefan Zweig, que en la Europa reñida se preocupó desde muy joven por la conciliación de los pueblos, una vivencia de contrastes apenas concebible. Inmediatamente después de las jornadas en Buenos Aires (un lugar donde, a pesar de su nombre, el aire no es tan bueno como en Rio), durante el regreso por mar hacia Europa, empezó a anotar la sucesión de los artículos de «Pequeño viaje al Brasil» que se publicó en otoño de 1936, en el periódico de Budapest Pester Lloyd. Aquellas ocho impresiones de viaje representaban el germen para el presente libro sobre Brasil, que fue concluido en febrero del 1941. Dos de los artículos —«Visita al café» y «El arte de los contrastes»— los adoptó prácticamente sin modificaciones y con el mismo título.

Pero en un primer instante, la prioridad recayó en otros planes. De ida a Sudamérica y avergonzado por tanto lujo durante el viaje marítimo, ya había pensado en dedicar al marinero portugués Fernão de Magalhães (1480-1521) una de sus miniaturas históricas que se hicieron famosas con el título «Momentos estelares de la humanidad». Bajo unas circunstancias de extrema dificultad, Magalhães había emprendido este viaje cuatrocientos años antes y fue el primero que, en 1520, dio la vuelta al mundo y quien descubrió en la Tierra del Fuego de la punta sur del Brasil el paso hacía el Océano Pacífico. Con ello, no sólo demostró que la Tierra era redonda sino que estableció al mismo tiempo un enlace entre Occidente y Oriente. Como casi todos los caracteres preferidos de Zweig, aquel hombre, asesinado poco antes de conseguir su objetivo, fue también un héroe trágico a quien no le fue concedido cosechar los frutos de su empresa pionera. Mas había llevado su sueño a la práctica, lo que fue razón suficiente para que el poeta retomara el tema y, después de estudiar con esmero las fuentes documentales y los informes de los testigos presenciales, elaboró con este conocimiento de la naturaleza humana tan propia de él tanto material desconocido que la miniatura prevista, sin querer, se transformó en una de sus biografías más exhaustivas, cuya primera edición, de 1938, salió casi simultáneamente en Austria, Brasil y España.

Mientras tanto, Abrahão Koogan llegó a ver el artículo de prensa «Pequeño viaje al Brasil» y pidió que su editorial lo publicara. Al parecer, fue el factor desencadenante para que Zweig, por vez primera, tomara en consideración una monografía sobre este país. Sin embargo, sus anotaciones de antaño, de aquella corta estancia que pasó por allí, le parecieron tan poca cosa que el 19 de junio de 1937 escribió: «A ser posible, viajaré el año próximo al Brasil, estando más tiempo para obtener una mayor impresión de su hermoso país. Luego tengo la intención de escribir acerca de mi viaje. Por este motivo no quiero que publique la sucesión de artículos de mis primeras impresiones del Brasil… Mi libro sobre Magalhães casi está terminado. Le enviaré el manuscrito en cuanto esté listo para la imprenta».

No obstante tenían que pasar aún tres años enteros antes de que pudiera cumplir con la promesa de volver a viajar a Sudamérica y de tener, por fin, la cabeza despejada para concebir este «Manual para el extranjero que viaja al Brasil». Encontró demasiada resistencia de por medio, tanto a nivel personal como del momento histórico.

En primer lugar tenía que legalizar la separación de su mujer Friderike y, antes de la entrada de Hitler en Austria, vender la casa de Salzburg, cuyas comodidades habían impedido hasta el momento a Friderike emigrar a su vez con sus dos hijas, frutos de un matrimonio anterior. La nueva relación de Zweig con Lotte Altmann, su secretaria y colaboradora en Inglaterra desde 1934, le había motivado a escribir en 1937 una novela que fue publicada un año más tarde con los títulos Ungeduld des Herzens y Beware of Pity en Amsterdam y Nueva York.

Poco antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial se había trasladado con Lotte al más apartado pueblo de Bath. Puesto que «la situación en Londres apenas ya se aguanta a causa de la afluencia diaria de gente en busca de ayuda y consejo», el desde el comienzo de la guerra apátrida, alien enemy, intentó en Bath conseguir la nacionalización como inglés y así al casarse con Lotte Altmann la protegió de su suerte de ser internada.

Cuando por fin poseen un pasaporte británico (Zweig en marzo, su mujer en junio de 1940), podían, después de una parada en Estados Unidos, proponerse el viaje planeado al Brasil, al que se unieron de nuevo unas invitaciones para dar conferencias en Argentina, Chile, Venezuela y Uruguay. En julio de 1940 escribe desde Nueva York a su editor: «Hace algún tiempo abandoné Inglaterra y puesto que tengo previsto un viaje por Sudamérica, puedo cumplir mi promesa e ir algunas semanas al Brasil para terminar mi libro sobre el país que planeé durante mi primera estancia… De alguna manera añoro su maravilloso país, el cual tiene la gran suerte de estar lejos de la guerra y de nuestras terribles crisis… Me gustaría pedirle lo siguiente: quiero pasar este tiempo tranquila y laboriosamente para terminar el libro y llevar una vida retirada y austera. Le pido que elija para mí y mi mujer un hotel —que no sea el Copacabana— o un alojamiento no muy caro cerca de la ciudad».

