Brooklyn Salvaje - Andy Rausch - E-Book

Brooklyn Salvaje E-Book

Andy Rausch

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Beschreibung

Después de que el mafioso de poca monta Joe D'Amato es atacado por un hombre lobo, su vida da un giro oscuro y comienza una transformación hacia una nueva y retorcida vida.

Cuando los cadáveres comienzan a acumularse, dos policías sospechan que hay algo antinatural suelto, y tienen un sospechoso. Cuando nadie escucha sus teorías, actúan por su cuenta y comienzan a buscar pistas.

Pronto, fuerzas tanto naturales como sobrenaturales chocan, y se desata el infierno.

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BROOKLYN SALVAJE

UNA NOVELA POLICÍACA DE HOMBRES LOBO

ANDY RAUSCH

Traducido porNATALIA STECKEL

Derechos de autor (C) 2020 Andy Rausch

Diseño de Presentación y Derechos de autor (C) 2021 por Next Chapter

Publicado en 2021 por Next Chapter

Arte de la portada por CoverMint

Este libro es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan de manera ficticia. Cualquier parecido con eventos reales, locales o personas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Todos los derechos reservados. No se puede reproducir ni transmitir ninguna parte de este libro de ninguna forma ni por ningún medio, electrónico o mecánico, incluidas fotocopias, grabaciones o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso del autor.

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Querido lector

Para Adam Hall.

Gracias por el apoyoy el estímulo.

UNO

Joe D'Amato era un matón de poca monta, que nunca soñó con ser algo más. Tal vez un matón de los grandes, pero nada más allá de eso. Robaba coches y los vendía a los desguaces, robaba camiones llenos de televisores, vendía entradas falsas de los Giants, cosas así. Cualquier cosa que pudiera hacer para ganar dinero. Su vida no era glamorosa, pero era la suya. Llevaba más de dos décadas trabajando para la mafia. No era un tipo de alto perfil ni un soldado. Era un tipo que hacía todo lo que se le pedía y nunca causaba problemas a nadie. Cuando la gente veía películas sobre mafiosos, solo veía a los tipos que golpeaban gente o que tenían puestos de alto rango como jefe o capitán. La mayoría de los civiles ni siquiera sabía que existían tipos como Joe. Pero la verdad era que tipos como él eran el corazón de la mafia. Sin tipos como Joe, no habría mafia.

Joe era un tipo de aspecto medio, un metro setenta, pelo negro con cola de caballo y una perilla ligeramente torcida. Siempre tenía barba de un día y estaba un poco panzón. Acababa de cumplir cuarenta años y, para disgusto de su madre, nunca se había casado. Se veía a sí mismo como un lobo solitario que no podía ser domesticado. La verdad era que las mujeres no estaban muy interesadas en su compañía, y él no estaba muy interesado en la de ellas. Por eso, frecuentaba el prostíbulo de Dino DeSantis, en Midwood. Era un barrio predominantemente jasídico de clase media, y todo el mundo sabía lo que ocurría en el piso superior del Golden Palm Lounge, pero nadie decía nada. Eso se debía a que Dino mantenía sobornada a la Policía, y los vecinos estaban demasiado asustados para decir algo, o ellos mismos eran clientes.

Joe trabajaba un par de noches a la semana como portero en el Palm como un trabajo extra y le pagaban con polvos gratis. Era un buen trato, y mantenía a todos contentos. No había demasiados problemas en el local, ya que todo el mundo sabía que estaba protegido por la mafia, y cuando los había, Joe los manejaba con alegría y facilidad. A sus ojos, el trabajo era un doblete: conseguía darle una paliza a la gente y conseguía suficientes polvos para mantenerse bien. Además, bebía gratis.

