Buenos tiempos - Victoria González Torralba - E-Book

Buenos tiempos E-Book

Victoria González Torralba

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Beschreibung

Premio Paco Camarasa de novela negra 2023Finalista al Premio NovelpolFinalista al Premio Ciudad de Santa Cruz de Novela Criminal 2024 «Hay en las páginas de Buenos tiempos la mezcla precisa de intriga y aventura que tenían las historias que nos hicieron crecer».  Antonio Iturbe «Victoria González es una narradora pura sangre. Es inteligente, de trazo claro, sentido del pudor y del equilibrio y no sale de casa sin saber cómo va a volver. Y Buenos tiempos es una novela de escritora hecha y nueva a la vez».Carlos Zanón En la España de los años 70, en pleno despertar turístico, Laura vive con sus tíos —un hombre autoritario y una mujer de carácter áspero— en un pueblo de la costa mediterránea. Para contribuir a la economía de la casa, limpia apartamentos y trabaja como camarera en la cantina de Juan Sil, un tipo oscuro y voluble que, sin embargo, constituye su única fuente de afecto. Todo en el destino de la joven parece ya trazado, hasta que una madrugada, mientras pesca con Sil, rescata del mar la pierna de un cadáver. A raíz del siniestro hallazgo, Laura se verá envuelta en un misterio del que será protagonista involuntaria, y sobre ella recaerá también la responsabilidad de resolverlo. El problema es que no tiene ni idea de cómo hacerlo, y tampoco de qué manera afrontar esa nueva realidad sembrada de amenazas en la que nadie resulta ser quien parece: Álex Lobo, un delincuente irresistiblemente atractivo; Antonio, un veraneante que le descubrirá el amor por los libros; o el Hombre de los Perros, un vagabundo de turbadora presencia… Mediante una calculada trama, repleta de giros y sorpresas, la autora de Buenos tiempos va dosificando, con mano maestra y hasta la última página, todos los ingredientes que una buena novela negra debe tener.

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Ähnliche


Índice

Cubierta

Portadilla

Nota de la autora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Agradecimientos

Créditos

A Diego, por creer que sí

Nota de la autora

El escenario recreado en esta novela no es real. Aunque he tomado como inspiración un paisaje concreto, en ningún caso ha sido mi intención retratarlo. Mi propósito ha sido reflejar la atmósfera de una localidad de la costa mediterránea en la década de los setenta del siglo pasado.

Los personajes que aparecen en la novela son fruto de mi imaginación y no tienen correspondencia con ninguno de carne y hueso. Todos, menos uno.

Aquellos fueron buenos tiempos, aunque entonces

no lo sabía.

Reconocemos la unidad de medida cuando

ya es demasiado tarde.

Nada es mejor que lo irrecuperable, nada más genuino

que lo que fuimos. Sí, aquellos fueron buenos tiempos,

aunque me ocurrieran las peores cosas.

Capítulo 1

Vivimos dormidos hasta que algo nos arranca del sueño.

La arena húmeda desprendía un tenue aroma a algas. Con el cuerpo entumecido, avancé por la playa como una sonámbula. El sol aún no asomaba por la línea del horizonte. Juan Sil, algo más adelantado, caminaba con decisión. Llevaba a cuestas los aparejos de pesca, la nevera con los cebos y un mal humor endémico. Era un hombre enérgico, incluso a aquellas horas intempestivas.

Lo contemplé con ojos adormilados y pensé que, aunque coincidiéramos en un mismo espacio, habitábamos dimensiones diferentes.

—Espabila, que al final saldremos los últimos.

Su voz sonó grave, rasposa.

Miré alrededor. No vi a nadie, ni en la playa ni adentrándose en el mar. Estábamos solos. Seríamos los primeros en salir, como siempre.

Nos detuvimos junto a la barca, que descansaba boca abajo junto a otras de tamaño similar.

Confundirse de embarcación resultaba imposible. La de Sil era roja, de un rojo chillón que te estallaba en la retina. Las sillas de su cantina también eran de ese color, así como la puerta que daba al almacén y la verja del jardín.

La explicación a tanta exaltación cromática no respondía a una sensibilidad especial, sino a una prosaica realidad. En el pasado alguien le había saldado una deuda pagándole con botes de pintura roja. En la vida de Sil las cosas funcionaban así. La relación causa-efecto era una línea recta de trazo firme.

Con más habilidad que fuerza, dimos la vuelta a la embarcación y depositamos en su interior los utensilios de pesca y el calzado del que nos acabábamos de desprender.

Los zuecos de Sil resonaron al golpear contra las tablas. Constituían en él un signo distintivo. Le encantaba arrastrar los talones al caminar, dejando que la suela de madera raspara el suelo, igual que un fantasma tirando de sus cadenas.

Algunas personas se parapetan detrás de gestos innecesarios. Se frotan las manos para aliviar un frío que no sienten, se rascan la cabeza fingiendo un picor que no padecen o miran con empeño el reloj sin importarles qué hora es. Simulan una necesidad que no existe. Sil campaneaba levemente las caderas al andar. Ninguna tara física justificaba ese movimiento. En su juventud se había enrolado en un barco mercante y él atribuía a aquella época el origen de su peculiaridad.

—El mar te recuerda constantemente que no es fácil mantenerse en pie. En la tierra es bueno seguir recordándolo —afirmaba socarrón cuando le afeaban los andares.

Yo tenía el convencimiento de que renqueaba por dejadez, como si con esa laxitud quisiera manifestarle al mundo su descreimiento. En todo caso, aceptaba aquella y sus muchas otras rarezas con naturalidad, del mismo modo que asumía sin inmutarme su mala reputación.

Sobre él se rumoreaba que en el pasado había ejercido toda suerte de oscuros oficios y que como prestamista, actividad que desempeñaba con esmero y codicia, imponía severas condiciones. Sabía todo eso, como también sabía que conmigo siempre se había portado bien.

Arrastramos la barca hasta la orilla valiéndonos de unos rodillos.

Me quité la camiseta y los pantalones recortados. La humedad del amanecer se me adhirió a la piel.

Agradecí la penumbra. Mi cuerpo me parecía un catálogo de defectos, sobre todo si lo comparaba con el de las turistas extranjeras que, con la llegada del buen tiempo, invadían la costa. Esas jóvenes voluptuosas, de pelo rubio y ojos descaradamente azules me hacían sentir culpable, como si mi presencia deslustrara el paisaje. Una emoción similar me embargaba cuando, a finales de junio, las veraneantes procedentes de Barcelona se instalaban en los flamantes chalés. Las muchachas de esas familias poseían un aura especial. Caminaban con aire despreocupado, dejando a su paso un aroma a colonia y la estela colorista de sus prendas, muy alejadas de las que yo debía resignarme a vestir.

Al coincidir en la playa, el paseo o en los apartamentos que ellas disfrutaban y yo limpiaba, me sentía pequeña e insegura, aplastada por el peso del aplomo que da el dinero.

Observé con disgusto mis caderas y mis piernas, demasiado rotundas. Intenté consolarme recordando la finura de mi talle, mis ojos almendrados y el gracioso hoyuelo que partía en dos mi barbilla. Ese era el escueto inventario de rasgos de los que me sentía orgullosa.

El resto lo consideraba vulgar.

De niña nadie había señalado mi belleza, ni siquiera como muestra de afecto. Llegada la edad de considerar la apariencia, no era capaz de esgrimir argumentos para rebatir esa ausencia de elogios.

Me sujeté el pelo con una goma para evitar que la brisa lo arremolinara. La coleta no me favorecía, pero me daba igual. Sil era el único testigo y él tenía peor pinta que yo.