El 21 de agosto, la misma fecha de llegada que en su primer viaje, por fin llegó el momento. Después de unas semanas de mucho trabajo en el hotel Paysandú y una gira de conferencias, agotadora pero triunfal, a través de otros Estados sudamericanos, regresa a Rio el 16 de septiembre para, alojado ahora en el hotel Central, dedicar otras seis semanas a su libro sobre el Brasil, pero sin poder terminarlo. Después de unas paradas en el norte del país (Bahia, Pernambuco y Belém) vuelve en enero de 1941 a Estados Unidos donde, gracias a la biblioteca Yale de New Haven, no muy lejos de Nueva York, consigue terminar el manuscrito en un plazo de tres semanas. Envía la mayor parte del manuscrito el 21 de febrero a su editor de Nueva York Ben Huebsch, y al día siguiente también una copia al colega brasileño Koogan, a quien pide una revisión crítica de los datos, nombres y expresiones en portugués. Dos meses más tarde ha concluido el trabajo de revisión y también el título está fijado. Según un escrito del 22 de abril a Abrahão Koogan se deduce que había llegado a un acuerdo con su editor americano: «Como título hemos decidido poner Brasil. País de futuro y creo que sirve también para la edición brasileña». Respecto a la publicidad, Koogan ya puede informar a la prensa deque el libro sale simultáneamente en Estados Unidos (traducción de James Stern), en Inglaterra (el mismo traductor), en Francia (traducción de Claire Goll), en la versión original alemana en Estocolmo y en sueco (traducción de Hugo Hultenberg), y asimismo en España (traducción de Alfredo Cahn). Al final de la carta, Zweig añade que para él no es el momento de hacer grandes planes pero que tiene muchas ganas —gracias al visado permanente que le fue concedido por el consulado general en 1940— de volver lo más pronto posible. Mas antes tenía que terminar aún un nuevo trabajo, la biografía de Américo Vespucci: La historia de un error histórico gracias al cual todo un continente le debe su nombre.

A finales de 1941, cuando Lotte y Stefan Zweig emprenden el tercer y último viaje desde Nueva York a Rio para asentarse poco después en Petrópolis, el libro sobre el Brasil acababa de salir. El eco fue desigual. Frente a una amplia resonancia positiva por parte del público, (se distribuyeron en el Brasil de golpe más de 100.000 ejemplares), había una postura reservada, de rechazo por parte de los periodistas, que le reprocharon que lo que él elogiaba por ser progresista era justamente lo que a ellos les parecía síntoma de subdesarrollo. «Aquí no aman lo que nosotros amamos» fue un comentario de Stefan Zweig respecto a este tipo de críticas que manifestó en una carta a Berthold Viertel en octubre de 1941: «la sabia tranquilidad y entrega a la vida, la bondad y la tolerancia. Están orgullosos de los edificios altos, la organización. Aún no saben a dónde les llevará todo esto y nosotros sí que lo sabemos». Y poco antes a su ex mujer Friderike: los brasileños se obsesionan más por sus fábricas y cines que «por el colorido y la naturalidad maravillosos de la vida». Incluso algunos periodistas piensan que «su libro fue encargado y pagado para propaganda del país».

Esta suposición, por absurda que fuera, parecía a su vez incluso plausible en vista de las tendencias publicitarias y de las diferencias modélicas frente a la situación mundial de aquella época. A pesar de que Zweig no atendió a los problemas de la política interior del Brasil ni a las decisiones de tendencia derechista, después de las crecientes victorias de Hitler, por parte del gobierno de Vargas (el cual, después de un golpe de Estado, ya derogó en 1937 la Constitución y los partidos), su libro tenía la razón desde el punto de vista internacional, geopolítico y, sobre todo, pedagógico. ¿De qué le hubiera servido al lector de entonces y del futuro el que Zweig hubiera dado importancia a las corrientes de la política de cada día, la cual hubiera sido desproporcionada en relación con el poder de convicción de aquello que el Brasil ofrecía de impulsos ejemplares con vistas al futuro?

Según un breve autorretrato del año 1936, Zweig sentía desde la Primera Guerra Mundial el «deber moral de enfocar sus escritos en una única dirección, es decir, la que ayuda a nuestra época a progresar positivamente: mediante la aclaración del pasado, advirtiendo el presente, porque creo que sólo aquel esfuerzo puede ser valioso, el que promueve la concordia entre los seres humanos y que profundiza en el entendimiento mutuo de los pueblos y las naciones».

La comprensión de que cualquier acción empieza siempre por un sueño fue para un artista como Stefan Zweig uno de los impulsos más productivos. Que a menudo pase mucho tiempo hasta que el sueño se convierte en realidad no es un factor en contra del sueño. La superación de las limitaciones nacionalistas fue, para Stefan Zweig, un bien que deseaba también para Europa, cuya unificación futura (una vez más a través de este libro) quería preparar una vez hallada su realización en el Brasil.

Frankfurt am Main, julio 1994

Brasil. País de futuro

Stefan Zweig

PRÓLOGO

No es ésta la presentación, la introducción que, afortunadamente, nuestro público dispensaría a la fama mundial de Stefan Zweig: es un agradecimiento. Fue nuestro huésped, vivió algún tiempo aquí; fue de Bahia al Amazonas, de Pernambuco a São Paulo, de Minas al Rio Grande; habitó, luego, en Rio de Janeiro. Fue un enamorado de nuestra tierra y de nuestra gente.

Brasil es como las mujeres bonitas: tiene enamorados de toda índole, incluso desinteresados. No quieren nada, ni una mirada, ni una sonrisa, nada. Les basta amar. Llamamos a eso «amor de caboclo»: hasta el enamorado lo ignora. Así era el amor caballeresco. Goethe lo resumió en esta frase: «Si te quiero, ¿qué te importa?». Así es Zweig.

Sus libros aparecen editados en seis y aun más idiomas —¡algunos, en dieciocho!—; a veces, en ediciones dobles: en inglés para Inglaterra y los Dominios, en inglés también para América del Norte…, España e Hispanoamérica…, Portugal y Brasil… Es el escritor más imprimido, más divulgado y más leído del mundo: ensayos, biografías noveladas, ficción pura. El autor es un encanto de convivencia, de conversación, de sencillez: ternura y poesía. Pudiendo estar, agasajado, en los Estados Unidos, como Maurois, o en la Argentina, como Waldo Frank…, aquí está, aquí estuvo, sin ruido, en Brasil. Aquí, no fue al palacio de Catete ni al de Itamaratí, ni a las embajadas, ni a la Academia, ni al D.I.P., ni a los diarios, ni a las radios, ni a los hoteles-palacio… Anduvo, paseó, vio, viajó, vivió. No quiso nada, ni condecoraciones, ni fiestas, ni recepciones, ni discursos… No quiso nada.

