Calla y bésame - Sara Orwig - E-Book

Calla y bésame E-Book

Sara Orwig

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Beschreibung

Se habían casado sólo por el bebé, pero… ¿seguirían juntos por amor? El coronel Mike Remington no era de los que huían de un desafío. Pero el duro oficial de las Fuerzas Especiales supo que aquello lo superaba en cuanto tuvo en sus brazos a aquel adorable bebé… y una elegante y seductora abogada le comunicó que era el nuevo papá de la pequeña. La única solución a aquel problema era casarse, sólo por conveniencia, con la hermosa abogada. Pero cuanto más tiempo pasaba con la sensual Savannah Clay en aquel apartado rancho de Texas y cuantos más besos "inocentes" compartían, más deseaba Mike hacer que su matrimonio fuera de verdad…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2004 Sara Orwig.

Todos los derechos reservados.

CALLA Y BÉSAME, N.º 1610 - octubre 2011

Título original: Shut up and Kiss Me

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-041-7

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo Uno

¿En qué otras cosas raras lo meterían los de las Fuerzas Especiales?, pensaba Michael Remington, observando la elegante oficina del bufete Slocum y Clay, en la calle principal de San Antonio, Texas.

Paredes forradas de madera, suelos de roble, cómodos sillones de piel… y una abogada que era la mejor decoración de todas. Con un sedoso pelo rubio que no debería sujetar en un moño, cuando se levantó para saludarlo, Mike se fijó en sus fabulosas piernas. Pero, además de las piernas, tenía una cara y una figura de las que hacían que un hombre pensara en el dormitorio… hasta que miró sus grandes ojos azules, más helados que los fiordos noruegos.

Apenas la escuchaba mientras leía el testamento de John Frates. Sus mejores amigos en las Fuerzas Especiales estaban sentados a su lado, el duro Jonah Whitewolf, con sangre comanche y uno de los mejores expertos en bombas que conocía y, a su lado, Boone Devlin, piloto de helicópteros.

Poco después de rescatar a John Frates se separaron y no habían vuelto a verse hasta aquel día, el primero de abril. Mike estaba deseando charlar con ellos para recordar viejos tiempos…

Deberían darle las gracias por esa reunión a John Frates, pero ni John ni su mujer vivían ya; los dos habían muerto cuando se hundió su barco en la costa de Escocia.

Resultaba muy raro ser recordado en un testamento simplemente por haber hecho su trabajo, pensó Mike. Habían rescatado a John Frates cuando lo secuestraron en una jungla colombiana, pero todo era parte de una misión.

Al oír su nombre, Mike volvió a mirar a la abogada. Era guapísima, y en cuanto entró en la oficina empezaron a saltar chispas entre ellos. Y no de las buenas. Al ver la carta del bufete firmada por S.T. Clay, había pensado que era un hombre. Pero S.T. Clay era una mujer y parecía haberle molestado la confusión.

Si significaba tanto para ella, debería firmar Savannah Clay, pensó él. No llevaba alianza y no le sorprendía. Podía ser preciosa, pero simpática no era.

–A Michael Remington –estaba diciendo–, con quien estaré en deuda para siempre, le dejo mi posesión más preciada: la guardia y custodia de mi hija, Jessie Lou Frates.

Mike prácticamente saltó de la silla como si hubiera recibido una descarga eléctrica. No le llegaba el aire a los pulmones.

¿Jessie Lou Frates? ¿Una niña? ¿Le había dejado la guardia y custodia de su hija? Sabía que John Frates lo había incluido en su testamento, pero no había mencionado a ninguna niña. Y, que él supiera, no había niña alguna cuando John lo llamó.

Mike no sabía nada sobre niños y no tenía en mente formar una familia. En su carrera como militar había tenido que pasar por toda suerte de situaciones peligrosas, pero nunca había estado tan nervioso como en aquel momento.

Apenas oyó lo que decía Savannah ni las preguntas de sus colegas hasta que, por fin, se dirigió a él:

–Está usted muy callado, coronel Remington. ¿Alguna pregunta?

