Cambio de estación - Debbie Macomber - E-Book

Cambio de estación E-Book

Debbie Macomber

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Beschreibung

Pacific Boulevard, 92 Cedar Cove, Washington Querido lector: No soy muy dado a escribir cartas. Como sheriff de Cedar Cove, estoy acostumbrado a redactar informes y atestados, no largas misivas, pero mi hija Megan, que pronto me hará abuelo, se ha empeñado. Así que ahí va. Lo primero que quiero dejar claro es que confiaba en casarme con Faith Beckwith, mi antigua novia del instituto, pero ella puso fin a nuestra relación el mes pasado, a pesar de que los dos somos viudos y estamos libres. Hubo unos cuantos malentendidos entre nosotros, algunos de ellos motivados sin querer por mi hija. Pese a todo, tengo muchas cosas con las que mantenerme ocupado, como los restos humanos sin identificar encontrados en una cueva a las afueras del pueblo. O el hecho de que mi amiga la juez Olivia Griffin está luchando contra el cáncer. O los ataques que está sufriendo el 204 de Rosewood Lane, la casa que Faith le alquiló a Grace Harding. Si quieres saber más, pásate por mi casa o por la oficina del sheriff... si es que soportas el café rancio. Troy Davis "Los libros de la serie de Cedar Cove son tan deliciosos y adictivos que resultan irresistibles." Publishers Weekly

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Debbie Macomber. Todos los derechos reservados.

CAMBIO DE ESTACIÓN, Nº 111 - diciembre 2011

Título original: 92 Pacific Boulevard

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traducido por Victoria Horrillo Ledesma

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-387-6

Imagen paisaje cubierta: MCYEH/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Para Jerry Childs y Cindy Lucarelli, por hacer realidad el sueño de las Jornadas de Cedar Cove. Y a la junta de socios, que tanto trabajó para hacerlas posibles: Gil y Kathy Michael, Dana Harmon y John Phillips, Gerry Harmon, Mary y Gary Johnson, Shannon Childs y Ron Johnson.

LISTA DE PERSONAJES

Algunos habitantes de Cedar Cove (Washington):

Olivia Lockhart Griffin: juez de familia de Cedar Cove. Madre de Justine y James. Casada con Jack Griffin, director del Cedar Cove Chronicle. Viven en el número 16 de Lighthouse Road.

Charlotte Jefferson Rhodes: madre de Olivia y Will Jefferson. Ahora casada con el antes viudo Ben Rhodes, que tiene dos hijos, David y Steven, ninguno de los cuales vive en Cedar Cove.

Justine (Lockhart) Gunderson: hija de Olivia. Madre de Leif. Casada con Seth Gunderson. Los Gunderson eran los dueños del restaurante The Lighthouse, destruido en un incendio. Justine ha abierto recientemente el Salón de Té Victoriano. Viven en el número 6 de Rainier Drive.

James Lockhart: hijo de Olivia y hermano menor de Justine. Vive en San Diego con su familia.

Will Jefferson: hermano de Olivia, hijo de Charlotte. Antes instalado en Atlanta. Divorciado, tras jubilarse retornó a Cedar Cove, donde ha comprado la galería de arte de la localidad.

Grace Sherman Harding: la mejor amiga de Olivia. Viuda de Dan Sherman. Madre de Maryellen Bowman y Kelly Jordan. Casada con Cliff Harding, un ingeniero jubilado que ahora se dedica a la cría de caballos en Olalla, cerca de Cedar Cove. Grace vivía antes en el 204 de Rosewood Lane (ahora en alquiler).

Maryellen Bowman: hija mayor de Grace y Dan Sherman. Madre de Katie y Drake. Casada con Jon Bowman, fotógrafo.

Zachary Cox: contable, casado con Rosie. Padre de Allison y Eddie Cox. La familia reside en el 311 de Pelican Court. Allison va a la universidad en Seattle y su novio, Anson Butler, se ha alistado en el ejército.

Rachel Pendergast: trabaja en una peluquería del pueblo. Recién casada con el viudo Bruce Peyton, que tiene una hija, Jolene.

Bob y Peggy Beldon: jubilados. Regentan la pensión Thyme & Tide, en el 44 de Cranberry Point.

Roy McAfee: detective privado, retirado de la policía de Seattle. Tiene dos hijos mayores: Mack y Linnette. Casado con Corrie. Viven en el número 50 de Harbor Street.

Linnette McAfee: hija de Roy y Corrie. Residía en Cedar Cove y trabajaba como auxiliar médico en la clínica nueva. Ahora vive en Dakota del Norte.

Mack McAfee: bombero y enfermero, ahora afincado en Cedar Cove.

Gloria Ashton: ayudante del sheriff de Cedar Cove. Hija biológica de Roy y Corrie McAfee.

Troy Davis: sheriff de Cedar Cove. Viudo. Padre de Megan.

Faith Beckwith: fue novia de Troy Davis en el instituto. Tras enviudar, se mudó a Cedar Cove, donde alquiló el 204 de Rosewood Lane.

