Cabezas en la ventana - Mariana Enríquez - E-Book

Cabezas en la ventana E-Book

Mariana Enríquez

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Beschreibung

¿Qué hay en el fondo de nosotrxs? ¿Qué hay, a su vez, en lo más profundo de lxs demás? El terror ilumina esas preguntas, es costura fina, una manera de explorar lugares lejanos, propios y ajenos, y de hablar de las diferencias, que hoy espantan a tanta gente. Sin duda, el terror descoloca nuestros prejuicios sobre la otredad, evoca los fantasmas que nos acompañan, piensa a la sociedad, la naturaleza, en nuestros límites, es una forma de mirar de cerca lo que, quizás, queremos esconder. ¿Qué significa el destape de lo macabro o, mejor dicho, de lo incomprensible? Este libro congrega textos inéditos de las voces más trascendentales (aunque no todas, claro) del terror actual latinoamericano. Una de las mejores dimensiones de la literatura híbrida sin duda reside en él. Con textos inéditos de: Mariana Enriquez (Argentina), Verena Cavalcante (Brasil), Elaine Vilar Madruga (Cuba), Ramiro Sanchiz (Uruguay), Malena Salazar Maciá (Cuba), Jumko Ogata Aguilar (México), Oscar Nestarez (Brasil), Bernardo Esquinca (México), Zezé Atabales (Chile), Marina Yuszczuk (Argentina), Hank T. Cohen (Colombia), Natalia Chávez (Bolivia), Pabsi Livmar (Puerto Rico), Stephany Méndez Perico (Colombia), Varela Leyva (Cuba), Jacobo Villalobos (Venezuela), Isis Aquino (República Dominicana), Lina María Parra Ochoa (Colombia), Alberto Chimal (México), Alexandra Pagán Vélez (Puerto Rico), Gabriela Damián Miravete (México), Markus Edjical Goth (República Dominicana), Natasha Rangel (Venezuela), Enrique Urbina (México), Solange Rodríguez Pappe (Ecuador), Gustavo Munckel (Bolivia) y Enza García Arreaza (Venezuela).

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Seitenzahl: 500

Veröffentlichungsjahr: 2025

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CABEZAS EN LA VENTANA

COLECCIÓN AMÉRICA

CABEZAS EN LA VENTANA

Primera edición, 2024

UANL

Casa Universitaria del Libro

Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta

Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000

Teléfono: 818329 4111

e-mail: [email protected]

Página web: editorialuniversitaria.uanl.mx

© Mariana Enriquez, 2024

© Verena Cavalcante, 2024

© Elaine Vilar Madruga, 2024

© Ramiro Sanchiz, 2024

© Malena Salazar Maciá, 2024

© Jumko Ogata Aguilar, 2024

© Oscar Nestarez, 2024

© Bernardo Esquinca, 2024

© Zezé Atabales, 2024

© Marina Yuszczuk, 2024

© Hank T. Cohen a.k.a. Camilo Ortega, 2024

© Natalia Chávez, 2024

© Pabsi Livmar, 2024

© Stephany Méndez Perico, 2024

© Varela Leyva, 2024

© Jacobo Villalobos, 2024

© Isis Aquino, 2024

© Lina María Parra Ochoa, 2024

© Alberto Chimal, 2024

© Alexandra Pagán Vélez, 2024

© Gabriela Damián Miravete, 2024

© Markus Edjical Goth, 2024

© Natasha Rangel, 2024

© Enrique Urbina, 2024

© Solange Rodríguez Pappe, 2024

© Gustavo Munckel, 2024

© Enza García Arreaza, 2024

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Corrección: Karla Esparza

Portada: Leon Muniz

Formación: Lucero Elizabeth Vázquez Téllez

D.R. © 2024, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

www.elefantaeditorial.com

@ElefantaEditor

elefanta_editorial

ISBN ELEFANTA EDITORIAL: 978-607-8978-13-7

ISBN EBOOK: 978-607-8978-22-9

ISBN UANL: 978-607-27-2428-0

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

CABEZAS EN LA VENTANA

SELECCIÓN Y EDICIÓN: EMILIANO BECERRIL SILVA

ÍNDICE

Mariana Enriquez

El limonero

Verena Cavalcante

Matar serpiente

Elaine Vilar Madruga

La virgen de las orejas

Ramiro Sanchiz

Árboles en la noche

Malena Salazar Maciá

El hombre colgado

Jumko Ogata Aguilar

Agua somos y al agua hemos de volver

Oscar Nestarez

El muñeco

Bernardo Esquinca

El ojo que llora, la mano inmortal

Zezé Atabales

La isla de los pájaros

Marina Yuszczuk

Hay que reconocer el cadáver

Hank T. Cohen

El necroeconomicón

Natalia Chávez

Vuelve siempre Sebastiana

Pabsi Livmar

Homeostasis

Stephany Méndez Perico

Rat Queen

Varela Leyva

Oro

Jacobo Villalobos

Seguir al sapo

Isis Aquino

Música de cámara

Lina María Parra Ochoa

Mal de tierra

Alberto Chimal

William

Alexandra Pagán Vélez

Mami

Gabriela Damián Miravete

La música y los pétalos

Markus Edjical Goth

Las degustaciones de Le Grand Dagón

Natasha Rangel

Cabeza de cerdo

Enrique Urbina

Padre latinoamericano promedio

Solange Rodríguez Pappe

Vienen con la luna

Gustavo Munckel

Pielesgrises

Enza García Arreaza

Conejo de polvo

Mariana Enriquez

(Buenos Aires, Argentina, 1973)

Es periodista y docente. Publicó las novelas Bajar es lo peor (1995), Cómo desaparecer completamente (2004) y Este es el mar (2017), los libros de cuentos Los peligros de fumar en la cama (2009), Las cosas que perdimos en el fuego (2016) y Un lugar soleado para gente sombría (2024), las crónicas de viajes Alguien camina sobre tu tumba (2013), el perfil La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (2014) y los libros ilustrados Ese verano a oscuras (2019) y El año de la rata (2020). En 2019 su novela Nuestra parte de noche recibió el Premio Herralde. En 2021 editó su obra periodística en El otro lado y en 2023 el memoir Porque demasiado no es suficiente. Ese mismo año estrenó No traigan flores, perfomance de lectura en teatros. En septiembre de 2024 se le otorgó el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas.

EL LIMONERO

There is no other Troy For you to burn

Sinead O’ Connor, Troy

A VECES, POR SACAR CONVERSACIÓN O EN ALGUNA CHARla casual, alguien me pregunta: ¿cuál es tu primer recuerdo? Ya tengo la mentira preparada: mi mamá me dejaba en el jardín de infantes y yo me quedaba llorando, pero me daban unos juguetes de madera y me calmaba. Es un anécdota apenas dramática como para que cualquier expresión de desdicha real, si se hacía visible, resultara apenas la sensibilidad de traer de vuelta el recuerdo de la angustia de separación. La mentira ayudaba a ocultar la verdad, que era más similar a la cicatriz de un serrucho.

Mi primer recuerdo es muy distinto.