Él miró aquellos fabulosos ojos azules.

–Sí, muchas preguntas, señorita Clay. Si tiene un momento para mí, me quedaré cuando se marchen mis compañeros.

Los chicos empezaron a protestar, pero con un gesto de su mano la imponente señorita Clay los silenció.

Media hora después, cuando Jonah y Boone se despidieron, Savannah Clay cerró la puerta del despacho y se volvió hacia él. Mike se levantó.

–Yo no pienso hacerme cargo de ninguna niña –anunció–. John Frates no me dijo nada de una niña.

–Tengo entendido que lo llamó por teléfono –replicó ella.

–Me llamó hace unos años para contarme que se había casado y que quería dejarme algo en su testamento, pero no dijo nada sobre una niña –insistió Mike.

Savannah hizo un gesto de incredulidad.

–Cuando nació Jessie, John y su mujer cambiaron su testamento –la abogada volvió a su sitio detrás del escritorio y, a pesar de la sorpresa que acababa de recibir, Mike no pudo evitar fijarse en el sensual movimiento de sus caderas–. Por favor, siéntese.

–Yo no puedo ser responsable de una niña –repitió él.

–Estará usted arropado económicamente por el testamento. Tendrá la casa de Stallion Pass, un fideicomiso para cuando Jessie sea mayor de edad, otro para sus gastos y un millón trescientos mil dólares en su cuenta corriente a partir de mañana –recitó Savannah Clay, como si estuviera explicándole aquello a un niño pequeño.

–No ingrese nada en mi cuenta corriente. ¿Es que no me ha oído? ¡No voy a ser el guardián de ninguna niña!

–Los Frates no tenían parientes. No hay nadie que pueda hacerse cargo de ella. Sólo tiene cinco meses –insistió la abogada. Hablaba alto y despacio, como si fuera sordo–. De otro modo, el Estado tendría que hacerse cargo de ella.

–Lo siento, pero tendrá que ser así –dijo Mike–. Hay muchos niños en este país a cargo del Estado y yo no me encargo de ellos.

Los ojos helados de Savannah se llenaron de fuego.

–John Frates lo tenía a usted en alta estima y puso la vida de su hija en sus manos. Hablaba maravillas de usted…

–Eso es muy halagador, pero me estaba agradecido porque lo rescaté. Eso no cambia mi decisión.

–Mire esto –insistió Savannah, apartándose del escritorio para sentarse a su lado, con un sobre en la mano. Cuando cruzó las piernas, la atención de Mike se desvió un momento. Y luego, cuando sacó una fotografía del sobre y la puso sobre su rodilla, el breve contacto provocó un calor inesperado por debajo de su cinturón–. Ésta es Jessie.

Él miró la fotografía de una sonriente niña de pelo rizado, ojos azules y mejillas regordetas.

–Es preciosa, pero no voy a cambiar de opinión.

–¿Puedo preguntar por qué? –sus rodillas casi rozaban las de Savannah Clay y Mike tuvo que apartar la mirada.

–Estoy soltero y me gusta estarlo. Y no sé nada sobre niños.

–A lo mejor ha llegado el momento de que aprenda.

–No, no es el mejor momento para tener niños –replicó él, cada vez más enfadado–. Voy a empezar a trabajar para la CIA. Tendré que viajar mucho… no puedo encargarme de ningún niño.

–Eso es muy egoísta por su parte, coronel Remington. Está usted rechazando una generosa cantidad de dinero y a una niña preciosa simplemente porque quiere seguir siendo libre…

–Ah, por fin lo entiende.

Aquella mujer tenía los ojos más azules que había visto nunca y unas piernas fabulosas. Pero Mike estaba deseando alejarse de ella y de su indeseada herencia.

–¿Ya ha firmado el contrato con la CIA?

–No, aún no. Pero eso da igual.

–Es usted soltero. ¿Hay alguna mujer en su vida? –insistió ella.

–En este momento, no.

–No me sorprende –dijo Savannah. Y Mike empezó a verlo todo rojo.

