Brisas de noviembre - Robyn Carr - E-Book
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Brisas de noviembre E-Book

Robyn Carr

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Beschreibung

Cuatro años atrás, Franci Duncan y Sean Riordan, compañeros en la Fuerza Aérea, rompieron su relación de pareja. Ella quería casarse y tener hijos. Él, no. Pero un encuentro casual les demostró que su amarga ruptura no había enfriado la pasión que ardía entre ellos.Sean había sentado la cabeza: ya no era el arrogante piloto de caza de años atrás, y quería que lo intentaran de nuevo. A fin de cuentas, tenían un pasado común. Pero no era eso lo único que compartían. Franci había tenido un motivo secreto para abandonar a Sean cuando se había negado a comprometerse con ella: se llamaba Rosie y era una niña pelirroja de tres años y medio que había heredado los ojos verde esmeralda de su padre. Sean se llevó una sorpresa mayúscula y se puso furioso al descubrir el engaño de Franci.Para que Franci y Sean volvieran a confiar el uno en el otro quizás hiciera falta un pequeño milagro.... y un amor de los que movían montañas."Esta novela me ha gustado. Creo que es porque tengo debilidad por las novelas de los hermanos Riordan. Espero con ansias y mucha paciencia el resto de las novelas de la serie. Cuando leo esta serie me absorbe totalmente, acabo cada libro con una sonrisa y aunque algunos libros me han gustado de manera desigual, reconozco que soy una fan incondicional de esta serie. Para mí es irresistible."Libros escondidos"Bienvenidas a Virgin River de nuevo, si venís solas tener cuidado no os vaya a surgir el amor donde menos lo esperéis."Lectura adictivaUna nueva serie televisiva, basada en las novelas de la saga Virgin River de Robyn Carr, se emitirá en Netflix.

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Seitenzahl: 465

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Robyn Carr. Todos los derechos reservados.

BRISAS DE NOVIEMBRE, Nº 133 - mayo 2012

Título original: Angel’s Peak

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0136-3

ePub: Publidisa

Para Beki Keene, que se acuerda de cada detalle. Gracias por tu amistad tierna, leal y comprometida. Guardo como un tesoro cada e-mail y cada visita.

CAPÍTULO 1

Cuando en Virgin River se ponía el sol, Sean Riordan no tenía muchas cosas en las que entretenerse, a no ser que quisiera sentarse junto al fuego en casa de su hermano Luke. Pero estar sentado en silencio, tranquilamente, mientras Luke y su flamante esposa, Shelby, se acurrucaban y se hacían carantoñas era un tormento del que Sean podía prescindir. A veces fingían sencillamente que estaban cansados y se iban a la cama a las ocho de la noche. Pero con frecuencia Sean se lo ponía más fácil yéndose a un pueblo costero más grande, donde pudiera disfrutar de las vistas, ver escaparates y, quizá, conocer a alguna mujer.

Sean, piloto de U-2, estaba destinado en la base de la Fuerza Aérea de Beale, en el norte de California, un par de horas al sur de Virgin River. Había acumulado un montón de días de vacaciones y, como sólo podía guardar noventa días para el siguiente año fiscal, tenía un par de meses por delante para dedicarse a matar el tiempo. Su hermano acababa de casarse y Sean había sido su padrino. Después de la boda, había decidido quedarse en Virgin River y pasar allí parte de sus vacaciones. Luke y Shelby llevaban ya juntos cerca de un año, y no tenía la impresión de estar interfiriendo en la luna de miel. Si parecían dos tortolitos no era porque acabaran de casarse, sino porque seguían estando locos el uno por el otro, como si acabaran de conocerse.

Y hablaban mucho de tener hijos, lo cual sorprendía a Sean, que conocía a su hermano. Lo que le sorprendía menos era que Luke estuviera dispuesto a intentarlo una y otra vez, noche tras noche.

De día, Sean tenía siempre montones de cosas que hacer. Había muchas labores de mantenimiento que hacer en las cabañas que su hermano y él habían comprado como inversión y que Luke llevaba ahora y alquilaba a tiempo completo. Había caza y pesca: todavía era temporada de ciervos, los salmones y las truchas estaban grandes y hermosos y el río quedaba prácticamente delante de su puerta. Luke y Art, su ayudante, pescaban tanto que Luke había tenido que construir un cobertizo, llevar electricidad e invertir en un gran congelador.

Virgin River era un lugar atractivo para alguien con tiempo de sobra, de eso no cabía duda. Sean disfrutaba estando al aire libre, y los colores de octubre en las montañas eran asombrosos. No faltaba tanto para que cayera la primera nevada, ni para que tuviera que volver a Beale. Así que, mientras tanto, lo único que quería era encontrar un bar agradable con una chimenea delante de la que relajarse sin tener a su lado a su hermano y a su cuñada haciéndose arrumacos.

—¿Te pongo otra, amigo? —le preguntó el camarero.

—No, gracias. No he venido para admirar la arquitectura, pero las tallas que hay aquí son impresionantes —contestó Sean.

El camarero se rio.

—Hay dos cosas que saltan a la vista: que no eres de por aquí y que eres militar.

—Bueno, reconozco que el corte de pelo me delata. Pero lo demás…

—Esta es zona maderera y este bar es de roble de arriba abajo. Cuando se construyó, la madera costaba posiblemente menos que los clavos. Y por aquí hay mucha gente que sabe tallar. Bueno, ¿qué te trae por aquí?

Sean bebió un sorbo de su cerveza.

—Estoy de permiso y he venido a visitar a mi hermano. Todavía me quedan más de seis semanas de vacaciones. Antes iba a los bares con mi hermano, pero sus días de andar por ahí se acabaron.

—¿Una herida de guerra? —preguntó el camarero.

—Sí, en la guerra de los sexos. Acaba de casarse.

El camarero soltó un silbido.

—Mi más sentido pésame.

Esa noche, Sean había ido a recalar en un bar-restaurante grande y lujoso, en Arcata. Ocupaba un lugar al final de la barra, desde podía ver el local en ángulo de ciento ochenta grados. De momento parecía que todas las mujeres iban acompañadas de sus maridos o sus novios, pero ello no disminuía su placer. Sean no siempre iba buscando ligar. A veces era agradable contemplar las vistas, sencillamente. Pero, dado que iba a pasar algún tiempo en aquella parte del mundo, no era reacio a la idea de conocer a una chica, invitarla a salir y quizás incluso intimar un poco.

De repente, sus pensamientos se interrumpieron y exclamó para sus adentros: «Vaya, creo que acaba de tocarme el premio gordo».

Se oyó un revuelo de risas femeninas cuando se abrió la puerta y entró un grupo de mujeres riéndose. Mientras cruzaban el espacioso restaurante, Sean pudo apreciar sus encantos. La primera era baja, morena y con curvas. Sean le puso una sonrisa en los labios. La segunda era alta, delgada y de aspecto atlético, con el pelo rubio, liso, sedoso y sin complicaciones. Saltaba a la vista que era gimnasta o corredora, una mujer muy atractiva. Luego iba una pelirroja de estatura media y figura curvilínea, ojos brillantes y radiante sonrisa. Todo un festín, pensó Sean con admiración. Él no discriminaba: se sentía atraído por todo tipo de mujeres. La siguiente era…

¿Franci?

