Café, magia y dragones - A. T. Qureshi - E-Book

Café, magia y dragones E-Book

A. T. Qureshi

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Beschreibung

Bienvenido a la cafetería más mona… y más complicada de la ciudad Cuando Saphira abrió su cafetería para clientes con mascotas dragones bebé, no imaginaba que fuera tan difícil controlar las llamas. Los cachorritos estaban quemando todos sus muebles y los gastos de las reparaciones eran más de lo que podía permitirse vendiendo café. El rompecorazones local Aiden era jardinero, pero su desobediente dragón bebé le distraía continuamente de sus queridas plantas. Al entrar al Café del Pequeño Dragón, tuvo una idea genial: le pediría a Saphira que entrenase a su mascota y le pagaría lo suficiente para que ella pudiera mantener el local abierto. Aunque sabían que cada uno era la respuesta a los problemas del otro, la despreocupada Saphira y el atractivo pero gruñón Aiden no podían ser más diferentes. ¿Encontrarían la manera de trabajar juntos, y tal vez incluso encender algún fuego propio? Una trama encantadora llena de ternura, amor y la mágica cotidianidad de vivir en medio de criaturas fantásticas, en un ambiente que invoca calidez y familiaridad. Descubre el poder del amor, la fuerza de la comunidad y la mágica conexión que existe entre humanos y dragones. Una deliciosa mezcla de fantasía y romance. Saphira: alegre, resuelta y empática. Aiden: disciplinado, metódico y gruñón. ¿Qué pasa cuando estos dos opuestos se ven envueltos en el convulso y adorable mundo de los dragones bebé? Los lectores han dicho: «No quería dejarlo». «Esta es una de esas novelas románticas de fantasía en las que estás feliz y riéndote durante todo el libro». «Me encanta la idea de tener un bebé dragón».

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Seitenzahl: 395

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Café, magia y dragones

Título original: The Baby Dragon Cafe

© Aamna Qureshi 2025

© 2025, HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers Limited, UK

© Traductora: María Perea Peña

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9791370005160

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Noor, mi ejemplo

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Saphira Margala casi no había tenido un momento para tomarse un respiro.

El Café del Pequeño Dragón había estado muy concurrido aquel día y eso era algo positivo, aunque le dolieran los pies. Ya estaban en primavera, a finales de marzo. Cada vez iba más gente al pueblo y, durante la hora de comer y por la tarde, paseaba por la calle principal, lo cual contribuía a que hubiese una mayor afluencia de público en la cafetería.

Los días se alargaban y el sol brillaba con fuerza durante más horas, y todos querían sentir el calor. Saphira estaba segura de que, si salía, vería como poco a media docena de dragones volando sobre el valle, disfrutando del buen tiempo después del largo y frío invierno.

Starshine Valley era un refugio para los dragones y sus jinetes. El pequeño pueblo estaba enclavado entre unas montañas cubiertas de nieve y el terreno era perfecto para volar, lo que les brindaba hermosas vistas de bosques, colinas y lagos.

A ella le encantaba observar a los dragones adultos en pleno vuelo. Se quedaba hipnotizada. En aquel preciso instante estaba junto a una de las ventanas, echando un vistazo furtivo a las majestuosas bestias. Eran un poco más grandes que la raza de caballo de mayor tamaño, así que sus siluetas, aunque lejanas, se divisaban con nitidez en el cielo. Eran unas criaturas tan impresionantes… Absolutamente impresionantes.

Ojalá las crías de dragón fueran tan serenas.

Los pequeños monstruos en cuestión llamaron de nuevo su atención. Su cafetería estaba llena de clientes, y algunas de sus crías de dragón estaban a su lado en pequeñas camas, mientras que otras subían de un salto a los árboles para dragones o a los pequeños refugios en forma de cueva que colgaban de las paredes de piedra.

Saphira se sentía orgullosa de ver a las crías de dragón en su cafetería. La había inaugurado hacía seis meses y era la primera en la que se permitía la entrada a los pequeños dragones, para entusiasmo de la gente de Starshine Valley. La mayoría de los establecimientos no admitían mascotas y muchos tenían, incluso, carteles con una advertencia explícita, NO SE ADMITEN CACHORROS DE DRAGÓN, en letras grandes y llamativas.

Por desgracia, entendía cada vez mejor el motivo.

Recogió las tazas vacías de una mesa cercana, empujando las sillas de madera, y, de camino a la barra con los platos, pasó junto a un padre barbudo que se estaba tomando un capuchino y a su hija pequeña, que mordisqueaba un pastel de limón y frambuesa. Saphira tuvo cuidado con los pies al pasar junto al cachorro, que estaba jugando con las piernas oscilantes de la niña.

—¡Oh, lo siento! —dijo una joven, que estuvo a punto de toparse con su espalda.

—¡No te preocupes! —respondió ella, haciéndose a un lado.

Pero, mientras se apartaba, chocó accidentalmente con una cría de dragón que dormía en una camita de felpa. El dragón se despertó de golpe, liberando una bocanada de llamas hacia sus piernas.

El fuego le quemó el borde de la falda y a ella se le escapó un grito. El aire se llenó de olor a tela quemada, un olor que se había vuelto muy familiar. Fantástico.

Todos sus vestidos y faldas tenían marcas de quemaduras en los extremos, o marcas de mordeduras, o ambas cosas. Sabía que debería ser práctica y usar pantalones, pero le encantaba llevar una falda bonita. Su amor por lo estético era más grande que su amor por lo práctico, y eso era un verdadero problema.

Sin embargo, cuando miró al culpable, ni siquiera pudo enfadarse. El cachorro la observó con unos ojos muy azules y la inocencia escrita en su rostro adorable. Ella se arrodilló y le acarició la piel escamosa y él se inclinó felizmente hacia sus caricias.