Bobby Polgar y Teri Miller Polgar: él es un jugador de ajedrez de renombre internacional; ella, una de las empleadas del salón de belleza Ponte guapa. Viven en el número 74 de Seaside Avenue.

Christie Levitt: hermana de Teri Polgar, residente en Cedar Cove.

James Wilbur: amigo y chófer de Bobby Polgar.

Dave Flemming: pastor metodista de la localidad. Casado con Emily.

Shirley Bliss: viuda y artista, madre de Tannith (Tanni) Bliss.

Shaw Wilson: amigo de Anson Butler, Allison Cox y Tanni Bliss.

Mary Jo Wyse: joven que tuvo a su bebé en Cedar Cove las Navidades del año anterior, atendida por Mack McAfee.

Linc Wyse: hermano de Mary Jo, antes residente en Seattle. Ha abierto un taller mecánico en Cedar Cove.

Lori Bellamy: pertenece a una familia adinerada de la comarca. Rompió recientemente su compromiso matrimonial.

Louie Benson: alcalde de Cedar Cove.

CAPÍTULO 1

Troy Davis llevaba casi toda la vida trabajando en el departamento del sheriff de Cedar Cove. Conocía aquel pueblo y conocía a sus gentes; era uno de ellos. Le habían elegido ya cuatro veces para ocupar el puesto de sheriff por mayoría abrumadora.

Aquel sombrío día de enero, Troy dejó vagar a su mente mientras bebía café rancio sentado a su mesa. El café de la oficina nunca había sido bueno, aunque estuviera recién hecho. Allí sentado, Troy pensaba en Sandy, su esposa durante más de treinta años. Había muerto el año anterior, por complicaciones derivadas de su esclerosis múltiple. Su muerte había dejado un profundo vacío en la vida de Troy. A menudo discutía los casos con ella, y había llegado a valorar enormemente su criterio. Sandy solía tener opiniones muy meditadas sobre qué era lo que llevaba a la gente a cometer los delitos de los que se ocupaba su esposo.

A Troy le habría gustado saber qué opinaba de uno de los casos que tenía entre manos: un par de adolescentes del pueblo se había tropezado con un esqueleto en una cueva, no muy lejos de la carretera que llevaba a Cedar Cove. Los resultados parciales de la autopsia habían llegado por fin, pero, lejos de ofrecer respuestas, planteaban nuevas dudas. Iban a hacerse nuevos exámenes que tal vez les brindaran más información. Ojalá. Por más que costara creerlo, el cadáver había pasado mucho tiempo en la cueva sin ser descubierto, y nadie parecía saber quién era.

A pesar de aquel caso desconcertante (y viejísimo) y a pesar, naturalmente, de la muerte de su esposa, Troy tenía motivos para sentirse afortunado. Llevaba una vida cómoda, tenía buenos amigos y su única hija, Megan, estaba casada con un buen chico. Troy, de hecho, no podría haber encontrado mejor marido para su hija aunque él mismo hubiera escogido a Craig. En unos meses, Megan daría a luz a su primer nieto. En lo tocante a su situación económica, Troy no tenía queja: su casa estaba pagada, y también su coche. Disfrutaba de su trabajo y estaba fuertemente arraigado en Cedar Cove.

Y pese a todo se sentía infeliz.

Su infelicidad podía atribuirse a una única causa: Faith Beckwith.

Troy había vuelto a contactar con su novia del instituto, y casi sin darse cuenta de lo que pasaba se había enamorado otra vez. Ninguno de los dos era impulsivo. Eran personas adultas: sabían lo que querían y lo que hacían. Después, su relación, que parecía tan prometedora, se había acabado abruptamente debido a la reacción de su hija y a ciertos innegables errores de apreciación por parte del propio Troy.

Al enterarse de que su padre estaba saliendo con una mujer estando aún tan reciente la muerte de su madre, Megan se había llevado un tremendo disgusto. Troy entendía sus sentimientos. Hacía pocos meses que habían enterrado a Sandy, pero Sandy llevaba años enferma, y en ciertos aspectos hacía mucho tiempo que se habían dicho adiós. El hecho de que Troy le hubiera ocultado a su hija su relación con Faith había contribuido de manera importante a aquel embrollo.

La primera vez que Troy fue a visitar a Faith a su casa de Seattle, la primera vez que la besó, Megan estaba en el hospital. Había tenido un aborto. Y mientras estaban en el hospital, ni Craig ni ella habían podido ponerse en contacto con él, porque Troy había apagado su móvil. Porque no quería que nadie interrumpiera las horas que iba a pasar con Faith.

Después, había sentido unos remordimientos aplastantes. Megan y Craig estaban muy ilusionados con el bebé, sobre todo haciendo tan poco tiempo de la muerte de Sandy.

Al echar la vista atrás, Troy se daba cuenta de que había manejado pésimamente la situación. Justo después del aborto de Megan, había roto su relación con Faith. Lo había hecho por mala conciencia, pero no había tenido en cuenta los sentimientos de Faith. Su tristeza y su desconcierto lo atormentaban aún.

Desde entonces, Troy se había consagrado a su hija. Ello no significaba que hubiera dejado de pensar en Faith: nada de eso. Pensaba en ella constantemente.