Esa noche había sido un martes de finales de septiembre sin incidentes, y el negocio había sido normal. Había habido un puñado de clientes en el piso de abajo y manos llenas de penes en el de arriba. No había habido problemas, y Joe había pasado su turno sentado en la barra escuchando canciones en la gramola y hablando con Frank, el barman. Tras el cierre, había recibido su paga con veinte minutos de servicio completo por parte de Dallas, la tipa hispana que había sido su favorita esos últimos meses. Cuando tenían sexo, Joe no se hacía ilusiones de que a Dallas realmente le gustara ni se preocupara por él, pero al menos era cordial, que era más de lo que podía decir de algunas de las otras. Pero lo entendía, realmente lo entendía. Solo era un trabajo para ellas, y un trabajo era un trabajo. No había necesidad de que las chicas se convirtieran en amigas por correspondencia ni en mejores amigas de él. Si él hubiera estado en su lugar, también habría entrado, habría hecho el trabajo y habría salido. Las chicas eran, en cierto modo, como Joe: pequeños engranajes en una gran máquina de hacer dinero. Al final, todos terminaban jodidos por la jerarquía de la mafia, solo que de diferentes maneras.

El viejo Camaro color óxido de Joe había muerto de una vez por todas, por lo que tuvo que aceptar un viaje a casa con Frank. Al principio, había parecido un buen trato, pero luego, cuando estaban en el coche, Frank le comentó que tenía que hacer un recado. Joe respondió que estaba bien, y se pusieron en camino. Pero, unos minutos más tarde, Frank anunció:

—Hay un cabrón que me debe dinero. Necesitaré que te quedes y parezcas un tipo duro. Estate ahí para respaldarme.

Joe lo miró con no poca irritación.

—Me pagan por hacer eso, ¿sabes? ¿Me pagarás?

Cuando quedó claro que Frank no pagaría y que Joe no lo respaldaría, Frank se enfadó y lo dejó a un par de kilómetros de distancia.

—¿Cómo se supone que llegaré a casa, estúpido bastardo?

—Que me aspen si me importa —espetó Frank, justo antes de alejarse.

Así que Joe estaba a unos ocho kilómetros de su apartamento. Sin coche y sin dinero, no tenía más remedio que caminar. Pero a la mierda, pensó Joe. Necesitaba el ejercicio. Había desarrollado una pequeña barriga, y recientemente, había leído que el ejercicio no solo era bueno para el cuerpo, sino también para la mente. Así que allí estaba, caminando por las oscuras callejuelas de Brooklyn, alternando entre fumar Pall Malls y silbar una vieja melodía de Sinatra.

Había llovido un rato antes, y las calles estaban resbaladizas y brillantes bajo las farolas. Las calles estaban vacías, pero Joe oía el tráfico a lo lejos y, de vez en cuando, veía algún coche que cruzaba las calles más adelante. No vio a nadie en sus patios ni caminando. Estaba solo, y eso le gustaba. A veces, quería estar solo con sus pensamientos. Algunos eran buenos, como recordar el dulce culo de Dallas apretado contra su pene, y otros no tanto, como darse cuenta de que era un fracaso en casi todos los aspectos de la vida. Pero lo sabía desde hacía mucho tiempo. Había intentado decirse a sí mismo lo contrario, pero lo sabía. Se decía que estaba viviendo exactamente la vida que quería vivir, pero era mentira. Aunque no tenía ambiciones de ser mucho más que lo que era, siempre había querido ser rico de algún modo. El hecho de que no tuviese ni idea de cómo conseguirlo era, en gran parte, la razón de que nunca hubiera sucedido. Así que se convirtió en un mafioso, como su padre.

Todavía recordaba la charla que su padre había tenido con él justo después de que había abandonado la escuela: estaban sentados en el porche bebiendo Michelobs, y su padre lo había mirado directamente a los ojos.

—Esta vida mía no es tuya. No tiene que serlo, Joe.

Joe lo había mirado.

—¿Qué quieres decir?

—Solo porque yo sea un mafioso no significa que tú tengas que serlo también. Quiero algo más para ti. Quiero que hagas que tu madre esté orgullosa. A ella no le gusta esta mierda.

—Bueno, ¿qué sabe ella?

Su padre había levantado la mano como si fuera a darle una bofetada.