Bahia quiso recibir su visita y le invitó. Aceptó conmovido, pero fijó condiciones: ni contribución a los gastos, ni hospedaje de invitado, ni recepciones, ni conferencias, nada. Gustaba de Brasil, gustaría también de Bahia, y no quería nada más. Quería ver, sentir, pensar, escribir libremente… Todo esto generó este libro, este gran libro, libro de amor presente y esperanza futura, que aparece en inmensas ediciones, en Norteamérica, en Inglaterra, en Suecia, en la Argentina, en francés y alemán también —seis a la vez—; la menor de ellas, la brasileña… Es el más «favorecido» de los retratos de Brasil. Nunca la propaganda interesada, nacional o extranjera, habló tan bien de nuestro país, y el autor no desea recibir por ello ni un apretón de manos, ningún agradecimiento. Amor sin retribución. «Amor de caboclo» súper civilizado: la enamorada se enterará ahora y quedará confusa de tanto bienquerer; él, en tanto, ya partió. Dejó apenas esta declaración. Declaración capaz de dar envidia a la hermosura más presumida. Los «patria-amada», los «ufanistas» pondrán las caras largas, pues hasta la fecha ninguno escribió libro igual sobre Brasil.

El amor hace tales milagros. Si él fuese un político, un diplomático, un economista, se quedaría perplejo. La explicación es sólo ésta: Stefan Zweig es poeta, es hoy el mayor poeta del mundo, poeta con o sin versos, pero con poesía sentida, vivida, escrita por el más suave prosista del mundo.

Afrânio Peixoto

Julio, 1941

PREFACIO

En tiempos pasados, los escritores, al dar un libro a la publicidad, solían adelantar un breve preámbulo en el que comunicaban honradamente por qué motivos, desde qué puntos de vista y con qué propósitos habían escrito su obra. Fue ésta una costumbre buena. Porque mediante la franqueza y la alocución directa establecía una inteligencia cabal entre el autor y aquellos para quienes la obra era escrita. Y del mismo modo, yo también quisiera decir, con toda rectitud, lo que me impulsó a dedicarme a un tema aparentemente muy ajeno a mi habitual esfera de trabajo.

Cuando en el año 1936 debía dirigirme a la Argentina para tomar parte en el Congreso de los Pen Clubes en Buenos Aires, agregóse a ello la invitación de hacer simultáneamente una visita a Brasil. Mis esperanzas no eran muy nutridas. Tenía yo la presuntuosa idea común del europeo o norteamericano respecto a Brasil, que ahora me esfuerzo por reconstruir: una cualquiera de las repúblicas sudamericanas, que no se distinguen claramente una de otra, con un clima cálido y malsano, condiciones políticas revueltas y finanzas disolutas, negligentemente administrada, y sólo medianamente civilizada en las ciudades costeras, pero de muy hermoso paisaje y grandes posibilidades desaprovechadas; un país, pues, a propósito para emigrantes desesperados o colonos, pero de ningún modo un país del que pudiera esperarse un aliciente intelectual. Dedicarle unos diez días me parecía lo suficiente para una persona que no era, por profesión, geógrafo, coleccionista de mariposas, cazador, deportista ni comerciante. Ocho días, o como mucho diez, y luego volver prontamente, pensaba, y no me avergüenzo de registrar tan necia posición. La considero hasta importante, pues es, aproximadamente, la misma que aun hoy se adopta por lo común en nuestros círculos europeos y norteamericanos. Brasil es hoy, en el sentido cultural, tan terra incognita todavía como lo fue en el sentido geográfico para los primeros navegantes. Me sorprenden de continuo los conceptos confusos e insuficientes que aun hombres cultos y de inquietudes políticas manifiestan con respecto a ese país, que, sin embargo, está destinado a convertirse en uno de los factores más importantes del futuro desenvolvimiento de nuestro mundo. Cuando, verbigracia, un comerciante de Boston habló harto despectivamente a bordo de los pequeños Estados sudamericanos, y yo traté de hacerle presente que Brasil por sí solo abarca un territorio mayor que el de los Estados Unidos, creía que yo estaba haciendo una broma y sólo se dejó convencer luego de haber echado una mirada al mapamundi. En la novela de un autor inglés muy renombrado, por citar otro ejemplo, descubrí el divertido detalle de que envía a su protagonista a Rio de Janeiro para que allí aprenda el español. Pero ese autor no es más que uno entre una infinidad de hombres que ignoran que en Brasil se habla el portugués. Sin embargo, no me cabe, según tengo dicho, reprochar orgullosamente a otros sus conocimientos escasos; yo mismo, al salir por primera vez de Europa, no sabía nada, o por lo menos nada digno de fe, referente a Brasil.