El patio como un monte, el pasto crecido y yuyos fuera de control, altos como un niño de diez años, dos limoneros asquerosos con la fruta que sólo abandonaba las ramas cuando se caía y se pudría entre las plantas salvajes, el tronco lleno de arañas y unas babas de pulgón. Antes había canteros de margaritas, malvones, hortensias y hasta césped, pero no lo recuerdo. Tampoco a mi padre podando el árbol, porque mi papá murió cuando yo tenía dos años. El primer recuerdo es sobre ese patio y mi madre en busca de su marido muerto. Según ella, yo le había contado que había visto un hombre de sombrero negro asomado a la puerta de mi cuarto. Puede ser cierto, porque sigo viendo a ese hombre. La señora de las limpiezas del barrio —de energías, no de suciedad: ésas no las podíamos pagar ni eran tan necesarias— le dijo a mi madre que era la muerte que visita: un aviso de que se viene a llevar a alguien o que se llevó. Algo después de eso la enloqueció o a lo mejor la demencia venía de antes; pero lo dicho: no lo recuerdo. Sé que esa señora no le habló de la sangre y las gallinas porque era seria y decente. Habló con alguien más y ahí llega mi primer recuerdo. En el patio, entre los yuyos, bajo el limonero, mi madre le cortó el cuello a una gallina que se retorcía y le lastimaba los brazos y la cara con los espolones y con el batir de las alas. La sangre, en chorros finos, como de un sorbete, me cubrió la cara y la remera. Yo estaba semidesnuda y paralizada, no podía correr. Así, ensangrentada, me llevó a su habitación, llena de velas encendidas, y me puso frente a la foto de mi padre. Ella rezaba. Cuando no pasó nada y mi madre vio que yo sólo lloraba y chillaba porque la sangre olía mal, me pegó con un zapato de taco en el culo desnudo y se tiró en la cama a llorar.

Lo hizo varias veces. Una de las veces pensé en escapar, no sin antes tirar las velas sobre la cama, así se quemaba. Pero no me atreví.

Esto es lo que pasa cuando se convive con un adulto que lastima cuando se vuelve loco. Un adulto solo, porque los demás se fueron o no están. ¿Y por qué no están? La excusa de mi tía: tu madre se puso inaguantable cuando quedó viuda, hacía cosas raras, iba con espiritistas, dormía sobre la tumba de tu padre. ¿Nunca pensó en mí? No.

La gente no piensa que las madres sean capaces de dañar y no entiendo por qué, pero cuando se les habla de una madre mala se hacen los sorprendidos y los conmovidos. Siempre se niegan a aceptar que no hay nada más fácil que lastimar algo cercano, indefenso y propio.

La excusa de los vecinos: no escuchamos nada. Posible. Mi madre siempre ponía música fuerte y a los gritos, en el barrio, todos estaban acostumbrados, y no sólo a los de ella. El barrio era y es una pajarera. La escuela: lo peor fue en las vacaciones, nos dimos cuenta ni bien volvió a clase. Los médicos: pero es que siempre la llevaba a diferentes hospitales (parcialmente cierto. Igual no comparten historia clínica en ninguna parte, con lo fácil que es). Los psicólogos: nunca hubo, éramos pobres. Los abuelos: viven lejos, sólo llaman por teléfono. Mi madre, por teléfono era sobrenatural de tan razonable.

No me llevaba al médico porque me golpeara, aunque sí me pegaba, pero nunca fuerte, no me rompía huesos, no me hacía sangrar. Me llevaba porque, en sus ataques de ultra amor, imaginaba que yo moría como mi padre y ella se quedaba sola en el mundo. (Aclaro que mi padre murió en un accidente de coche, no estaba enfermo que yo sepa).

Entraba al baño cuando yo hacía pis.

—¿Podés?

—¿Qué, mamá?

—¡Orinar!

—Sí.

Me alzaba en brazos, con su aroma a cremas y cigarrillo, y tanteaba la espalda.

—Tenés los riñones hinchados.

No podía contradecirla.

—¿No te arde?

Algo me ardía, y cuando no, igual le decía que sí, por las dudas, a ver si se calmaba.

—Madrededios, vamos. ¡Vamos!

Envuelta en una toalla, me llevaba corriendo al hospital; a veces, si hacía mucho calor, en el auto: yo recuerdo siempre el sol sobre el asfalto.

Sé igual que entré a primer grado tarde debido a una supuesta hepatitis y que los primeros meses no le conté nada a nadie. O un poco, pero cuando me encontré con miradas compasivas, tuve que resolverlo yo. Y lo resolví, por supuesto, porque hay que defenderse siempre. La defensa es lo principal: atacar es absolutamente secundario. Escapar y defenderse, eso es todo lo que hay que aprender.

En la guardia le daban a veces antibióticos para infección urinaria y después una crema porque, decían, los antibióticos me iban a hacer arder y dar picazón. Cuando me rascaba porque no aguantaba más, me gritaba: “¡No seas puta!”, y la cachetada. Estoy segura de que eso sí lo escuchaban los vecinos, pero todos se pegaban y se puteaban, embrutecidos, salvo justamente la señora de las limpiezas; a ella mi madre la ofendió. Ella fue quien entendió y llegó primero, cuando fue el momento.

Mi madre me dejaba muchas horas sola y yo las pasaba junto al limonero, en el patio, con un pantalón largo y zapatillas para evitar las hormigas y las arañas. El árbol estaba enorme: era posible subirme a una de las ramas gruesas, pero el objetivo de estar entre los pastos era que ella no pudiera encontrarme. Igual aprendí, porque defenderse es lo primero, que lo mejor es nunca revelar el escondite. Así que cuando la escuchaba volver, a cualquier hora, yo salía de detrás del árbol. Era justo el lugar donde había pasado lo de la gallina por primera vez; porque ésa no fue la única, después hubo más gallinas en todas partes, incluso en la terraza de noche porque, según le habían dicho, debía hacerse bajo la luna.

—¡Y me avisás si vuelve el hombre del sombrero negro!

Nunca le avisé porque lo necesitaba de mi lado. A él y a su compañera que aparecía entre los pastos y que no hablaba pero en mi cabeza sonaba su nombre. Reina. Reinita. Era un poco mayor que yo y le faltaba la mandíbula. Cada vez que le hablaba se hacía más consistente. El resto del cuerpo estaba bien, sano y sin lastimaduras. ¿Era posible que alguien le hubiese arrancado la mandíbula? ¿Por qué no?

Mi madre volvía de sus excursiones con cosas e historias. Un día me contó lo de la vecina de la calle 25 que había empalado a su perro. También me explicó en detalle qué era empalar. Supe después, por la señora de la limpieza, que cundía la confusión. Alguien le había pedido a esa mujer un sacrificio de sangre. No se atrevió con gente, así que lo hizo con su perro. “No hay que hacer sacrificios de sangre nunca, corazón”, me dijo, “salvo que una sepa exactamente para qué los está haciendo, y por qué, y es necesaria una guía”.

Luego venía con lo que llamaba agua de muerto, la cual, según ella, se sacaba de las morgues: era lo que sobraba de la limpieza de los cadáveres. Yo no sabía qué era una morgue porque cuando estaba sola nunca miraba la televisión y ella desenchufaba la computadora y me sacaba el teléfono. Así que me tomaba el agua aunque sí sabía qué era un cadáver. Y vuelta a la habitación de mi padre y vuelta a llamarlo y que no viniese. Por qué iba a venir a ver a esta loca, pensé.

La casa, cuando se incendió, no fue mi culpa. Lo hizo ella. Nos sacaron con sus gritos en mi oído, porque no quería soltarme. Por suerte sólo se arruinó su pieza y la cerró. Una vecina llamó a mi tía, que se quedó unos días. Mi madre fingía accidente con una naturalidad pasmosa: qué actriz. Y eso que, antes de pegarle fuego a las cortinas, me abrazó y me dijo:

—Ésta es nuestra última noche y va a ser una noche de dolor. Lo vamos a atravesar juntas. Solamente te tengo a vos.

La tía se fue y nunca me preguntó nada. Yo era un punto y coma para ella. Podía estar ahí o no, en todo casi nadie sabía qué hacer conmigo o si creerle a ella. Sugirió si un psicólogo del hospital, no podíamos pagar otra cosa, y le insistió a mi mamá con que volviera a trabajar.