—No le faltes el respeto a tu madre. Ella sabe mucho. Sabe mucho más de lo que crees. Esta vida... mastica a los hombres como nosotros y luego nos escupe. «A veces»es una buena vida, pero la mayoría de las veces es mala, de punta a punta. No quiero que seas como yo. Quiero que seas como...

—¿Quién? —había preguntó Joe—. ¿El tío Sal?

—Tu tío es un buen hombre —había señalado su padre—. Tiene su propia tienda de comestibles. Hace su dinero de la manera correcta. De forma limpia. Eso es respetable, Joe. Esta vida... «mi vida» ... no es para ti—. Su papá lo había mirado a los ojos y le había hecho prometer que nunca se convertiría en un mafioso. Y Joe lo había hecho.

Eso había sido un año antes de que el padre de Joe muriera de un disparo y dos años antes de que Joe entrara a trabajar para Don Dellasandro.

Joe sabía que a su padre no le habría gustado, pero esperaba que hubiera entendido la decisión. Su padre, Charley D'Amato, había sido un padre comprensivo, en lo que respecta a los padres de la mafia. Había sido un padre estricto y sin pelos en la lengua, bastante libre con el cinturón, pero Joe siempre había sabido que lo querían.

Mientras caminaba hacia su casa, miró al cielo nocturno, sin ver nada más que la gran luna llena que colgaba en lo alto.

«¿Estás ahí arriba, papá? »preguntó. Su papá no dijo nada. No había ningún sonido en la calle. «Siento haberte decepcionado, papá. Nunca quise hacerlo. Pero después de que te fuiste, tuve que ganar dinero para cuidar de mamá y Debbie de alguna manera, y no tengo ninguna habilidad, papá. No tenía lo que llaman una habilidad comercializable. Lo único que sabía hacer era robar y reventar cabezas, así que puse eso en práctica y salí a buscar comida para nuestra familia». Joe siguió caminando, mirando al cielo. «¿Lo entiendes? Si lo haces, di algo. Cualquier cosa». Solo había silencio. Enfadado y decepcionado, Joe dio una patada a la nada. «Tal como me lo imaginaba» murmuró. «Estás muerto y te has ido».

Siguió caminando, encendiendo otro cigarrillo mientras lo hacía. Le dio una sola calada y empezó a sentir ligeras gotas de lluvia en la piel. Eso no era bueno. Todavía le quedaban varios kilómetros por recorrer. La lluvia no se detuvo, pero tampoco aumentó. Se quedó en poco más que en una llovizna, lo suficiente para molestar. Al menos no era suficiente para apagar sus cigarrillos.

Mientras caminaba, algo salió disparado de detrás de un coche aparcado, y lo sobresaltó. Era un gato, que corría como si su última vida dependiera de ello. Malditos gatos. A Joe nunca le habían gustado esas malditas cosas. Siempre se había considerado más bien un hombre de perros, aunque nunca había tenido una sola mascota.

Caminó otra cuadra antes de escuchar el gruñido detrás de él. Sonaba como un maldito puma. Joe giró y miró hacia atrás con nerviosismo, pero no vio nada. Se le puso la piel de gallina y, aunque nunca lo hubiera admitido, el gruñido lo había asustado un poco. Aceleró y empezó a caminar cada vez más rápido. Tiró el cigarrillo a medio fumar mientras lo hacía.

Todavía aterrorizado, mantuvo la mirada fija en la calle. Se dijo a sí mismo que tal vez no había oído el gruñido. Tal vez no era real. Tal vez solo era su mente que le jugaba una mala pasada. Tal vez era un efecto secundario de las drogas que había consumido cuando era más joven. La cocaína tal vez. O la heroína.

Cuando volvió a oír el feroz gruñido, Joe lo supo. Parecía algo grande, mucho más grande que un perro. No quiso mirar detrás de él, así que siguió avanzando, caminando tan rápido como esas mujeres que vio practicando marcha rápida en el parque. La sangre parecía helarse en sus venas, y se dio cuenta de que estaba temblando. Pero siguió caminando tan rápido que su dedo del pie se enganchó en una grieta entre los ladrillos y tropezó; cayó con fuerza al pavimento. Antes de que pudiera levantarse, volvió a oír el fuerte y aterrador gruñido detrás de él. Empezó a levantarse, mirando hacia atrás. Fue entonces cuando vio la cosa.