No, no podía ser, se dijo. Estaba alucinando otra vez. Creía haberla visto muchas otras veces, y nunca era ella. Además, Franci llevaba el pelo largo y liso y aquella mujer tenía el pelo caoba muy corto, uno de esos cortes de pelo que a cualquier otra mujer le habrían quedado de pena, pero que a ella… Ay, Dios. No se podía ser más sexy. Hacía que sus ojos oscuros parecieran enormes. Se quitó el abrigo. Era más delgada que Franci, pero no mucho. Sin embargo, sus cejas eran idénticas a las de Franci: un arco fino y provocativo encima de aquellos ojos grandes de densas pestañas.

Empezó a echar de menos a Franci otra vez.

Al quitarse el abrigo, la chica dejó al descubierto un vestido suave. No del todo vaporoso, quizá, pero sí sedoso. Era morado oscuro y le caía suelto desde los hombros, se ceñía a su talle con un cinturón y luego volvía a caer con vuelo hasta las rodillas. Realzaba sus pechos perfectos, su cintura estrecha, sus caderas finas y sus largas piernas. Franci rara vez llevaba vestidos, pero a Sean no le importaba: con sus piernas largas y su prieto trasero, lo volvía loco cuando se ponía unos pantalones bien ceñidos. Aquel vestido, sin embargo, estaba bien. Muy, muy bien.

Las cuatro mujeres ocuparon una mesa cerca de la parte delantera del restaurante, junto a la ventana. Llevaban cajas y bolsas. ¿Estarían celebrando un cumpleaños? La que se parecía a su exnovia cruzó las piernas y dejó ver una raja de la falda del vestido que mostraba un muslo apetitoso. Caray. Sean pegó los ojos a aquella pierna. Empezaba a excitarse.

Luego ella se rio. Dios, era Franci. Y si no lo era, era su hermana gemela. Ese modo de echar la cabeza hacia atrás y de reírse apasionadamente… Franci siempre se había reído con toda el alma. Y así lloraba, también.

Sean se sintió inundado de pronto por emociones contradictorias: recordaba las risas maravillosas que habían compartido en la cama, después de hacer el amor, y recordaba también, como un contrapeso, cómo la había hecho llorar y cuánto se arrepentía de ello.

Bueno, sí, él quizá la hubiera hecho llorar, pero ¿acaso no lo había enfurecido ella hasta darle ganas de abrir un agujero en la pared de un puñetazo? Podía ser enloquecedora. ¿Por qué había sido? Seguro que se acordaría si tenía un minuto. De eso hacía casi cuatro años. ¿Qué hacía Franci allí, en Arcata? Después de su ruptura, que había sido muy fea, Sean la había buscado. Pero había dejado pasar demasiado tiempo y ella ya no estaba donde esperaba encontrarla. Se habían conocido en Iraq cuando él pilotaba un F-16 y ella era enfermera de la Fuerza Aérea y aparecía de tanto en tanto para evacuar a los heridos. Más tarde, cuando a él lo trasladaron a la base aérea de Phoenix como instructor, ella estaba allí, trabajando como enfermera en el hospital de la base. Llevaban saliendo dos años cuando en sus vidas se produjo un cambio: el contrato de Franci estaba a punto de acabar y ella tenía previsto dejar la Fuerza Aérea y regresar a la vida civil. Sean iba a ser piloto de pruebas del avión de reconocimiento U-2, el avión espía, y no veía que aquello tuviera que suponer ningún cambio. Le dijo que iba a irse a vivir a la base de Beale, en el norte de California, y que seguramente ella no tendría problema para encontrar trabajo allí si le interesaba.

Ese fue el principio del fin. Después de salir dos años, ella, que por entonces tenía veintiséis, estaba lista para comprometerse. Quería casarse y fundar una familia, y él no. Bueno, eso no era ninguna novedad: Franci había sido sincera al respecto desde el principio de su relación. Siempre había querido casarse y tener hijos. Él, por su parte, no tenía nada que pensar: no se veía metido en aquella dulce ratonera doméstica. Ni entonces, ni nunca. Franci no lo presionaba demasiado, pero tampoco cejaba. Sean era monógamo. Le decía que la quería porque era cierto. Si de vez en cuando miraba una chica guapa, la cosa no pasaba de ahí. Aunque cada uno tenía su casa, pasaban todas las noches juntos a no ser que alguno de los dos estuviera de viaje. Pero en lo tocante al matrimonio y los hijos, eran polos opuestos: ella estaba a favor y él, a sus veintiocho años, en contra.

Franci había dicho:

—Es hora de dar un paso más en esta relación o de ponerle fin para siempre —o algo parecido.

No conviene dibujar una raya en la arena delante de un joven piloto de caza. Los pilotos de caza no aceptaban órdenes de sus novias. Naturalmente, acabaron peleándose y él la hizo llorar con comentarios insensibles y estúpidos del tipo:

—Ni lo sueñes, nena. Si quisiera casarme, ya estaríamos casados.

O:

—Mira, no pienso tener críos, ¿vale? Ni siquiera contigo.

Sí, era brillante.

Ella también había dicho cosas, enfadada, seguramente cosas que no sentía. Bueno, eso no era del todo cierto, ahora que lo recordaba mientras la miraba desde el otro lado de un local lleno de gente, riendo y hablando con sus amigas.

—Sean, si dejas que me marche ahora, me marcho para siempre. No volverás a verme. Necesito una pareja que se comprometa y voy a marcharme.

Y Sean, que era un genio, había respondido:

—¿Ah, sí? Pues ten cuidado con la puerta, no vaya a darte en el trasero.

Hizo una mueca al recordarlo.

Habían tirado cada uno por su lado, amargamente. Él se había ido a Beale porque allí era más probable que ascendiera y llegara a ocupar un puesto de mando. Se había graduado en la Academia de la Fuerza Aérea. Si daba los pasos adecuados, tenía la posibilidad de llegar a general. Franci, por su parte, había abandonado el Ejército.

Sean había supuesto erróneamente que podría encontrarla en casa de su madre, en Santa Rosa, o al menos cerca. Unos meses después, tras completar su entrenamiento con el nuevo avión, cuando estuvo listo para hablar de su situación sensatamente y con calma, ella ya se había marchado. Y también su madre. Al parecer, no habían dejado ninguna dirección.

Y cuatro años después… ¿Arcata, California? Era absurdo, pero aquella mujer del otro lado del local era Franci Duncan, no había duda. Sean lo notaba por cómo le palpitaba el corazón. Y por cómo le costaba contener su erección con solo mirarla desde lejos.

Sus amigas y ella habían pedido algo de beber y estaban bromeando con la joven camarera. Cuchicheaban entre sí, se reían… Cotilleaban y se lo pasaban bien. Una sacó un fular de una bolsa de colores y se lo puso alrededor de los hombros, entusiasmada.

¿Era la que cumplía años? No había ningún hombre cerca y Sean solo distinguía un anillo de boda entre las integrantes del grupo, y no era de Franci. De todos modos, no significaba nada; la gente no siempre llevaba sus alianzas de boda.

—¿Sigues sin querer nada más, amigo? —preguntó el camarero.