—¿Sí sabés que no hay trabajo en este país, Noelia?

—La gente se arregla. Podés comprar mayorista y vender en alguna feria. Yo te presto para la inversión.

Pero qué inversión, pienso ahora. Ellas hablaban y yo veía, al lado del árbol, a Reina sin la mandíbula. Me saludaba con la mano y yo le parpadeaba. Estaba acostumbrada a que, con mi madre cerca, la comunicación se redujera a eso.

Hubo más, una catarata, una novedad diaria. Supositorios. Picaduras de mosquitos que ella consideraba sarampión. Restos de yogur en la boca que atribuía a una crisis epiléptica. “No me va a decir a mí lo que tiene mi hija”, le gritaba al médico, en otra sala, en otro hospital. Recuerdo todas los frases. “Tenés el intestino paralizado”. “Una fiebre puede darte convulsiones y después te ahogás con la lengua”. “No tenés la antitetánica, hay que darla ya, a lo mejor es tarde, ¿sabés que son los tétanos? Te explico: se te ponen los músculos duros, sobre todo en la mandíbula”. Hola, Reinita, pensé. “Se te contractura el cuello. No podés tragar. Se te hace un arco la espalda como si estuvieras poseída. No podés respirar, te sube la presión y te morís”. Esa noche, o cerca, me atoré con una porción muy grande de queso y terminamos en la sala por tétanos. Por suerte no tenía ninguna lastimadura y ella tampoco me cortó. Creo que con el tiempo hubiese sido capaz.

La cabeza contra mi pecho. “¿A veces sentís que se te para el corazón o que salta?”. “Si tomás lavandina se te agujerea el estómago y te vas en sangre, siempre tenés que oler los vasos, ¡siempre!”. “Tenés los ojos amarillos y la lengua también: es hepatitis, a ver si te morís del hígado como tu abuelo”.

Mi abuelo estaba vivo y sano, en algún lugar de la provincia, lejos, lejos.

Me metió en la cama por hepatitis. Siguió con sus salidas y sus historias. En los 40 días en la cama, dormí con animales muertos a mi lado, como peluches. Tomé mezclas de hierbas que olían a eucalipto al principio y después a sangre podrida. Cuando ella se iba, me escapaba a hablar con Reina, o más bien hablaba yo. El hombre del sombrero negro apareció varias veces. Una de las veces dijo: “Pronto”.

Lo entendí.

Tuvo que mandarme a la escuela. Venía gente del municipio a comprobar que cada chico fuese a clase, así como venían a buscarnos para votar. El primer día le dije a la maestra que mi madre me hacía tomar sangre, pero lo hice después de un error de cálculo. Como yo estaba mal peinada y me cansaba al correr después de tantos días en cama tomando jugos de hierbas raras, cuando quise jugar con mis compañeros notaron el descuido de mis trenzas mal hechas y también que me cansaba de nada. Estaba un poco gordita. Empezaron a gritarme la gorda con la lengua afuera, la gorda perra, y lloré, y ahí intervino la maestra y ella juzgó, según no sé qué lógica, que lo de tomar sangre era un invento mío debido al bullying. ¿Ustedes la ven? Ojalá las hubiesen llevado a todas a juicio por abuso, pero no pasó porque lo arreglé antes.

El hombre del traje negro me decía, antes de dormir: “Hay que darlo vuelta pronto”. Nunca le vi la cara pero lo imaginaba guapo; a veces le veía los ojos verdes de pestañas largas. ¿Y si era una mujer disfrazada? Ahora hace mucho que no viene.

Mamá llegó de sus viajes y me desnudó en el patio. Me hizo sobre el cuerpo una cruz con algo blanco, no sé si tiza o cal. Desde la frente hasta las piernas, y a través en los brazos. Y me dejó ahí acostada mientras ella hacía humo con algo. En vez de mi habitual incompetencia, esta vez hice caso al señor de negro y a Reinita.

—¡Correte! Hay alguien atrás tuyo —grité.

Vi su cara enrojecida a través del humo.

—¿Cómo es?

Me senté para mayor verosimilitud y traté de recordar las fotos de mi papá. La más grande: una imagen de mi padre sonriente, apoyado en un auto, los brazos tatuados y una remera oscura. Tenía que ir de a poco si quería protegerme. Hablé de los tatuajes. En la foto se veía un corazón con rayos pero sé que tenía a Maradona en la espalda porque había escuchado a mi madre decirlo, así que le hablé de los dos, así ella no podía decir que me basaba en la foto. Lloró como una criatura. Gritó:

—¡Decile que me toque!

Y ahí me acosté para no ver, sobre el suelo, y me puse a mirar el limonero y a Reina, que siempre llevaba el mismo vestido de flores. Le quedaba muy bien. Lástima la cara.

Así estuvimos un tiempo. Me pintaba de blanco o de rojo, insisto, no sé qué era, y yo casi estaba sin material aparte de la remera, pero el señor de negro sí la tenía más clara y me explicó que, cuando ella se fuera, yo podía dejar el limonero con sus arañas y sus hormigas coloradas y debía revisar los roperos y los cajones, porque ella no había tirado ropa. Así tuve para muchas noches más. Pero era un callejón hasta que Reinita me explicó lo que yo, boba boba, no sabía hacer. ¿O no quería? Sí que quería. Lo único bueno era que mi madre se olvidaba de darme de comer y adelgacé y dejaron de bullearme tanto en la escuela. Me bañaba yo para no ir toda de negro y blanco.

Reina se subió al árbol y se sentó en la rama mientras yo le detallaba a mi madre la ropa de papá muerto, acostada en el piso. Llovía y se me metía agua en la boca. Traté de no ahogarme porque la última vez que fuimos al hospital, por un desmayo, el médico me preguntó qué había comido y estuve lenta para contestar. Se dio cuenta que no había comido nada. La retó a mi madre, y ella salió con el rosario de no tengo trabajo y no tengo familia y soy viuda. “Hay comedores, señora”, le dijo el médico, sin compasión para ninguna de las dos. No sé si mi madre sabía direcciones de comedores. En todo caso, él no nos dio ninguna. En la escuela había solamente copa de leche, habían interrumpido las viandas, el gobierno decía que por el momento al menos.

Sobre la rama del árbol, Reina se anudó un bretel de su vestido en el cuello. Después saltó. Como ya estaba muerta, colgó un poco, apenas, y después hizo un saludo como de escenario.

Entendí.

Ahora mi padre aparecía cerca del árbol. Y le pedía a ella que se llenara de sangre. Mi madre lo hacía. El fondo estaba lleno de gallinas, apestaba. No me digan que los vecinos no lo olían. Que las maestras no me olían. Que un abuelo no podía visitar a su hija sola. Que mi tía era incapaz de caminar las diez cuadras hasta casa. No hay que esperar nada. De nadie. Nunca. Es la primera regla de la defensa.

Una noche, ya empezaba el fresco y yo estaba harta de desnudarme y tener la piel manchada de rojo y blanco. Le dije que mi padre la quería a su lado. Que después él me iba a llevar a mí. Que el hombre del sombrero negro lo había dicho (eso era parcialmente cierto).

—¿Con qué, como lo hago? —murmuraba mi madre.

Reinita me indicó una cuerda que usábamos para colgar la ropa cuando se rompió el tendedero. No se la sugerí a mi madre esa noche. Esperé algunas más. Esperé una noche de viento. Curioso: el vestido de Reina no se sacudía con la ventolera, como si toda ella viniera de un lugar vacío.

Mi madre entendió enseguida. Temí que primero me colgara a mí, pero mi padre insistió en que lo hacía él, y ella estaba sacada, desnuda, sola como nunca vi a nadie, tan sola.