Prodújome, entonces, la llegada a Rio, una de las impresiones más grandiosas que recibí en todos los días de mi vida. Estaba fascinado y al mismo tiempo conmovido, pues no sólo se me presentó en ese instante uno de los paisajes más hermosos del mundo, esa combinación sin par de mar y montaña, ciudad y naturaleza tropical, sino también una suerte completamente nueva de civilización. Contra toda mi previsión, me hallé ante un cuadro absolutamente singular, de una arquitectura y disposición urbana limpias y ordenadas, ante un atrevimiento y una magnificencia en todas las cosas nuevas y, a la vez, una cultura antigua conservada con particular eficacia, gracias a la distancia. Había allí color y movimiento, el ojo excitado no se cansaba de mirar, y dondequiera que se dirigía, se regocijaba. Me hundí en una embriaguez de belleza y felicidad que agitaba mis sentidos, distendía mis nervios, daba alivio al corazón, activaba el espíritu, y por mucho que veía, nunca era suficiente. En los últimos días viajé al interior o, mejor dicho, creí viajar al interior. Viajé doce, catorce horas, hasta São Paulo, hasta Campiñas, creyendo así acercarme más al corazón de ese país. Pero cuando, de regreso, consulté el mapa, descubrí que con esas doce o catorce horas de viaje en ferrocarril apenas había penetrado la epidermis; por primera vez empecé a barruntar la grandeza inimaginable de aquel país, que, a decir verdad, ya no debería llamarse país sino más bien continente, un mundo con cabida para trescientos, cuatrocientos, quinientos millones de hombres y una riqueza inconmensurable, explotada en menos de su milésima parte, bajo una tierra exuberante y virgen. Un país que pese a toda la actividad diligente, constructiva, creadora y organizadora, pese a su desenvolvimiento rápido sólo se halla en el comienzo del mismo. Un país cuya importancia para las generaciones venideras no pueden prever ni aun las combinaciones más atrevidas. Y con asombrosa rapidez se esfumó la arrogancia europea que había traído conmigo en el equipaje, harto inútilmente. Sabía que acababa de echar un vistazo sobre el porvenir de nuestro mundo.

Y cuando el barco se alejó —en una noche estrellada en la que, no obstante, aquella ciudad singular brillaba con sus cordones de perlas de luz eléctrica más bella y mágicamente que las chispas del firmamento— yo tenía la certidumbre de que no veía por última vez esa ciudad, ese país, y supe con toda claridad que en realidad no había visto nada, o, de todos modos, no había visto bastante. Me propuse volver al año siguiente, ya mejor preparado y dispuesto a permanecer más tiempo para experimentar una vez más, y más intensamente, esa sensación de vivir entre lo naciente, lo venidero, lo futuro, y para gozar más conscientemente la seguridad de la paz, su grata atmósfera hospitalaria. Pero no me fue posible dar cumplimiento a mi promesa. Al año siguiente había guerra en España y la gente se decía: espera una época más tranquila. En 1938 sucumbió Austria y nuevamente había que aguardar un momento de mayor calma. Luego, en 1939, fue Checoslovaquia, después la guerra en Polonia y más tarde la guerra de todos contra todos en nuestra Europa suicida. Era cada vez más apasionado mi anhelo de huir por un tiempo de un mundo que se desgarra a otro que se construye pacífica y productivamente; y por fin llegué otra vez a aquel país, mejor y más a conciencia preparado para tratar de ofrecer un modesto cuadro del mismo.

Sé que este cuadro no es completo y que no puede serlo. Es imposible conocer cumplidamente Brasil, un mundo tan dilatado. Viví aproximadamente medio año en este país y sólo ahora me consta cuánto me queda, a pesar de todo el afán de aprender y de todos los viajes, para tener una visión completa de ese país enorme, y que una existencia entera apenas bastaría para que uno pudiera decir: conozco Brasil. En primer lugar, no he visto en absoluto una serie de provincias, cada una de las cuales tiene la extensión de Francia o Alemania, y más aun, no he recorrido tampoco las regiones de Mato Grosso, Goiás, ni la selva regada por el Amazonas, que ni aun las expediciones científicas han penetrado completamente. No estoy familiarizado, pues, con la vida primitiva de esos núcleos de viviendas diseminadas por espacios dilatadísimos, ni puedo, por lo tanto, presentar un cuadro de la existencia de todas estas clases sociales apenas alcanzadas por la cultura: la vida de los barqueiros, que navegan sobre los ríos, la de los caboclos de la región amazónica, la de los bus cadores de diamantes, los garimpeiros, la de los vaqueiros y gauchos, ni la de los trabajadores de las plantaciones de caucho en la selva virgen, los seringueiros, ni la de los sertanejos de Minas Gerais. No visité las colonias alemanas de Santa Catalina, en cuyas casas viejas cuelga aún, según se dice, el retrato del emperador Guillermo, y en las nuevas el de Hitler, ni las colonias japonesas del interior de São Paulo, y no puedo informar a nadie con certeza sobre si algunas tribus indias de las selvas impenetrables se dedican todavía, realmente, al canibalismo.

En cuanto a los paisajes dignos de admirarse, también conozco muchos de los más notables sólo a través de fotografías y libros. No hice el recorrido de veinte días a lo largo de la selva verde y, dentro de su monotonía magnífica, del Amazonas; no llegué hasta las fronteras del Perú y de Bolivia, y, debido a las dificultades con que tropieza la navegación durante la temporada desfavorable, he tenido que renunciar también a la oportunidad de hacer los doce días de viaje hasta el río San Francisco, el río interior más importante de Brasil y tan significativo para su historia. No ascendí al Itaiata, el pico de tres mil metros de altura, desde cuya cima la vista abarca la altiplanicie brasileña hasta muy adentro de Minas Gerais y hasta Rio de Janeiro. No vi la maravilla del mundo del Iguaçu, que en cataratas espumantes precipita las masas más enormes de agua y cuya grandiosidad, al decir de los visitantes, supera con mucho la del Niágara. No penetré con hacha y machete en la espesura sorda y abigarrada de la selva virgen. Pese a todos los viajes, a todo lo que miré, aprendí, leí y busqué, no me he salido gran cosa del borde de la civilización en Brasil, y debo conformarme pensando que apenas si he encontrado dos o tres brasileños habilitados para afirmar que conocen la profundidad interior y casi impenetrable de su propio país, y que el ferrocarril, el barco a vapor y el automóvil tampoco me habrían conducido mucho más lejos, y que ellos también son impotentes frente a la extensión fantástica del país.