Sabía que no podía estar viendo lo que veía, pero así era. Era una gran bestia peluda de algún tipo. Era de la altura de un hombre, y estaba cubierto de pelaje oscuro, parado en dos patas. Parecía un... bueno... un hombre lobo. Pero no, «a la mierda», se dijo a sí mismo. Esa mierda no era real. Pero mirando esa cosa, Joe ya no estaba tan seguro. La criatura lo miraba fijamente, inmóvil, pero con la apariencia de estar preparada para saltar en cualquier momento. Ya no gruñía, pero mostraba los dientes blancos, afilados y brillantes, en un gruñido silencioso. Sus ojos amarillos y ardientes estaban fijos en él.

Congelado en una especie de media lagartija, Joe se meó encima. Miró por debajo de su cuerpo levantado, a su entrepierna, y vio la orina que se filtraba a través de sus pantalones. Luego volvió a mirar a la criatura.

Nunca había estado tan asustado. Entonces, se dio cuenta de que no había estado respirando. ¡Estaba tan asustado que se había olvidado de respirar! Continuó levantándose. No había nada más que pudiera hacer. Observó la cara de la criatura mientras lo hacía para ver si sus movimientos la desencadenaban y la hacían atacar. Pero la criatura se quedó allí, observándolo. Como su rostro estaba cubierto de pelo, no podía leer su expresión, si es que la tenía. Pero pensó que parecía enfadada, aunque no podía asegurarlo. Una cosa era cierta: mostraba los dientes todo el tiempo, y la criatura no le quitaba los ojos de encima.

Joe estaba de pie, sin saber qué hacer. Se enfrentaba al hombre lobo o a lo que fuera esa cosa. Estaban atrapados en un duelo de miradas, cada uno de ellos de pie, observando al otro. Comenzó a retroceder, lentamente, esperando poder salir de eso.

El primer paso fue un éxito. La criatura no se movió, ni siquiera se inmutó. Esto podría funcionar, pensó Joe. Entonces, dio un segundo paso hacia atrás. La criatura siguió sin moverse. Luego, dio un tercer paso, y eso pareció activar a la bestia. Fue entonces cuando gruñó y saltó hacia adelante. Recorrió los dos o tres metros que los separaban en un segundo y, de repente, ¡se le echó encima! Joe trató de girar para correr, pero no pudo. Antes de que lograra hacer cualquier movimiento, la criatura lo tiró de nuevo a la calle.

Joe gritó, y la bestia gruñó con fuerza. ¿No podía oírlo nadie? Pensó que, tal vez, si gritaba lo suficientemente fuerte, lo harían. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando la bestia le rasgó la cara con su garra, y le arañó un ojo. El dolor era intenso y punzante. Joe sabía que estaba gritando, pero no podía oírlo. Todo estaba borroso. Entonces, sintió que la criatura le mordía profundamente el brazo. En ese momento, sí pudo oírse a sí mismo. Gritaba continuamente, aunque no era su intención. Su cuerpo simplemente lo hacía. Miró el hocico peludo y cubierto de sangre de la criatura, que tenía justo sobre su cara. Olió el asqueroso y pútrido aroma de su cálido aliento. Y entonces, se desmayó.

DOS

Joe se despertó en el hospital con el ojo derecho cubierto por vendas. No había médicos en la habitación, ni nadie sentado con él. Estaba solo y conectado a vías intravenosas y a varias máquinas, una de las cuales le estaba administrando sangre. Parpadeó con su ojo bueno, intentando averiguar dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Y entonces, recordó a la criatura. Esa horrible y grotesca bestia.

Miró a su alrededor. ¿Qué diablos…?

Gritó.

—¡Oigan! ¡Oigan! ¿Hay alguien aquí? —No hubo respuesta, y empezó a sentir pánico. Se dio cuenta de que tenía el ojo tapado, y se puso aún más ansioso. — ¡¿Qué es esto?! —gritó. — ¡Ayuda! ¡Alguien!