Mientras observaba a Franci, Sean la echó tanto de menos que le dolía pensar en ello. Dejarla escapar había sido uno de los mayores errores tácticos de su vida. Debería haber encontrado el modo de convencerla de que podían estar juntos sin casarse y sin un montón de mocosos. Pero a los veintiocho años y lleno de orgullo por sus hazañas a los mandos de un caza, rebosaba confianza en sí mismo. No estaba preparado para que ninguna mujer le diera ultimátums. Ahora, a los treinta y dos, se daba cuenta de lo estúpido que había sido. En esos cuatro años había habido otras mujeres, y por ninguna de ellas había sentido lo que había sentido por Franci, ni por asomo. Lo que había sentido con Franci. Y estaba seguro de que ella tampoco había encontrado a nadie como él.

Eso esperaba, por lo menos. Seguramente no debía poner la mano en el fuego. Franci era increíble; seguro que había tenido a un montón de pretendientes guapos y capaces haciendo cola delante de su puerta, estuviera donde estuviera.

—¿Sigues en mi planeta, amigo? —insistió el camarero.

—¿Eh?

—Parece distraído.

—Sí —dijo mirando otra vez a Franci—. Creo que conozco a una —añadió, y ladeó la cabeza hacia la mesa de las chicas.

—¿Otra copa?

—No, gracias —contestó.

Sus ojos se sentían irresistiblemente atraídos hacia la mujer sentada al otro lado del local.

Pidieron otra ronda de cafés. Siguieron riendo, charlando, hurgando entre regalos, ajenas a todo lo que sucedía en el bar. Estaba claro que no habían salido a ligar. Ni siquiera miraron hacia la barra.

Si miraba hacia él, aunque solo fuera una vez, Sean tendría que pensar en algo ocurrente que decir. Tendría que sonreír, cruzar airosamente el restaurante camino de su mesa, saludar y mostrarse simpático. Tendría que hacerlas reír y caerles en gracia, porque no podía marcharse de allí sin averiguar dónde vivía Franci. Tal vez estuviera visitando a alguna de sus amigas, lo que significaba que, cuando se marchara, desaparecería por completo otra vez. Y eso no podía permitirlo. Necesitaba verla, hablar con ella. Tocarla. Abrazarla.

—¿Por qué no vas a saludar? —preguntó el camarero.

Sean miró a su nuevo amigo.

—Sí, bueno… La última vez que hablamos, no me tenía mucho aprecio.

El camarero se echó a reír.

—¡Qué raro! —comentó.

Sean llevaba largo rato mirando fijamente la mesa de las chicas y seguramente el camarero lo estaba vigilando, por si resultaba ser una especie de pervertido. Sean se animó de golpe para no parecer tan reconcentrado.

—Bueno, creo que voy a marcharme, aunque aquí el panorama es magnífico —dejó algo de dinero sobre la barra, incluida una buena propia, y se marchó sin acabar su copa. Salió con la cabeza gacha, procurando no llamar la atención.

Aquella noche de octubre hacía más frío de lo normal en la costa. Estuvo paseando por el otro lado de la calle, desde donde podía vigilar la puerta del restaurante. Confiaba en que salieran antes de que muriera congelado. Se ponía enfermo al pensar que Franci pudiera escapársele otra vez.

Tardó menos de quince segundos en decidirse: necesitaba de veras comprobar si podía arreglar las cosas con Franci. Tenían que estar juntos. Solo esperaba que ella fuera de la misma opinión.

Rezó una oración. Tenía que haber un santo patrón de los hombres inmaduros e ignorantes, ¿no? ¿San Hugo, quizá? ¿San Donjuán? «Seas quien seas, dame una oportunidad y te prometo que cambiaré. No me pasaré de listo. Seré sensible. Negociaremos y recuperaremos lo que teníamos antes…». Entonces ocurrió. Las cuatro mujeres salieron del restaurante, una de ellas cargadas de regalos. Se quedaron paradas un momento, se rieron un poco más, se abrazaron y tiraron cada una por su lado. Dos fueron a la izquierda y dos a la derecha. Al final de la manzana, Franci y su amiga tomaron caminos opuestos y Sean, que tenía la impresión de que se le presentaba una oportunidad única, corrió tras ella.

Cuando la alcanzó, ella estaba abriendo la puerta de un pequeño sedán gris plata.

—¿Franci? —dijo.

Ella se sobresaltó, dio media vuelta y se quedó mirándolo con los ojos como platos.

—Eres tú —dijo Sean, dando unos pasos hacia ella—. Tu pelo… Vaya. Por un momento me ha despistado.

Al principio pareció casi asustada. Luego, sin embargo, se rehizo y, temblando de frío, se ciñó mejor el abrigo.

—¿Sean?

—Sí —contestó él, riendo—. No puedo creer que nos hayamos encontrado en este sitio, precisamente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, no muy contenta de verlo.

—¿Te acuerdas de Luke? ¿Recuerdas que te dije que hace mucho tiempo compramos unas cabañas viejas? Fue mucho antes de conocerte. Pues Luke dejó el Ejército y se vino aquí, a trabajar en ellas.

—¿Aquí? —preguntó ella, perpleja. Volvió a ceñirse el abrigo—. ¿Esas cabañas están aquí?

—En las montañas, junto al río Virgin —contestó—. Yo tenía unos días de permiso y he venido a visitarlo. He venido aquí a cenar.

Franci miró a su alrededor.

—¿Dónde está Luke? —preguntó—. ¿Está contigo?

—No —se rio—. Se casó hace poco. Procuro dejarlos tranquilos por las noches porque… —se detuvo y rio en silencio, meneando la cabeza. Luego la miró a la cara—. Estás genial. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, en Arcata?

—Yo, eh, la verdad es que no vivo en Arcata. Solo he quedado con unas amigas para cenar. ¿Qué tal va todo? ¿Bien? ¿Y tu familia?

—Estamos todos bien —dijo Sean. Dio otro paso hacia ella—. Deja que te invite a un café, Franci. Para que charlemos un rato.

—Eh… No, creo que no, Sean —contestó, sacudiendo la cabeza—. Será mejor que…

—Te estuve buscando —dijo impulsivamente—. Para decirte que había sido un error cómo acabaron las cosas. Deberíamos hablar. Quizá consigamos aclarar algunas cosas que en aquel momento éramos demasiado tercos para…

—Escucha, no sigas, Sean. Todo eso es agua pasada. No te guardo rencor —añadió—. Así que buena suerte y…

—¿Estás casada o algo así? —preguntó.

Ella se sobresaltó.

—No. Pero no tengo ganas de retomar la discusión por la que rompimos. Tú pudiste pasar página, pero yo…

—Yo no pasé página, Franci —contestó—. Te busqué y no pude encontrarte por ningún sitio. Por eso quiero que hablemos.

—Pues yo no —repuso ella. Abrió la puerta del coche—. Creo que ya has dicho suficiente sobre ese tema.

—Franci, ¿qué demonios…? —preguntó, confuso y un poco enfadado por su rechazo—. Dios, ¿es que no podemos tener una conversación? ¡Estuvimos juntos dos años! Fuimos felices juntos, tú y yo. Nunca estuvimos con otra persona y…

—Y tú dijiste que las cosas no iban a pasar de ahí —estiró la espalda—. Y esa fue una de las cosas más amables que dijiste. Me alegro de que te vaya bien, sigues igual, tan alegre como siempre. Saluda a tu madre y a tus hermanos. Y, en serio, no insistas. Tomamos una decisión. Y se acabó.