–Mire, señorita Clay, no es usted precisamente la mujer más simpática del mundo. Evidentemente, es soltera y tampoco me sorprende.

Contra todo pronóstico, ella soltó una carcajada. Tenía unos preciosos dientes blancos y al reírse resultaba más atractiva que nunca. Ah, Atila el rey de los Hunos en forma de mujer.

–Está poniéndose nervioso. Eso significa que tiene conciencia.

–No significa eso en absoluto.

Savannah miró su reloj.

–Se está haciendo tarde. Vamos a cenar algo y, mientras tanto, hablaremos del asunto –dijo, levantándose.

–No, gracias –contestó Mike.

Pero, mientras hablaba, ella se quitó la chaqueta y se soltó el pelo. Cuando sacudió la cabeza, una larga melena rubia cayó en cascada por su espalda, como en un anuncio. Mike estaba transfigurado. Podría envolver su cintura con las dos manos…

–¿Suele rechazar la invitación de una mujer? ¿O le da miedo que pueda convencerlo? –preguntó Savannah.

Él arqueó una ceja, con ganas de darle un azote. Si tuviera un poco de sentido común, diría que sí y saldría pitando de la oficina. Pero la tenía allí delante, con su melena rubia y un brillo de reto en los ojos azules… y una figura por la que la mayoría de los hombres se olvidarían de todo.

–No, no suelo rechazar la oferta de una mujer guapa –dijo en voz baja–. No tengo miedo, pero nunca me convencerá.

–«Nunca» es una palabra muy ambigua, coronel Remington.

–Muy bien, como vamos a cenar juntos, vamos a dejar las formalidades a un lado. Me llamo Mike.

–De acuerdo –asintió ella, regalándole otra de sus preciosas sonrisas–. Siéntate, Mike. Sólo tardaré un minuto.

Daba órdenes como si fuera un general. De modo más amable, pero con la misma autoridad. Mike se dedicó a pasear por el despacho, menos por curiosidad que por no obedecerla. Había entrado en otro despacho dejando la puerta abierta y se fijó en un sofá de piel y en un elegante mueble bar… Debía de irle muy bien como abogada, pensó.

Mientras esperaba, sacó el móvil del bolsillo para llamar a uno de sus compañeros.

–Boone, tengo que hablar con la abogada esta noche sobre la herencia de John, así que tenemos que cancelar la cena. Esto es absurdo, yo no puedo cuidar de una niña.

–Parecía como si te hubieran pegado un tiro –dijo su amigo.

–Esto ha sido peor –admitió Mike.

–Los tres nos quedamos sorprendidos. Ninguno esperaba algo así... ¿Qué tal si desayunamos juntos mañana? ¿A las ocho en el vestíbulo?

–Estupendo –dijo Mike–. Nos vemos entonces. Díselo a Jonah de mi parte.

Después de colgar, siguió paseando por el despacho, observando los títulos colgados en las paredes y los libros de Derecho en las estanterías mientras recordaba su llegada al bufete unas horas antes…

Después de entrar en el edificio de ladrillo con un letrero dorado sobre la puerta que decía Slocum y Clay, Abogados, le había dicho a la bonita morena de recepción que tenía una cita con S.T. Clay. Y ella le había contestado que lo esperaban, señalando la primera puerta a la derecha.

–Perdone, estoy buscando a S.T. Clay. ¿Es usted su secretaria?

–No, no soy su secretaria. Yo soy S.T. Clay –contestó ella, ofreciéndole su mano–. Savannah Clay.

–Ah, yo esperaba un hombre.

–Pues soy una mujer. Y usted debe de ser el coronel Remington.

–¿Cómo lo ha adivinado?

–John Frates me hizo una buena descripción. Dijo que era usted un tipo directo y autoritario.

Mike se dio cuenta de que no había entrado con buen pie. Cuando le dio la mano esperaba un firme apretón y Savannah Clay no lo decepcionó.

–He sido directo, pero creo que aún no he empezado a ser autoritario.