Exhibía sin pudor un bañador de tiempos remotos.

Contemplé sus piernas robustas, excesivamente cortas y algo arqueadas, la curvatura de su abdomen, los hombros cubiertos de un vello oscuro, sus bíceps poderosos, pero deslucidos por la flaccidez de la piel que los envolvía, y me pregunté cómo podía aquel hombre, de cuyas capacidades donjuanescas se contaban historias al filo de la leyenda, tener tanto éxito con las mujeres.

La respuesta estaba en la fuerza de su fisonomía. Las cejas pobladas y la cuadratura de la mandíbula le conferían un aire agreste, no carente de atractivo. Sobre todo, si te detenías en sus ojos. Eran negros, como su mirada.

Ignoraba su edad, pero sumaba años suficientes como para prestarle más atención a los recuerdos que a los sueños; a pesar de ello, sospechaba que por mucho que viviera nunca le parecería bastante. Algo en su interior se agitaba inquieto, como una fiera enjaulada.

Las normas más elementales de la prudencia aconsejaban no enojarle o contrariarle. Sus brotes de mal humor no resultaban agradables. No vociferaba ni daba puñetazos en la mesa. Ese no era su estilo. Él adoptaba actitudes de apariencia más inofensiva, aunque más letales. Le bastaba clavar sus pupilas en las tuyas para dejarte paralizado, causándote el mismo efecto que un veneno inyectado en la yugular.

No consideraba esta particularidad un defecto, más bien una muestra de autenticidad, incómoda pero genuina. Me resultaba más inquietante la oscuridad que en ocasiones brotaba de sus silencios. En ese aspecto, Sil era como el mar, de naturaleza cambiante y profundidades insondables.

Metimos el bote en el agua y saltamos dentro.

Nuestras siluetas aún peleaban con las últimas sombras.

Una vez sentados en la bancada, colocamos los remos en las chumaceras y nos pusimos en marcha, Sil bogando y yo sujetando el timón.

El suave tableteo de las olas acariciando la proa tenía un efecto sedante.

Permanecimos en silencio.

Poco a poco, las construcciones que bordeaban la playa se fueron achicando.

Los primeros rayos de sol, que ya se desperezaban, chocaban contra las fachadas encaladas, proyectando una luz blanca y limpia.

A lo lejos, asomaban viñedos y olivares que, bajo el tímido manto de la mañana, adquirían la consistencia de una pintura al óleo. Dispersas en el lienzo, como brochazos caprichosos, se distinguían masías y florecientes chalés. Las primeras, elegantes testigos de un mundo condenado a desaparecer, y los segundos, sello distintivo de un progreso devorador.

La gente prosperaba, se atrevía a tener sueños, a pagarlos letra a letra y, sin darse cuenta, convertían sus deseos en realidades mediocres.

Más allá, las vías del tren subrayaban el paisaje.

Aspiré el aire marino y la sensación de letargo que hinchaba mis párpados empezó a desvanecerse.

El día que despuntaba tal vez valiera la pena.

Fijé mi atención en el campanario de la ermita, una iglesia del siglo XI, y en las tejas anaranjadas de la Torre del Arzobispo, una construcción defensiva alzada en el siglo XVII para proteger a la población de los ataques piratas. Cuando ambas se juntaban en nuestra perspectiva, nos deteníamos. Era la referencia que fijaba el fin de trayecto.

Sil echó el ancla y empezamos a cebar los anzuelos.

Le gustaba emplear varios tipos de gusanos. Las titas eran las mejores para pescar doradas, abundantes en esas aguas, aunque también capturábamos lubinas, sargos, raspallones, doncellas y serranos.

Yo me limitaba a pasarle los tarros intentando no prestar atención a su interior. Sentía compasión por aquellos animales cuyo destino los condenaba a ser atravesados por un anzuelo. Los amparaba el desconocimiento, no saber qué les esperaba. No eran tan distintos a nosotros.

Sil no podía considerarse un profesional, aunque tenía destreza. Llevaba muchos años saliendo al mar.

Solía usar caña corta, pero lo que más le gustaba era pescar con volantín. El método más auténtico, afirmaba con determinación cuando me instruía.

La técnica consistía en un sedal con un plomo en su extremo y diversos anzuelos cebados dispuestos por encima de él. En apariencia resultaba sencillo, pero para que el hilo no se te acabara enredando se requería práctica.

La primera vez que mi mano se agitó impulsada por la agonía de la presa descubrí en mí una excitación inesperada. Fue una sensación inquietante, un gozo bruto y primitivo del que no quise sentirme responsable. Aquel día Sil me miró y sonrió, como si fuéramos cómplices en una aventura secreta.

Con las piezas capturadas preparábamos platos que servíamos a los clientes de la cantina. En nuestro repertorio, las recetas más habituales eran el pulpo con sofrito marinero, el arroz caldoso con sepia, las patatas con suquet, frituras diversas y algún que otro buñuelo de aprovechamiento con los restos que habían quedado por despachar.

A mí no me entusiasmaba pescar, me parecía un juego en el que el tramposo gana y el inocente pierde. Como concepto, me resultaba muy poco edificante. Lo que me gustaba era ir en barca, mecerme con el balanceo de las olas y aspirar el aliento que estas rescataban de remotas profundidades.

A esas horas el mar todavía se mostraba como una masa opaca, ignota e inquietante. Hasta que la luz no incidía sobre él con mayor verticalidad, no revelaba su fondo de arena ondulada. El efecto en mí era más o menos el mismo. Necesitaba que el sol calentara mi piel para desprenderme de las últimas brumas del sueño.

La belleza de la playa, observada desde aquella distancia, me proporcionaba una sensación de alivio, aligeró el peso de mi realidad.

Mi vida no había sido fácil. Estaba llena de descosidos que se habían solapado con desafortunados remiendos.

Perdí a mis padres siendo pequeña. Primero a él, luego a ella. De él no guardaba ningún recuerdo. No podía ser de otra manera. Se evaporó al poco de nacer yo. Mi madre, una mujer de belleza discreta, pero de dulzura embriagadora, había tenido la desgracia de enamorarse del señorito para el que trabajaba.

Al aparecer en escena, me había convertido en una carga que no estaba dispuesto a asumir, así que nos quedamos la una con la otra, sumando nuestras soledades.

Mi madre nunca me habló de él. No tuvo muchas oportunidades de hacerlo. Murió pocos años después, cuando yo apenas contaba cinco años.

El recuerdo de mi padre era solo una ausencia, neutra y plana. El de mi madre, en cambio, me provocaba un doloroso hormigueo que yo comparaba con el que dicen sentir los que han perdido una extremidad.

Cuando ella desapareció, todo a mi alrededor se hundió. Me quedé atrapada en una isla rodeada de acantilados. Y en cierta manera, allí continuaba.

Mis tíos se hicieron cargo de mí. La hermana de mi madre no tenía nada que ver con la mujer risueña e imaginativa que me había traído al mundo. Tenía un carácter seco, un desapego natural hacia lo que la rodeaba y un fondo de amargura que se manifestaba en la línea descendente de sus labios. Se había casado con un hombre adusto que cubría sus inseguridades con un deje autoritario.

No habían tenido hijos. Pese a eso, mi incorporación al núcleo familiar no provocó en ellos ni un ápice de entusiasmo.

Mi tío cultivaba con desinterés un pedazo de tierra que era la base de nuestro sustento. Desde hacía algunos años, completaba el jornal empleándose por horas como albañil. Mi tía se encargaba de las tareas del hogar, carga que yo le aliviaba, ayudaba en el campo y vendía en el mercado parte de la cosecha.