—Vamos, no creo que lo digas en serio.

—Pues puedes creerlo —replicó ella—. Decidiste que no querías compromisos conmigo. Y no los tienes. Adiós. Cuídate.

Subió al coche y cerró la puerta de golpe. Sean dio dos pasos adelante y oyó el chasquido de los seguros de las puertas. Franci salió rápidamente del aparcamiento marcha atrás y se alejó. Sean memorizó su número de matrícula, pero sobre todo se fijó en que era de California. Quizá no viviera en Arcata, pero vivía lo bastante cerca para haber ido allí a cenar.

Ahora que la había visto, sabía ya lo que sospechaba desde hacía tiempo: que estaba muy lejos de haberla olvidado.

Le temblaban tanto las manos que le costaba conducir. Siempre había sabido que cabía la posibilidad de que se lo encontrara en alguna parte, aunque procuraba evitar los lugares donde era más probable que eso ocurriera. Lo que jamás se le había pasado por la imaginación era que Sean quisiera hablar del asunto, ¡que quisiera hablar sobre ellos!

Al pensar en los meses que había pasado rezando por que esa charla tuviera lugar, se le saltaron las lágrimas. ¡Lágrimas de rabia! Frunció los labios y pensó: «¡No!». Ya había llorado suficiente por él. No pensaba derramar una sola lágrima más por Sean Riordan.

Después de romper con él, había dejado Phoenix y regresado a Santa Rosa a trabajar como enfermera en un hospital. Estuvo viviendo con su madre y casi un año después encontró un buen trabajo que saciaba su adicción a la adrenalina: un puesto de enfermera de vuelo en una unidad de helicópteros de transporte. El horario era menos exigente, las pagas buenas y tenía mayores oportunidades de ascenso. Pero tenía que mudarse. Como era licenciada en enfermería, podía impartir cursos en la Universidad Humboldt, en Arcata, y labrarse quizá un futuro en la docencia.

Vivian, su madre, también enfermera, estaba lista para un cambio. Encontró trabajo en una clínica de medicina familiar en Eureka. Un trabajo excelente, aunque el horario fuera peor. Así que se mudaron las dos al norte, más cerca del trabajo de Vivian que del de Franci, y dos veces por semana Franci cruzaba las montañas hasta Redding para hacer una guardia de veinticuatro horas como enfermera de vuelo. La mayoría de los vuelos eran traslados rutinarios de pacientes desde clínicas de pueblos pequeños a hospitales más grandes donde se hacían operaciones complicadas; intervenciones cardíacas o cesáreas, por ejemplo. De vez en cuando, sin embargo, atendía también alguna urgencia: víctimas de incendios, de accidentes de coche en partes aisladas de aquellas montañas, o heridos que necesitaban cirugía de emergencia. Le encantaba trabajar como enfermera de vuelo en la Fuerza Aérea, y lo había echado de menos. Aquel nuevo trabajo satisfacía ese anhelo. Se compró una casita muy mona a las afueras de Eureka, en uno de esos vecindarios tranquilos y encantadores que tanto le gustaban, y hasta esa noche pensaba que su vida era casi perfecta.

¿Que Sean la había buscado? No habría puesto mucho empeño. Pasados seis meses, empezó a asimilar que no estaban hechos el uno para el otro. Perseguían cosas distintas: él quería seguir jugando y divirtiéndose hasta que fuera viejo, y ella quería echar raíces y fundar una familia.

Lo que le parecía injusto era sentirse atraída precisamente por lo que parecía impedir a Sean sentar la cabeza. Era guapo, temerario y audaz, y aunque disfrutaba esquiando en nieve o en agua, también estaba dispuesto a acurrucarse en el sofá a ver una película. Naturalmente, veían una película romántica por cada cinco de acción o aventuras, pero a Franci no le importaba: a ella también le gustaba la acción. Creía que su relación podía seguir siendo igual dentro del matrimonio o fuera de él. La mitad de las parejas con las que salían de acampada, con las que viajaban o jugaban eran matrimonios con hijos. A Sean no le molestaban los niños; parecían gustarle. Pero, aun así, se había mostrado inflexible: no necesitaba ningún contrato oficial para demostrar lo que sentía por ella, y no quería sentirse atado por las necesidades de un niño.

El trayecto de quince minutos desde Arcata a Eureka, en dirección sur, no bastó para calmar sus nervios, así que estuvo otro cuarto de hora dando vueltas por el pueblo antes de dirigirse al pequeño barrio en el que vivía. Quería estar completamente calmada cuando llegara a casa. Tendría que haber sabido que se había estado engañando a sí misma: era mentira, nunca había llegado a sentirse del todo en paz con su decisión de dejar a Sean. Aquel mito se deshizo nada más verlo. Dios santo, aún hacía que se le acelerara el corazón. Le bastaba con mirarlo una sola vez a la cara para que la sangre corriera a toda velocidad por sus venas; sentía su ardor en las mejillas. No podría haberse tomado un café con él. Seguramente se habría arrojado sobre él en el Starbucks y le habría arrancado la ropa. Tendría que ser fuerte. Firme. Disciplinarse y mantenerse alerta. Porque era débil. Quizás odiara a Sean, pero también lo quería aún. Y seguía deseándolo. Lo cual significaba que podía volver a hacerle daño.

Aparcó por fin en su pequeño garaje para un coche y medio, bajó la puerta y entró en la casa por la cocina. Oyó el televisor en el cuarto de estar y allí encontró a su madre, durmiendo sentada, y a su hija Rosie, acurrucada en el sofá, a su lado. El único que levantó la vista cuando entró en la habitación fue Harry, su cocker spaniel de color canela.

—Hola, Harry —dijo.

El perro meneó la cola un par de veces y se tumbó de espaldas, por si alguien quería acariciarle la barriga.

—¿Mamá? —Franci zarandeó ligeramente a su madre—. Mamá, ya estoy aquí.

Vivian se removió y se incorporó.

—Ah, hola. Debo de haberme adormilado —se estiró—. ¿Te lo has pasado bien?

—Claro. Siempre me lo paso bien con las chicas. Mañana, cuando hayas dormido a pierna suelta, te cuento los cotilleos.

Vivan se levantó.

—Voy a llevar a Rosie…

—Ya la llevo yo, mamá —dijo Franci—. Arroparla es lo mejor del día. ¿Cuánto tiempo lleva dormida?

—Seguramente menos que yo —contestó Vivian, riendo. Dio una palmadita a Franci en una mejilla y un beso en la otra—. Mañana libro. Llámame cuando te levantes y nos tomamos un café juntas.

—Claro. Gracias, mamá —agarró el abrigo de Vivian del respaldo de una silla y la ayudó a ponérselo—. Me quedo mirando hasta que llegues a casa —dijo.

—No voy a caerme en la calle. Ni van a atracarme.

—Me quedo de todos modos.