Para complicar más aún las cosas, Faith había vendido su casa de Seattle y se había trasladado a Cedar Cove para estar más cerca de su hijo Scott… y de Troy. Ahora, verla por el pueblo era un calvario. Faith le había dejado bien claro que no quería saber nada de él. Y Troy no se lo reprochaba.

–Tengo el expediente de desaparecidos que me pidió, sheriff –Cody Woodchase entró en su despacho y dejó la carpeta sobre su bandeja.

–Gracias –murmuró Troy–. ¿Has comprobado las fechas?

Cody asintió con la cabeza.

–Y no he sacado nada en claro. El único caso importante que recuerdo es el de Daniel Sherman, hace unos años.

Troy recordaba bien el resultado de aquel caso. Su antiguo amigo del instituto había abandonado a su familia sin motivo aparente. Sencillamente, se había esfumado. Su desaparición había traído de cabeza a Troy durante más de un año. Al final, resultó que Dan se había suicidado: su cadáver fue encontrado en el bosque.

–Ése se resolvió –dijo Troy.

–Sí, me acuerdo –contestó Cody–. De todos modos, he reunido todas las denuncias de personas desaparecidas que puedan encajar con el caso y se las he imprimido.

–Gracias –Troy recogió la carpeta en cuanto Cody salió del despacho.

Por suerte, Cedar Cove tenía una tasa de delincuencia muy baja. Había algún que otro disturbio público, alguna que otra riña doméstica, algún robo con allanamiento, algún conductor borracho: los delitos corrientes en cualquier localidad pequeña. Y también había un misterio de vez en cuando.

El mayor que se le ocurría era el de aquel hombre que apareció un buen día en el Thyme & Tide, la pensión de los Beldon. Aquel forastero tuvo la desgracia de morirse esa misma noche. Pero aquel caso, que resultó ser un asesinato, también se había resuelto.

Y ahora aquellos restos humanos, encontrados justo antes de Navidad…

Según la autopsia, los restos pertenecían a un hombre joven. Un adolescente de entre catorce y dieciocho años. El examen de los huesos no había arrojado una causa de muerte evidente. No había, por ejemplo, ningún traumatismo causado por un objeto contundente. El chico llevaba muerto entre veinticinco y treinta años.

¡Entre veinticinco y treinta años!

Troy ya trabajaba en la oficina del sheriff en aquel tiempo. Por entonces era un muchacho sin experiencia, deseoso de demostrar su valía. Sandy estaba embarazada, después de abortar dos veces, y confiaba en que esa vez todo saliera bien.

Troy estaba seguro de que, si se hubiera denunciado la desaparición de un adolescente a fines de los años setenta o principios de los ochenta, se acordaría. Los expedientes que le había impreso Cody indicaban que tenía razón. No había ni un solo caso pendiente en el que estuviera implicado un adolescente desaparecido, chico o chica.

Para asegurarse, Troy echó un vistazo a las denuncias de cinco años antes y cinco años después. En ese tiempo se denunció la desaparición de doce chicos, casi todos ellos huidos de sus casas. Todos fueron encontrados: o volvieron por voluntad propia, o fueron localizados por amigos, parientes o fuerzas del orden público.

Seguramente aquel chico tenía familia, unos padres que habrían vivido angustiados por la incertidumbre. Troy cerró los ojos y trató de recordar a los chicos que había conocido en aquella época. Por su cabeza desfilaron nombre y caras descabalados.

Recordaba que, en torno a 1985, el instituto de Cedar Cove ganó el campeonato estatal de béisbol. Se acordaba claramente del primer base, Robbie no sé qué, y de Weaver, el lanzador estrella del equipo, que ahora era ayudante suyo. Troy había asistido a todos los partidos de la eliminatoria. Sandy iba con él y, aunque no le gustaba mucho el béisbol, había dado palmas y se había desgañitado animando al equipo. ¡Ay, cuánto la echaba de menos…!

Había visitado un par de veces su tumba esas fiestas. Incluso al final, cuando el cuerpo ya no le respondía y la enfermedad le había robado su dignidad, seguía siendo alegre. Troy echaba de menos lo mucho que valoraba Sandy las sencillas alegrías de la vida cotidiana.

Al menos, Megan y él ya habían superado las primeras veces: el primer día de Acción de Gracias sin Sandy, la primera Navidad, el primer cumpleaños, el primer aniversario de bodas y el primer Día de la Madre. Era entonces cuando su muerte se dejaba sentir como un peso que no aflojaba. Cuando tanto su hija como él reconocían que nada volvería a ser igual.

Troy salió de su ensimismamiento al llamarle alguien.

–¿Interrumpo algo importante? –preguntó Louie Benson desde la puerta del despacho.

–Louie –Troy se levantó. No todos los días recibía la visita del alcalde de Cedar Cove–. Pasa. Me alegro de verte –le indicó la silla que había delante de su mesa.

–Feliz Año Nuevo –le dijo Louie al tomar asiento. Apoyó un tobillo sobre la rodilla de la pierna contraria. Parecía relajado.

–Igualmente –contestó Troy, y volvió a sentarse–. ¿Qué puedo hacer por ti?