Escuché cómo se colgó y sus palabras de salvaje alegría, pero no la vi morirse. Una última defensa: no hay que mirar los finales.

Salí a la calle cubierta de las pinturas blanca y roja. Era de noche y lloré fuerte para despertar a los vecinos sordos.

—¡Mi mamá está mal! ¡Ayuda!

Tardaron en encender las luces, los hijos de puta. La pareja que salió me vio desnuda y, después de correr adentro, salieron con unas toallas para envolverme. Alguien entró y la encontró. Llamaron a mi tía y a la policía. Hubo psicólogos, ahora sí, explicándome el suicidio y la depresión. Me fui a vivir con mi tía, que no preguntó nunca demasiado.

A veces, cuando estoy cansada, cuando me duele la cabeza, cuando Reinita se descontrola y no es mi amiga de siempre, después de contar mi primer recuerdo, digo: y por suerte es ése, porque del suicidio de mi madre no me acuerdo en absoluto. Disfruto los silencios pero siento, en los brazos y las piernas, falsas picaduras de arañas y hormigas, y el olor a limón me invade la nariz.

Verena Cavalcante

(São Paulo, Brasil, 1989)

Es autora, traductora y correctora. Es considerada una de las exponentes del horror brasileño, aborda, con su literatura, los horrores de la infancia y la relación selvática entre naturaleza y humanidad. Escribió Larva (Editora Oito e Meio, 2015), O Berro do Bode (Editora Penalux, 2018) e Inventário de Predadores Domésticos (Darkside Books, 2021). En 2024 estrenó en castellano, con Dantescas: Mujeres que descendieron a los infiernos (Fera, 2024), una antología organizada María Fernanda Ampuero. En 2025, su primera novela, Como Nascem os Fantasmas, será publicado por Editora Suma, sello de ficción especulativa de Companhia das Letras. Actualmente, reside en el cerrado paulista brasileiro.

MATAR SERPIENTE

ENVUELTA COMO CAPULLO CON UNA SÁBANA MANCHADA sobre el piso de tierra, Madre no parece estar durmiendo.

Su rostro se volvió cordillera: el cachete izquierdo es una depresión, la nariz un arroyuelo sanguinolento, la boca, repleta de valles, muestra profundas cavernas donde faltan algunos dientes. Veo dos ventanitas, una arriba y otra abajo, exactamente como las mías. Meto el músculo duro de la lengua entre mis encías, sintiendo el gusto de lágrimas y leche agria. El de arriba lo perdí con un golpe dado a mano abierta, bien así, con toda la fuerza. El de abajo se cayó dentro del pan, como un pedazo de miga rosada.

Pero los dientes caídos son cosa de viejo o niño, y Madre es joven, aunque esté descompuesta, dice Padre. Con su aullido de mono, él también grita que ella es una vaga, que no vale lo que come, que ya royó hasta el hueso. Y, acostada ahí, descansando la alargada columna de perra desnutrida, con la barriga dura en la tierra, y los dos ojos abiertos como dos medias lunas sin brillo, Madre de verdad parece un saco vacío.

Sólo llora Niño Pequeño, con dos nacientes de catarro fluyendo barbilla abajo. Se aproxima gateando, jala la sábana para dejar ver el seno todo mordido, de diente de nene, de diente de hombre. Tiene hambre. Todos tenemos.

Pero sólo Padre puede comer a Madre.

Pongo a Niño Pequeño en el regazo y le doy el dedo para que chupe, sentado en la banca larga y llena de astillas junto a Niño Mediano, que esconde el rostro en las uñas sucias de sus pies. Niño Grande entra pisando fuerte, cargando el palo-para-matar-serpientes, una botella de aguardiente, y una bolsa llena de menta, romero y salvia, que avienta cerca de Madre, intentando desinfectar el hedor afrutado y amargo de podredumbre que ya está apestando la casa. Se estiró como un bambú, ya tiene vello en el bigote y axilas, las piernas las tiene largas por correr del Padre, los brazos fuertes por sacrificar animales y tocar mujeres de la vida.

Tallo la salmuera de los ojos y aprieto a Niño Pequeño contra el pecho. Tiene el mismo pañal mojado del día anterior. La tela es una mezcla ocre de colores, una paleta de excreciones que imita los tonos del atardecer.

Incluso estando viva, Madre olía a sangre. Tenía las uñas color de canela, selladas por las vísceras de los peces, de los cuellos de las gallinas, y del estridente sufrimiento de los cerdos. Vivía con las rodillas rayadas; de tanto restregar ropa en las piedras de la presa, de reptar debajo de la cama con Niño Pequeño en brazos, y con las manos tapándome la boca, de aguantar el peso de Padre cabalgando su lomo, sacando espuma como toro bravo.

Era fría y distante como la serpiente jararaca y la boa-esmeralda que matábamos a palos, día por medio, arrebujadas entre las vigas del tejado, o bajo el fogón de la leña, o adornando —festivas, movedizas— las ramas de los árboles. También tenía los ojos separados, como las víboras, y la piel salpicada de escamas; cáscaras de heridas que picoteaba y comía, distraídamente, cuando se sentaba en el pórtico a mirar las cortinas de tierra cercando el horizonte.

—Un día me voy a largar —decía, mientras el sol le quemaba los hematomas, haciendo que sus ojos castaños se tornaran rojizos—. Un día me voy a largar de aquí.

Contaba que Padre la había encontrado en un pueblo distante: ¿por dónde? No tenía idea. Lo que sabía era que estaba en un campamento con las hermanas —seis, una escalerita de niñas— cuando Padre apareció montado en un caballo bayo. Recordaba los jalones de la bestia quemándole las ingles. Y que el hombre la había tomado como quien agarra una fruta de un árbol y le clava los dientes hasta el hueso, sin la paciencia necesaria para que esta madure.

Así había llegado a casa de las serpientes. Toda mordida

—No la ataques, que es peor —decía, cada vez que una víbora se deslizaba entre nuestras piernas inmediatamente después de la temporada de lluvias—. Mátala solo cuando esté tranquila, enrolladita en cualquier rincón creyendo que no corre ningún peligro.

Y, espiando con el rabo del ojos, en cuclillas frente a una espiral verde oliva, montaña de veneno y muerte, esperaba el descanso antecedido por la fina escama ocular que les cubría las pupilas verticales; sólo entonces blandía el palo-para-matar-serpientes, que, como un bastón, lo acompañaba en su camino. Desmoronaba las cabezas triangulares hasta pulverizarlas en picadillo y polvo de hueso.

—Así tienes que hacerle —me enseñaba a mí y a los Niños, pateando lejos al cuerpo cilíndrico y espasmódico, y cavando un hoyo para enterrar los restos de carne envenenada—. Si sólo le cortas la cabeza te seguirá mordiendo.

Madre era tan escurridiza y tan valiente que, en más de una década, nunca había sido atacada.

Una lástima que Padre siempre le dio.

Niño Grande acomoda la sábana sobre el seno marchito y amoratado de Madre, quita la tapa de la botella y, con la mandíbula, apunta hacia la puerta antes de dar un trago.

Una vez terminada la fosa al final del terreno, donde Madre será sepultada, entre el árbol barbamitón y el mandacaru, Padre se acerca.

Trae consigo la oscuridad de la noche y el olor a muerte en el cuerpo.

Entra tropezándose consigo mismo, sin quitarse el sombrero de la cabeza ni tallarse el lodo de las botas. No le dedica a Madre ni media mirada; se estira en la banca haciendo un sonido entre huesudo y metálico, acaricia la cabeza de Niño Pequeño con la mano del azadón y, empujándolo hacia los brazos trémulos de Niño Mediano, me agarra y me sienta en su regazo.

No me gusta el regazo de Padre. Siempre tiene en la bolsa alguna cosa dura, que lastima las nalgas.