Ambos desconocían no ya el ímpetu de la pasión, sino el sosiego que proporciona el cariño. Entre ellos nunca hubo amor, tan solo el común propósito de acatar con mansedumbre las reglas del juego. Eran de esa clase de individuos para los que la realidad no es un punto de partida, sino el escenario de una rendición, una jaula cuyos límites verificar a diario.

En el día a día, procurábamos mantenernos alejados los unos de los otros, sin aflojar ni tensar demasiado el hilo de desafección que nos mantenía atados. Intuíamos que esa era la mejor forma de conjugar nuestras vidas sin entorpecernos.

A la escuela había ido lo imprescindible. No se me daba mal, pero convenía colaborar en la economía familiar. Una mujer no necesita estudios para encontrar marido, dijo mi tía cuando mostré mi interés por compaginar el trabajo con la academia. Los libros siempre acaban siendo un estorbo, corroboró mi tío.

Estaba todo dicho.

Al concluir el último curso, dieron voces aquí y allá para colocarme. No tardaron en salirme casas donde ir a limpiar. La portera de un edificio de apartamentos se convirtió en mi agencia laboral. En la mía y en la de tantas otras. Cualquiera que necesitara la ayuda de un par de manos acudía a Encarna y ella, con gran diligencia, destinaba a cada demandante la candidata más adecuada.

Así era como había empezado a trabajar para Sil.

Cuando le comuniqué a mi tío esa posibilidad no le hizo ninguna gracia.

—¿Y no hay mujeres más experimentadas que tú para trabajar en la cantina?

—Cobrando lo que yo cobro, no.

Me escrutó con detenimiento, buscando en mí un asomo de rebeldía que no encontró.

Mi respuesta no había sido mordaz, solo sincera.

Apuró el vaso del que estaba bebiendo y lo depositó en la mesa con un golpe seco. Fue toda su respuesta.

Al día siguiente él mismo me acompañó al que iba a ser mi nuevo lugar de trabajo.

—Aquí tienes a Laura —le espetó a Sil mientras yo estudiaba el espacio.

Era un establecimiento deslucido, con aire marinero, punto de encuentro de parroquianos que se reunían para beber, charlar y observarse.

Sil emitió un ronquido a modo de saludo y me inspeccionó de arriba abajo. Yo era una mercancía que debía valorar.

—¿Eres trabajadora?

—No le queda otra, de qué va a vivir si no —aclaró mi tío como si yo no estuviera allí.

Sil achicó los ojos y lo escudriñó en silencio.

Algo pasó por su cabeza, porque su mirada se enturbió.

Fue la primera vez que me fijé en la energía que bullía detrás de sus pupilas.

Volvió a centrarse en mí y me tendió la mano.

Yo le ofrecí la mía como quien presta algo que no es suyo.

No dije nada. Tenía dieciséis años y pocas ganas de hablar.

—¿Te apañas en la cocina?

—Por supuesto.

Otra vez mi tío habló por mí.

Sil continuó ignorándolo.

—Aquí se viene a beber más que a comer, pero la clientela es exigente cuando se trata de llenar el buche.

Observé a los tres o cuatro pescadores que había a esa hora. Aposté a que engullirían con fruición cualquier engrudo que les echaran sin levantar la cabeza del plato.

—De acuerdo —contesté guardando para mí mis reflexiones.

—Te quiero aquí por la mañana temprano. Atenderás la cocina, la barra y las mesas si es preciso. Luego puedes irte. Al atardecer te necesitaré de nuevo hasta la hora de cerrar, que no siempre es la misma. El horario lo marca la clientela. ¿Te parece bien?

—Le parece bien —volvió a certificar mi tutor.

Esta vez Sil sí se dirigió a él:

—¿Por lo acordado?

—Por lo acordado.

Transcurrido un tiempo de aquella conversación, descubrí que Sil no era un mal jefe.

—Puedes quedarte con las propinas —me dijo al acabar mi primera jornada—. Tu tío no tiene por qué enterarse —añadió.

Los clientes no eran muy generosos, pero a mí aquellas monedas me sabían a gloria. Era el único dinero del que podía disponer sin rendir cuentas a nadie.

La pesca se nos estaba dando bien. Nos habíamos hecho ya con varias piezas.

Sil decidió que nos acercáramos al espigón para intentar apresar un pulpo.

Cuando llegamos al lugar que consideró propicio, tomó uno de los peces que habíamos capturado, lo destripó y lo adhirió a una pequeña tabla sujeta a una cuerda por un extremo y con cuatro ganchos en el otro. Luego la lanzó al agua.

Durante un rato, nos movimos con pereza.

El mar, acariciado por caprichosos soplos de aire, ondulaba nuestro avance.

A lo lejos divisé una barca faenando. Ya no estábamos solos. El día empezaba a ser patrimonio compartido.

De pronto la cuerda se agitó. Sil tiró de ella y emitió un grito de satisfacción.

Un pulpo enorme emergió ante nosotros para, al instante, volver a desaparecer.

El animal se resistía con ahínco. Había caído en la trampa, pero no estaba dispuesto a darse por vencido.

Sil parecía disfrutar de ese combate desigual.

—Sujeta aquí —me ordenó al tiempo que iba en busca del salabre.

Mientras batallaba para tener a la presa bajo control, él intentó cercarla con la red. Forcejeé esperanzada. Me había dado la impresión de que su ímpetu empezaba a flaquear.

Di un fuerte tirón.

El pulpo, que de pronto se había convertido en un peso muerto, aterrizó dentro de la embarcación mientras que yo, desestabilizada por el impulso, caí al suelo.

La violencia de la maniobra le había permitido desasirse del anzuelo. Liberado, agitó sus tentáculos buscando una vía de escape.

Mi pierna le pareció la salida más indicada.

El tacto viscoso de sus ventosas me horripiló.

Sil, que se había sentado en una de las bancadas, observaba el espectáculo divertido. Cuanto más se aferraban las ventosas a mi piel, más se reía él.

Yo no le veía la gracia. Había oído decir que los pulpos muerden, que con sus bocas son capaces de triturar conchas y cangrejos. También que son muy inteligentes. Esos dos conceptos, unidos entre sí, no contribuían a tranquilizarme.

Sil fue mitigando poco a poco sus carcajadas hasta que estas quedaron reducidas a un hipo acompasado. Solo entonces se dispuso a sacarme el animal de encima.

Lo agarró con destreza. Bajo su yugo, el pulpo se estremeció. Sin miramientos le embutió la cabeza hacia dentro, como si se tratara de un calcetín, acercó con cautela la barca a una roca saliente y alargando el brazo, empezó a sacudirlo contra ella.

Desvié la mirada y la clavé en el rostro de Sil. Su expresión era cercana al entusiasmo, ajena al padecimiento de la criatura que agonizaba en sus manos.

Cuando los golpes se detuvieron, el silencio se hizo más grande.

El pulpo había cambiado de color. Aún se movía, pero yo sabía que estaba muerto. Sil lo lanzó contra el suelo y enderezó la espalda.

—Que un pulpo se cuele en la barca de un pescador es augurio de buena suerte.

Avalé sus palabras. Después de que una criatura de aspecto tan inquietante se arrastre ante ti, cualquier cosa que te ocurra a continuación debe parecerte fruto de la fortuna.

—Siendo así, lo suyo es seguir pescando —concluyó a la vez que volvía a sumergir el salabre.