Franci, Vivian y Rosie habían vivido juntas en aquella casita de dos habitaciones un par de años, Francine compartiendo habitación con Rosie. Pero hacía más o menos un año Vivian había comprado una casita parecida al final de la manzana. Siempre habían querido tener casa propia, vivir independientes, pero al llegar Rosie habían decidido quedarse cerca para unir fuerzas y cuidar de ella entre las dos. Cuando Franci hacía sus turnos de veinticuatro horas, o las raras veces en que salía a tomar algo, Rosie pasaba la noche en casa de la abuela. Pero si Franci pensaba volver pronto, Vivian iba a su casa para que Rosie pudiera dormir en su cama. Ahora que iba a preescolar, tenían menos problemas para trabajar y ocuparse de la niña.

Franci vio a su madre recorrer la calle y subir por el caminito bordeado de flores que llevaba a su casa. Una vez dentro, Vivian encendió y apagó la luz del porche un par de veces para que viera que había llegado sana y salva, y Franci entró y cerró la puerta.

Colgó su abrigo, levantó a su pelirroja hija del sofá y la llevó a la cama. Estaba completamente dormida. Su edredón estaba apartado y la lámpara de su mesilla de noche encendida. Estaba claro que Vivian había confiado en que Rosie se metiera en la cama a su hora, en lugar de quedarse dormida en el sofá, como prefería. Franci arropó a su hija, remetió el edredón y la besó en la frente. Rosie soltó un bufido, dormida.

—Esta noche he visto a tu padre —susurró—. Con razón eres tan bonita.

CAPÍTULO 2

Sean no había dormido muy bien después de ver a su antiguo amor, así que se levantó temprano y se metió en el cuarto de baño antes de que se oyera siquiera un ruido en la suite nupcial. Estaba comiéndose sus cereales cuando Shelby entró en la cocina en vaqueros y sudadera, lista para irse a Arcata. Estaba estudiando enfermería en la Universidad Humboldt.

—Vaya, vaya. ¡Qué raro, verte antes de volver a casa por la tarde! —comentó, acercándose a la cafetera—. Cuando estás por ahí hasta las tantas de la madrugada, sueles necesitar tu sueño reparador.

Sean soltó un gruñido.

—Imagino que eso era un «buenos días» —dijo ella—. Lo mismo te deseo.

Luke entró en la cocina.

—Caramba, hola, chaval —le dijo a su hermano.

Sean levantó los ojos, pero no la cabeza. Luke se rio al ver su cara de pocos amigos.

—¿Es incómodo el colchón? ¿Raspa nuestro papel higiénico?

—La cama está bien.

—¿Quieres que saquemos dos de los caballos del general y que vayamos a…?

—Voy a estar muy liado. Tengo que hacer unos recados —contestó Sean.

Shelby levantó un montón de notas de agradecimiento que había encima de la mesa y miró a su marido con enfado. Hacía un par de semanas que se habían casado, y se suponía que Luke también tenía que firmar las notas que ella ya había acabado.

—Luke —comenzó a decir—, antes de pensar en salir a montar o a pescar…

—Lo sé, lo sé —dijo, mirando las notas—. Voy a hacerlo.

—¿En serio crees que va a hacer esa cosa de niñas, Shelby? —preguntó Sean.

Shelby se sentó, frunciendo el ceño, confusa. Conocía a Sean desde hacía un año; era el donjuán de los Riordan, el coqueto y el comediante. Solían decir en broma que Sean era capaz de pasárselo bien hasta en un descarrilamiento de trenes. Siempre estaba de buen humor. Luke era el más serio, pero ella había conseguido suavizar su mal genio. Le sorprendía que Sean pareciera de tan mal humor.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

—Sí —contestó él secamente.

Luke se sirvió un café y se sentó.

—¿Has abollado el coche? ¿Te han puesto una multa por exceso de velocidad? ¿Te ha rechazado alguna chica guapa? ¿Tienes una intoxicación alimentaria?

Sean se recostó en la silla.

—Anoche me encontré con Franci —masculló—. Por pura casualidad.

Luke se limitó a fruncir el ceño; no se acordaba de ella. Sean había salido con muchas chicas.

—Franci Duncan —dijo, exasperado—. Prácticamente vivimos juntos un par de años. ¿Te acuerdas? Rompimos cuando dejó el Ejército y a mí me asignaron al U-2.

—Ah, ya me acuerdo —dijo su hermano—. ¿No habías vuelto a verla?

—No —contestó con impaciencia, tomando otra cucharada de cereales—. Intenté verla, pero se había ido. Busqué a su madre para preguntarle dónde estaba, pero también se había mudado, lo cual era absurdo, porque llevaba por lo menos diez años viviendo en esa casa de Santa Rosa. Puede que incluso veinte, no sé.

—¿La buscaste? —preguntó Luke—. No lo sabía.

—Porque no se lo dije a nadie. Y no la encontré —contestó Sean—. Evidentemente.

—¿Y sus amigas? —preguntó Shelby.

Sean se quedó callado. Hizo una mueca y por fin contestó:

—Pregunté a un par de ellas, pero no sabían nada.

—Qué tontería —repuso Shelby—. Las mujeres no dejan a sus amigas así como así. Y menos después de romper con un tío con el que han estado mucho tiempo. Eso es siempre traumático, aunque sea lo mejor. ¿Quién era su mejor amiga? Mi caso fue distinto. Yo cuidaba de mi madre y, aunque tenía buenas amigas, no podía dedicarles mucho tiempo. Pero siempre me mantuve en contacto con ellas cuando…

Luke le puso una mano sobre el brazo para que se callara, porque Sean parecía completamente abatido.

—Ah —dijo ella en voz baja—. Bueno, ¿a quién preguntaste?

Sean se encogió de hombros, incómodo.

—Salíamos mucho con otras parejas, tíos de mi escuadrilla y sus mujeres o sus novias. Íbamos a esquiar, a montar en barca, de acampada, a hacer senderismo… Había dos parejas casadas y otra que no lo estaba, aunque vivían juntos. Pregunté a las chicas. No sabían nada de ella. Pregunté a su antiguo jefe, el coronel de su unidad médica en el hospital de la base. Y también a su vecina.

—Ah —repitió Shelby.

—Está bien, tenía un par de amigas y yo las conocía, pero no quedábamos con ellas y no me acordaba de sus apellidos. Hacía mucho tiempo.

—Eh… ¿mucho tiempo? —preguntó Shelby.

—Vale, lo que pasó fue que nos peleamos. A mí iban a trasladarme y ella iba a dejar el Ejército, todo al mismo tiempo. Ella quería saber… El caso es que me dieron otro destino. Le dije que no había nada que le impidiera mudarse para que estuviéramos más cerca cuando me trasladara, y se enfadó porque no la invitara exactamente a reunirse conmigo. Porque no hiciera planes con ella. Seguramente dije que lo sentía. Me juego algo a que lo dije.

—¿Y rompisteis por eso? —preguntó Shelby.

—Más o menos. No exactamente —reconoció Sean.

Luke puso el codo sobre la mesa de la cocina y apoyó la barbilla en la mano, mirándolo divertido.

Sean respiró hondo.

—Ella quería que nos casáramos —dijo—. Me dijo que, o nos comprometíamos y hacíamos planes para casarnos, como mínimo, o se marchaba. Esas fueron sus palabras exactas —hizo un gesto en el aire con el dedo—. Dibujó una raya en la arena. Me dio un ultimátum.

—¿En serio? —preguntó Shelby en tono irónico—. ¿Después de solo dos años viviendo prácticamente juntos?