La primera vez que sangré, Madre me mandó a dormir con los cerdos.

—La sangre entusiasma más a los hombres que a los bichos —dijo, dándome un montón de trapos para enjuagarme la herida—. Incluso si es poca sangre, y viene como un botón de rosa, aún lejos de abrirse.

El lodo del chiquero cubría mi piel como un escudo frío y apestoso, la fragancia de los excrementos disimulaba el olor oxidado de la menarquia. Los gruesos pelos de los cerdos eran más abundantes que el minúsculo matorral de mi pubis. Yo mezclaba los trapos empapados de sangre con la bazofia, y los animales limpiaban el fondo de la cubeta con su hocico. Así escondía el perfume de la flor roja de las narices de Padre.

Entraba el mes y salía el mes, y Madre prometía:

—Mientras yo esté viva, Niña, él no te tocará.

La noche atrae la luna llena hacia el Oeste e ilumina los pastizales y las boas-esmeralda enmarañadas en las ramas del mango. Niño Pequeño duerme boca abierta en los brazos de Niño Mediano, con el estómago vacío roncando de saudade. Niño Grande le acerca la botella a Padre, que deja de alisarme los muslos y la toma con los ojos cerrados, como sabueso avistador. Echa la cabeza para atrás y, de un solo trago, sorbe todo el fuego líquido, inflamando sus entrañas de un calor huidizo que, casi, parece colmarlo de vida; es lo más cercano que conoce al amor.

Jala mi cabello con los dedos sucios de tierra, me da un beso meloso en la nuca y suelta la botella, que gira como trompo hasta encontrar al cadaver de Madre, cuyo rostro ya está negro de hormigas.

—Niña —sopla, con la barba atravesando la malla del vestido y rayando mi piel en un juego de agujas—, no estés triste. Si te portas bien, Papá será buenito contigo.

Fluida en el lenguaje de las cosas rastreras, la garganta de la noche responde al llamado, vomitando, desde dentro, una jararaca de dos metros de largo. La serpiente atraviesa el umbral con un solo movimiento sinuoso de odalisca, la lengua bifurcada degustando el aire enrarecido, y acaba por acurrucarse, como un rollo de estambre, sobre el vientre de Madre. Los ojos ciegos y vidriosos, color marfil, reflejan las llamas de los quinqués.

Padre me empuja y se levanta, diciendo que va a agarrar el bastón que tiene Niño Grande, pero la brutalidad de los músculos, embebida en la indolencia etílica, le falla por primera y única vez. Niño y yo intercambiamos miradas. Entonces, en sincronía, nos ponemos de cuclillas, como nos había enseñado Madre, y esperamos. La jararaca apoya la barbilla en el dorso brillante, y cuenta los segundos con nosotros, cronometrados en el vaivén de las membranas de los ojos.

Golpeándose con la banca, las piernas de Padre se revuelven en un baile pendular, enrollándose una con la otra. Al irse de bruces contra la pared, cierra los párpados un momento, cometiendo el equívoco de bajar la guardia en esa casa de serpientes.

Niño Grande da el primer golpe y la cabeza de Padre se hunde, se le vuela el sombrero. Con una temblorina, muestra los dientes bañados en sangre, intentando morder el aire. El segundo golpe le amasa la sien izquierda, y tiñe la córnea de los ojos de carmesí. El tercero le desparrama los colmillos afilados por el suelo, haciendo un tintineo como de canicas. Niño Grande me pasa la vara. Niño Mediano se nos une, con Niño Pequeño aún aferrado a su cintura.

Nos alternamos para golpear.

Solo nos detenemos cuando el palo cede, partiéndose la mitad, chorreando sangre, carne y cabello. Vistos desde lejos, los fragmentos de huesos adheridos a la madera, rugosos y achatados, adquieren la forma romboide de escamas.

Traducción del portugués, Emiliano Becerril Silva

Elaine Vilar Madruga

(La Habana, Cuba, 1989)

Narradora, poeta y dramaturga, ganadora de más de un centenar de premios, es una de las voces literarias más importantes de la Cuba y el Caribe actuales. Sus textos abordan las políticas individuales del cuerpo, el género y las disidencias, y las políticas relacionadas con la Historia reciente de su país en contextos de opresión, silencio y claustrofobia. Cultiva los géneros de novela, cuento, poesía, literatura fantástica y de ciencia-ficción, periodismo, crítica, teatro, literatura para niños y jóvenes. El cielo de la selva obtuvo el Premio Nollegiu a la mejor novela del año en español. Fue elegida entre los 10 mejores libros del 2023 por Babelia, de El País. Y, mientras escribimos esta cuarta de forros, es parte de la shortlist del Premio Finestres de Narrativa en Castellano.

LA VIRGEN DE LAS OREJAS

ESTO AQUÍ ADENTRO ES UN CRIADERO DE TUMORES, DICE el doctor con una sonrisa falsamente triste, la sonrisa fingida de los sádicos que han observado demasiadas veces la imagen de la esterilidad. Aquí no va a crecer nada y es mejor que le hable así, muchacha, que le hable fuerte, que le hable duro para que usted entienda y no se haga esperanzas, que de esperanzas nadie vive en este mundo. Le veo el placer del diagnóstico escondido en la boca, camuflado como una mosca a punto de hincharse de satisfacción, y vuelvo a notar ese placer cuando me extiende un pañuelito de papel desechable para que me limpie las lágrimas, aunque no he llorado y no voy a hacerlo con tal de no darle gusto. Tomo el pañuelito entre los dedos y lo arrugo hasta hacerlo una pelota, hasta convertirlo en parte de mi puño. Él, por su lado, señala la pantalla y se aclara la garganta, intramural de tantos centímetros, imagen heterogénea y multinodular, y aquí un subseroso gigante y múltiples masas submucosas.

Debería ser capaz de encontrar en la imagen aquello que no me hará madre, pero no puedo ver nada salvo las palabras del doctor. Ésas sí las hallo regadas en el aire, prendidas en neón rojo, dando vueltas en torno a mi cabeza como la corona de espinas de las santas y las mártires. Son benignos por suerte, sonríe cálido como lo haría un padre, y vuelve a alcanzarme otro pañuelito desechable con ojos desesperados, porque no sabe qué hacer ante mi figura como de piedra. Ya, ya, ya, bonita, me palmea un brazo, y añade, como la sentencia de un libro de revelaciones que necesitara escupir con tal de no quedarse con ella podrida adentro de la boca, no se me ponga así que no tener hijos nunca ha sido el fin del mundo para nadie.

Y tampoco será el fin del mundo para mí. No lo dice, pero intuyo esa verdad suya entre las sílabas y le veo por primera vez una carita de compasión avejentada, y también por primera vez noto que el médico es viejo, lo suficiente como para ser cínico, y eso es algo que espera puedan perdonarle. Tantos años detrás de una bata blanca y del poder que esa bata confiere debería al menos servirle para no temer las consecuencias de lo que ha dicho. Y sin embargo las teme. Teme porque me ha visto la cara, que ya no sé si es de loca o de furia, y ha empezado a recordar palabra a palabra su discurso. Usted es muy joven, tiene toda una vida por delante, murmura, y ahí llegan los lugares comunes, los consuelos y los ojitos falsos de pena que quisiera romperle a mordidas. Me caía mejor este viejo hijo de puta antes, cuando casi se me reía en la cara, que ahora, todo fingimiento, tan falso como un cartón mojado en lluvia que se deshará en cualquier instante.