Me revolví incómoda. Estar allí había dejado de resultarme agradable. Además, empezaba a hacerse tarde y me esperaba una larga jornada de trabajo. A mi tarea en el bar, debía sumarle la limpieza de varios apartamentos con los que me había comprometido.

Mi impaciencia se atemperó cuando nos alejamos de las rocas.

Una corriente subterránea que se empeñaba en desviarnos me obligó a sujetar el timón con fuerza. A escasa distancia, atisbé un remolino. No era inusual en aquella zona.

Sil profirió una maldición.

Lo miré con ojos interrogantes.

—Creo que se ha enganchado —dijo señalando con la barbilla el salabre.

Algo ejercía presión sobre la red.

Entendí la contrariedad de mi jefe. El mango podía quebrarse. Recé por que no fuera otro pulpo. Ojalá los dioses no hubieran atendido mis plegarias.

Sil extrajo aquello del agua. Un bulto extraño rebasaba del aro. Lo acercó y lo depositó con cuidado sobre el suelo de la barca.

Al principio no supimos identificarlo. Luego, consternados, nos miramos el uno al otro. Sabíamos de qué se trataba, pero no podíamos creerlo.

Una gaviota graznó por encima de nuestras cabezas. Tal vez fuera una advertencia. O una maldición.

—¿Qué es eso? —atiné a preguntar con la esperanza de que mis sentidos me estuvieran confundiendo.

Sil tardó varios compases en responder. Cuando lo hizo, habló con una autoridad impostada, como si intentara convencerse de lo que estaba diciendo.

—Está claro que es una pierna.

El chapoteo del agua contra el casco de la embarcación reinó sobre un prolongado silencio.

Yo mantenía la vista clavada en Sil, como si continuara esperando de él alguna explicación. Él contemplaba absorto la macabra pesca, con el mango del salabre aún entre las manos.

Transcurridos unos interminables segundos, no me quedó más remedio que mirar hacia donde apuntaban sus ojos.

Lo que vi me erizó la piel. Sin duda se trataba de una tibia descarnada que, en su extremo, sustentaba la osamenta de un pie perfectamente calzado. El zapato, de cuero, conservaba intacta la suela, una plataforma de goma excesivamente gruesa para la finura del modelo. Tal vez su finalidad había sido corregir un desequilibrio o realzar la estatura. El conjunto resultaba grotesco.

Balbuceé alguna cosa, incapaz de contener la laxitud de mi mandíbula.

Aquellos restos ejercían sobre mí un poder hipnótico. Aunque me repugnaban, no podía apartar los ojos de ellos. Hasta que sentí la punzada de dos aguijones.

Eran las pupilas de Sil.

Me escrutaban como se mira a un animal herido.

En su expresión capté el destello fugaz de algo que no supe identificar.

Presa de una repentina urgencia, abrazó con la red el conjunto de huesos y los devolvió al mar.

Ahogué un grito mientras, atónita, lo observaba sujetar los remos con decisión.

—Nos vamos —ordenó.

No me moví hasta que el batir de las palas me obligó a buscar un punto de apoyo en la bancada.

Cuando me tuvo frente a él, interrumpió el movimiento y con tono amenazante bramó:

—De esto ni una palabra a nadie.

Asentí sumisa, sin sospechar que lo que acababa de ocurrir iba a virar el trazado de mi destino.

Capítulo 2

La vida es una historia contra todo pronóstico.

Bastó poner el pie en tierra para que Sil volviera a ser el de antes. Al llegar a la cantina adoptó una postura de indiferencia y acometió sus rutinas diarias con total normalidad. Yo tampoco me mostraba muy proclive a mencionar el asunto. Ni con él ni con nadie. Después de su enérgica advertencia no me habían quedado ganas. Además, ¿con quién podía compartirlo?, ¿con las excompañeras de escuela a las que apenas veía?, ¿con mis tíos, con quienes cruzaba las palabras imprescindibles?

Lo mejor era olvidar. Estaba convencida de que con el paso de las semanas ese episodio perdería consistencia en mi memoria y acabaría por desaparecer.

Al finalizar la jornada, cuando el local se quedó vacío, la cocina limpia, la sala recogida y el suelo barrido, Sil me propuso que nos sentáramos a charlar un rato.

Su invitación me sorprendió.

—¿Qué quieres tomar?

Estaba acostumbrada a servir, no a que me sirvieran.

—Una Coca-Cola.

Sil era poco inclinado al derroche, entendiendo por derroche cualquier gesto que no fuera a aportarle un beneficio a corto plazo. Debí interpretar esa alteración del orden natural del cosmos como una advertencia.

Sacó del refrigerador el botellín que le había pedido y se sirvió un vaso de aguardiente. Una vez sentado a la mesa, me tendió el licor.

Lo olisqueé con reticencia. Era una de las consumiciones que más servía, pero jamás la había probado. El aroma resultaba agradable, una mezcla de anís, canela y hierbas.

—Es una receta tradicional —me animó.

Di un sorbo y el líquido me abrasó por dentro.

Se rio con ganas. No sabía hacerlo de otra manera. Esa facilidad suya para la carcajada me cautivaba, la entendía como un don sobrenatural, más fascinante que el poder de volar o ser inmune al dolor. A diferencia de lo que había observado en otras personas, la suya no era una risa nerviosa o defensiva, para esquivar respuestas o silencios, sino un torrente burbujeante y arrollador.

—Hay que tomar unos cuantos de estos hasta que te acostumbras, pero una vez le coges el gusto no encuentras nada mejor. Este licor lo han bebido generaciones enteras de pescadores para hacer frente al frío y al calor, para sosegar el ánimo los días de mala suerte y para celebrar los de mayor fortuna.

Sil era un buen narrador, pero no estaba contándome nada que desconociera. También sabía que aquel aguardiente había sido fiel compañero de los carabineros que, en el pasado, vivaquearon en la playa para mantener alejados a los contrabandistas que, como fantasmas surgidos de la arena, cargaban y descargaban mercancías en botes que se materializaban en la orilla sin que nadie los hubiera visto llegar.

La cantina dormitaba bajo la luz crepuscular. El local se reducía a un rectángulo de paredes encaladas, al que se le sumaban una cocina y un almacén. En la parte trasera, la opuesta a la playa, había un jardín y, en la planta superior, la vivienda que ocupaba Sil.

La austeridad era el sello del negocio, exceptuando el color de las sillas, unas boyas antiguas expuestas en la pared y un barquito de madera colocado en un estante superior, junto a la línea de botellas. Este último presentaba una notable capa de polvo, aun así podía distinguirse su variedad cromática. El casco estaba pintado de verde, el timón de amarillo y de rojo una estrella de mar que lucía grabada en el costado.

Acerqué la botella de Coca-Cola a mis labios. Me gustó su tacto frío y el cosquilleo que me provocó en la nariz.

—Puede que lo ocurrido esta mañana te haya alarmado un poco, pero no debería. No es tan extraño. Quiero decir que no es la primera vez que ocurre.

—Vaya. ¿Has pescado piernas otras veces?

—No, yo no, pero hace años se encontraron en este punto de la costa restos similares. —Se esforzaba por imprimir a la charla un tono despreocupado, como si tratara un asunto trivial.

—No recuerdo haber oído nada sobre ello.

—Serías una cría. La primera pierna apareció hará cosa de diez años. Se topó con ella un hombre que paseaba por la playa. Llevaba un rato caminando cuando distinguió una suela de caucho medio enterrada y oculta por las algas. Pensó que podría sacarle provecho, así que se agachó y tiró de ella. La sorpresa se la llevó cuando quedaron al descubierto los huesos de una pierna humana. Imagínate el revuelo que causó aquello.