Debo privarme, además, honradamente, de ofrecer conclusiones, predicciones y profecías en cuanto al porvenir económico, financiero y político de Brasil. Desde los puntos de vista económico, sociológico y cultural, los problemas de Brasil son tan nuevos, tan peculiares y, debido a su extensión, tan difíciles de abarcar, que cada uno de ellos requeriría para su estudio concienzudo todo un equipo de especialistas. Una visión completa es imposible en un país que no acaba aún de tener una visión de su conjunto y que, además, se halla en un crecimiento tan impetuoso que todo informe y toda estadística son superados por los hechos, aun antes de que el informe haya terminado de redactarse y haya pasado por la imprenta. Por eso entresacaré de la abundancia de aspectos un problema sólo para convertirlo en espina dorsal de este trabajo, aquel problema que conceptúo el de más actualidad y el que tanto en la esfera espiritual como en la moral confiere a Brasil, actualmente, un rango particular entre todas las naciones de la Tierra.

Este problema central, que se impone a cada generación y por consiguiente también a la nuestra, constituye la réplica a la pregunta más simple y, sin embargo, más necesaria: ¿cómo puede conseguirse en nuestro mundo una convivencia pacífica de los hombres a pesar de las más decididas diferencias de raza, clase, color, religión y convicciones? Es el problema que se presenta perentoriamente, una y otra vez, a cada comunidad, a cada Estado. A ningún país se le planteó, por una constelación particularmente complicada, de un modo más peligroso que a Brasil, y ninguno lo ha resuelto tan feliz y ejemplarmente como Brasil. Atestiguarlo, agradecido, es el objeto de este libro. Lo ha resuelto de un modo que, a mi juicio personal, reclama, no sólo la atención, sino también la admiración del mundo.

De acuerdo con su estructuración etnológica, y en el supuesto de que recogiera la locura europea nacionalista y racista, Brasil tendría que ser el país más desgarrado, más intranquilo y menos pacífico del mundo. A simple vista se reconocen todavía, en la calle y en los mercados, las razas más diversas que constituyen la población. Están los descendientes de los portugueses que conquistaron y colonizaron el país, la población aborigen india, que habita el interior desde tiempos inmemoriales, los millones de negros que en los tiempos de la esclavitud fueron traídos de África, y junto a todos ellos los millones de italianos, alemanes e incluso japoneses que llegaron al país como colonos; de acuerdo con la posición europea, habría que suponer que esos grupos se enfrentan mutuamente con hostilidad, los primeros en llegar contra los recién venidos, los blancos contra los negros, americanos contra europeos, morenos contra amarillos; habría que suponer que mayorías y minorías se hallan en lucha permanente por sus derechos y privilegios. Y asombradísimo, se observa que todas estas razas, visiblemente diferenciadas por el color, viven en la más acabada armonía y que, a pesar de su origen individual, sólo compiten en la ambición de despojarse de las peculiaridades primitivas para convertirse cuanto antes y lo más perfectamente posible en brasileños, en una nueva y uniforme nación. Brasil —y el significado de este experimento magnífico me parece ejemplar— llevó el problema racial, que trastorna nuestro mundo europeo, del modo más simple ad absurdum: ignorando sencillamente su pretendida validez. Mientras en nuestro mundo viejo predomina más que nunca la idea absurda de querer criar hombres «racialmente puros», como caballos de carrera y perros de raza, la nación brasileña descansa desde hace siglos exclusivamente sobre el principio de la mezcla libre y sin trabas, de la igualdad absoluta de negros y blancos, morenos y amarillos. Lo que en otros países está establecido sólo teóricamente en papel y pergamino, la absoluta igualdad civil, tanto en la vida privada como en la vida pública, tiene aquí efectos visibles en el espacio real, en la escuela, en los cargos públicos, en las iglesias, en las profesiones, en el ejército, en las universidades, en las cátedras; es encantador ver a los niños que conjugan todos los matices del color de la piel humana —chocolate, leche y café— salir de las escuelas tomados del brazo, y esa trabazón tanto física como espiritual alcanza hasta las capas más altas, las academias y los puestos gubernamentales. No existen límites de color, divisiones ni estratificaciones orgullosas, y nada es más característico para la naturalidad de esa coexistencia que la ausencia de toda palabra despectiva en el lenguaje. Mientras, entre nosotros, en cada nación, se inventó una palabra mortificante o burlona para las demás, el Katzelmacher[1] o el Boche,[2] el vocabulario brasileño carece absolutamente del correspondiente término denigrante para el nigger o el criollo, pues ¿quién podría, quién querría enorgullecerse aquí de absoluta pureza racial? Aunque sea exagerada la afirmación irritada de Gobineau, en el sentido de que en todo Brasil sólo había encontrado una sola persona de raza pura, el emperador don Pedro ii, forzoso es decir que, salvo los recién inmigrados, el brasileño de ley tiene la certeza de que por sus venas corren algunas gotas de sangre autóctona. Pero ¡milagro de milagros! no se avergüenza de ello. El principio pretendidamente destructivo de la mezcla, ese horror, ese «pecado contra la sangre» de nuestros teóricos maniáticos de la raza, constituye aquí un aglutinante conscientemente utilizado de una cultura nacional. Sobre este fundamento se viene levantando desde hace cuatro siglos una nación, y —¡portento!— la permanente mezcla y la adaptación recíproca bajo un mismo clima e idénticas condiciones de vida produjo un tipo absolutamente diferenciado, que carece por completo de las características «disolventes» proclamadas con arrogancia por los fanáticos de la raza. Rara vez se encontrarán, en parte alguna del mundo, mujeres más bellas y niños más hermosos que entre los mestizos, delicados de talla, suaves de comportamiento; con alegría se observa en los rostros semioscuros de los estudiantes la inteligencia hermanada con una serena modestia y cortesía. Cierta dulzura, una moderada melancolía va estableciendo un contraste nuevo y muy personal con el tipo más rudo y activo del norteamericano. Lo que se «disuelve» en esa mezcla son únicamente los contrastes vehementes y, por lo tanto, peligrosos. Esa disolución sistemática de los grupos nacionales o raciales cerrados, y cerrados sobre todo en formación de lucha, facilitó enormemente la creación de una conciencia nacional, y es asombroso cómo la segunda generación se siente ya nada más que brasileña. Son siempre los hechos que con su innegable evidencia desmienten las teorías de papel de los dogmáticos. Por eso, el experimento brasileño con su negación absoluta y consciente de todas las diferencias de color y de raza significa acaso, con su éxito visible, el aporte más importante a la liquidación de una locura que trajo a nuestro mundo más desazón y desgracia que cualquier otra.