El alcalde era un hombre muy ocupado y no perdía el tiempo en visitas innecesarias. Lo cierto era que Troy no recordaba la última vez que había ido a verlo a su despacho. Coincidían bastante a menudo: era inevitable, teniendo en cuenta que trabajaban en el mismo complejo de oficinas. Fuera de allí, eran simples conocidos y se veían en alguna que otra fiesta o celebración cívica.

Louie se puso serio y se inclinó hacia delante.

–Hay un par de cosas de las que quería hablarte.

–Claro.

Louie miró el suelo.

–Primero, quiero recordarte que en noviembre de este año me presento a la reelección. Confiaba en contar con tu apoyo.

–Cuenta con él –a Troy le sorprendió que sintiera la necesidad de sacar a relucir aquel asunto a principios de año. Además, siempre había apoyado a Louie en campañas anteriores. Que él supiera, no había otros candidatos a la alcaldía.

–Valoro mucho tu apoyo –dijo Louise–. Y, naturalmente, tú puedes contar con el mío –fijó la mirada en la mesa–. Hablando de otra cosa… ¿Qué puedes decirme sobre esos restos que se descubrieron hace poco?

–Recibí el informe de la autopsia hace unos días –contestó Troy–. Jack Griffin sacó un artículo en el Chronicle este fin de semana. Quizás alguien pueda ofrecernos alguna información después de leerlo. La dentadura no sirve de nada sin un nombre y muestras con las que podamos cotejarla. Hasta la fecha, no tengo nada.

Louie se reclinó en su silla y miró la carpeta abierta que había sobre la mesa.

–Entonces… ¿no tienes ni idea de quién podía ser ese pobre diablo?

–No, ninguna.

Aquello pareció molestar al alcalde.

–Si te pregunto es porque he recibido una llamada de un periódico de Seattle. Al parecer, el artículo de Jack ha despertado cierto interés allí. Quieren hacer un reportaje sobre esos restos sin identificar –el alcalde arrugó más aún el ceño–. Intenté disuadir a la periodista, pero parecía empeñada en averiguar todo lo que pueda. Le di tus datos de contacto, así que supongo que te llamará.

–Deben de andar escasos de noticias –Troy agradecía que le hubiera avisado–. Gracias por la advertencia –a lo largo de los años había tratado muchas veces con la prensa y estaba acostumbrado a vérselas con reporteros. No tenía nada contra ellos, siempre y cuando no se metieran donde no debían ni publicaran información errónea.

–Lo que temo –continuó Louie– es que un reportaje negativo dañe la reputación de Cedar Cove. Queremos atraer turistas, no ahuyentarlos con… con historias siniestras sobre nuestra ciudad.

–Ahora mismo no hay nada de lo que informar –le aseguró Troy.

–¿No habéis averiguado nada? –inquirió Louie.

–No, nada –Troy alzó los hombros–. Estaba todo en ese artículo que escribió Jack. Los restos pertenecen a un varón de entre catorce y dieciocho años. Lleva muerto desde 1980, aproximadamente. Y no hay evidencias de cómo murió.

A Louie no parecían interesarle los detalles.

–El caso es que Cedar Cove no necesita mala prensa. Este año nos hemos propuesto atraer a más turistas a la zona. Odio pensar que Cedar Cove se convierta en el centro de una historia macabra sobre cadáveres sin identificar y misterios sin resolver.

Troy asintió con la cabeza.

–Sí, te entiendo.

–Bien –Louie se levantó–. Haz lo que puedas por resolverlo lo antes posible.

Troy se puso en pie y abrió la boca para asegurarle que estaba haciendo todo lo que estaba en su mano, pero el alcalde no le dio ocasión.

–Y no me refiero a que eches tierra sobre el asunto, ¿entiendes? –dijo.

–Claro que no.

–Bien –Louie le tendió la mano y Troy se la estrechó–. Asegúrate de que no se publica ningún dato sensacionalista o erróneo, ¿de acuerdo? Como te decía, quiero que Cedar Cove se convierta en un destino turístico, no en un circo.

–¿Te acuerdas del nombre de esa periodista? –preguntó Troy.

–No creo que pudiera olvidarlo. Se llama Kathleen Sadler.

–Kathleen Sadler –repitió Troy–. Descuide, le pondré las cosas claras.

–Gracias –Louie sonrió, aliviado–. Sabía que podía contar contigo.

Cuando el alcalde se marchó, Troy volvió a concentrarse en el papeleo que tenía sobre la mesa. Esa tarde el teléfono sonó con frecuencia, pero la periodista no llamó. Troy confiaba en que no se hubiera propuesto inspeccionar ella misma el lugar donde se había encontrado el cuerpo. La cueva seguía acordonada, pero la cinta policial no siempre disuadía a los reporteros.

Troy había evitado que el nombre de los dos chicos que descubrieron el cuerpo apareciera en el Chronicle. Eso, sin embargo, no significaba que Sadler no pudiera encontrarlos. Después del hallazgo del cuerpo, Troy había hablado con ellos dos veces. Confiaba en que Philip «Shaw» Wilson y Tannith Bliss le hubieran dicho todo lo que sabían, que no era mucho. La conversación había sido muy franca. Aunque Tannith (Tanni) había procurado quitarle importancia al incidente, Troy había notado que estaba muy impresionada. Se había alegrado de poder dejarla en manos de su madre a la chica de dieciséis años.