Pero no hubo respuesta. Todavía estaba conmocionado por el ataque, aunque no tenía idea de cuánto tiempo había pasado. Mirando a su alrededor, obviamente, eso era una habitación de hospital. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No había forma de saberlo.

Gritó un par de veces más, pero no hubo respuesta. Intentó calmarse. Si eso era un hospital, tenía que haber una forma de contactar con la Enfermera. Miró a su lado y vio un mando con cable con un botón de llamada junto a su brazo. Lo levantó y pulsó el botón.

Después de un momento, oyó una voz de mujer.

—Está despierto. Entraremos enseguida.

¡Cielos! ¿Qué clase de hospital de mierda era ese? ¿Por qué no había nadie allí con él? Pero, entonces, Joe se dio cuenta de que se debía a que no tenía amigos. Tenía socios, claro, pero nadie a quien le importara realmente; nadie que derramara una lágrima si se unía a su padre en el Cielo.

Pero ¿qué había de Sonny? Sonny era un gánster de antes, muy arriba en el tótem. Era un capitán, y todo el mundo lo consideraba el siguiente en la línea del trono. A pesar de su elevada posición, Sonny siempre había sido amigo de Joe. O tal vez no amigo, pero sí casi amigo, al menos. Como mínimo, lo toleraba, y Joe estaba agradecido por eso. Claro que sería agradable tener un amigo de verdad, alguien cercano en quien pudiera confiar, pero por el momento, las cosas eran como eran, y eso no se podía cambiar. Y, definitivamente, no desde una cama dentro del hospital.

Un momento después, entró una enfermera negra y corpulenta, seguida de cerca por un enfermero del que Joe imaginó que era gay. O tal vez metrosexual. Joe nunca sabía. Él mismo tenía un sentido del estilo bastante parecido al de Otis, el borracho del pueblo, en El show de Andy Griffith, así que a Joe le molestaban esos tipos metrosexuales tan elegantes. Tal vez podían conseguir polvos sin pagar por ellos, pero Joe podía darles una paliza. Creía que todo se equilibraba. Pero estaba bastante seguro de que ese tipo era gay y no metrosexual. Joe sentía que había desarrollado una especie de radar para ello durante su estancia en la cárcel de Otisville.

—Ya era hora —protestó Joe. —He estado aquí gritando un rato.

La enfermera negra parpadeó, tratando de mantener su profesionalidad.

—En el futuro, solo tiene que pulsar el botón y, como ve, estaremos aquí.

Antes de que Joe pudiera responder algo inteligente, entró otro tipo. Obviamente era un médico. Era un tipo delgado (un pequeño palillo de dientes con el que Joe se habría metido en la escuela) con pelo negro que empezaba a encanecer en las sienes. Era un capullo engreído. Joe se daba cuenta con solo mirarlo.

—Hola, señor D'Amato —saludó. —Soy el doctor Ramsey.

Joe lo miró con desconfianza.

—¿Cómo sabe mi nombre?

El médico esbozó una sonrisa condescendiente de «eres un maldito idiota» y respondió:

—Supongo que los paramédicos lo leyeron en su carné de conducir. Pero no puedo asegurarlo porque no estaba allí. Solo miré su historial y ahí estaba su nombre.

—¿Por qué diablos estoy aquí?

El rostro del doctor Ramsey se torció en una mirada que expresaba tanto confusión como preocupación. Se cruzó de brazos y se llevó la mano a la cara para mostrar que estaba considerando su respuesta.

—Lo atacó algo. Algún tipo de animal. Algo grande. No estamos seguros, pero creemos que fue un oso. ¿Usted... usted vio lo que lo atacó?

Joe lo miró fijamente.

—Sí, pero no estoy seguro de qué demonios era.

No quería decir cómo se veía o, probablemente, lo meterían en otro tipo de hospital.

—Estamos bastante seguros de que era un oso —afirmó el doctor Ramsey. —Lo único que lo salvó fue que, mientras esa cosa lo atacaba, un coche se acercó a usted y golpeó a la criatura. Es un milagro que no lo haya matado ni el oso ni el coche.