Y ahora sé también por qué se siente tal alivio en el alma en cuanto se pisa esta tierra. Primero se cree que ese efecto de alivio y apaciguamiento no constituye más que un goce para la vista, una bienaventurada asimilación de la sin par belleza que atrae al recién llegado, por así decirlo, con suaves brazos abiertos. Pero no se tarda en reconocer que esa disposición armoniosa de la naturaleza ha pasado aquí a la actitud frente a la vida de una nación entera. La total ausencia de cualquier suerte de animosidad en la vida pública, lo mismo que en la privada, se le ofrece al que acaba de sustraerse a la irritación demente de Europa, primero como cosa inverosímil, y luego como satisfacción inmensa. Aquella terrible tensión que sacude nuestros nervios desde hace ya dos lustros ya está aquí eliminada casi por completo; todos los contrastes, aun los de índole social, tienen aquí mucho menos rigor y, sobre todo, carecen de carácter venenoso. Aquí, la política, con todas sus perfidias, no es aún punto de partida de la vida privada ni centro de todo el pensar y sentir. La primera sorpresa, que luego se renueva diariamente de un modo bienhechor, la que se recibe apenas se pisa esta tierra, consiste en la forma amable y falta de fanatismo en que los hombres conviven dentro de este espacio enorme. Se respira involuntariamente aliviado por haberse evadido del aire viciado del odio de razas y clases, en esta atmósfera más sosegada y más humana. Hay aquí, sin duda, una mayor laxitud en la actitud vital. Bajo el efecto insensiblemente relajante del clima, los hombres desarrollan menos empuje, menos vehemencia, menos dinamismo, vale decir, menos de todas aquellas condiciones que hoy en día una sobreestimación trágica pondera como los valores morales de un pueblo; pero los que hemos experimentado en nuestra propia carne las consecuencias nefastas de esas exaltaciones psíquicas, de esa avidez y ese afán de poder, disfrutamos de esa forma más placentera y sosegada de la vida como de un beneficio y de una dicha. Nada me es más ajeno que querer despertar el concepto engañoso de que en Brasil hoy todo haya alcanzado ya un estado ideal. Muchas cosas sólo se hallan en sus principios o en transición. El nivel de vida de una gran parte de la población permanece todavía sensiblemente inferior al nuestro. La tarea industrial y técnica de ese pueblo de cincuenta millones de individuos sólo puede compararse, todavía, con aquella que cumple uno de los Estados menores de Europa. El mecanismo administrativo no funciona aún a la perfección y, a menudo, se traba y se interrumpe. Viajando unos pocos centenares de millas al interior, se retrocede todavía hacia el primitivismo y hacia un siglo atrás. El que llegue por primera vez al país tendrá que adaptarse, en la vida cotidiana, a pequeñas faltas de puntualidad e inexactitudes, a cierta laxitud, y determinados viajeros que sólo ven el mundo desde el hotel y el automóvil pueden permitirse aún el lujo de regresar a su país de origen con la sensación engreída de su superioridad cultural, y considerando muchas cosas en Brasil arcaicas e insuficientes. Pero los acontecimientos de los últimos años han modificado esencialmente nuestra opinión respecto al valor de los términos «civilización» y «cultura». Ya no estamos dispuestos a equipararlos así porque sí con los conceptos de «organización» y «comodidad». No hay nada que fomente más ese error fatal que la estadística, que, como ciencia mecánica, calcula a cuánto asciende en un país la fortuna del pueblo, cuál es la individual en la misma, cuántos autos, cuartos de baño, receptores de radio y cuotas de seguro corresponden por término medio a cada tantos habitantes. De acuerdo con esas tablas, los pueblos más cultos y civilizados serían aquellos que poseen el más fuerte ímpetu de producción, el máximo consumo y el mayor índice de capital individual. Pero esas tablas no registran un elemento importante, ellas no calculan el modo de pensar humano, que, a nuestro juicio, representa la escala más esencial de la cultura y la civilización. Hemos visto que la más perfecta organización no impide a ciertos pueblos emplear esa organización únicamente en el sentido de la bestialidad, en lugar de aprovecharla como el realce de la humanidad, y que nuestra civilización europea se ha abandonado a sí misma por dos veces en el curso de un cuarto de siglo. Ya no estamos dispuestos a reconocer una jerarquía en el sentido de la eficacia industrial, financiera, militar de un pueblo, sino que medimos la ejemplaridad de un país en su carácter pacifico y en su actitud humana.