Lo último que necesitaba Tanni era que la prensa de Seattle la interrogara. Shaw era un poco más mayor y Troy tenía la impresión de que podía bregar a la perfección con una andanada de preguntas. Quizá conviniera advertirles a ambos, de todos modos.

Sonó el teléfono y Troy lo levantó listo para hablar con la esquiva Kathleen Sadler.

–Sheriff Davis.

–Eh, confío en no molestarle innecesariamente –era Cody Woodchase.

Troy percibió su tono vacilante.

–No. ¿Qué ocurre?

–He recibido una llamada del servicio de emergencias. Por lo visto, ha habido un allanamiento en el 204 de Rosewood Lane.

–¿En casa de Faith? –Troy se levantó de un salto. Ésa era la dirección de la casa de alquiler a la que se había mudado Faith. Llevaba allí poco más de dos meses.

–Tengo entendido que es… amiga suya.

–Sí –dijo Troy, cortante, con los músculos de la garganta tensos.

–He pensado que querría saberlo.

–Sí, Cody, gracias.

Unos segundos después, Troy se había puesto la chaqueta y el sombrero. Salió de la oficina a toda prisa. Sólo pensaba en Faith. Tenía que asegurarse de que no le había pasado nada. De que estaba a salvo.

CAPÍTULO 2

Faith Beckwith se dio cuenta de que algo iba mal en cuanto se acercó a su casa. Un mal presentimiento la asaltó antes de abrir siquiera la puerta de la cocina. Se estremeció, pero no por el frío de principios de enero, aunque llevaba todavía el día lloviendo intermitentemente y el viento atravesaba su chaqueta invernal. Su indecisión no duró mucho: se la sacudió de encima, giró la llave y entró en el… caos.

El suelo de la cocina estaba cubierto de basura. Alguien había volcado el cubo de la basura sobre el linóleo. Los posos de café, las cáscaras de huevo y las botellas de zumo de naranja vacías habían dejado un rastro de desperdicios. Las huellas conducían al cuarto de estar.

Sin pensárselo dos veces, Faith echó mano del teléfono. Logró refrenarse para no llamar a Troy Davis. Se detuvo un momento para no marcar su número, que había memorizado hacía mucho tiempo, y marcó el de su hijo, confiando en que hubiera vuelto del trabajo. Al oír la voz de Scott sintió tal alivio que le flaquearon las rodillas.

–Scottie, han entrado en casa.

–¿Mamá? ¿Qué dices?

–Alguien ha entrado en mi casa –repitió ella, y le sorprendió que no le temblara la voz.

–¿Estás segura?

–¡El suelo de la cocina está lleno de basura!

–Mamá –dijo Scottie con calma–, cuelga y marca el 911. Luego vuelve a llamarme.

–Ah, claro –debería habérsele ocurrido. Normalmente era una mujer sensata. Pero entrar en casa y encontrar aquel desbarajuste la había trastornado.

–Llámame enseguida.

–De acuerdo –le prometió a su hijo, y pulsó el botón de desconexión. Respiró hondo, marcó el número de servicio de emergencias y esperó a oír la voz del operador.

–Ha llamado al 911. ¿En qué puedo ayudarlo?

–Han allanado mi casa –balbució Faith–. Sólo he entrado en la cocina. Han armado un lío espantoso.

–¿Está segura de que el intruso no sigue en la casa?

A Faith no se le había ocurrido. Ay, Dios…

–No… –el escalofrío que había experimentado un rato antes volvió a apoderarse de ella. Le parecía que tenía los pies helados y pegados al suelo. Podía haber alguien en la habitación de al lado.

–¿Llama desde un teléfono móvil? –preguntó el operador, deshaciendo así las horribles escenas que desfilaban por su cabeza.

–Sí.

–Salga y no cuelgue –prosiguió el operador.

Faith se obligó a acercarse a la puerta haciendo el menor ruido posible, lo cual era absurdo teniendo en cuenta que hasta ese momento había hablado en un tono normal. Si la persona que había entrado en su casa seguía allí, ya la habría oído.

–Estoy fuera –susurró.

–Bien –le dijo el operador en tono tranquilizador–. Un coche patrulla va de camino.

–Gracias.

–El ayudante Weaver llegará dentro de unos tres minutos.

–Soy amiga del sheriff Troy Davis –dijo ella, y enseguida se arrepintió. Troy ya no formaba parte de su vida. Y sin embargo había sentido el impulso de llamarlo al darse cuenta de que alguien había allanado su casa–. Éramos amigos –se corrigió.

El teléfono emitió un pitido: tenía otra llamada.

–Creo que es mi hijo –le dijo al operador–. Quería que lo llamara en cuanto hubiera informado del… incidente –no sabía muy bien cómo referirse a lo sucedido.

–Enseguida podrá llamarlo –le dijo el operador–. El ayudante Weaver llegará dentro de un momento.