Las crías de dragón eran tan traviesas como los niños pequeños humanos, pero también igual de preciosas, o más. Ella las adoraba y, por ese motivo, cuando soñaba con abrir su propia cafetería, los pequeños dragones siempre habían formado parte de esa visión. A los veinticinco años, tal vez fuese un poco joven para ser dueña de un negocio, pero estaba haciendo las cosas lo mejor que podía.

Se colocó detrás de la barra y encendió el molinillo de café para preparar los siguientes pedidos. Vertió la bebida fría en una copa de cristal y la caliente en una taza de cerámica decorada con margaritas, luego colocó unos bocadillos en unos platos de acero.

Una vez que estuvo todo listo, lo colocó en una bandeja y avanzó entre mesas y sillas ocupadas con preadolescentes chismosos y parejas amorosas antes de llegar a su destino.

—Tengo un café frío con espuma de azúcar moreno para la señora Cartwright y un café con leche de avena y vainilla para la señora Li —dijo.

Les sirvió las bebidas a las dos ancianas, que estaban cómodamente sentadas en unas butacas, junto a las ventanas abiertas. En su mesa había un jarrón de flores frescas y dos velas encendidas. Después, se inclinó hacia las camitas de los dragones, a los pies de las mujeres, para darles las golosinas a las crías. Uno era de raza ópala, con grandes ojos amarillos y escamas blancas iridiscentes, y el otro era de raza azura, con los ojos azules como el mar profundo y escamas a juego. Cada uno medía aproximadamente treinta centímetros, con unas pequeñas alas.

—Carne seca para el pequeño Thorn y caramelos de jengibre para el bebé Viper —dijo, mientras colocaba los platos de acero frente a ellos.

Acarició a los dragones y ellos ronronearon, complacidos, antes de hincarle el diente a los bocadillos que Saphira preparaba especialmente para sus clientes reptiles.

—Gracias, cariño —dijo la señora Cartwright, con los ojos arrugados detrás de sus anteojos. Dejó a un lado las agujas de tejer para tomar un sorbo de su café helado y canturreó de satisfacción.

—Eres un ángel —agregó la señora Li, haciendo lo mismo.

—Un verdadero ángel.

Ella tuvo un sentimiento de calidez y sonrió.

—¡Avísenme si quieren que les traiga algo más!

—¿Quizá unas muñecas nuevas? —preguntó la señora Li, frotando una de sus arrugadas manos—. Estas siempre me están dando problemas.

—Que sean dos pares, de paso —dijo la señora Cartwright, asintiendo.

—Umm… —murmuró ella, como si estuviera pensándolo—. ¡Voy a revisar la cocina y les digo si es posible! —exclamó, y les guiñó un ojo, ganándose una sonrisa de las ancianas.

En aquel momento, se oyó un gruñido.

Miró hacia abajo y vio que Viper le había arrebatado un trozo de carne seca a Thorn y lo había devorado en dos bocados. Oh, no. A ella se le aceleró el ritmo cardíaco. Al pequeño Thorn no le había gustado nada…

Como era de esperar, Thorn le disparó una llama a Viper, y Viper siseó, preparándose para tomar represalias. Por suerte, la señora Cartwright le hizo rápidamente un sonido de advertencia a su pequeño dragón.

—Shh, Viper, cállate —dijo la señora Cartwright—. Deja de quejarte.

—Thorn —dijo la señora Li, en tono severo—. Pórtate bien.

Las crías se relajaron y ella exhaló un suspiro de alivio. Se sabía que los dragones azura y los dragones ópalo se peleaban; sin embargo, gracias a que sus amazonas eran amigas de toda la vida, Thorn y Viper se veían obligados a llevarse bien, algo de lo que se alegraba.

No podía soportar otro desastre y, menos, tan poco después del último.

Tan solo dos semanas antes había tenido que rehacer la fontanería después de que una cría se entusiasmara demasiado en la bañera y destrozase todas las tuberías al usarlas de mordedores. Ella no había logrado detenerlo a tiempo. Le había costado una buena cantidad de dinero y no estaba dispuesta a gastar más para reparar los daños si dos dragones pequeños se peleaban.

Sonrió a la señora Cartwright y a la señora Li y volvió a la barra con los ojos bien abiertos para ver si había más señales de problemas. Por suerte, parecía que todos los dragones estaban portándose bien.

Adoraba a los pequeños dragones, aunque fueran como imanes para los problemas. Las crías de dragón no podían dar más que un aleteo hasta que crecían un poco, lo que significaba que, al no poder volar, siempre saltaban y chocaban con las cosas. Tampoco sabían controlar su fuego, lo que significaba que quemaban muebles constantemente.

Por suerte, maduraban después de los dos años y continuaban desarrollándose hasta los cinco, cuando sus jinetes empezaban a montarlos. Hasta entonces, sin embargo, eran un peligro. Podría haber hecho la cafetería a prueba de dragones, usando solo muebles y mesas de acero que estarían a salvo de mordiscos y marcas de quemaduras, pero ¿acaso era divertido aquello? Le había encantado montar y decorar el café para que fuera el epítome de la comodidad. ¡Era su visión de las cosas!

El interior del edificio tenía los techos altos y hermosas paredes de piedra, con grandes ventanas que dejaban entrar la luz natural a raudales. Había cómodos sillones junto a las mesas de la parte delantera, sillas de madera en las mesas del centro del local y, en la parte de atrás, algunos sofás lujosos con cojines blandos y suaves y mantas cálidas.

En una de las paredes de piedra había una gran chimenea de leña que, seguramente, era el único lugar que estaba a salvo de los desastres que causaban las crías de dragón. Al fondo había unas estanterías donde se apilaban todas las novelas favoritas de su abuela y algunas de las suyas. Las lámparas de bombilla proporcionaban un brillo cálido por todo el café, bien complementado por las llamas parpadeantes de las velas con aroma a cítricos.

En las paredes había pinturas al fresco y tallas de madera de estilo mogol, fotografías enmarcadas de obras arquitectónicas impresionantes y hermosos versos de poesía urdu; aunque ella no hablaba el idioma, había buscado la traducción de los textos antes de comprarlos. Todo aquello eran guiños a su herencia.