—No creo en los milagros —sentenció Joe.

El médico asintió.

—Yo tampoco, pero si alguna vez hubo uno, probablemente sea este.

—El... oso... ¿fue atropellado por un coche?

—Sí, señor D'Amato. Un todoterreno. Pero el conductor no estaba seguro de qué era la criatura. Pero estamos bastante seguros de que era un oso. ¿Qué otra cosa podría ser?

Joe lo miró.

—¿No encontraron su cuerpo?

—No, la criatura huyó, probablemente, para morir en algún lugar. También perdió mucha sangre.

—Entonces, ¿cómo son las cosas? ¿Estaré bien? —El doctor Ramsey se mordió el labio; parecía que intentaba averiguar la mejor manera de dar malas noticias. — ¿Qué es? —preguntó Joe.

—Perdió un ojo, señor D'Amato.

—¿Qué carajo? Me está jodiendo, ¿verdad? Dígame que me está jodiendo.

—Me temo que no, señor D'Amato. El ataque destruyó completamente el ojo.

—¿Así que ya no está? —preguntó Joe, acercándose a tocar el vendaje donde había estado su ojo.

El doctor Ramsey lo miró, asintiendo.

—Me temo que así es.

—¿Ustedes... lo sacaron?

—No quedaba mucho.

—¿Qué? ¿Se lo comió el oso?

—No —contestó el doctor Ramsey—. Le arañó la cara, desde la frente hasta el ojo y la mejilla. Le arrancó el ojo.

—Vaya —expresó Joe, mirando hacia abajo, sacudiendo la cabeza, tratando de dar sentido a todo esto. —No puedo creerlo. Un minuto estoy ocupándome de mis asuntos, y al siguiente... —Miró al doctor. —No tengo ojo. Así de fácil.

—Nadie ha llamado a la Policía para informar que vio al oso todavía —comentó el doctor Ramsey. —Pero me han dicho que no es raro que los osos negros se paseen por la ciudad. Pero ¿quién sabe qué lo ha provocado? Son animales, ¿sabe? Hacen lo que sea que hacen. Deambulan sin rumbo y simplemente...

—Son osos —completó el enfermero gay.

Joe lo miró, queriendo darle una bofetada. Por supuesto que «son osos». Esa era la afirmación más tonta que había escuchado. ¿Qué otra cosa podría ser? Y entonces, Joe tuvo una idea. Miró al doctor.

—¿Reciben muchos ataques de osos por aquí?

—No muchos —respondió el doctor Ramsey. —Pero he visto un par estos últimos años.

—¿En Brooklyn?

El médico asintió.

—En realidad, ha habido bastantes ataques, pero solo hemos visto un puñado de supervivientes. Cuatro para ser exactos, y eso lo incluye a usted.

—Déjeme preguntarle algo —pidió Joe. —En esos ataques, ¿han encontrado «alguna vez»a los osos?

—Es extraño, pero no, nunca. Es una locura. Uno se pregunta cómo los osos pueden pasearse por Brooklyn y no ser vistos. Es una locura.

—Así es —añadió la enfermera negra.

—Pero sucede —agregó el doctor Ramsey.

Joe exhaló con fuerza, agotado y desanimado.

—¿Y ahora qué? ¿Qué sucederá conmigo?

—Bueno, eso depende —contestó el doctor Ramsey. — ¿Tiene seguro?

—No —respondió Joe. —Nunca tuve ninguno.

El doctor Ramsey se llevó la mano a la barbilla.

—¿Y Medicaid?

—Ni siquiera sé qué es eso.

—Es un seguro del Gobierno —explicó el médico.

—¿Qué? —preguntó Joe. — ¿Le parece que necesito una limosna? Me gano lo que recibo. No soy un parásito que vive de un cheque del Estado.

El médico puso cara de preocupación y giró para intercambiar miradas con los dos enfermeros. Luego se volvió hacia Joe.