—Vale, ahora vas a burlarte de mí —dijo Sean con un mohín—. Reconozco que no debí dejarla marchar. Pero entonces era más joven. Y más engreído.

—Ah, ¿eras? —preguntó Luke.

Sean lo miró con enfado.

—Entonces, ella dijo que quería casarse, tú dijiste que no y rompisteis. ¿Es eso? —preguntó Shelby.

—Sí, eso es —hizo una mueca—. Puede que también dijéramos un par de cosas innecesarias durante la discusión. Ya sabes, estábamos enfadados.

—Seguro que sí —dijo Luke.

—¿Y tú intentaste encontrarla después? —preguntó Shelby.

—Después de incorporarme a mi nueva escuadrilla. Después de entrenarme con el nuevo avión. Cuando pensé que los dos habíamos tenido tiempo de calmarnos un poco. Ya sabes.

Shelby miró a Luke y sacudió la cabeza.

—¿Es cosa de familia? —preguntó. Luke y ella habían vivido una situación parecida, pero Shelby no había dejado que Luke se saliera con la suya y había seguido insistiendo. Pero Luke estaba dispuesto a dejarse domesticar. Lo único que Shelby sabía de Sean era que sus hermanos lo consideraban un playboy. Era la primera vez que oía hablar de una novia formal.

—Es posible —reconoció Luke con un encogimiento de hombros—. Menos en el caso de Aiden. Él quiere casarse, tener familia, pero tiene mala suerte con las mujeres. Ya estuvo casado una vez. Con una lunática.

—¡Señor! —dijo Shelby—. No me extraña que tu madre esté harta de vosotros. Sean, ¿qué pasó cuando te encontraste con ella?

—Me dijo que tenía buen aspecto y que no quería tomarse un café conmigo, ni ninguna otra cosa. Que no quería hablar conmigo. Nunca. Y eso que le dije que me había equivocado. Más o menos.

—Mm —dijo Shelby—. Puede que haya pasado página.

—Pues entonces tendrá que decírmelo. Explicármelo. Porque… —se detuvo. No se le ocurría ningún motivo por el que Franci le debiera una explicación, pero estaba seguro de que así era.

—¿Y ahora qué? —preguntó su hermano.

—Voy a tener que encontrarla.

—¿Por qué? Tú le dijiste que habíais acabado, ella lo aceptó, y unos cuantos años después te la encuentras y no hay nada entre vosotros. No veo el problema.

—No, claro —contestó Sean con un bufido cargado de impaciencia—. Porque tú no conoces a Franci.

—Claro que sí. La conocíamos todos. Una chica muy simpática. Y un bombón, además —sonrió—. Estábamos convencidos de que te casarías con ella. Pero como no te casaste y te fuiste solo a Beale, te dejamos por imposible.

—El caso es que no debería haber roto con ella. Debería haberle explicado por qué teníamos que seguir juntos y por qué no hacía falta que firmáramos un papel para estar a gusto juntos. Éramos jóvenes, solo teníamos veintiocho y veintiséis años. Teníamos un montón de tiempo por delante para pensar en dar el gran paso. Seguimos teniéndolo.

Luke, que tenía treinta y ocho años y había salido a duras penas de una crisis parecida, enarcó una ceja y miró a su mujer, que tenía veinticinco.

—Deberíamos habernos ido juntos a Beale y haber resuelto nuestros problemas. Pero no lo hice porque me sacó de mis casillas.

Se hizo el silencio en la cocina un momento.

—Bueno —dijo por fin Luke con fingida alegría—, me gustaría quedarme aquí charlando sobre tu patética vida amorosa, pero tengo que ir a buscar a Art y pasarme por la ferretería antes de que…

Shelby estaba sacudiendo la cabeza.

—O sea que te pusiste chulito y le dijiste: «Muy bien, pues vete». ¿Es eso? Como si dijeras: «O pasas por el aro, o te largas». ¿No?

—Venga, vamos, Shelby —dijo Sean en tono suplicante—. Tú sabes que yo no tengo mal genio. Soy un sol. No soy un camorrista, sino un amante. Y no me preocupa en absoluto estar con una sola mujer. Es solo todo ese rollo del matrimonio. No era para mí. Me aterraba la idea de casarme. Dos de mis hermanos habían probado suerte y habían fracasado. Y los niños… —sacudió la cabeza—. Puede que cambie de idea cuando sea viejo y esté tan hecho polvo como Luke, pero de momento no me apetece atarme de ese modo.

—Ah —dijo ella—. Entiendo. O sea, que te gustaría charlar un rato con Franci y explicarle todo eso.

—Algo así —contestó—. Pelearse no es un crimen, pero no deberíamos haber dejado nuestra relación. Estábamos bien juntos.

Shelby se levantó.

—No del todo, imagino. Lo siento, pero tengo que irme a clase, Sean. Estás en un buen atolladero y me encantaría ayudarte a salir de él. Ya sabes que te quiero mucho y que me encantaría echarte una mano, pero me reclama la facultad…

Sean también se levantó.

—¿Qué quieres decir con que estoy en un buen atolladero?

—Está bien, te lo resumiré. La dejaste porque no sentías que llevaras las riendas de la relación. Tardaste tanto en buscarla que, cuando por fin lo hiciste, no pudiste encontrar su pista, e imagino que a ella le pareció que te importaba un bledo. Ni siquiera sabías cómo se llamaban sus mejores amigas. Ni las de su madre. No le prestabas atención, excepto en lo que te convenía. Hasta salíais con tus amigos, con gente de tu escuadrilla, y luego te sorprendía que no supieran nada de ella. Y ahora creo que estás un poco dolido porque no está dispuesta a olvidar todo eso y a darte otra oportunidad de tratarla otra vez como a alguien que estaba en segundo plano, siempre a mano cuando te convenía. Mientras que ella, al menos una vez hace unos años, quiso que la consideraras alguien sin quien no podías vivir.

—Tú no lo entiendes —dijo Sean.

—Sí que lo entiendo, ese es tu verdadero problema —repuso Shelby—. No te diste cuenta de lo mucho que significaba para ti hasta que desapareció.

Luke apuró su taza de café. La dejó sobre la mesa.

—Sean, cuando tengas tiempo, deberías tomar lecciones de Shelby. Ha visto todas las películas románticas de la historia del cine. Sabe cosas que a ti y a mí jamás se nos ocurrirían.

Sean tragó saliva. Bajó la mirada y dijo:

—Así, a bote pronto, desde el punto de vista de una chica, ¿qué tengo que hacer ahora?

—Lo que estás pensando, no —contestó su cuñada—. No conviene que hagas lo mismo que la otra vez. Lo que te hizo pensar con total arrogancia que jamás podría dejarte. Eso, no. Será mejor que hagas lo que a ella le gustaba, lo que la hacía pensar que quería pasar su vida contigo. Si es que consigues acordarte. Porque creo que quizá sea demasiado tarde. Y si lo es, vas a tener que aceptarlo y respetarla. Si te vuelves loco y le causas problemas, no me pondré de tu parte.

Cuando se quedó solo en casa, Sean empezó a preguntarse qué era lo que le gustaba a Franci de su relación. Se acordó de un montón de aspectos en los que eran compatibles. De pronto le costaba recordar que, en algunas pocas cosas, se sacaban mutuamente de quicio.