A ella no le gustaban los establecimientos con un diseño minimalista y anodino. A pesar de que su cafetería podría considerarse un poco recargada, tenía un ambiente vívido, como un hogar, y eso le encantaba, aunque tuviera que pasar mucho tiempo reorganizando y restaurando los detalles que destrozaban las crías de dragón.

En la parte trasera había un jardín y, en cuanto tuviera el tiempo y el dinero necesarios, quería restaurarlo para contar con más espacio. Hasta ese momento, el local interior era lo suficientemente acogedor y amplio como para albergar a todos sus clientes y a sus dragones.

No era el tipo de cafetería al que uno iba para hacer una entrevista o para tener una reunión, ni siquiera el tipo de cafetería ideal para estudiar o trabajar. Era una cafetería para tomar un café con leche en una primera cita o para quedar con viejos amigos delante de una taza de chai o para leer un libro junto al fuego con una taza de chocolate bien caliente con malvaviscos.

Era un lugar donde la gente conectaba, donde uno se sentía como en casa, donde nadie se sentía solo.

Al mirar a su alrededor, ella se sentía exactamente así. Los pequeños dragones saltaban de rincón en rincón por las paredes de piedra y había un grupo de amigos riéndose con las tazas de café ya vacías. La cafetería estaba llena y el ambiente era muy cálido.

Era un sueño hecho realidad. Ella había trabajado en cafeterías desde que estaba en la escuela secundaria, pero siempre había aspirado a tener la suya. Dibujaba la decoración y hacía los menús en la parte trasera de sus cuadernos, en clase, cuando se suponía que debía prestar atención. Después, aquellos bocetos se habían convertido en realidad.

Ojalá Nani-Ma estuviera allí para verlo.

Su abuela había muerto hacía poco más de un año. Era la única familia que le quedaba, porque no conoció a su padre y su madre murió cuando ella era pequeña. Nani-Ma la crio y Nani-Ma hizo que alcanzara su sueño.

—Tienes que prometerme una cosa —le había implorado su abuela—. Prométeme que harás realidad el café cuando me haya ido.

—Te lo prometo —respondió ella, mientras le apretaba con fuerza la mano a su abuela.

Una semana después, Nani-Ma había muerto y ella se había quedado sola. No sabía cómo cumplir su promesa de hacer realidad su sueño hasta que se enteró de que su abuela le había dejado una gran herencia.

En medio de su dolor, se aferró a su sueño, a la visión que tenía. Vendió su cabaña de las colinas y compró aquel local en Main Street, y comenzó a vivir en el apartamento de un solo dormitorio de la parte de arriba. Estuvo seis meses trabajando incansablemente para darle vida a su café y, por fin, en octubre, lo inauguró.

Seis meses después, a finales de marzo, el negocio iba bien. Las crías de dragón causaban algunos problemas, pero el ayuntamiento le había concedido una pequeña subvención por admitir a los dragones en su establecimiento, lo que era de ayuda.

Tener dragones era caro, más caro, incluso, que tener al mejor de los caballos, y no solo por el mantenimiento. Como los dragones provocaban tantos daños incontrolables e imprevistos en el pueblo, los jinetes tenían que pagar un impuesto especial cuyos ingresos se destinaban a los arreglos.

Como aquella vez en que un dragón granate que estaba aprendiendo a volar se estrelló contra las líneas eléctricas y cortó la electricidad por la noche. O aquella vez que un dragón ópalo y uno azul se pelearon en Main Street y echaron abajo la pérgola. Situaciones como esa.

Por eso, ella recibió una pequeña subvención del ayuntamiento por crear un espacio al que pudieran entrar los dragones. Al principio, pensó que el dinero extra era genial. ¿Por qué los demás establecimientos no admitían a los dragones y cobraban aquella subvención? ¡Qué tontos eran!

Su sentimiento de superioridad desapareció rápidamente al cabo del primer mes, durante el que tuvo que gastar la subvención en reparar casi todos los muebles de la cafetería. Y había tenido que gastar lo mismo cada mes desde la inauguración. El dinero se le escapaba de las manos antes de que se diera cuenta y tuvo que echar mano de sus ahorros para mantenerse al día con las reparaciones. No había previsto lo rebeldes que serían las crías de dragón y se había quedado sin ahorros. Casi no podía mantenerse a flote. Sin embargo, mientras no volviera a incendiarse nada aquella semana, todo iría bien…

Por desgracia, su optimismo solo duró una hora.

—¡Flare, no! —gritó una niña.

Saphira la miró y vio que estaba persiguiendo a su pequeño dragón. Era la niña que había estado comiendo pastel de limón y frambuesa con Aziz, su padre…

—¿Va todo bien, Aziz? —le preguntó, mientras salía de la barra.

—Hana, tenemos que bajar a Flare —le dijo Aziz a su hija—. Lo siento, Saphira, Flare está un poco hiperactivo, nada más.

Sin embargo, parecía que el cachorro estaba algo más que hiperactivo. Se había subido a la mesa y daba saltos por el aire, intentando volar.

—¡Flare, estate quieto! —gritó Hana, en tono petulante, mientras el dragón aterrizaba en el respaldo de una silla.

El pequeño dragón tenía una mirada traviesa y, antes de que Hana pudiera atraparlo, saltó de la silla de nuevo, tratando de volar. Ella tomó unas calabazas amargas fritas, algo que encantaba a las crías de dragón, y le tendió la mano a Flare. Cuando el animal se acercó, captó el aroma. Se le abrieron mucho los ojos de alegría y saltó hacia ella, pero al ver las calabazas, el pequeño dragón debió de excitarse demasiado. Dio un salto en el aire, revoloteando, y abrió la boca. Ella vio una luz roja en el fondo de su garganta.

Sabía lo que significaba eso.

Sin dudarlo, se agachó y se cubrió la cabeza justo cuando las llamas pasaron por encima de ella. Un momento después, el calor se desvaneció.

Con el corazón acelerado, Saphira se irguió.