Susurro un agradecimiento y estrujo el pañuelito entre los dedos una vez más, qué otra cosa podría hacer con él, mientras el médico se excusa por sus primeras palabras, por la brusquedad de sus primeras palabras. Está viejo, dice, a veces se le olvida tener tacto y espera que yo no me lo tome a mal, y espera que yo me consuele, y espera también que me calme, promete que estaré bien, que tumores como esos nunca se vuelven malignos y ésa es una garantía absoluta que puede darme, lo afirma tres veces, una garantía absoluta, una garantía absoluta para la vida. Al final, tener hijos está sobrestimado. Ninguna mujer bonita como yo necesita a un chamaco que le vomite el hombro en las mañanas y le cague el vestido por las tardes cuando existe tanto mundo, tanto horizonte nuevo para mí.

Madre me lee en la mirada el diagnóstico y me quita de las manos el papel donde el médico ha escrito algunas frases imposibles de entender para unos ojos que no sean los suyos, para unos ojos que no sean los de una madre preocupada por la cría pálida, y se traga luego las palabras madre y cría cuando finalmente logra darse cuenta de lo que el papel dice. No soy la primera en heredar lo estéril como también he heredado la esperanza de un milagro. Mi madre recuerda que su propia hermana y una abuela paterna tuvieron el útero cubierto de miomas, que sangraban como yo cuando eran jóvenes, y que estaban luego pálidas y débiles como muertitas niñas cuando se pasaba el sangrado. Y, sin embargo, ellas sí tuvieron hijos porque existen milagros de las vírgenes, milagros de fe y de oraciones, milagros sanadores que la medicina no puede explicar, porque la medicina no es una ciencia exacta. Sólo la fe y las vírgenes son una ciencia exacta, me dice, y mientras habla escupe salivita clara sobre mis ojos de tanta pasión que le pone a las palabras.

No la escucho. Hago como que sí, pero ella sabe que en realidad mi mente está en cualquier otro sitio, fija tal vez en un ultrasonido y en los tantos milímetros de ancho por los tantos milímetros de largo de mis tumores. Sabe que estoy pensando en el próximo sangramiento y en si no será mejor olvidarme del reloj biológico que me late en el cerebro desde hace dos años. A ver por qué dios me puso un reloj biológico en el cerebro si no me ofreció la armazón necesaria para traer a un niño al mundo, a ver por qué dios me sembró las ganas de tener un hijo y para qué diablos necesita una mujer en estos tiempos tener un hijo y, sobre todo, por qué yo, y no otra mujer, lo necesita.

Qué significa en realidad la palabra madre y por que me hace tanta falta escucharla.

Entre susurros, mi madre menciona a una virgen, la suya, la virgen de la familia, y le dice milagrosa y bonita, y se refiere a la virgen como si nos estuviera escuchando justo en este preciso instante, se la come a elogios y zalamerías. Las palabras de mamá se hacen torpes cuando habla de su propio padre, que nació sin orejas, y del hijo de la tía, que también nació sin orejas, y de cómo las orejas no son necesarias para la vida y sí para mantener contenta a la virgencita. De repente, me doy cuenta de que he perdido el hilo de la conversación y el vacío en mis ojos es suficiente como para que madre sepa que no estoy para milagros ni vírgenes, ni quiero que me limpien el cuerpo ni que me escupan el vientre para limpiarme el mal que tengo adentro, que ahora no puedo ni quiero escucharla. Se calla y me lleva a la tina. Se calla y me baña como niña chica. Me baña con cuidado, como si mi carne se hubiera vuelto porcelana, como si me fuera a romper si me caigo en la tina, como si mis pelos fueran de cristal. Enjabona mis brazos y promete que todo estará bien, porque la virgencita de las orejas es milagrosa y nunca le ha fallado a las mujeres de esta familia, nunca nos ha dejado estériles.

Qué sabes tú de eso, mamá, pariste sin problemas tres hijas, mis primeras palabras son una escupida violenta y se las he tirado a ella, sin pensar se las he tirado a mi madre. En esas palabras va todo mi rencor al hijo de puta del médico, mi odio hacia los miomas en el útero y a cuanta cosa viva se mueva cerca de mi cuerpo. Todo el dolor en unas palabras, y mi madre es el blanco, la mártir pacífica que espera le entren las flechas de mi angustia, mejor en ella que en mí. Eso es lo que las madres hacen, resistir por los hijos y coger palos como único testimonio del amor, parece decirme. Qué sabes tú, mamá, qué sabes tú, repito una y otra vez, primero en calma, luego casi a gritos, hasta que mi madre me responde también a gritos, nada, no sé nada, pero tu tía sí, ella sabe, ella guardó la virgencita que le regaló nuestra abuela, y ella te dejará que hables con la virgen, y la virgen lo pondrá todo en su lugar.

La tía es la única persona que no me ha mirado con lástima. Mis hermanas, con sus ojitos de corderos, me trajeron regalos y se esforzaron por conversar de cosas sin sentido como revistas y doramas, y películas de viaje, y actores turcos y K-pop, con tal de entretenerme, dicen. Lo que necesito yo es entretenimiento, fiesta, playa, pasión veraniega, comprarme nuevas ropas y olvidarme de algo tan estúpido como la palabra útero. Ellas sí han disfrutado de la vida, me recuerdan, ninguna quiere parir y ninguna entiende, por tanto, por qué lo necesito yo, si existen tantas otras cosas.

Madre llamó a la tía unas pocas horas después de que yo regresara a casa del hospital. Le dijo ven, trae a la virgen de las orejas, tráela que la vamos a necesitar de nuevo, y del otro lado del teléfono casi podían oírse las revoluciones de la tía que preparaba el viaje a toda prisa, que buscaba ropas para venir pronto. Casi podía escuchar cómo las dos rumiaban planes y rezaban en voz baja a la virgen aquella. También mamá había empezado a mirarme con una lástima tibia, como el agua en la que se hunde a los bebés recién nacidos, una lástima que no quemaba ni helaba, pero que se hacía presente sobre mi cuerpo. Cuando llegó la tía, esperaba también la tibieza de sus lágrimas, pero la tía estaba seca como un pozo viejo.

Y su sequedad me hizo bien.

Ella sólo había tenido un hijo. Pero tuve uno solo porque me dio la gana, susurró en mis oídos al besarme, tuve uno solo porque no quise tener más y porque con Elías me bastaba y me sobraba. El primo se llamaba Elías, pero todos le decían El Tortuga porque había nacido sin orejas, y el defecto se le notaba, sí, por más largo que le dejaran crecer el pelo para cubrir la ausencia de las orejitas. Lo tuvo largo hasta una tarde en la que Elías se puso cabrón y se cortó los mechones hasta casi pelarse al rape. Recuerdo aquel día, lo recuerdo con la cabeza pelada, llena de tijeretazos, la rabia en la boca y la tijera en las manos, y a la tía a su lado dando gritos porque no entendía nada, qué te has hecho, Elías, tu pelo tan bonito, tan largo, tan chulo. Elías escupió sobre los pies de la madre para responderle que nadie, nadie más en todo el mundo iba a tocarle la cabeza, nadie más lo iba a obligar a dejarse el pelo largo como las hembras. La próxima vez que los niños cabrones de la cuadra le dijeran jicotea hembra pelilarga y no El Tortuga iba a matarlos a todos, a tijerazos los iba a matar. La tía entendió, y desde entonces Elías se peló casi al rape y mostró los muengos con orgullo de sobreviviente, hasta que con el tiempo incluso aceptó que El Tortuga era su nombre verdadero y abandonó aquel Elías sin forma que no le era útil. Y fue mejor para todos, incluso para nosotras sus primas, a quienes los adultos de la familia nos obligaban a decirle Elías todo el tiempo, aunque en la escuela los niños fingieran no saber quién era el tal Elías al que llamábamos, y los chamacos de la cuadra nos preguntaban diez veces qué primo era ése, cómo se llamaba el primo, y si mis hermanas y yo respondíamos que Elías, enseguida coreaban búscalo otro día, búscalo otro día.