Conseguir que saliera con él había sido un auténtico desafío, al principio. Ella llevaba algún tiempo en la Fuerza Aérea y sabía cómo manejarse con los pilotos de caza, con los que tenía por norma no salir. Tenían fama de idiotas, arrogantes, egocéntricos e incapaces de prestar atención a una mujer mucho tiempo seguido. Sean y ella nunca lo habían hablado, pero Sean suponía que tenía que haber salido al menos con un par de ellos para haberse formado una opinión. Una opinión que, aunque le costara admitirlo, no iba descaminada.

Pero también había habido montones de cosas positivas, y Sean empezaba a sentirse incómodo al imaginar todas las triquiñuelas que solía poner en práctica para volverla loca de deseo, para hacerla ronronear de placer, porque en la cama tenían una química espectacular. Cuando ella no estaba de humor, él siempre sabía qué decir para que cambiara de idea. Cuando la tocaba en ciertos sitios, no solo podía convencerla de que se lo replanteara, sino que era capaz de convertirla en una auténtica salvaje. Ella, por su parte, era capaz de corresponder a aquellas tretas y hacerle gemir, jadear y volverlo loco. Ninguna de aquellas cosas funcionaban con otras mujeres como con Franci. Ella tenía la capacidad de llevarlo mucho más allá del deseo, de hacerle perder la cabeza. Nunca se había acostado con ninguna otra mujer que pudiera hacerlo gozar como Franci, y se había acostado con muchas.

¿Cómo se le había ocurrido dejarla marchar?

Se estrujaba la memoria intentando recordar cómo la convenció para que le diera una oportunidad la primera vez, pero tenía la mente en blanco. Seguramente había insistido incansablemente, porque sí recordaba lo que había sentido al conocerla. Nada más verla había pensado: «¡Jesús, María y José!». Franci tenía algo, ejerció sobre él una especie de atracción animal. Primitiva y descarnada. La había deseado inmediatamente. Y seguía deseándola.

La vio por primera vez cuando ella pasó por Iraq para recoger a un montón de heridos que iban a ser evacuados en avión. Intentó averiguar dónde vivía para poder mantenerse en contacto cuando regresara a Estados Unidos. La vio unas cuantas veces: ella iba y venía, llegaba con un avión medicalizado de transporte aéreo, se quedaba unos días, hasta que reunían a todos sus pacientes y volvía a despegar rumbo a Estados Unidos. No le dio nada, ni siquiera un nombre. Naturalmente, a Sean no le fue difícil enterarse de cómo se llamaba, pero no consiguió averiguar nada más.

Después, cuando la vio en el club de oficiales de la base aérea de Luke, llegó a la conclusión de que lo suyo era cosa del destino; estaban hechos el uno para el otro. No le fue fácil convencerla, sin embargo. Recordaba haber abrigado la esperanza de que fuera tan bella por dentro como por fuera, porque, si no, se le rompería el corazón.

Y lo era. Era inteligente, fuerte, independiente, segura de sí misma, sexy y cariñosa.

Era la clase de mujer a la que miraban los hombres, pero su atractivo era discreto, no llamativo. No era chabacana, ni vulgar, sino elegante y serena. Tenía las piernas muy largas y el cabello moreno, los ojos grandes, profundos y oscuros y las cejas finas, expresivas y arqueadas. Su boca, suave y carnosa, se fruncía en un pequeño mohín. Recordaba cada detalle de su cuerpo, pero no recordaba, en cambio, cómo la había conquistado. Para seducir a una mujer, solía hacerla reír, lanzarle miradas abrasadoras con los ojos entornados, darle a entender, sin ser grosero, que podía hacerla gozar. Nunca había mostrado ni una pizca de humildad. Siempre había sido muy seguro de sí mismo.

Ahora ya no lo era tanto. Se sentía frustrado, y no tenía ni la menor idea de cómo solucionarlo. Por una vez en su vida no sabía por dónde empezar.

Subió a la habitación de la planta de arriba en la que Luke tenía su ordenador. La mesa estaba tan cubierta de regalos de boda que costaba ver el aparato. Quitó de en medio un montón de cosas y lo encendió. No había dado con el número ni la dirección de Franci al llamar a información, pero tras pasar un par de horas delante del ordenador de Luke buscando en registros de la propiedad, descubrió que Francine Duncan se había comprado una casa. Aun así, no le pareció buena idea presentarse allí sin haber sido invitado. Pero ¿qué opción tenía?

Estaba en la cocina, comiéndose un sándwich, cuando Luke y Art volvieron de la ferretería. Art era un tío estupendo: cada vez que veía a Sean lo saludaba como si hiciera meses o incluso años que no se veían. Tenía treinta años, síndrome de Down y un corazón de oro, y trabajaba con ahínco ayudando a Luke en el mantenimiento de la finca. Luke, por su parte, procuraba en todo momento que Art se sintiera querido y valorado.

—¡Sean! —exclamó Art con una sonrisa de oreja a oreja.

—Hola, Art. ¿Habéis ido a pescar? —preguntó Sean.

—No, teníamos que llevar la basura al contenedor y luego hemos ido a la ferretería a comprar unas cosas. A lo mejor voy luego. ¿Tú sí has ido?

—Algo parecido. He estado buscando cosas en el ordenador.

Luke sacó el pan y los ingredientes para preparar unos sándwiches.

—¿Has encontrado algo sobre Franci? —preguntó.

—Sí, una dirección, pero no su número de teléfono —contestó Sean—. Por lo visto se ha comprado una casa.

—¿Tienes una nueva novia, Sean? —quiso saber Art.

Sin saber por qué, la pregunta avergonzó a Sean. El hecho de que Art diera por sentado que siempre tenía novia le hizo sentirse incómodo. Tal vez Franci tuviera razón al decir que jamás sentaría la cabeza con una mujer porque lo que le gustaba era la caza, la persecución, no el compromiso. Pero no era del todo cierto, tal y como estaba descubriendo. Con ella había sentado la cabeza, aunque no del todo.

—Qué va —contestó—. Tuve novia hace unos años, pero perdimos el contacto. Quiero volver a verla, hablar con ella y ver si… si podemos volver a salir.

—Ah —dijo Art—. Qué guay.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó Luke.

—Que cuando me mira le salen chispas por los ojos. Creo que me odia. O, por lo menos, que sigue enfadada. Aunque también puede que signifique que todavía le importo —añadió, esperanzado—. Si supiera dónde puedo encontrármela otra vez, podría intentar persuadirla sin ponerme pesado. Creo que eso fue lo que hice la primera vez. Procurar ir al club de oficiales cada vez que pensaba que podía estar ella, por ejemplo, hasta que se cansó de que la siguiera como una sombra y se dio por vencida.

Luke se rio.

—¡Cuánta sutileza! —comentó.

—¿Crees que debería suplicarle que se apiade de mí? No —se respondió a sí mismo—. Por lo que vi ayer, no creo que se compadezca mucho de mí ahora mismo. Además, la humildad no es precisamente mi fuerte.

Luke se rio otra vez.

—Y los Riordan siempre jugamos nuestras mejores cartas.

—Tú sabes lo que quiero decir. ¿Qué mujer querría a un hombre que se arrastra? ¿Lo hiciste tú cuando Shelby…?