Desde este punto de vista —a mi parecer, el más importante de todos— considero a Brasil como uno de los países más ejemplares y, por lo tanto, más dignos de afecto del mundo. Es un país que odia la guerra y aun más: que, puede decirse, la ignora. Excepción hecha del episodio paraguayo neciamente provocado por un dictador enloquecido, desde hace más de un siglo Brasil ha resuelto todos sus conflictos fronterizos con sus vecinos mediante convenios amigables o la apelación a tribunales de arbitraje internacionales. Su orgullo no lo constituyen generales, ni son ellos sus héroes, sino que considera como tales a los estadistas como Rio Branco, que por obra de la razón y de la conciliación sabían impedir las guerras. Bien redondeado, con la frontera lingüística coincidente con las fronteras del país, no tiene ningún deseo de conquista, ni alienta tendencias imperialistas. Ningún vecino puede reclamarle nada, ni Brasil reclama nada a sus vecinos. La paz del mundo jamás ha sido amenazada por su política, y aun en una época imprevisible como la nuestra, es imposible imaginarse que jamás se modifique ese principio fundamental de su pensamiento nacional, esa voluntad de entendimiento y de conciliación. Porque ese anhelo de conciliación, esa actitud humana no ha sido el modo de pensar accidental de gobernantes y dirigentes aislados; constituye aquí el producto natural de un carácter popular, de la tolerancia innata del brasileño, que en el transcurso de su historia se ha acreditado una y otra vez. Es la única nación ibera que nunca conoció sangrientas persecuciones religiosas; nunca ardieron aquí las piras de la Inquisición; en ningún país los esclavos han sido tratados de un modo, relativamente, más humano. Incluso sus convulsiones internas y sus cambios de gobierno se han realizado casi sin derramamiento de sangre. El rey y los dos emperadores, cuya voluntad de independencia echó del país, lo abandonaron sin ser molestados y, por lo tanto, sin odio. Aun después de revueltas y asonadas abortadas, desde la independencia de Brasil, los dirigentes no las han pagado nunca más con el precio de su vida. Quienquiera que gobernara este pueblo estaba inconscientemente obligado a adaptarse a esa tolerancia interior; no es por casualidad que —durante muchos decenios la única monarquía entre todos los países americanos— hubiera tenido por emperador al más democrático y más liberal de todos los gobernantes coronados, y que hoy, siendo considerado país dictatorial, disfrute de más libertad individual y conformidad que la mayoría de nuestros países europeos. Por eso, la existencia de Brasil, cuya voluntad va dirigida únicamente a la construcción pacífica, constituye uno de los fundamentos de nuestras mejores esperanzas de la civilización y pacificación futuras de nuestro mundo desgarrado por el odio y la locura. Mas, donde obran fuerzas morales, tenemos el deber de alentar su voluntad. Dondequiera que en nuestro tiempo trastornado veamos todavía una esperanza para un porvenir nuevo en nuevas zonas, estamos en el deber de señalar tal país y tales posibilidades.

Es por esto por lo que escribí el presente libro.

[1]Término despectivo del alemán para el extranjero.

[2]Término despectivo del francés para los alemanes.

Tabla cronológica

1497. Primer viaje a la India (Vasco de Gama) 7 de julio.

1500. Segundo viaje a la India (Pedro Álvarez Cabral) 9 de marzo.

1500. Llegada de Cabral al Brasil (en ese viaje) 22 de abril.

1501. Fernando de Noronha inicia el comercio de palo de Brasil.

1503. Vespucio llega al Brasil con la flota de Gonzalo Coelho.

1507. El nombre de «América» aparece por primera vez en un mapa (Waldseemüller).

1519. Fernando de Magallanes desembarca en Brasil durante la primera vuelta al mundo.

1534. Brasil es dividido y distribuido en capitanías.

1549. El primer gobernador portugués, Tomé de Sousa, llega a Bahia, y con él los primeros jesuitas, entre ellos el provincial Manuel de Nóbrega.

1551. El primer obispo de Brasil.

1554. Fundación de São Paulo por el Padre Manuel de Nóbrega.

1555. Los franceses al mando de Villegaignon desembarcan en Rio de Janeiro.

1557. Aparece el libro de Hans Staden Viagem do Brasil.

1558. Publícase el libro de André Thévet Les singularités de la France Antarctique.

1560. Combate de Mem de Sá contra los franceses en Rio de Janeiro.

1565-1567. Expulsión de los franceses y fundación de la ciudad de Rio de Janeiro.

1580. Portugal cae bajo la dominación española.

1584. Conquista de Paraíba.

1598. Conquista de Rio Grande do Norte.

1610. Conquista de Ceará.

1615. Conquista de Maranhão y fundación de Belem.

1621. Fundación de la «Companhía das Indias Orientais».

1624. Bahia cae, por un tiempo, en manos de los holandeses.

1627. Los holandeses ocupan Olinda (Recife) y la denominan «Mauritsstadt».

1640. Portugal reconquista su independencia de España.

1645. Sublevación en Pernambuco contra los holandeses.

1654. Fin de la ocupación holandesa.

1661. Tratado de paz entre Holanda y Portugal.

1694. Primer descubrimiento de oro en Taubaté (Minas).

1720. Minas Gerais, la región aurífera, elevada a la categoría de provincia.

1720. Represión de la revuelta originada en Vila Rica a raíz del establecimiento de la «casa de fundición».

1723. Llega el café al Brasil.

1729. Hallazgo de diamantes.

1737. Fundación de Rio Grande do Sul.

1739. Antonio José, el primer dramaturgo brasileño, quemado por la Inquisición en Lisboa.

1740. Creación de la provincia de Goyas.

1748. Creación de la provincia de Mato Grosso.

1750. Tratado de Madrid, que establece las fronteras entre la América hispana y la América portuguesa, 13 de enero.

1755. Terremoto de Lisboa.

1756. Expulsión de los jesuitas.

1763. Rio de Janeiro pasa a ser capital del Brasil.

1789. Conspiración en Minas Gerais a favor de la independencia del Brasil (Conjuração dos Inconfidentes).

1792. Ejecución del dirigente Tiradentes.

1807. La familia real huye ante Napoleón, dejando Lisboa.

1807. La familia real portuguesa llega a Rio de Janeiro.

1808. Abertura de los puertos brasileños al comercio mundial.

1808. Se calcula la población del Brasil en tres millones y medio de habitantes, entre ellos casi dos millones de esclavos.