–Y no lo será en mi oficina –contestó ella–. Por favor, siéntese. Estaré con usted enseguida.

Luego salió un momento del despacho. ¿Él autoritario? Aquella mujer podría dar lecciones en un regimiento de caballería.

Mike volvió al presente. Había empezado mal, pero la cena podía ser interesante. Se preguntó si besarla sería como besar una escultura de hielo… ¿o habría una mujer real debajo de esa fachada?

«Nunca lo sabrás», pensó.

Savannah volvió poco después.

–Siento haberte hecho esperar. Tenía que hacer un par de llamadas.

Cuando llegaron al vestíbulo, un hombre alto, rubio y muy bronceado salía de su despacho con una chica pelirroja.

–Troy, Liz, voy a cenar con un cliente –dijo Savannah–. Os presento al coronel Remington. Mike, éste es mi socio, Troy Slocum, y una de nuestras letradas, Liz Fenton.

Troy Slocum, con un elegante traje azul y una corbata de seda, lo miró de arriba abajo:

–Así que es usted el fantástico coronel Remington, el hombre del que hablaba siempre John Frates.

–No creo que «fantástico» sea el mejor calificativo, pero eso pasa cuando salvas la vida de alguien. Sólo estaba haciendo mi trabajo –dijo Mike, mirando al hombre con desconfianza. No sabía por qué, pero su instinto no solía engañarlo.

–Perdonad, pero Liz y yo tenemos una reunión –se despidió Troy entonces, con cierta brusquedad.

–¿He dicho algo malo?

–No le hagas caso –sonrió Savannah–. Aunque no tiene por qué, Troy siente celos de algunos hombres.

–¿Cuántos socios tienes en el bufete?

–Sólo Troy, pero tenemos dos abogados más: Liz y Nathan Williams.

Mike señaló su coche, aparcado en la puerta.

–No, iremos en el mío –dijo Savannah, sacando unas llaves del bolso–. Yo sé dónde vamos.

Mike se preguntó si iba a abrirle la puerta del coche, pero no lo hizo. Mientras él le abría la puerta, Savannah entró, ofreciéndole otra panorámica de sus piernas.

–Háblame de tu vida, coronel.

–Mike.

–Mike, háblame de tu vida.

–Acabo de pedir la baja en el servicio, así que mi vida está a punto de cambiar. Pero sospecho que tú sabes muchas cosas sobre mí.

–Pues sí, algunas. Treinta y seis años, nacido en Montana, fuiste a la Academia del Aire antes de ingresar en el Ejército. Eres soltero. Tienes un hermano pequeño, Sam, que vive en San José. Y otro, Jake, que vive al oeste de Texas. Tus padres se han mudado a California recientemente. Eso es todo lo que sé. Tu historia deja muchos espacios en blanco.

–No tantos –dijo él.

Era una chica preciosa, pero bajo esa fachada tan seductora había una mujer agresiva y muy segura de sí misma.

Conducía a toda velocidad, con la ventanilla bajada, el viento haciendo ondear su pelo. Sabía que él estaba mirándola, pero eso no parecía molestarle en absoluto. ¿Qué había entre ellos que hacía que saltaran chispas? ¿Qué lo hacía sentirse disgustado y atraído al mismo tiempo?

–¿Qué tal si me cuentas algo de ti, Savannah? No sé nada, salvo que eras la abogada de los Frates.

–Estudié en Stanford y luego en la Universidad de Texas. Tengo tres hermanos y tres hermanas.

–Familia numerosa.

–Sí.

–¿Y tú eres la mayor?

Savannah negó con la cabeza.

–¿Por qué dices eso?

–No sé, porque pareces muy segura de ti misma, supongo.

–Soy la cuarta. Nací en Stallion Pass.

–El mismo sitio en el que John tenía una casa…

–Por eso lo conocí –dijo Savannah, mientras aparcaba el coche frente a un restaurante. En el interior advirtió los manteles de cuadros, las velas sobre las mesas y el olor a pan recién hecho–. Debería haberte preguntado… ¿te gusta la comida italiana?