—Lamento desengañarte, pero yo le dije que haría cualquier cosa que le hiciera feliz. Sé que te cuesta imaginar a tu hermano mayor humillándose de ese modo, pero es que sin ella estoy perdido. Es el aliento que respiro —sonrió—. De todos modos, ya no hace que me arrastre. Me deja fingir que soy el que manda.

—¡Qué bien! —dijo Sean, que no entendía las normas de aquel juego—. Ahí lo tienes: a mí se me dan mucho mejor las aventuras pasajeras.

—Bueno, si eso es lo que te va, que te diviertas.

Ese era el problema. Las aventuras pasajeras ya no le servían. A decir verdad, hacía mucho tiempo que no obtenía nada de ellas. De hecho, llevaba algún tiempo preguntándose por qué se sentía tan insatisfecho, tan apagado, y había entendido por qué nada más ver a Franci.

—Oye, ¿te importa que te pregunte una cosa? —preguntó Luke mientras preparaba los sándwiches—. Estuviste con ella un par de años. Fueron un par de años buenos, pero llegaron a su fin, o algo así. Lo dejasteis y has estado bien estos cuatro años. Te las arreglabas perfectamente. ¿Por qué de repente es tan importante?

Era difícil de explicar, pensó.

—¿Nunca te pasa que tienes en la cabeza una idea sobre cómo tienen que ser las cosas y que te atienes a ella aunque tengas la sensación de que estás cometiendo un error?

—¿Yo? —preguntó Luke, riendo—. ¿Es que no sabes que soy un patán que estuvo a punto de perder a la mujer de su vida?

—Yo no estaba preparado para casarme —dijo Sean—. No me gustó que me pusiera contra la espada y la pared, y nos separamos enfadados. Seis meses después pensaba que, aunque no estuviera listo para casarme, tampoco estaba dispuesto a que aquello acabara. Pensé que podíamos llegar a un acuerdo. Así que llamé a su móvil. Dejé un par de mensajes y ella no me devolvió la llamada. Un par de meses después pensé, «de acuerdo, si para que sea feliz tenemos que casarnos, seguramente podré hacerme a la idea, con tal de que me dé algún tiempo para acostumbrarme». Pensé que podíamos tener un noviazgo largo, quizá, solo para asegurarnos de que no estábamos cometiendo un error. Así que volví a llamarla y su número ya no existía. Su e-mail me devolvía los mensajes. Su madre, a la que está muy unida, se había mudado. Me jodió un montón que me ignorara de ese modo, cuando por fin estaba intentándolo — «y me rompió el corazón. Igual que se lo había roto yo a ella al decirle que no. Menudo par de tontos».

—Estás diciendo tacos —dijo Art.

—Perdona, Art. Intentaré no decirlos —respondió Sean, y añadió encogiéndose de hombros—. Seguí pilotando. Estaba muy liado con las misiones, viajaba mucho. Me iban bien las cosas. Pero cada vez que conocía a una chica, no paraba de compararla con Franci — «y la veía allá donde mirara, hasta que empecé a pensar que me estaba volviendo loco».

—¿Seguiste buscándola? —preguntó su hermano.

—No. Pensé que con el tiempo se me pasaría. Pero en cuanto la vi ayer me di cuenta de que no. Creo que, en cierto modo, es culpa mía. Bueno, durante un par de años pensé que la culpa era suya, que era una mandona y una impaciente, y que ninguna mujer iba a decirme lo que tenía que hacer. Ahora creo que fui un idiota.

—¿Lo crees? —preguntó Luke. Al ver que Sean lo miraba con enfado, se rio y dijo—: Mira, no es que quiera fastidiarte, pero yo ya pasé por eso, hermano. Tengo suerte de que Shelby sea más lista que yo, nada más —lo miró, muy serio—. Las mujeres mandan, hermano. Es ley de vida, aunque no nos guste. Yo me limito a pedirle a Shelby lo que quiero y ella nunca me defrauda.

—Pero yo debo tener cuidado —comentó Sean—. Franci dijo que no quería verme, ni hablar conmigo. No puedo presentarme en su casa como si fuera una especie de acosador. Podría llamar a la policía. Si tuviera su teléfono, la llamaría, pero…

—También puedes intentar deducir dónde puede estar. Es enfermera, ¿no? Y trabaja de enfermera, ¿verdad? Pues llama a todos los sitios donde pueda estar trabajando. Hospitales, consultas médicas, clínicas, ya sabes. Pide que te pasen con ella. Te dirán que no saben quién es, o que es su día libre, o te pasarán con ella.

Sean estaba perplejo.

—Caray —dijo—. Es una idea brillante.

—Y asombrosa, teniendo en cuenta que nunca he tenido que buscar así a una mujer —repuso Luke—. Muy bien. ¿Dónde suelen ir las mujeres como Franci? ¿De compras?

—Hacíamos toda clase de cosas juntos: ir de acampada, montar en quad, bucear, esquiar… Viajábamos siempre que podíamos. Y Franci sola… Al gimnasio —dijo—. Le gusta entrenar. Le encanta leer. Pasaba mucho tiempo visitando librerías. También le encanta el cine, pero no iría sola. Solíamos alquilar películas. En aquella época, aparte de estar conmigo, ir a trabajar y al gimnasio y salir un poco de compras, no recuerdo qué hacía —«ya estamos otra vez», pensó. «No prestaba atención, porque no se trataba de mí». Casi se preguntaba cómo le había soportado ella tanto tiempo.

—En la encimera de la cocina siempre hay una lista de cosas que comprar —dijo Luke—. Shelby suele llamar para ver qué necesitamos cuando viene para acá, después de clase. Podrías ir a hacer la compra a su barrio.

—Sí. Sí, eso voy a hacer —«y dar vueltas en coche por sitios donde quizá pueda encontrármela», se dijo. Solo por si acaso.

CAPÍTULO 3

Sean se prometió que solo iba a dar una vuelta por Eureka, pero su coche era como un misil teledirigido y pronto se descubrió en el barrio de Franci y, luego, en su calle. No tenía intención de molestarla, pero sí un deseo ardiente de ver cómo era su vida sin él. ¿Qué había de malo en pasar por delante de su casa?

La casa le venía como anillo al dedo. Era pequeña, bonita, limpia, tenía cuarenta años por lo menos y era muy acogedora. Parecía uno de esos lugares confortables y hogareños que elegían las mujeres interesadas en fundar una familia: un entorno seguro y agradable, grandes árboles y espaciosos jardines. El sinuoso camino de entrada estaba flanqueado por una mullida capa de hierba verde y por lechos de flores que empezaban a marchitarse con el otoño. Delante de la puerta había un espantapájaros y unas cuantas calabazas en un cuerno de la abundancia. Era una casa mimada. Querida. Una casa familiar.

No era, desde luego, el lugar que Sean habría elegido para vivir. A él le gustaban las casas más modernas, prácticas y llamativas. Tenía montones de juguetes y le gustaba pasar su tiempo libre jugando, no segando el césped o quitando nieve con una pala.

Lo primero que pensó al ver la casa fue: «Dios mío, hay un hombre en su vida. Un hombre con el que ha sentado la cabeza. Por eso parece todo tan cómodo y tan ordenado».

No frenó al pasar. No quería despertar sospechas. Tras satisfacer su curiosidad, decidió ir a echar un vistazo a los lugares de ocio que había por allí.