El olor a goma quemada y acero caliente se extendió por el aire. Todos se quedaron en silencio y las miradas se dirigieron al desastre. Oh, Dios. Ella se giró lentamente y entonces lo vio.

Su máquina de café expreso. El centro se había deshecho por completo y ella se quedó helada al ver la masa derretida. Le temblaban las manos.

—Oh, no, lo siento mucho —dijo Aziz. Se metió la mano al bolsillo y sacó algo—. Aquí tienes los datos de mi seguro. Estoy convencido de que lo cubrirán —añadió, y le entregó a Saphira una pequeña tarjeta.

Los jinetes estaban acostumbrados a llevar copias de su seguro Drakkon para cubrir los daños que pudiera causar su dragón.

—No te preocupes —respondió Saphira, haciendo todo lo posible por dedicarles a Aziz y a su hija una sonrisa despreocupada y contener las lágrimas—. Gracias.

A lo lejos, oyó a Aziz regañar a su hija mientras salían del café, pero apenas se concentró en eso.

Sabía que el seguro no cubriría semejante gasto. La poliza Drakkon solo cubría hasta cierta cantidad y, además, ella había firmado una exención al inicio de su negocio, aceptando el riesgo que corría al permitir que las crías de dragón entraran a su establecimiento.

El seguro no le había cubierto las tuberías del baño y no cubriría la sustitución de una máquina de café expreso de tres mil dólares.

El pánico se apoderó de ella. ¿Qué iba a hacer? No tenía dinero para comprar una máquina de café nueva, y sin ella, ¿cómo iba a mantener una cafetería? La mayoría de sus ingresos provenían de cafés con leche demasiado caros.

Se le cayeron las lágrimas. Parpadeó para contenerlas y respiró profundamente, tratando de mantener la calma. No iba a derrumbarse así delante de sus clientes.

Tal vez no fuera un desastre, se dijo. Después de todo, su menú era extenso. Seguramente aún podría tener ingresos, ¡incluso sin la máquina de café expreso! Solo serían unas pocas semanas, solo hasta que pudiera ahorrar para comprar otra.

Había algo que sabía con certeza: no iba a rendirse. No podía hacerlo. Había invertido la herencia en aquella cafetería y le había hecho una promesa a Nani-Ma.

—¡No pasa nada! —dijo, en voz bien audible, para todo el café, con su sonrisa más grande y brillante—. ¡Siento el sobresalto! Pero ya saben cómo se ponen las crías de dragón.

Eso provocó algunas risas y, en poco tiempo, todos volvieron a tomar sus bebidas y a charlar.

Durante los siguientes días, Saphira hizo su trabajo como siempre. Preparó bollos y platos pequeños, así como bocadillos para las crías de dragón. Tenía su oferta de tés, negro, verde y de hierbas, y ofrecía otros tipos de preparación para el café: de cafetera italiana, de filtro, café frío… También ofrecía chai, refrescos, cacao y té matcha…, pero no café expreso.

Y, de repente, ¡parecía que todo el mundo quería café expreso!

Después de todo, la especialidad de El Café del Pequeño Dragón era el café tostado por dragones. Los granos de café se tostaban con las llamas de los dragones hasta que desarrollaban perfiles dulces y ricos, llenos de cuerpo y textura.

Como los granos se tostaban durante más tiempo que en los tuestes claros y medios, e incluso que en los oscuros, tenían un sabor especial y delicioso que brillaba en los cafés con leche, que a ella le encantaba preparar con leche de avena para resaltar el sabor a nueces. También era un tipo de tueste excelente para el café frío, pero era demasiado amargo para ella, que prefería que la vida fuera dulce en todos los aspectos.

—Lo siento —le dijo a otro cliente que quería un café con leche—. ¡La nueva máquina de café expreso está en camino! Todo volverá a la normalidad dentro de uno o dos días, solo hay que esperar un poco.

Sin embargo, aquellas palabras eran como ácido en su boca, porque eran una mentira.

Aquella noche, el pánico se apoderó de ella. Dos días después tenía que pagarle la nómina a su ayudante y casi no tenía suficiente dinero en el banco.

Se sentó en su apartamento, asustada, sola como siempre. Por eso le encantaba trabajar en el café y estar rodeada de gente todo el día. Cuando estaba sola, empezaba a darle vueltas a las cosas y entraba en una espiral, como estaba ocurriendo en aquel momento.

Empezó a llorar de ansiedad y las lágrimas se le derramaron por las mejillas. Según Nani-Ma, lloraba con demasiada facilidad.

—Debes amar la vida —le decía su abuela, sujetándole el rostro con las dos manos, mientras le secaba las lágrimas—. Ámala incluso en los momentos en que no tengas suficientes ánimos.

—Lo intento, Nani-Ma —dijo ella. En su apartamento vacío la voz resonó en el silencio.

Intentaba amar la vida, sí, pero era como si la vida no quisiera su amor. ¿Por qué, si no, todo era siempre tan difícil? Quería descansar. Que las cosas fueran fáciles.

Secándose las lágrimas, bajó las escaleras hacia el café que era su sueño. Estaba muy tranquilo, todo vacío y en silencio. Sin la avalancha de clientes se apreciaban mejor todos los detalles que hacían suyo el local, pero la sensación no era la misma.

Una casa vacía no era un hogar, era solo un edificio. Desde las ventanas divisó un Starshine Valley silencioso con todas las tiendas cerradas. Miró el cielo nocturno y las miles de estrellas que brillaban con fuerza. Ellas le daban nombre al pequeño pueblo porque desde allí, entre las montañas, se veían incontables estrellas, y su luz resplandecía sobre el valle constantemente.

Entre las estrellas vio las siluetas de algunos dragones y sus jinetes, que salían a cabalgar, y sintió un anhelo familiar que le dejó un sabor amargo. Siempre había querido tener un dragón, con todas sus fuerzas, pero no pertenecía a ninguna de las familias Drakkon, las que los habían tenido desde generaciones atrás.