Faith respiró aliviada al ver que el coche patrulla doblaba la esquina.

–Ya está aquí.

El teléfono pitó de nuevo.

–Tengo que contestar. Si no, Scottie empezará a preocuparse –dio las gracias al operador y colgó. Luego esperó a que su hijo se pusiera al teléfono.

–Mamá, ¿va todo bien?

–Ha llegado un ayudante del sheriff –le aseguró Faith.

–Está bien. Voy para allá –por desgracia, la casa de Scott estaba a cierta distancia de Rosewood Lane: tardaría al menos quince minutos en llegar. Aun así, al saber que Scott iba de camino, Faith pensó que iba a derrumbarse. Como si no tuviera fuerzas para mantenerse en pie.

El ayudante del sheriff aparcó su coche junto a la acera y, tras hablar un momento con Faith, entró en la casa con el arma en la mano. Faith se quedó en el camino que llevaba al garaje, agarrando con fuerza su bolso. El ayudante Weaver tardó apenas un momento en salir, pero a ella le pareció mucho más.

–Todo despejado –le dijo.

Faith asintió con la cabeza y echó a andar hacia la casa, pero el ayudante Weaver la sujetó del brazo.

–¿Tiene familia por esta zona? –preguntó.

Faith asintió de nuevo.

–Mi hijo Scott viene para acá.

–Entonces le recomiendo que lo espere para entrar –dijo el ayudante.

Ella no le entendía.

–Pero ¿por qué? Ha dicho que no hay nadie dentro.

Weaver se quedó callado un momento.

–No creo que convenga que entre sola –dijo–. Puedo entrar con usted, si quiere…

A Faith le costaba asimilar lo que le estaba diciendo.

–¿Quiere decir que… que los daños son graves?

–Eso tendrá que juzgarlo usted misma.

–Ah –Faith no supo qué responder.

–¿Conoce a alguna persona que tenga algo contra usted? –preguntó Weaver.

–No –contestó ella, sorprendida por la pregunta–. Sólo hace un par de meses que vivo aquí. La casa es de alquiler. No quería… estorbar a mi hijo y a su familia mientras buscaba una casa que comprar.

El ayudante Weaver asintió, pensativo.

–¿Por qué? –preguntó ella, angustiada.

Él la miró con pesar.

–Lamento decírselo, pero parece algo personal.

–¿Personal? Dios mío, no puede ser. Viví en Cedar Cove hace muchos años, pero ahora no conozco a mucha gente por aquí. Trabajo en la clínica y en fin… –se interrumpió al ver llegar el coche de Troy Davis.

Troy aparcó detrás del ayudante Weaver y salió del coche. Faith tuvo que refrenarse para no correr hacia él.

Troy buscó enseguida su mirada. A pesar de sus esfuerzos, a Faith se le saltaron las lágrimas. No lo veía desde Navidad, y durante ese tiempo había luchado por olvidarse de él. Había tenido un éxito limitado. Pasaban días enteros sin que apenas pensara en él, lo cual era un avance. Y sin embargo, al hallarse en aquella crisis, enseguida había sentido el impulso de recurrir a Troy.

El ayudante Weaver se adelantó. Troy y él hablaron un segundo. Luego el ayudante se acercó a la casa de al lado y Troy echó a andar hacia ella.

–¿Estás bien? –preguntó, echándole un rápido vistazo. Ella bajó los ojos para ocultar lo mucho que se alegraba de verlo.

–Aún… aún no lo sé –logró esbozar una débil sonrisa que seguramente no engañó a Troy.

–¿Lo sabe Scott?

–Lo llamé enseguida. Fue él quien me dijo que llamara a emergencias. Dijo que salía enseguida de la oficina.

–Bien.

–Pero tardará todavía diez minutos en llegar.

–¿Prefieres esperarlo o quieres que entre contigo?

–¿Lo harías? –susurró ella.

Troy la agarró del codo y se dirigieron juntos hacia la puerta de la cocina.

–Imagino que habrá un desorden espantoso –eso daba a entender la reacción del ayudante Weaver.

Como si tocarla le recordara dolorosamente que habían acabado, Troy apartó la mano. Faith intentó disimular la sensación de desamparo que se apoderó de ella, abrió la puerta del estrecho armario que había junto al cuarto de la lavadora y sacó un cepillo.

–Sugiero que echemos un vistazo antes de que empieces a limpiar.

–Ah, sí, claro.

Troy entró en el cuarto de estar. Al seguirlo, Faith sofocó un grito. Era como si hubiera pasado un ciclón. Los muebles estaban volcados y el piano y la librería estaban manchados de pintura amarilla. Pero lo más perturbador de todo era lo que habían hecho con las fotos de familia colocadas sobre la repisa de la chimenea. Faith se tapó la boca con las manos, impresionada.

–Esto tiene que ser personal –masculló Troy. Tomó la fotografía de Scott con su mujer y sus hijos. Todos ellos tenían la cara tachada con una equis dibujada en tinta roja. La foto de la hija de Faith, Jay Lynn, y su familia, había recibido el mismo trato. Pero la que se hallaba en peor estado era la de su difunto marido, Carl. Estaba completamente tachada.