—Bueno, eso va a cambiar las cosas —señaló. —A menos que tenga una reserva de dinero por ahí, dudo de que pase mucho tiempo aquí. Y probablemente, tampoco le pongan una prótesis de ojo.

—Y entonces, ¿qué?

El médico lo miró.

—Probablemente, tendrá un parche.

Joe ladeó la cabeza, mirándolo como si estuviera loco.

—¿Qué? ¿Como un maldito pirata? ¿Como el maldito Patch Adams?

—Patch Adams no llevaba realmente un parche —replicó el doctor Ramsey.

—No sé nada de eso. No veo esa mierda afeminada.

No queriendo saber nada de eso, el doctor Ramsey se dio vuelta.

—Descanse por ahora, y todo se solucionará—. Antes de que se produjera ninguna otra conversación, salió de la habitación.

Joe miró a los enfermeros.

—¿Se lo pueden creer? Este maldito tipo.

Los enfermeros sacudieron la cabeza. El chico gay no dijo nada, pero la mujer negra se inclinó hacia él como si le estuviera contando un secreto, aunque no bajó la voz.

—Es este estúpido sistema sanitario —argumentó. —A menos que tenga dinero, no recibe la atención que necesita.

—Mi viejo decía que hay tres tipos de personas en las que nunca debes confiar —señaló Joe.

—¿Quiénes son esos?

—Médicos, abogados y mujeres —respondió. La enfermera se quedó mirándolo, parpadeando. — ¿A quién le importa, de todos modos? Solo quiero salir de aquí. Tengo mejores cosas que hacer.

—¿Cómo qué?

La verdad era que no tenía nada importante que hacer, pero la miró como si fuera estúpida.

—¿Qué diablos le importa, señora?

TRES

Una hora más tarde, el enfermero gay regresó.

—Hay unos caballeros que quieren verlo, señor D'Amato.

Antes de que Joe pudiera preguntar quiénes eran, un par de tipos (obviamente policías) entraron detrás del enfermero. Eran tipos de paisano, pero llevaban el sello de la Policía por todas partes. Sus ropas baratas, sus gestos, sus miradas cansadas y cómplices. El policía principal, un tipo corpulento de unos cincuenta años, llevaba un sombrero de fieltro marrón en las manos.

—Soy el detective Barnes —se presentó. —Este es el detective Ainsley. Estamos aquí para hacerle algunas preguntas.

—¿Sí? —preguntó Joe, desconfiado. — ¿Sobre qué?

Los dos policías se miraron, y luego Barnes volvió a mirar a Joe.

—El ataque de los animales. ¿Para qué otra cosa estaríamos aquí?

Joe se sintió aliviado. Había sido un rufián toda su vida, así que su primer pensamiento cuando veía a los policías era que estaban allí para hablar de uno de los muchos crímenes que había cometido.

—Entonces, ¿no estoy en problemas? —preguntó Joe.

Barnes esbozó una pequeña media sonrisa, con el ceño fruncido, tratando de encontrarle sentido a eso.

—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a estarlo?

Joe se encogió de hombros.

—No hay razón, supongo. En el barrio en el que crecí, si la Policía iba a verte, siempre era por algo malo. Alguien sería arrestado.

Barnes sonrió, asintiendo.

—¿Qué barrio era ese?

—Crecí en la calle Mulberry.

Barnes asintió, comprendiendo.

—Me contaron que vio al animal que lo atacó. ¿Es eso cierto?

Joe lo miró por un momento, estudiando su expresión para ver si podía leer algo allí. Al no ver nada, preguntó:

—¿Y si lo vi?

—¿Por qué no nos cuenta? —pidió Barnes.

Joe lo miró.

—¿Qué quiere que le diga?

—Parece un ataque de oso. ¿Es eso lo que fue?, ¿un ataque de oso?

—¿Qué otra cosa podría ser? —preguntó Joe.

—No lo sé —respondió Barnes—. No estuve allí.

—Por eso se lo preguntamos —intervino Ainsley.

—A mí me pareció un oso —señaló Joe.

—¿Está seguro? —preguntó Barnes, entrecerrando los ojos, buscando una respuesta diferente.