Hacía años que había aceptado el hecho de que nunca tendría un dragón. Más o menos, en la época en que se le ocurrió la idea de abrir El Café del Pequeño Dragón, un lugar donde podría estar rodeada de ellos todos los días, aunque ninguno fuera el suyo.

Había hecho realidad aquella idea. Había abierto su café y estaba rodeada de dragones a diario. Todo con la ayuda de Nani-Ma.

Nani-Ma, que se lo había dado todo, y que lo único que quería a cambio era que su nieta hiciera realidad sus sueños.

Miró a su alrededor por la cafetería, observó todos los detalles que había diseñado meticulosamente, cada uno, con su significado, cada pieza, con amor.

Y entonces vio la máquina de café expreso destrozada.

Había hecho realidad sus sueños, sí, pero ¿cómo conservarlos? No tenía ni idea. Por eso, siguió absorta en sus pensamientos… hasta que vio las llamas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Aiden Sterling estaba teniendo un día absolutamente horrible.

Para empeorar las cosas, su teléfono sonó por enésima vez a última hora. Lo sacó del bolsillo, miró la pantalla un momento y, al ver que era otro de sus primos, rechazó la llamada de inmediato. En aquel instante se estaba perdiendo una cena familiar, que era un ritual bimensual y sagrado para los Sterling, y todos se turnaban para llamarlo.

Todos, salvo la única persona que nunca volvería a hacerlo.

Danny, su hermano menor.

Danny, que estaba muerto.

Y, aunque no quisiera hablar mal del difunto, Danny, la causa de su actual dolor de cabeza. Cuando murió, hacía dos años, los sorprendió a todos al dejarle su huevo de dragón sin eclosionar a él. A pesar de fueran hermanos y solo se llevaran un año de diferencia, u once meses, como le encantaba decir a su madre cuando alguien comentaba que solo se llevaban un año, no podían haber sido más diferentes.

Danny era ruidoso y repelente y se ganaba instantáneamente la adoración de todos dondequiera que fuese. Él, por el contrario, era tranquilo, tímido y torpe. Danny había pasado sus días montado en su dragón, rescatando animales abandonados o perdidos, como quimeras, grifos, fénix y dragones. Él prefería pasar los días en casa, particularmente, en su jardín, donde nadie pudiera molestarlo.

A los veintiocho años, quizá fuera demasiado joven para ser un recluso, pero lo prefería así. Todo era más sencillo en la seguridad de su hogar. Allí sabía exactamente qué hacer, cómo tratar a sus flores, que siempre respondían con amabilidad a sus atenciones. Prefería la compañía de las plantas a la de las personas y, en aquel momento, deseaba estar en su jardín.

En cambio, estaba en el centro del pueblo, persiguiendo a una cría de dragón que había sido incubada hacía solo seis meses por sus padres, en un intento de obligarle a tomar una decisión respecto al huevo de dragón: tenía que entregárselo a su familia o cuidarlo él mismo.

Como el huevo era lo último que le había dejado Danny, se negó a entregar a la cría, motivo por el que estaba corriendo por Main Street en aquel momento.

No había nadie por la calle a aquellas horas de la noche y todas las tiendas estaban cerradas. Sin embargo, al pequeño monstruo le encantaba la fuente del pueblo y él lo había llevado allí con la esperanza de que su comportamiento mejorase.

Sparky había sido una pesadilla todo aquel día y a él se le había agotado la paciencia. Primero, el pequeño dragón lo había tenido despierto toda la noche con sus lamentos, porque le estaban saliendo los dientes. Por la mañana, había mordido la mitad de las flores y había destrozado casi todo el jardín.

Después, la cría de dragón había provocado un desastre en su tranquilo hogar y lo había atacado cada vez que intentaba intervenir. Y, en aquel momento, después de la visita a la fuente, Sparky estaba de mejor ánimo, pero eso solo significaba que seguía corriendo y él tenía que perseguirlo.

Era enloquecedor.

Aiden miró hacia el cielo y frunció el ceño al ver las estrellas resplandecientes. Dondequiera que estuviese Danny, seguro que se estaba riendo. Por décima vez aquel día, se planteó vender a Sparky. Y, por décima vez, su conciencia se lo prohibió.

Sparky era lo único que le había dejado su hermano. Tal vez hubiera sido una broma, ya que Danny sabía que a él nunca le habían interesado los dragones, pero, de cualquier modo, no iba a deshacerse de su regalo de despedida.

No importaba lo molesto que fuera.

Y allí estaba el pequeño monstruo, saltando de los brazos de Aiden y disparando llamas al cielo.

—¡Sparky, no! —gritó él.

Sintió el calor en la cara y cerró los ojos para protegerse del fuego. Las crías de dragón no podían causar demasiados daños, al contrario que los dragones adultos, que podían derretir la cara de un ser humano, pero eso no significaba que fueran totalmente inofensivos.

Aiden miró a su alrededor para asegurarse de que Sparky no había provocado un desastre. Por suerte, no había sucedido nada malo. Se oyó un ding y, de repente, se abrió una puerta. Él se giró y se dio cuenta de que estaban delante de un establecimiento llamado El Café del Pequeño Dragón.

—¿Va todo bien? —preguntó alguien que salía del edificio.

Su mirada recayó en la que debía de ser la mujer más hermosa que había visto en la vida. De repente, sintió calor por razones completamente diferentes.

La muchacha medía unos treinta centímetros menos que él. Llevaba un jersey demasiado grande y un vestido con marcas de quemaduras en el dobladillo. Su piel era de un color marrón muy cálido. Lucía un piercing de oro en la nariz. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido en un moño suelto. Cuando lo miró con sus llamativos ojos marrones, él se quedó prácticamente clavado en el sitio.

Había oído hablar de ella y de su cafetería. Starshine Valley era un pueblo pequeño y, hasta cierto punto, todos se conocían. Aunque él casi nunca salía de casa, oía lo suficiente en las conversaciones de su enorme familia. Su prima, Emmeline, era la proveedora del café para la cafetería, y el hecho de que él no fuera hablador no significaba que fuera un pésimo oyente.