–¿Quién ha podido hacer algo así? –sollozó Faith.

–¿Has discutido con alguien últimamente? –preguntó Troy.

Era básicamente la misma pregunta que le había hecho el ayudante Weaver, y la respuesta no había cambiado.

–No.

–Piensa, Faith –insistió Troy–. Quien ha hecho esto intenta hacerte daño. Y puede que se trate de más de una persona.

–En ese caso –repuso ella–, lo han conseguido.

–Lo siento muchísimo –dijo Troy con suavidad, amablemente. Por un momento pareció que deseaba tomarla en sus brazos.

Débil y vulnerable como se sentía en ese momento, Faith habría aceptado de buen grado su abrazo. Habría aceptado el consuelo que le ofrecía, la certeza reconfortante de que en sus brazos estaba segura y a salvo.

Por suerte, Troy recordó que ya no eran pareja y que no convenía que la tocara. Bajó el brazo y dio un pequeño paso atrás.

–¿Y el dormitorio? –preguntó Faith, intentando ocultar su flaqueza.

–¿Estás segura que quieres verlo? –preguntó Troy.

–Tendré que… afrontarlo tarde o temprano.

–Tienes razón –Troy la precedió de nuevo.

Tuvieron que saltar por encima de los cajones tirados por el pasillo, y por encima de cojines, libros y lámparas, y de toda la ropa de Faith, o eso parecía. Daba la impresión de que habían vaciado en el pasillo todo lo que contenía su casa. Al ver el caos que reinaba en su dormitorio, se le llenaron los ojos de lágrimas y no pudo soportar seguir mirando. Se volvió con un sollozo y salió precipitadamente de la habitación.

La ira se apoderó de ella. No podía imaginar quién había hecho aquello. Fuera quien fuese, deseaba turbar la paz y la serenidad que tanto le había costado conseguir desde su traslado a Cedar Cove.

–¿Puedes decirme si se han llevado algo? –preguntó Troy.

Ella sospechaba que intenta distraerla.

Entró en el cuarto de estar y respiró hondo varias veces.

–No, aún no –la idea de que aquello podía ser algo más que una gamberrada volvió a asustarla. Posiblemente, la persona que había entrado en la casa se habría llevado todos los objetos de valor que había encontrado.

¿Por qué le había pasado a ella? Sólo tenía unas pocas joyas caras, y algunas las llevaba puestas. Las otras (su alianza de boda y las perlas que habían sido de su madre) estaban guardadas en una caja de seguridad, en el banco.

–¿Echas algo en falta? –continuó Troy. Faith negó con la cabeza–. Lo primero que quiero que hagas es cambiar la cerradura –dijo Troy mientras inspeccionaba la puerta principal–. Que te instalen una con cerrojo. Y piensa en instalar también un sistema de alarma.

–Sí, voy a pensármelo –su sugerencia evitó que se detuviera a pensar en lo ocurrido, pero no por mucho tiempo–. Mi familia… –susurró. Miró las fotografías de sus hijos y nietos–. ¿Están a salvo?

Troy se encogió de hombros, incómodo.

–Yo diría que sólo intentan asustarte.

–Pero ¿por qué?

La cara de Troy se contrajo, ceñuda.

–Eso no lo sé. Ojalá pudiera decírtelo, pero no puedo.

–Quiero saber por qué…

–Yo también –dijo él–, y te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para encontrar al culpable.

Eso estaba bien, pero Faith seguía pensando en su familia.

–¿Por qué les han tachado la cara? No podré dormir por las noches, si hay alguna posibilidad de que mis nietos estén en peligro… Y todo por mi culpa –se apresuró a decir–. ¿Qué he hecho para merecer esto?

Troy la asió de los hombros. Gracias a ello, Faith no se derrumbó.

–Escúchame, Faith –dijo él enérgicamente–, no va a pasar nada. Ordenaré que los coches patrulla hagan rondas por aquí y por casa de Scott. No quiero que te preocupes, ¿entendido?

A ella le costó un enorme esfuerzo asentir con la cabeza.

–¡Mamá! –oyó la voz de Scott, procedente del porche.

Al ver que ella no contestaba inmediatamente, Troy gritó:

–¡Estamos dentro! –la soltó, se acercó a la puerta y la abrió.

Scott entró precipitadamente y miró a su alrededor. Se quedó sin habla, con los ojos dilatados por el asombro. Cuando logró recuperarse, se volvió hacia Troy buscando respuestas, como había hecho Faith momentos antes.

Faith le tendió las manos. Estaba muy unida a sus hijos y a sus nietos, pero se negaba a ser una carga. Para ella, la independencia era esencial, y estaba decidida a conservarla. Tras la muerte de Carl se había acostumbrado a ser viuda y a vagar sola por su enorme casa de Seattle. Ahora había vuelto a Cedar Cove, pero procuraba, dentro de lo posible, valerse sola sin pedir ayuda a sus hijos.

De modo que se las había arreglado bien, pero aquel… aquel salvaje que había invadido su casa no sólo había volcado los muebles: había puesto patas arriba su vida entera y destruido su paz de espíritu.