Entonces, dice tu madre que no has llorado, susurró la tía con una sonrisa que no era irónica, haces bien en no llorar, las lágrimas no se malgastan y se usan nada más que para cosas importantes, si tú quieres un hijo, la virgen de las orejas te lo va a dar, como me dio a mí a Elías, y como le ha estado regalando hijos a las mujeres de esta familia hace siglos. Sacó de su bolso una figura anudada en trapos y la desenvolvió con cuidado, casi con parsimonia. Entonces vi la figura de yeso de una virgen común y corriente, con su halo dorado detrás de la cabeza de yeso, y los pies de yeso descalzos, y el manto blanco y azul de todas las vírgenes, y los brazos abiertos y vacíos extendidos hacia adelante. Sólo sus ojos eran distintos porque no miraban al cielo sino a sus propios pies, a los insectos que estaban desperdigados ante sus plantas. Tardé en darme cuenta de que no eran insectos, sino orejas, orejas de yeso sobre el pedestal de la virgen, sobre su falda, bajo sus pies descalzos, allí dondequiera que sus ojos miraban.

Es la virgen de las orejas, y nos ha servido durante siglos para limpiar el vientre a las mujeres de esta casa, que por maldición o naturaleza lo hemos traído enfermo de generación a generación. Unas pocas se han salvado, como tu madre, y a lo mejor como alguna de tus hermanas, pero el resto de nosotras, como tú y yo, venimos a pedirle a ella, dijo la tía. La virgen es buena, es milagrosa, y si pides hijo, te dará hijo. Así me lo enseñó mi abuela. A ella, la virgen no le falló. Y a su madre tampoco. ¿Ves que todo tiene solución, mijita? Has hecho bien en guardar las lágrimas para otros asuntos.

Me puso la figura de yeso de la virgen entre las manos. La sentí vieja, descascarada y caliente, demasiado caliente. Cuando me la acerqué al pubis parecía quemar. Seguí mirando la figura hasta sentir que los ojos me ardían cada vez que contemplaba aquel cementerio de orejas entre los pies de la virgen.

Pues sí, mijita, cada par de orejas que ves es un niño que la virgen nos ha concedido, susurró la tía y luego señaló hacia un par de aquellas orejas de yeso que descansaba sobre los dedos del pie izquierdo de la virgen. Y éstas, estas que ves aquí, son las de Elías.

Los ojos de la virgen contemplaban sus ofrendas, las orejas cortadas a sus pies que las mujeres de mi familia habían arrancado a sus hijos. Y yo la contemplaba a ella, mientras la tía hablaba, y mi madre colaba café, como si nada fuera importante. El olor de café se filtró en el cuarto y por un segundo, aquel olor me trajo de vuelta a la realidad, me dio una bofetada de realidad.

Entonces le cortaste las orejas a tu propio hijo recién nacido, la interrumpí, porque la palabra cortar tenía el sabor de la sangre en mi boca.

Madre regresó con el café recién colado y la tía tomó una de las tazas calientes. Sin soplar, sin sentir la quemadura en la boca, tragó el líquido oscuro.

No soy una desalmada, mijita, no me mires así, fue su única respuesta y luego contempló a mi madre con esa expresión cómplice de reproche que sólo las hermanas intercambian una con otra. Para ellas no era necesario hablar si bastaba con una mirada. Y la mirada de mi tía decía que yo era demasiado joven, demasiado joven e idiota para comprender que una madre le corta las orejas a su hijo por amor, y no por deseo propio, por amor al hijo y por amor a la virgen milagrosa, que ha hecho el milagro de la existencia del hijo, que sin la virgen no existiría siquiera oreja por cortar porque el hijo no estaría en el mundo. Mi madre se encogió de hombros, su gesto común al pedir paciencia ajena. La tía volvió a decir, al cabo de unos minutos de silencio, tómate el café, mijita, y atiende para acá: la virgen concede la vida donde nada crece y a cambio pide lo que ella quiere, ¿por qué no le vas a dar lo que quiere, si te ha hecho feliz?

Después habló de los hombres y mujeres sin orejas de esta familia, que eran muchos, no sólo Elías, aunque yo sólo lo recordaba a él y a su pelo largo, yo sólo recordaba a El Tortuga, y no a Juana, ni a Nil, ni a José Remigio, ni a Ricardo Secundino, ni a María Rosa ni a Rita de la Caridad, no recordaba aquellos nombres ni aquellos rostros, ni siquiera por fotos, no recordaba que le faltaban orejas. La tía dijo que era lógico que no recordara nada particular en las fotos antiguas porque todos en la familia llevaban el pelo largo desde tiempos inmemoriales, hombres y mujeres por igual, para ocultar la mutilación, y que vivir sin orejas no era para tanto, cuál era el valor de las orejas si se le comparaba con el valor de un hijo. Al fin y al cabo, los niños mutilados al nacer no tenían malas vidas, todos habían llegado a ser adultos felices, casi perfectamente felices, porque sus madres cumplían con la virgencita que tan buena había sido, porque ninguna madre de esta familia había olvidado que la virgen era buena pero estaba sedienta de sus ofrendas, de sus orejas, y que no iba a perdonar a ninguna desmemoriada que se hiciera la inteligente y le quitara lo que era por derecho suyo. Que me lo pensara bien, que me lo pensara muy bien antes de pactar con la virgencita, porque una vez prometido, una vez hecho el trueque, nacería el hijo, y entonces sólo quedaría cumplir.

Yo te ayudo a cortarle las orejas al niño cuando nazca, propuso mi madre, sentada en la esquina de la cama, como mismo ayudé a tu tía cuando nació Elías. Es rápido, bien rápido si se hace con tijeras.

Le vi en los ojos el brillo de la verdad y en aquel momento me parecieron dos viejas locas, dos viejas desesperadas que intentaban ayudarme de alguna manera que yo no podía entender, en la que el amor y la locura se trocaban en una forma retorcida de socorro. Tuve ganas de tirar a la virgen de las orejas en el piso, romper aquella figura de yeso y llorar por primera vez, llorar hasta quedarme seca, tener lástima de mi cuerpo y lástima de mis ideas, pero no lo hice, porque la tía me leyó en los ojos la rabia y apartó a la virgen de mi alcance, y mi madre me amenazó con romperme la boca si era una malcriada y una estúpida. Ambas salieron del cuarto dando un portazo de rabia. Las escuché discutir afuera, una contra otra, como dos perras de pelea, mi madre que gritaba dale tiempo, la virgen no es tuya, es de todas nosotras, de todas las mujeres que en esta familia la necesiten, mi tía que gritaba si la rompe tu hija, si tu hija rompe a la virgen me las van a pagar, y madre con aquello de no romperá nada, dale tiempo, déjala pensar.

No rompí la imagen de yeso de la virgen y tampoco conseguí olvidarla. En las dos semanas siguientes, mi madre y mi tía me vigilaron de cerca. Habían escondido a la virgen, no me dejaban verla, y con el paso de los días se me fue haciendo menos nítida en la memoria aquella figura que contemplaba las orejas sobre sus pies y no al cielo donde, supuestamente, se encontraba la salvación.