La mujer era una Margala… ¿Cómo se llamaba? De repente, se sintió desesperado por saberlo. Por lo que recordaba, la muchacha era unos años más joven que él y no pertenecía a ninguna de las familias Drakkon, así que nunca se habían cruzado. A decir verdad, él se cruzaba con muy poca gente.

—Sí-sí, lo siento —respondió, tartamudeando, y salió corriendo detrás de Sparky, que iba directamente hacia la puerta abierta dando saltos de alegría. La hermosa mujer Margala gritó cuando Sparky pasó corriendo junto a sus pies y entró en la cafetería.

—¡Sparky! —gritó él.

Pero el dragón lo ignoró por completo.

—Lo siento mucho —le dijo a la muchacha.

Se preocupó por si se enfadaba, por si él había echado a perder las cosas antes de que se conocieran. Antes, incluso, de saber cómo se llamaba.

Sin embargo, ella le sorprendió, porque se echó a reír y abrió la puerta de par en par para que él pudiera ir corriendo detrás de su cría de dragón. Los brazaletes de oro que llevaba tintinearon. Cuando pasó a su lado, percibió el olor de su perfume: rosas. Se olvidó momentáneamente de su mascota demoníaca e inhaló el dulce aroma.

—¿Quién es este angelito? —preguntó ella, con voz de bebé, mirando a Sparky.

Aiden siempre había pensado que la gente que hablaba con las crías de dragón no estaba en su sano juicio y, si lo hacían con voz de bebé, aún menos, pero era bastante encantador por parte de la muchacha.

Sparky, al parecer, estaba de acuerdo, porque se iluminó.

—¿Tienes hambre? —le preguntó ella, poniéndose en cuclillas. Sparky emitió un ronroneo, un sonido que él nunca había oído por parte del dragón—. ¿Este pequeño y lindo dragoncito tiene hambre?

La muchacha hizo ademán de tomar a Sparky en brazos y él se alarmó.

—¡No, yo no haría eso! —gritó, pero su preocupación fue en vano.

Él habría recibido un gruñido y un mordisco, pero la chica se encontró con un pequeño dragón obediente. Sparky se echó a sus brazos de buena gana, felizmente. Y, en realidad, él no podía reprochárselo.

La joven le hizo cosquillas a Sparky debajo de la barbilla y el dragón cerró los ojos, sonriendo. Vaya. Él nunca había visto a un animal tan bien educado.

—¡Tienes hambre! ¿Quieres un pequeño premio? —preguntó ella, con la voz de bebé. Llevó a Sparky detrás de la barra, tomó un frasco de vidrio enorme lleno de patatas fritas negras y sacó algunas. Parecían trozos de pan naan quemado.

Ella se metió una en la boca, lo que a él le pareció una locura, y le dio otra a Sparky, que se volvió loco de alegría y frotó la cabeza contra la tela gruesa de su jersey. Ella miró al pequeño diablo con afecto y el pequeño diablo la correspondió con una mirada de adoración.

¿Cómo lo había hecho? Había conseguido mucho más con la cría de dragón en seis minutos de lo que él había conseguido en seis meses. ¡Había recibido más arañazos, mordeduras y quemaduras de las que podía contar!

—¿Has dicho que se llama Sparky? —preguntó la muchacha, girándose hacia él.

Al estar bajo la mirada de aquellos magníficos ojos oscuros, Aiden se sobresaltó. Empezó a sudar y se le aceleró el corazón. Tardó un momento en recordar que ella le había hecho una pregunta y estaba esperando pacientemente su respuesta.

—Sí, se llama Sparky —contestó, por fin—. Lo siento, de veras.

Necesitaba pensar en algo inteligente que decir más allá de disculparse. Dios, ¿qué le pasaba? Dio un paso hacia ella, tratando de alcanzar a Sparky. El dragón gruñó. Ah, aquel era el animal malcriado que él conocía tan bien.

La muchacha se echó a reír.

—No creo que le caigas muy bien —dijo, sonriéndole.

—Nadie le cae bien —murmuró él, sombríamente, pero ella no lo oyó.

Él carraspeó.

—Te pido disculpas de nuevo. Por cierto, me llamo Aiden. Aiden Sterling.

—Yo, Saphira —respondió ella, y él sintió que le recorría un rayo de placer por el hecho de saber su nombre. Saphira—. Y no te preocupes, me encantan las crías de dragón. Aunque no había visto a Sparky antes por aquí…

De repente, se quedó en silencio, como si se hubiera dado cuenta de algo. Lo miró y él la vio atar cabos.

—Oh, eres el hermano de Danny —dijo—. Lamento mucho tu pérdida. Es un pésame muy tardío, pero…

Volvió a quedarse callada.

Por lo general, él odiaba que la gente mencionara la muerte de Danny, pero ella lo hizo de una manera empática, con los ojos marrones muy abiertos. A él se le formó un nudo en la garganta.

—Gracias —dijo, y carraspeó—. Te lo agradezco.

En Starshine Valley todo el mundo conocía a Danny hasta cierto punto, y todos sabían cómo había muerto. Ella tenía razón; las condolencias llegaban un poco tarde. Danny había muerto hacía más de dos años, pero él se lo agradecía de igual modo.

Aun así, sintió una oleada de dolor.

—Bueno, no quería molestar —añadió, un momento después, y extendió la mano hacia Sparky.

—No es ninguna molestia —dijo ella, y dio un paso hacia delante para entregarle al pequeño dragón. Sparky estaba muy tranquilo y dejó que Saphira se lo entregara.

Cuando lo hizo, sus manos se rozaron y él notó una corriente eléctrica por el brazo. Se le aceleró el pulso mientras la miraba.

Y Sparky, al darse cuenta de que su situación había cambiado, gruñó y le mordió la mano, claramente disgustado.

—¡Ah! —gritó Aiden, cambiándose a la cría de dragón a la otra mano—. Dios, lo odio.