—Puedo hacerme una idea.

—En un abrir y cerrar de ojos el pueblo se llenó de policía. Empezaron a barajar diferentes hipótesis, a cuál más macabra. No era para menos, claro. —Apuró de un solo trago el contenido de su vaso—. Y aquello fue solo el principio.

—¿Qué quieres decir?

—Que al cabo de un tiempo se halló otra pierna en circunstancias similares.

—Supongo que sería la otra extremidad del mismo cadáver.

—Eso es lo que en un principio se pensó, pero el segundo despojo no pertenecía a la misma persona.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque ambos pies eran el derecho.

—¿Qué dijo la policía?

—Lo que ya sabíamos, que las extremidades pertenecían a sujetos diferentes. A falta de datos más concretos, la imaginación de la gente empezó a dispararse. Enseguida tomó cuerpo una historia fantasiosa. Corría el rumor de que por la zona merodeaba un asesino que descuartizaba a sus víctimas y luego arrojaba al mar sus pedazos. Los propios investigadores acabaron acomodándose a esa explicación. Sobre todo cuando, tiempo después, aparecieron más piernas en condiciones similares. En todas las ocasiones buena parte del calzado y de los huesos se conservaban bien. Incluso la articulación del tobillo mantenía cierta movilidad.

Sentí que me envolvía un manto de aire frío.

—Pero ¿solo se encontraron piernas?, ¿nunca aparecieron brazos u otro tipo de restos?

—No, nunca.

—¿Ni se descubrió al culpable?

Se recostó en la silla satisfecho. Había conducido la conversación hasta el punto exacto donde quería llevarla.

—No, no se descubrió porque dicho asesino nunca existió.

—Entonces, ¿cómo se explicó lo ocurrido?

—Trajeron a un forense de Tarragona, quien determinó que los miembros no habían sido arrancados de forma violenta. Cuando un cuerpo pasa mucho tiempo sumergido en el agua es un proceso natural que brazos y piernas acaben separándose del tronco. Se concluyó que los cadáveres pertenecían a personas que habían fallecido en el mar, seguramente ahogadas de forma accidental. Por otro lado, el caucho explicaba que las piernas fueran las únicas extremidades que habían acabado emergiendo. La goma había favorecido que salieran a flote mientras el resto se perdía en las entrañas del mar.

Imaginé un fondo marino macabro, poblado de cadáveres desmembrados.

—¿Tanta gente ha muerto ahogada en esta playa?

—Más de la que imaginas. El Mediterráneo no es tan dócil como quiere aparentar. Su falsa placidez atrae a muchos incautos que apenas saben nadar o que sobrestiman su capacidad para mantenerse a flote en una embarcación. Cuando este mar se agita, no es fácil lidiar con él.

El eco del vaivén de las olas se me antojó el solapado rugido de una bestia aletargada.

Con las manos en los bolsillos y la espalda recostada en la silla, Sil mostraba una actitud relajada. Su voz, sin embargo, se tornó ronca.

—Hace muchos años se desató una gran tormenta, la más violenta que recuerdo. En un instante la atmósfera se cargó de electricidad. Aún era de día, pero la luz fue barrida por un brochazo opaco. Los rayos se sucedían, resquebrajando el horizonte en temblorosos fragmentos. Empezó a llover. Las gotas, furiosas, perforaban el mar. La naturaleza había enloquecido. Las olas se batían unas contra las otras, obedeciendo a dioses diferentes. Fue una jornada fatídica para los barcos que faenaban. Uno de ellos se perdió. No se supo más de él ni de su tripulación.

—¿Los conocías?

—No, a ninguno de ellos. No eran del pueblo. El naufragio tuvo lugar a muchas millas de distancia. Ese fue el motivo por el que costó relacionar el funesto episodio con los despojos aparecidos aquí años después.

Seguía dando sorbos a mi Coca-Cola, pero había dejado de percibir el cosquilleo de sus burbujas. Otro tipo de inquietud acaparaba mi atención.

—Pero ¿por qué recalaron los restos en esta playa?

—Por la configuración de las corrientes. Todo lo que el mar engulle y arrastra tiende a emerger en esta zona. Antiguamente no era infrecuente que los barriles de vino que viajaban a ultramar aparecieran aquí cuando la nave sufría algún percance en algún punto no muy lejano. Se cuenta que, en más de una ocasión, mercancía salida de nuestros almacenes regresó al punto de partida tras una tormenta.

Sonrió satisfecho, seguramente fabulando con la ilusión de vender dos veces el mismo vino.

El mar, al otro lado del ventanal, se había convertido en una mancha oscura.

—La carne humana se descompone antes que el caucho, un material habitual en el calzado de los pescadores. Como ya te he dicho, su flotabilidad explica que las piernas regresaran.

Abrió los brazos, mostrándome las palmas de las manos, igual que un mago declarando su inocencia.

—¿Calman estas explicaciones tu inquietud? Como puedes comprobar se trata de una historia sin misterio. Los hechos más extraordinarios a menudo tienen explicaciones muy sencillas. La vida es más aburrida de lo que nos gustaría.

No respondí.

Intentaba disolver el enigma como un azucarillo en el café, pero a mí me había quedado un poso amargo. Me observaba con ojos risueños, avivados por el alcohol. Su actitud era muy diferente a la que había manifestado en la barca.

—¿Si se trata de una historia sin secretos, por qué devolviste la pierna al mar?, ¿por qué me ordenaste que no contara nada de lo ocurrido?

Bajé la voz al hablar, imprimiendo a cada palabra un barniz de prudencia. Temía que mi pregunta lo importunara, que pudiera interpretarla como una afrenta. No convenía despertar su mal carácter.

—Porque solo serviría para buscarnos complicaciones. Nada podemos hacer por el muerto y yo ya tengo demasiados asuntos de los que ocuparme como para que venga la policía a tocarme las narices. Cuando el mar se lleva a sus víctimas, poco se puede hacer desde tierra firme.

—Pero alguien podría haber identificado el cadáver y encontrar consuelo en el hallazgo.

Acogió mi comentario con un muro de inexpresividad. Sus ojos secuestraron un instante mi mirada y no la soltaron hasta que me atreví a esbozar una tímida sonrisa conciliadora.

Él también forzó una expresión amigable antes de responder:

—Sí, y también podría remover un dolor, agitar una vida que a bien seguro ya habrá seguido su camino. Eres demasiado joven para entenderlo, pero los recuerdos son más fáciles de digerir que los restos de un cadáver.

Dio una palmada en la mesa y se levantó con gesto avinagrado.

La charla había concluido.

Guardé silencio dando los últimos tragos a mi refresco.

Apenas había dado un par de sorbos cuando una sombra se extendió sobre nosotros, como si la noche que se afianzaba en el exterior hubiera entrado sin pedir permiso.

Había un hombre parado en el umbral. A pesar de la penumbra que lo envolvía, se adivinaba su silueta. Era un tipo alto y desgarbado. Vestía una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos huesudos. Llevaba el pelo alborotado. Daba la impresión de que para llegar hasta allí había tenido que enfrentarse a un temporal. Le acompañaban tres perros que revoloteaban ansiosos a su alrededor sin necesidad de que una correa los sujetara.

El desconocido dio un paso al frente y la luz de la bombilla que pendía del techo se derramó sobre él.

Sus ojos chocaron con los míos. Me impresionó el color de sus pupilas, de un azul gélido, irreal. La intensidad de la mirada contrastaba con su expresión neutra. Esta disonancia me sobresaltó del mismo modo que inquieta la visión de una casa en la que, en plena noche, se ilumina una ventana.