–Sí, claro –contestó él.

Después de sentarse y pedir la cena, Mike la estudió atentamente.

–Cuéntame algo más sobre Stallion Pass. Tú no pareces una chica de pueblo.

–Pues lo soy. Y me encanta. La empresa de John Frates es lo que ha hecho de Stallion Pass el sitio que es. Bueno, hay otros negocios y familias que contribuyen también, pero los Frates hicieron mucho por el pueblo. Tenía la empresa petrolífera, Frates Oil, que vendió el año pasado... la casa que te ha dejado, el rancho de caballos y el de ganado…

–¿Dos ranchos?

–¿No escuchaste la lectura del testamento?

–No, la verdad es que no –admitió Mike–. Cuando anunciaste que había heredado una niña me quedé de piedra y no escuché nada más. Ni siquiera creo que eso sea legal.

–Pues claro que es legal hacer a alguien tutor de un menor de edad. Puede que John no te lo dijera, pero yo sabía que iba a hacerlo.

–Bueno, dime qué les dejó a mis compañeros. ¿No se te ocurrió pensar que a alguno de los dos le gustaría quedarse con la niña?

–Ya llegaremos a eso –dijo Savannah, de nuevo con actitud autoritaria–. Jonah Whitewolf se llevó el rancho de ganado. Puede hacer con él lo que quiera, venderlo o quedárselo.

–Supongo que lo venderá –dijo Mike, pensativo–. John debería haber hablado de esto con nosotros.

–Me imagino que no se le ocurrió pensar que iba a morir tan joven. Boone Devlin ha heredado el rancho de caballos… es famoso en todo el país, por cierto.

Mike sacudió la cabeza.

–Un rancho de caballos... Boone creció en una granja y lo único que quería era dejarla atrás. Ya te digo, John debería haber hablado con nosotros.

–De nuevo estás sacando conclusiones precipitadas.

–¿Tú crees? La verdad es que no entiendo nada… sabíamos que Frates tenía mucho dinero, pero no tanto.

–Los Frates eran muy ricos y cuando John vendió la empresa petrolífera, mucho más –Savannah se inclinó hacia delante y la llama de la vela se reflejó en sus ojos azules. Y Mike se estaba ahogando en esos ojos.

–¿Has estado enamorada alguna vez, letrada?

Si la pregunta la sorprendió, lo ocultó muy bien.

–Una vez, en la universidad.

–¿No tienes novio?

–No –contestó ella, con una sonrisa–. ¿Vas a pedirme que salga contigo? –le preguntó. Mike hizo una mueca y los dos se rieron–. Ya me lo imaginaba –dijo luego, tocando su mano. El roce envió una oleada de calor por todo su brazo que lo sorprendió–. Dime una cosa.

–Lo que tú quieras –murmuró Mike, que empezaba a preguntarse cómo sería una cita de verdad con aquella mujer.

–Si John Frates te hubiera llamado para pedirte que fueras el tutor de Jessie, ¿qué le habrías dicho?

Los pensamientos eróticos de Mike se esfumaron. Estaba mirando unos ojos que lo acusaban y exigían una respuesta. ¿Y si John Frates lo hubiera llamado para pedirle que cuidara de su hija?

–No puedo contestar a esa pregunta porque no me llamó.

–No quieres contestar porque, si te hubiera llamado para pedírtelo, le habrías dicho que sí –afirmó Savannah.

–No, eso no es verdad. No pongas palabras en mi boca. ¿Eres fiscal o qué?

–Alguna vez –contestó ella.

Sí, Mike podía imaginársela interrogando a un acusado y usando exactamente el mismo tono.

Savannah abrió el bolso para sacar la fotografía de Jessie.

–Mira a esta niña. ¿Cómo puedes decir que no? Tendrías todo el dinero que quisieras y podrías contratar a cinco niñeras para que cuidasen de ella.

–¿Tú crees que un padre que deja a su hija a cargo de extraños es mejor que una casa de acogida?