—Pero ¡si es muy lindo! —exclamó Saphira—. ¿Verdad que sí? —le preguntó a Sparky, entre arrullos, mientras le acariciaba la cabeza.

En cuando ella retiró la mano, Sparky aprovechó la oportunidad para intentar morder a Aiden nuevamente.

—¡Basta! —le regañó él.

Saphira se echó a reír. Tenía un hoyuelo. Y, por algún motivo inexplicable, aquello fue bastante catastrófico para él.

Quería bromear y entablar una conversación con aquella encantadora mujer, pero había tenido un día muy largo, estaba muy cansado y no sabía qué decir. Por eso, antes de salir de casa, solía preparar lo que iba a decir y ensayaba mentalmente las frases.

Pero Saphira había sido una sorpresa para él.

Si se encontraba en una situación como aquella, por lo general salía corriendo a la menor oportunidad. Sin embargo, aunque le pareciera extraño, aunque se sintiera incómodo e inseguro, en aquel momento no quería irse. Así que se quedó allí plantado, como un idiota.

Saphira lo miró con curiosidad, con los ojos muy abiertos. Había algo muy brillante en ella, muy cálido. Resplandecía como la luz de las estrellas.

Se le había soltado un mechón de pelo. Era una espiral pequeña y perfecta, y él tuvo el deseo de trazarla con el dedo.

De repente, se movió con inquietud, con nerviosismo. Por eso apenas salía de casa. ¡Nunca sabía cómo actuar!

Su mirada se desvió más allá de Saphira y vio lo que parecían restos calcinados de una máquina de café expreso.

—Parece que Sparky no es el único travieso —dijo, señalando el desastre—. ¿Eso lo hizo un dragón?

Tan pronto como las palabras salieron de su boca, se encogió por dentro. Era una pregunta tonta. ¡Por supuesto que lo había hecho un dragón!

—Ah, sí —respondió ella, suspirando—. Me encanta que el café admita a los pequeños dragones, pero hacen que sea un poco difícil que siga abierto —dijo. Observó la máquina derretida, el desorden que había quedado allí—. Un café que admita crías de dragón es una gran idea, en teoría, pero en la práctica hay demasiadas llamas.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y, rápidamente, pestañeó.

Aiden se sintió abrumado por la urgencia de hacer algo, pero no sabía qué.

—¿Puedo…, um…, ayudar? —preguntó.

—No, no, ¡no pasa nada! —respondió ella, con una sonrisa forzada—. Quiero decir, sí pasa algo, obviamente, pero está bien. No es que esté bien de verdad, pero lo estará. Creo que lo estará —dijo, y respiró profundamente—. ¡Bueno, te dejo que te vayas!

Lo estaba despidiendo. Y era lógico que lo despidiera. Se sentía tan inútil…

Saphira dio un paso hacia delante y a él se le aceleró el corazón. Por un momento, pensó que iba a tocarlo y dejó de respirar, pero ella solo iba a hacerle a Sparky una última caricia. Después, lo miró con aquellos ojos castaños en los que él podría ahogarse.

—Buenas noches, Aiden —dijo.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Se alejó de ella y se dirigió hacia la puerta. Sin embargo, solo dio dos pasos y se detuvo, porque se le estaba ocurriendo una idea.

—Espera —dijo, mientras se daba la vuelta.

Ella ya estaba subiendo las escaleras, pero se detuvo al oír su voz.

—¿Sparky quiere otra golosina? —preguntó.

Su corazón latía a toda velocidad. Tal vez fuera una mala idea. Tal vez ella no quisiera. Tal vez ni siquiera debiera preguntarlo. Pero antes de pensarlo dos veces, soltó las palabras.

—Sí…, no. Quiero decir… ¿Estarías dispuesta a entrenarlo?

Ella se quedó muy sorprendida y abrió mucho los ojos.

Él ya había buscado entrenadores en varias ocasiones, pero no había tenido suerte. Normalmente, las personas a quienes se les daban bien los dragones tenían uno propio y no querían que lo adiestrara otro, porque podían ser muy difíciles.

Sin embargo, allí estaba Saphira y, que él supiera, la muchacha no tenía dragón.

—Pero tú eres su jinete —dijo. El vínculo jinete-dragón era especial, indestructible. Por ese motivo, los jinetes siempre entrenaban a sus propios dragones.

No obstante, Aiden lo había intentado durante los últimos seis meses y no había logrado ningún progreso. Los Sterling eran una de las familias Drakkon más estimadas a las que alguien podía pertenecer, formada por generaciones de jinetes. Todos los demás miembros de su vasta familia se habían adaptado a sus dragones al instante, pero allí estaba él, luchando y fracasando en el intento.

Quizá Saphira pudiera ayudarlo. Claramente, amaba a los dragones y era buena con ellos y…

—Te pagaré, por supuesto —dijo mientras se acercaba.

Saphira estaba en el tercer escalón y él tuvo que levantar la vista para poder mirarla a los ojos.

—No sé —dijo ella. Después, se quedó callada, pero su mirada se dirigió a la máquina de café expreso.

«Di que sí», canturreaba una voz en su cabeza. «Por favor, di que sí».

Cuanto más lo pensaba, más deseaba que ella aceptara.

—Estoy dispuesto a darte un adelanto. ¿Qué tal dos mil? —le preguntó—. Y, después, ¿te parecería bien quinientos a la semana?

Saphira se quedó boquiabierta.

—Eso es mucho.

—Puedo pagarlo, si eso es lo que te preocupa —dijo él.

—No, no es eso —dijo ella—. Sé quién es tu familia.

Entonces él miró a Sparky y, después, al ver que Saphira bajaba un escalón, se le cortó la respiración. Se habían quedado lo suficientemente cerca como para tocarse.

—Está bien —dijo ella, mirándolo a los ojos—. Trato hecho.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

A la mañana siguiente, Saphira se despertó un poco antes del amanecer para prepararse para el trabajo. Las pulseras de oro tintineaban en su brazo mientras se ponía un vestido amarillo que le recordaba a las natillas de vainilla.