Los zuecos de Sil raspando el suelo me devolvieron a la realidad.

Avanzó hasta situarse muy cerca del recién llegado, tanto, que me dio la impresión de que iba a susurrarle algo al oído. Después, se inclinó y repartió unas caricias entre los chuchos.

—Están sedientos —dijo el visitante con una voz aguda que, como por arte de magia, transformó su aspecto agreste en el de un niño desorientado.

Sil se alejó y, al poco, regresó con un cuenco lleno de agua.

Los animales bebieron con fruición. Calmada la necesidad, volvieron a revolotear.

Su dueño se dispuso a salir, pero antes hizo algo que me desconcertó. Se llevó la mano a la frente con aire marcial y me saludó como si yo fuera un mando a quien debiera guardar respeto.

Le devolví el gesto.

Sus labios se estiraron, acentuando los surcos de su piel quemada por el sol.

—Gracias y hasta otro día —dijo antes de fundirse en la oscuridad.

—¿Quién es? —pregunté.

Sil se apoyó en la jamba, la atención concentrada en el exterior. No se molestó en volver la cabeza cuando contestó:

—Nadie.

No consideré oportuno insistir.

Capítulo 3

Cuando el mar embiste, no basta con mantener el rumbo, hay que seguir a flote.

Cada día atendíamos a más gente. A los clientes habituales se les sumaban los veraneantes, que aumentaban los fines de semana.

A Sil se le ensanchaba la sonrisa cuando los veía acercarse caminando de puntillas por la arena caliente. A escasos metros del bar, la ardiente temperatura los obligaba a finalizar el recorrido dando saltitos apresurados que elevaban varios grados su sádica satisfacción.

Cuando llegaban a su destino, les clavaba la estacada final vendiéndoles refrescos y cervezas a un precio indecente.

Con las mujeres era más benévolo, sobre todo con las extranjeras de piel achicharrada y biquini prieto. No las consideraba más bellas que las vecinas con las que solía relacionarse, pero sus ademanes desinhibidos y voluptuosos le resultaban irresistibles.

En verano, la playa dejaba de ser un espacio desangelado para convertirse en el telón de fondo de un batiburrillo de colores. Bañadores, cometas, balones inflables, flotadores, tumbonas y sombrillas componían un espectáculo irisado que me gustaba contemplar desde el entarimado que, durante los meses estivales, colocábamos en la arena. Desde esa perspectiva, la vida resultaba un lugar menos árido, más frívolo y alegre.

El toldo no lograba neutralizar el sol abrasador; a pesar de ello, a los clientes les encantaba sentarse en sillas tambaleantes y pegajosas. Les fascinaba la sensación de precariedad. No la entendían como una incomodidad, sino como una evidencia de su osado espíritu aventurero.

Aquella mañana había trabajado sin parar hasta concluir el turno de comidas. Solo me quedaba desprenderme de algunos rezagados que, con el estómago lleno, remoloneaban delante de un café.

Entretenía mi espera observando a los bañistas.

—¿Vas a quedarte ahí atontada mucho rato? —La inconfundible cordialidad de Sil me sacó de mi ensimismamiento.

—Los clientes están atendidos. Estoy pendiente de que pidan la cuenta —alegué a modo de defensa.

Barrió con la mirada las mesas ocupadas y rugió:

—Anda, lárgate. Me encargo yo.

Obedecí su orden sin demora.

Me dirigí a la cocina, me liberé del delantal y abrí la puerta que daba al jardín. Atrás quedó la música que brotaba de la radio. Durante la temporada alta, a Sil le gustaba tenerla encendida mientras trabajábamos. Decía que eso era bueno para el negocio, que el eco que llegaba al exterior animaba el espíritu de los clientes. Un cliente contento, añadía, aligera con mayor facilidad el peso de sus bolsillos. A mí también me solazaban los ritmos pegadizos del verano.

Mi intención era salir al paseo que corría paralelo a la playa. Al acabar el turno de noche, prefería caminar por la orilla, dejando que el rumor del mar apaciguara la agitación de la jornada, pero bajo el sol abrasador del mediodía, resultaban más reconfortantes los oasis de sombra que proporcionaban los pinos.

Entonces recordé algo que me obligó a volver sobre mis pasos. Con el trajín, había olvidado rescatar del almacén el cartel de los helados. Sil me lo había reclamado varias veces y yo lo había postergado otras tantas. Un descuido incomprensible, teniendo en cuenta la fascinación infantil que sentía por aquel imaginativo catálogo de pequeños placeres. A primera hora habíamos llenado el congelador de polos, almendrados, vasitos y barras para corte. Si queríamos venderlos había que tentar a los bañistas colocando el reclamo a la vista.

Entré en esa suerte de trastero donde Sil hacinaba enseres inservibles en espera de su muerte definitiva, así como cachivaches de utilidad incierta. Neveras sin puerta, barricas descoyuntadas y neumáticos rajados convivían con herramientas oxidadas, lonas viejas o muebles desvencijados.

Paseé por el espacio en penumbras. Sil no era un tipo ordenado, lo que me obligaba a avanzar con precaución. Olía a humedad vieja. La temperatura era agradable, reconfortante comparada con la de la cocina o el entarimado.

Tuve que esperar a que mis ojos se habituaran a la falta de luz para distinguir la lámina de cartón. Estaba metida entre los estantes inferiores de un aparador. Me agaché para sacarla. El espacio era tan estrecho que debía ser cuidadosa si quería evitar un desparrame de objetos.

Cuando tuve el cartel en mis manos observé sus colores amortecidos por el sol. El deterioro era evidente, pero serviría. Iba a incorporarme cuando la rotundidad de una orden detuvo el impulso de mis piernas.

—Ni se te ocurra. Quédate donde estás.

No pasaba de ser un susurro, pero el mandato había sonado enérgico.

—No hace falta que aparezcas por aquí. Empeorarías las cosas.

Tardé unos segundos en comprender. Era la voz de Sil, pero no se dirigía a mí. Hablaba por teléfono.

El suyo era, a excepción de una cabina pública, el único aparato con que contaba el pueblo, circunstancia que le venía muy bien a la hora de usurpar un dinero extra.

Me quedé agachada en un rincón, parapetada tras el cuerpo de una nevera Westinghouse. Ignoro por qué no me levanté, qué remoto instinto me aconsejó permanecer oculta. Lo natural hubiera sido mostrar mi presencia. No existía una razón concreta para actuar de otro modo. No obstante, me agazapé como un topillo asustado. Me sentía una intrusa a la que han pillado en falta, como si el motivo de mi presencia en aquel lugar no hubiera sido otro que espiar una conversación confidencial.

Desde la cocina llegó la voz amortiguada del locutor. La música había estado sonando hasta entonces. Por eso no me había percatado antes de la presencia de Sil.

—Ya te lo dije, estoy seguro, era él.

Hubo un largo silencio. Después una exclamación.

—Coño, porque distinguiría ese zapato entre un millón. Se los hacía a medida, para disimular la cojera.

La sola mención de un zapato trajo a mi mente el macabro episodio de la barca.

Me estremecí.

De nuevo una pausa y una respuesta tajante.

—La tiré al mar.

Sin apenas dejar intervenir a su interlocutor, replicó airado:

—Porque me salió de los cojones. ¿Qué querías que hiciera, que me llevara la pierna a casa?

La boca se me secó de golpe. Dentro, la lengua se convirtió en una masa estropajosa.

—No te preocupes por eso. No volverá a aparecer y si lo hace nadie logrará relacionarla con su propietario. Pocos sabían que llevaba alzas.