1810. Aparece la History of Brasil, por Robert Southey.

1815. El Brasil es elevado a la categoría de reino.

1821. El rey Juan vi vuelve a Portugal 26 de abril.

1822. Don Pedro, su representante, proclama la independencia del Brasil y es coronado emperador con el título de Pedro i.

1825. Aparece Voyage dans l’interieur de Brésil por Saint Hilaire.

1828. Pérdida del Urugay, la «provincia cisplatina».

1831. Abdicación y partida del emperador Pedro i.

1840. Declaración de la mayoría de edad de Pedro ii.

1850. Se prohíbe la importación de esclavos.

1855. Primer ferrocarril.

1864-1870. Guerra contra el Paraguay.

1874. Instalación del telégrafo entre Europa y el Brasil.

1875. El número de habitantes pasa de los diez millones.

1888. Abolición de la esclavitud en el Brasil 13 de mayo.

1889. Abdicación de Pedro ii y proclamación de la República Confederada del Brasil.

1891. Muerte del emperador en el exilio.

1899. Santos Dumont vuela alrededor de la torre Eiffel.

1902. Euclides da Cunha publica «Sertões».

1902. El número de habitantes del Brasil supera los 30 millones.

1930. El número de habitantes del Brasil sobrepasa los 40 millones.

1930. Golpe de estado de Getulio Vargas, que asume la presidencia y consigue un estado del bienestar.

1954-1956. Café Filo.

1956-1961. Juscelino Kubitschek.

1961. Janio Quadros.

1961-1964. Joao Goulart

1964-1967. Humberto Castelo Branco.

1967-1969. Arthur da Costa e Silva.

1969-1974. Emilio Garratazu Médici.

1974-1979. Ernesto Geisel.

1979-1985. Joao Baptista de Oliveira Figueiredo.

1995. Tancredo Neves (murió antes de la toma de posesión).

1985-1990. José Sarney.

1990-1992. Fernando Collor de Mello.

1992-1995. Itamar Franco.

1995-2003. Fernando Enrique Cardoso.

2003-2011. Luís Inácio Lula da Silva.

2011~. Dilma Roussef

Brasil

Un pays nouveau, un port magnifique, l’éloignement de la mesquine Europe, un nouvel horizon politique, une terre d’avenir et un passé presque inconnu qui invite l’homme d’étude à des recherches, une nature splendide et le contact avec des idées exotiques nouvelles.[3]

(El diplomático austriaco conde Prokesch Osten en el año 1868 a Gobineau, con motivo de dudar éste en aceptar el cargo de embajador en el Brasil.)

[3]«Un nuevo país, un magnífico puerto, lejano de la mezquina Europa, un nuevo horizonte político, tierra de porvenir y pasado casi desconocido que invita al hombre al estudio y la investigación, una espléndida naturaleza y el contacto con unas nuevas y exóticas ideas.» (N. de E.)

Historia

Durante miles y miles de años, el inmenso territorio del Brasil, con sus rumorosas selvas de un verde oscuro, sus montañas y ríos y su mar, de sonoro y rítmico vaivén, yace ignorado y anónimo. En la tarde del 22 de abril del año 1500, repentinamente brillan unas velas blancas en el horizonte; acércanse ventrudas carabelas pesadas, con la roja cruz portuguesa pintada en las velas, y a la mañana siguiente las primeras embarcaciones tocan tierra en la playa extraña.

Se trata de la flota portuguesa que al mando de Pedro Álvares Cabral había zarpado, en marzo de 1500, de la desembocadura del Tajo para repetir el viaje de Vasco de Gama, celebrado por Camoens en OsLusiadas, el feito, nunca feito, el viaje a la India, pasando por el cabo de Buena Esperanza. Fueron al parecer vientos adversos los que apartaron las naos tanto de la ruta de Vasco de Gama a lo largo de la costa africana, hacia esa isla desconocida. A esa playa cuya extensión no se sospecha aún, pues la llaman primero Ilha de Santa Cruz. Si no se consideran como predescubrimientos el viaje de Alfonso Pinzón, quien llegó a las proximidades del río Amazonas, ni el viaje dudoso de Vespucio, el descubrimiento del Brasil parece haber tocado en suerte, pues, a Portugal y a Pedro Álvares Cabral, únicamente por un azar extraño del viento y de las olas. Es verdad que los historiadores tiempo ha ya han dejado de mostrarse inclinados a creer en esa «casualidad», pues acompañaba a Cabral el piloto Vasco de Gama, quien conocía exactamente el camino más corto, y la leyenda de los vientos contrarios queda desvirtuada por el testimonio de Pedro Vaz de Camimia, integrante de la tripulación, quien confirma expresamente que seguían viaje desde Cabo Verde sem haver tempo forte u contrario. Puesto que ninguna tempestad los desvió tanto en dirección al Oeste que en vez de llegar al cabo de Buena Esperanza desembarcaron en el Brasil, debe haberlos guiado un propósito determinado o —lo que es más probable aún— una orden secreta del rey dada a Cabral en el sentido de que tomaran un rumbo tan marcado al Poniente: ello da pábulo a la probabilidad de que la Corona de Portugal tenía conocimiento oculto de la existencia y de la situación geográfica del Brasil mucho antes del descubrimiento oficial. En este sentido permanece sin revelar un gran secreto, cuyos documentos desaparecieron por los tiempos de los tiempos a raíz del terremoto de Lisboa, y probablemente el mundo no conocerá jamás el nombre del primero y verdadero descubridor. Según las apariencias, inmediatamente después del descubrimiento de América por Colón, se había despachado una nave portuguesa para explorar el nuevo continente, y esa nave debió de haber regresado con nuevas informaciones; pero hay también ciertos indicios para suponer que, aun antes de pedir Colón la audiencia, la Coro