Le rugió el estómago mientras se trenzaba el pelo hacia atrás, sin apretar. Se preguntó si habría quedado algún bollo de cardamomo del día anterior. Apenas había dormido aquella noche, así que tal vez el desayuno la reanimara. Casi nunca funcionaba al cien por cien antes de tomar su dosis matutina de cafeína.

Justo cuando estaba pensando qué iba a desayunar, sonó el timbre de la puerta de abajo. Salió de su pequeño apartamento y se dirigió a las escaleras que bajaban a la cafetería, preguntándose quién podría estar allí a aquellas horas. No tenía ninguna entrega programada tan temprano. Ni siquiera había salido el sol; el mundo todavía estaba oscuro.

Abrió la puerta lateral y, al encontrarse frente a una figura alta y atractiva, recordó exactamente por qué no había podido dormir la noche anterior.

—¡Aiden! —exclamó, con una voz muy aguda—. ¡Hola!

Se le llenó la mente de imágenes: el café en penumbra, un hombre hermoso, un cachorrito de dragón. Había pensado que, seguramente, aquel encuentro era producto de su imaginación hiperactiva, pero allí estaba Aiden Sterling, frente a ella, con su adorable mascota a cuestas.

—Buenos días —dijo él, con la voz ronca.

Al oír su voz grave, ella tuvo un escalofrío que le recorrió la espalda. Resultaba imposible ignorar lo guapo que era y eso no contribuyó a calmarla. En el pueblo casi todas habían estado enamoradas de él en algún momento, pero todo el mundo sabía que era un recluso que casi nunca se dejaba ver y menos aún desde la muerte de su hermano.

Tenía un estilo sencillo, sin adornos, salvo un sello que llevaba en la mano izquierda y que parecía un emblema familiar, con una piedra negra en el centro, tan oscura como su espeso cabello. En aquel momento tenía barba incipiente, y ella se fijó en sus mejillas angulosas y su mandíbula afilada. Sus ojos también eran oscuros, tanto que era imposible leer en ellos lo que estaba pensando o sintiendo.

Lo miró fijamente. Era tan misterioso y tan increíblemente sexi… Se había dado cuenta la noche anterior, pero lo estaba notando de nuevo, incluso antes de que amaneciera.

Aiden tenía en brazos a un bebé dragón dormido, acurrucado contra su pecho. Saphira estuvo a punto de derretirse al verlo. Sin embargo, antes de que pudiera desmayarse como era debido, una ráfaga de viento sopló hacia Aiden desde atrás y lo empujó hacia adelante. Chocó con ella en la puerta y la luz del interior le iluminó la cara.

Aiden abrió unos ojos como platos.

—Lo siento —dijo.

Ella se echó a reír.

—Esa era mi abuela regañándome por no haberte invitado a pasar antes —respondió ella, y se echó a un lado—. Pasa, pasa.

Saphira cerró la puerta cuando él entró en el local, para que no entrara el frío de la mañana. El café estaba caldeado. Todavía no había llegado el momento de apagar la calefacción por las noches, pero la primavera les llevaría pronto el clima más perfecto: sol, brisa y pétalos de flores ondeando en el viento.

—Voy a traerte algo para él —dijo Saphira, y fue en busca de una pequeña cama para Sparky.

Sparky era un dragón basalta, una raza más grande que las demás, lo que significaba que también era una de las crías de dragón más grandes. Tenía las escamas negras y los ojos, morados. Los dragones basalta eran la raza más cara, debido a que eran muy raros. También se rumoreaba que era la mejor raza para el deporte ilegal de las carreras de dragones, pero ella no sabía mucho de eso, aparte de lo que había oído decir.

Ella no pertenecía a ninguna de las familias Drakkon, por lo que su contacto con los dragones había sido principalmente gracias al café y, en realidad, allí solo veía a los cachorros. Lo más cerca que estaba de ver dragones completamente desarrollados era cuando volaban sobre el valle. Entonces sí podía observarlos desde lejos.

Dejó la camita en el suelo, junto a la barra, y Aiden tendió a Sparky con cuidado. Parecía que estaba estresado. Cuando Sparky estuvo durmiendo tranquilamente en la camita, él exhaló un suspiro de alivio.

—Es temprano. No me extraña que el pequeño todavía esté dormido —dijo ella, y bostezó—. Ojalá pudiera unirme a él.

—A mí me gusta levantarme temprano —respondió Aiden.

Ella lo miró con extrañeza.

—¿Voluntariamente? Si yo no tuviera que despertarme a estas horas intempestivas para preparar el café, dormiría hasta tarde nueve de cada diez veces.

Él frunció los labios. Ella se dio cuenta de que no sonreía fácilmente, lo que habría sido deprimente, ahora que trabajaba para él. Sin embargo, Aiden tenía algo que hacía que se sintiera por completo a gusto.

—Es agradable levantarse antes que los demás —dijo él—. Todo está en calma y en paz. Y es todavía mejor en primavera, cuando los pájaros están en plena época de canto.

—Es muy bonito —dijo ella—. Nunca lo había pensado de esa manera, pero tienes razón: es reconfortante abrir la cafetería por la mañana y estar a solas un rato antes de que llegue todo el mundo y empiecen las prisas del día.

—Hablando de prisa, por eso he venido tan temprano —le dijo él, y se sacó el teléfono del bolsillo del pantalón—. Quería pedirte los datos bancarios para poder hacerte el primer pago, y quería poder hablar contigo antes de que llegara alguien más.

Ella lo miró con curiosidad.

—No te gusta mucho la gente, ¿verdad? —le preguntó. Casi nunca lo veía por la calle.

Aiden se quedó callado y ella pensó que tal vez no debiera haber dicho eso. No era capaz de entender bien su comportamiento. Él era un poco… gruñón, pero no daba la sensación de que fuera de una manera antagónica, como si estuviera enfadado con ella o con el mundo.