Déjame ver a esa virgen tuya, le pedí a tía una mañana. Aquella noche había soñado con un hijo, un niño de orejitas perfectas que se babeaba de lo lindo, y yo lo sentía prendido a mi pecho, lo sentía prendido a mi vida. Succionaba lo mejor de mí, succionaba mis alegrías y mis logros, succionaba mi inteligencia, y se hacía fuerte con cada pedazo que se llevaba. Incluso sentí su mordida en mi seno, una mordida alegre, de dientes perfectos. Cuando desperté aún sentía la mordida, pero era sólo un dolor fantasma, el de la mujer a la que le han quitado al hijo de los brazos, aun cuando ese hijo no ha nacido ni existe. Déjame ver a esa virgen tuya y dile que le cortaré las orejas al niño, que le ofrendaré las orejas, lo que ella quiera de mi hijo, pero que me lo deje tener, que me lo deje parir, le solté a la tía que me miró de nuevo sin pena, con ojos de quien entiende la desesperación porque la ha vivido en el propio útero.

Está bien, y ni siquiera preguntó más, ni siquiera quiso saber por qué me había convencido. Sacó de su maleta la imagen de yeso de la virgen y me hizo besarla en los pies, hizo que besara cada oreja de yeso, y la boca de yeso coloreada en rojo de la virgen. Un beso como de amante, como de mujer que besa a otra mujer. Luego puso la figura entre mis manos y la sentí caliente, calientes los dedos de la tía y la figura que se aproximaba a mi vientre, que limpiaba mi vientre, porque la tía sólo decía así así así, y mis manos actuaban solas, actuaban como si supieran en qué lugar del vientre restregar la figura, en qué lugar del pubis poner el calor, la ardentía de la virgen de las orejas, como si allí abajo no me besara el yeso, sino una boca de mujer.

Cerré los ojos y la tía volvió a decir así así así, pide un hijo, así, pide un hijo, y yo le pedí a quien pudiera escucharme que viniera a mi vientre aquel niño del sueño, así, el niño de la mordida, que viniera a mí, que me hiciera madre, así así así.

Cuando Tomás nació, tenía casi todos los dientes afuera y, al mamar de mi pecho, me hizo sangre. Pero eso no me importaba. Mi amor era lo suficientemente grande como para amar a aquella criatura perfecta que me mordía. No se parecía al niño de aquel sueño que tuve una vez cuando era una mujer estéril, una mujer sin hijos, y eso me hizo feliz y me quitó un poco la angustia de sentir que su nacimiento era una deuda todavía no pagada. Mi madre y mi tía quisieron que el niño naciera en casa, pero yo me negué. Me parecía una idea antigua parir como una vaca en las manos de mi madre y de mi tía, pero fue tanta su insistencia, tantas veces me mencionaron las orejas de Tomás, aquellas orejas que según ellas estaban ofrendadas, que era mejor cortar y curar en casa para no despertar sospechas ni tener luego que justificar accidentes, esas orejas que eran de la virgen y no mías, no de Tomás, de la virgen sola eran aquellas orejas, que escupí a madre y a tía, y les dije viejas brujas, viejas putas. Les dije que yo nunca sería como ellas, que no haría que mi Tomás fuera como Elías. Acaso no sabían lo mucho que había sufrido Elías cuando le decían muengo y le decían El Tortuga. Acaso no sabían que Elías había perdido el nombre y que sólo por encima de mí, por encima de mi cuerpo muerto, le iban a quitar a Tomás el suyo. Tomás se llamaría Tomás, y las orejas de Tomás no eran de virgen alguna, sólo mías, que era su madre. Sólo de Tomás.

La tía se persignó y dio un grito. Mi madre intentó agarrarme por la espalda, retener mi panza inmensa, mientras la tía interponía entre mi cuerpo y la puerta, la figura de yeso de la virgen. Mírala, me gritó, mírala para que cuando encuentres tu desgracia sepas que eres tú, y no la virgen, quien ha fallado.

Nada ni nadie me retuvo. Ni los gritos de tía. Ni las súplicas de madre. Ni su llanto. Ni su constante pedir que volviera, que lo pensara dos veces, que al menos le dijera a la virgen que entregaría las orejas de mi hijo más adelante, cuando se hiciera más fuerte, que le pidiera paciencia a la virgen para que no se desesperara por las orejas prometidas.

Carajo, te vas a arrepentir, mijita, fue el último grito que escuché en boca de tía, pero ya no era un grito de desesperación sino de tristeza, y mi madre aulló como la perra a la que le quitan el cachorro. Aulló tan profundo que sentí miedo, un miedo antiguo, un miedo más antiguo que yo, y también más sordo.

El miedo se difuminó porque el parto fue hermoso. Como Tomás, que era perfecto. Supe que era perfecto cuando me lo colocaron en brazos y lo vi buscar mis tetas con un hambre más antigua que cualquier miedo materno o cualquier virgen. Mamó y me mordió los pechos, e incluso aquel dolor me pareció hermoso. Le conté los dedos de los pies, los dedos de las manos, los dientes, rebusqué en los pliegues perfectos de sus orejitas para sentir su olor, que se confundía con el mío. Aquella noche no dormí. La pasé en vela con tal de no perder un segundo la posibilidad de aprenderme el cuerpo de Tomás, su nariz pecosa, su pelo negro.

Cómo podía cortar, mutilar, arrancar una parte de ese cuerpo perfecto y mío.

Quién, si se llamaba madre, podía cortar, mutilar, arrancar una parte de Tomás.

La virgen tendría que entenderlo. Si era madre, la virgen tendría que entenderlo. Y si no lo era, también.

A mi lado, en el cunero, Tomás se durmió satisfecho. Los ojos se me cerraban de cansancio. Cuando los abrí, vi a aquella mujer, a aquella silueta de mujer sobre el cuerpo de mi hijo. Era alta. Tal vez demasiado alta. Se parecía un poco a mi hermana menor y pensé que era ella, que tal vez había viajado para conocer a Tomás, así que sonreí y volví a cerrar los ojos, y pronuncié su nombre y le dije que estaba cansada. Hermanita, tú me entiendes, no podía hacerle daño a mi hijo, pregunté, pero aquella silueta no me miró a los ojos. Aunque tenía la vista nebulosa por el cansancio me di cuenta de que mi hermana no vestía así, no llevaba ese manto azul y blanco, no tenía los brazos abiertos, ni los pies descalzos, mi hermana no era tan alta ni tan de yeso, ni parecía gastada o vieja, ni sus manos extendidas hacia mi hijo parecían cáscaras como las del yeso al levantarse por el calor.

Intenté moverme, pero mi cuerpo parecía atrapado en una red de sueño y de pereza. Intenté gritar, pero me faltaba la boca. El manto blanco y azul se alzó un poco y le pude ver las uñas de los pies, le pude ver los pies a la figura enorme de yeso, los pies rodeados por orejas de recién nacidos y entonces contemplé también sus ojos, que se posaron un momento en los míos. Enojados los ojos, odiándome los ojos de la virgen que ya no contemplaban las orejas ni mi rostro, que ya no le importaban cobrarme la penitencia, sino que miraban la perfección de mi hijo, la perfección de Tomás.

Mío, logré pronunciar, logré arrastrar las palabras a través de la niebla de pereza, mío, mío, pero la virgen sólo me enseñó los dientes en respuesta y con el manto largo, azul y blanco, envolvió el cuerpo de Tomás, los dientes de Tomás, sus diez dedos de las manos y los diez dedos de los pies, su nariz pecosa y su pelo negro, a Tomás enteró lo envolvió entre sus brazos.

Entonces pude gritar.

Grité el nombre de mi hijo y sentí cómo la sangre resbalaba por mis piernas, hacia abajo, hacia abajo. Cuando abrí los ojos me vi los muslos manchados de sangre y también el cunero vacío, sin Tomás, sin hijo, los médicos como auras sobre el cunero y sobre mi cuerpo, la fiebre en mí, los gritos de todos. Les dije entre aullidos, vi a mi hermana, vi a la virgen, estaba aquí, mi hermana estaba aquí, la virgen de las orejas estaba aquí, así, aquí.