Retuve el aire en los pulmones.

Con una entonación cargada de sombras, añadió:

—Y los que lo sabían ya están muertos.

Un prolongado silencio flotó en el aire.

—Esto lo cambia todo.

El corazón me golpeaba el pecho. Retumbaba en mis oídos de tal manera que temí que pudiera percibir su palpitar.

Sil masticó las palabras cuando dijo:

—Estaré alerta.

Pensé en la historia que me había contado. Recordé sus explicaciones sobre corrientes y naufragios remotos. Si en algún momento su relato me había apaciguado, ahora adquiría una perspectiva inquietante y aterradora.

¿De quién era la pierna que habíamos sacado del mar?, ¿por qué me había mentido?, ¿qué ocultaba?, ¿a qué se refería cuando decía que todo había cambiado?

Maldije haber salido a pescar, maldije haber recordado el cartel de los helados y maldije verme agazapada detrás de una nevera.

—Sí, estaba conmigo.

Di un respingo.

Otra pausa, dilatada y tensa.

—Tranquilo, ella no sabe nada.

Aunque estaba en cuclillas, tuve que llevar una mano al suelo para no caerme. Los objetos que se encontraban a mi alrededor perdieron consistencia, transformándose en manchas escurridizas, cada vez más lejanas. El sonido del auricular aterrizando en la horquilla avivó de nuevo mis sentidos.

Vigilante, esperé a que Sil abandonara el almacén.

No lo hizo.

Escuché el disco del teléfono desplazarse sobre el dial.

Estaba haciendo otra llamada.

No era mi día de suerte.

Deseaba salir de allí, no saber nada más, mantenerme al margen.

La única posibilidad de escabullirme sin pasar cerca de Sil era acceder a la puerta que daba al jardín.

Deseché la idea. Era impensable abrirla sin que el chorro de luz procedente del exterior me descubriera.

Me resigné a seguir en mi escondite. No podía rehuir la situación. Me gustara o no, formaba parte de aquel cuento misterioso que se había adherido a mí como una telaraña pegajosa.

La música volvió a sonar, llena de ritmo y color.

Sil tuvo que alzar la voz para oírse a sí mismo.

—Manolo, soy yo. Mañana pásate por aquí con la mercancía. Sin demora.

Contuve el aliento.

—Me estoy quedando sin cervezas.

Me sentí ridícula y aliviada al mismo tiempo.

Cuando me atreví a asomar la cabeza, Sil ya había desaparecido.

Capítulo 4

Algunas personas creen en el destino, en una suerte de sendero ya trazado que recorremos con obediencia. Desconozco si lo que nos va aconteciendo está dictado de antemano. De lo que sí estoy segura es de que aquello que nos ocurre tiene más sentido que lo que nunca sucede.

De los días sucesivos recuerdo una nube de tristeza.

Me sentía decepcionada, asustada, sola en un entorno hostil.

Sil no pertenecía a la clase de personas habituadas a desplegar afecto, pero me había habituado a la compañía de aquel tipo malcarado, embaucador y de carcajada arrolladora. Además, me tenía en cuenta y eso para mí ya era mucho.

Desde que lo había descubierto en el almacén, su presencia se había convertido en una sombra de contornos imprecisos. Más de una vez me sorprendí espiándolo por el rabillo del ojo. Me preguntaba qué sabía de él. En realidad, nada, exceptuando las historias que corrían de boca en boca sobre su avaricia y sus conquistas.

Trabajar junto a él me había proporcionado una percepción cotidiana, de trazos precisos, pero plana. Carecía de la distancia y la perspectiva necesarias para una verdadera comprensión de su naturaleza.

Hasta ese momento, la figura de Sil se me había presentado como la de un hombre corriente, con sus peculiaridades, pero, al fin y al cabo, uno como tantos otros. Ahora que lo vislumbraba desde la atalaya de la desconfianza, cualquier referencia me resultaba escasa.

Sabía ganarse a la gente. Llevaba años trabajando cara al público y tenía oficio. Cuando se lo proponía, resultaba imposible no dejarse arrastrar por el torrente de palabras bien hilvanadas que brotaban de su boca. Era un experto en relatar anécdotas ajenas, en desarmarlas y volverlas a narrar de forma diferente tantas veces como lo requiriera su clientela.

Esa fue una de las cosas que advertí aquellos días, que raramente hablaba de él.

Mantenerme ocupada me ayudaba a disipar los nubarrones, a no darle vueltas a una incógnita que no sabía descifrar. Recibía con agrado las tareas que me encomendaban, tanto en el bar como en los chalés donde me reclamaban. Evitaba estar en casa. Allí me encontraba fuera de lugar. Prefería pasear por la playa, sentarme frente al mar y dejar que las olas lamieran mis heridas. Este sencillo ritual transformaba mi desconsuelo en desapego, más indoloro.

Lo peor llegaba por las noches, cuando la soledad que llevaba adherida a la piel se filtraba en mis entrañas. Me angustiaba pensar en mi vida, un fardo cargado de trabajo y desamparo que, con el paso de los años, solo lograría cubrir con un manto de resignación. Percibía la falta de confianza en el futuro como un caramelo envenenado deshaciéndose en mi boca.

No había vuelto a pescar con Sil. Ni yo se lo había pedido ni él me lo había propuesto. Esta circunstancia despertaba en mí sentimientos encontrados. Por un lado, el alivio de no tener que vérmelas con él a solas, acotados por el espacio que marcaban la barca y el recelo. Por otro, la decepción de ser tan prescindible, de que mi ausencia y mi presencia tuvieran el mismo peso específico.

Llegó el mes de agosto, y con él el volumen de gente deseosa de pasarlo bien. Cada noche cerrábamos más tarde. A última hora el bar se llenaba de jóvenes veraneantes, niños pijos que, hastiados de los nuevos locales, ideados para ellos, con vasos de tubo, sillas de plástico y una vasta oferta en ginebras y vodkas, preferían sumergirse en el tipismo que se respiraba en nuestra cantina, un escenario que, por otro lado, reforzaba su sentimiento de superioridad y les permitía, pese al indudable abuso de Sil, emborracharse gastando menos.

Él los observaba desde la barra y arrugaba la nariz. Se trataba de un gesto impostado, pues toleraba sin esfuerzos cualquier situación que le reportara un beneficio económico.

El aumento de clientes me obligaba a alargar la jornada, sin que eso se tradujera en un incremento de las propinas. Aquellos mentecatos pretenciosos alardeaban del flamante estatus económico de sus padres, con chalé en la playa y Seat 132 aparcado ante la puerta, pero eran más agarrados que los viejos pescadores.

Aunque se esforzaban por aparentarlo, no eran ricos. El dinero apenas les llegaba para el envoltorio, para vestir vaqueros de importación, deportivas de marca y niquis con un logo bordado en el pecho.

Una noche, mientras atendía a uno de esos grupos, el más fanfarrón de la pandilla me tocó el culo. No fue un gesto distraído. Tampoco pretendía serlo.

El valentón mantuvo su mano en mi nalga durante unos segundos, inerte como un animal en letargo, para que a nadie le quedara duda de que se trataba de una acción consciente e intencionada.

Azorada, me liberé como pude de su zarpa y continué sirviendo las cervezas que portaba en la bandeja.

Busqué a Sil con la mirada, pero se dirigía al almacén acompañado de un parroquiano. Solía retirarse allí cuando se disponía a tratar un asunto económico. Los interesados en sus servicios entraban con expresión esperanzada y salían con paso inseguro. Sil sabía hasta dónde apretar las tuercas, guardar el equilibrio entre la cordialidad, para que acudieran a él, y el temor, para que no se atrevieran a dejar descubierta la deuda.

Algunos de aquellos hombres, cancelada la cuenta, evitaban volver a poner los pies en el establecimiento. Otros continuaban haciéndolo, pero en sus ojos había cautela, tal vez respeto, pero un respeto que nacía del miedo, no de la consideración.

Me escabullí sin decir nada. Si existían palabras adecuadas para aquel tipo de situaciones, las desconocía. Tampoco tenía claras mis emociones. Me sorprendió no sentir asco. Este me invadió abruptamente después, cuando se evaporó la vergüenza.

Aún no había logrado olvidar aquel desagradable episodio cuando otro similar volvió a producirse días después. Faltaba poco para la hora de cerrar. La cuadrilla habitual había acaparado varias mesas, ocupando buena parte del local. El bravucón de manos largas hizo una señal para que me acercara. Sus ojos vidriosos me recorrieron de arriba abajo.

Sil jugaba al dominó junto a tres compañeros. Cada viernes por la noche, como si así lo indicaran las sagradas escrituras, se dedicaba con recogimiento espiritual a esta actividad.

Pensé en pedirle que sirviera él la comanda, pero deseché la idea. Aparte de lo mal que podía tomarse la interrupción, no estaba segura de cuál iba a ser su interpretación de los hechos. A lo peor, consideraría ese tipo de episodios parte del trabajo. Una parte desagradable, como lo era limpiar el retrete o desembarazarse de los borrachos, pero trabajo al fin y al cabo. Y quizá tuviera razón. Yo no era más que la camarera; aquel tipejo, el cliente que pagaba, y el magreo ocasional una fechoría que debía asumir con resignación.

Me aproximé precavida por el lado opuesto, atendí el encargo e inicié la retirada. Antes de que pudiera darme cuenta, el manoslargas se irguió, me agarró por la cintura y me obligó a sentarme sobre sus rodillas.

Estaba bebido. Seguramente el estado que más lo aproximaba a la esencia de su ser.

En un respingo me escabullí como pude mientras las carcajadas de sus compinches taladraban mis oídos.

Cuando Sil echó un vistazo hacia la mesa que alborotaba, ya había logrado desasirme del abrazo invasivo. Con ademán cansino volvió a concentrarse en la partida.

Me alejé sintiéndome pequeña e indefensa. Ese brote de vulnerabilidad fue barrido por una ola de ira antes de llegar a la barra. Saqué los botellines de cerveza del frigorífico y las jarras que descansaban alineadas bajo el mostrador. Para alcanzar las más alejadas tuve que agacharme unos segundos, momento que no desaproveché. Escancié la bebida, fresca y espumosa. Me dirigí a la mesa y con gesto enérgico deposité las consumiciones. La última, al cretino que tan bien se lo pasaba a mi costa.

El rubor me quemaba la cara. Por fortuna, mi evidente incomodidad le satisfizo lo suficiente como para no intentar nada más. Volví a mi refugio y me dediqué a secar los vasos que se escurrían sobre un paño de algodón.

El chulo continuaba mirándome con ojos acuosos. Una sonrisa afloró en sus labios antes de sumergirlos en la jarra de cerveza. La espuma le pintó un bigote blanco que eliminó deslizando su lengua en un gesto pretendidamente obsceno.

Sonreí. Él agrandó los ojos, satisfecho de mi rendición. Al fin y al cabo, esa era la única reacción que concebía como natural.

Fruncí los labios, como si me dispusiera a lanzar un beso al aire, pero en el último momento rectifiqué el gesto, expulsando a través de mis labios un enorme y denso escupitajo que cayó como una piedra en el fondo del vaso que tenía entre las manos. No había logrado un ejemplar igual desde que, siendo niña, competía por conseguir el mejor gargajo a propulsión.

Hube de esperar unos segundos.

Era de prever, el chulo no poseía una mente rápida. Más tarde que pronto, su precario engranaje cerebral acabó por llevarle a donde debía. Al fin había comprendido. Lo que acababa de sorber era una deliciosa cerveza aliñada con un buen lapo. La rabia enrojeció su rostro, pero, al igual que yo había hecho minutos antes, no dijo nada. Los gallos no se muestran débiles en su corral. Aquel día el grupo se recogió más temprano, eximiéndome de su incómoda presencia.

Liberada y satisfecha, me apresuré a recoger las mesas. Cuando todo estuvo limpio y en su sitio le pregunté a Sil si podía irme ya. Asintió sin prestarme mucha atención. Seguía enfrascado en la partida. No debía irle muy bien, porque estaba regalándole a su pareja de juego una retahíla de reproches. Me sabía de memoria sus amonestaciones. Las disputas eran siempre las mismas, los camaradas también.

Salvador era el compañero de juego de Sil. Un individuo de espaldas cargadas, pelo engominado y ojos diminutos que se achicaban hasta desaparecer cuando sonreía. Había desempeñado numerosos oficios a lo largo de su vida, entre ellos el de ebanista. Le faltaban dos falanges del dedo índice, tara que, suponía, le habían dejado en herencia los años de trabajo con la madera.

Vivía de un pequeño colmado que había instalado en los bajos de su casa. Consideraba que, con la creciente llegada de veraneantes, ahí estaba el futuro. A su olfato le sumaba las teorías económicas de Sil, es decir, regular los precios en función de la época y el cliente. Su apariencia era corriente, pero no sus conocimientos. En una misma conversación podía hablarte de la inteligencia de los monos capuchinos, de las playas vírgenes de Oaxaca o de los garífunas, una etnia descendiente de esclavos africanos y caribeños. A menudo me preguntaba de qué le servía tanta erudición en el anodino entorno donde desarrollaba su vida.

Vicente y Miguel componían la pareja rival.

El primero poseía una regia corpulencia y una abundante barba, ambas en decadencia desde que había enviudado. Mientras su esposa estuvo viva, jamás le prestó la más mínima atención, pero desde que se había quedado solo, lamentaba continuamente su ausencia. Durante años la consideró un bien inherente a su persona. Se había habituado a su compañía como nos habituamos a la buena salud. Para adormecer su viudez, pasaba la mayor parte de su tiempo en el taller mecánico, caótico y sucio, del que era propietario. En invierno, cuando la afluencia de clientes se encogía, se sentaba en una banqueta junto a la puerta para ver a los vecinos pasar. Esperaba de las vidas ajenas un entretenimiento que la suya no le proporcionaba.

Miguel era rechoncho, de carrillos carnosos y párpados adormilados. Su físico anunciaba un carácter tranquilo; sin embargo, sus movimientos llevaban impreso el sello de la urgencia. Se decía que su padre había sido sorprendido por su madre, en aquel momento embarazada de él, con los pantalones bajados y el deseo encendido, junto a un vecino con el que tenía una relación más allá de la amistad. Ante la mirada atónita de su esposa, el pillado cayó al suelo víctima de un síncope mortal. Cada vez que veía a Miguel menear inquieto el culo en la silla, yo imaginaba que la agitación experimentada por su padre en los últimos instantes se había encarnado en él, como un póstumo legado paternal.

Salí a la playa y aspiré el aire de la noche, impregnado de esencias marinas. Sonreí. La jornada había sido dura, pero mi pequeña victoria ante aquel sinvergüenza me había reconfortado. Me liberé de las zapatillas y me acerqué a la orilla. Caminé dejando que las olas juguetearan con mis pies. El contacto con el agua me produjo una agradable sensación de alivio.