–El ayudante Weaver está hablando con los vecinos –dijo Troy–. Voy a ver si ha averiguado algo.

–¿Han entrado por la puerta principal? –preguntó Scott, incrédulo. Pasó un brazo por los hombros de Faith. Ella agradeció su apoyo.

–Eso parece –contestó Troy.

–¿A plena luz del día? ¿Es que no había ningún vecino en casa?

Faith levantó los ojos.

–Los Vessey están pasando el invierno en Arizona y… y… –tartamudeó un poco– todos los demás están trabajando o en clase.

–¿Seguro que estás bien? –preguntó Troy. Su mirada evidenciaba que se resistía a marcharse. Pero ahora que había llegado Scott, no había razón para que se quedara. Había cumplido con su deber. No: lo había sobrepasado.

Haciendo acopio de fuerzas, Faith le tranquilizó con una sonrisa.

–Sí, estoy bien, gracias, Troy. Te agradezco mucho que hayas venido en persona.

Él se tocó el ala del sombrero, saludó a Scott con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y salió.

CAPÍTULO 3

Olivia Griffin tomó la última cucharada de sopa y dejó el cuenco vacío en el fregadero de la cocina. La sopa de tomate y albahaca era uno de sus platos preferidos, y su madre se aseguraba de que todas las semanas la tuviera en abundancia. A Jack le alegraría que se lo hubiera comido todo. La semana anterior, Olivia había recibido su primer tratamiento de quimioterapia, y había ido mejor de lo que esperaba.

Pero no se hacía ilusiones.

Unos meses antes, cuando le diagnosticaron el cáncer de mama, había temido que su vida estuviera a punto de acabarse. La noticia la había dejado atónita, como poco. Ella siempre había comido bien, hacía ejercicio regularmente y tomaba todas las vitaminas que se recomendaban.

Si algo le había enseñado el cáncer era que la enfermedad no era justa; ni la vida tampoco. A su edad, ya debía saberlo. Y lo sabía. Había perdido a un hijo a los trece años, su primer matrimonio había acabado en desastre… Y sin embargo, absurdamente, se había convencido de que podía controlar su cuerpo y su salud, si hacía todo lo correcto. Perder el control así resultaba difícil de aceptar, y pese a todo no tenía elección.

Era una mujer que controlaba férreamente su entorno. En su casa no había sitio para el desorden. Era consciente de que aquel rasgo de su carácter se había agudizado tras la muerte de Jordan.

Había pedido una excedencia en su puesto como juez de familia y se estaba preparando física y anímicamente para afrontar los tres meses de tratamiento que tenía por delante. Sabía que algunas personas seguían trabajando mientras pasaban por la quimioterapia, pero todo el mundo le había aconsejado que no lo hiciera.

–Date un descanso –le había dicho Jack, y eso había hecho.

El ruido de la puerta de un coche al cerrarse la avisó de que tenía compañía. Al asomarse al ventanal de la cocina vio que era su madre, lo cual no era de extrañar. Pero Olivia frunció el ceño al ver que Charlotte iba sola. Desde que se había casado con Ben, varios años antes, casi siempre estaban juntos. Habían vuelto de un crucero por el Caribe el día de Navidad, y su madre iba a verla todos los días desde entonces. Consciente de que a Charlotte le gustaba aparcar a un lado de la casa y usar la entrada de atrás, Olivia le abrió la puerta de la cocina. Su madre sonrió al entrar.

–Confiaba en pillarte antes de que te echaras la siesta –dijo. Puso la cesta sobre la mesa, se desembarazó rápidamente del bolso y el abrigo y los colgó en el perchero que había junto a la puerta.

Charlotte rara vez se pasaba por allí sin llevar alguna golosina, normalmente hecha en casa.

–Mamá, dejé de echarme la siesta cuando tenía cuatro años, ¿recuerdas? –bromeó Olivia.

–Lo sé, cariño –dijo Charlotte sin ofenderse–, pero necesitas descansar. Sobre todo, ahora.

–Esta mañana me he levantado tarde –normalmente se levantaba a las seis y estaba en el juzgado a los ocho y media. El lujo de no tener que poner el despertador cada noche podía convertirse en costumbre, se dijo para sus adentros.

–¿A qué hora? –preguntó su madre mientras desdoblaba el paño de cuadros rojos de la cesta y sacaba una lata de galletas y un pastel de naranja, uno de los preferidos de Jack.

–Casi a las ocho.

Charlotte la miró por encima del hombro y se fingió asombrada.

–A las ocho, ¡qué barbaridad!

Olivia se rió.

–Bueno, para mí lo es. Y ha sido una delicia.

–¿Jack no te ha despertado al irse a trabajar?

Lo cierto era que su marido la había despertado, pero de la manera más romántica posible: le había llevado una taza de café recién hecho y la había besado repetidamente antes de marcharse a la redacción. Al recordar cómo la habían despertado sus besos de un profundo sopor, el cálido fulgor de la felicidad la colmó por entero.

–¿Te apetece un té, mamá? –preguntó. Tenía por costumbre tomar café sólo por la mañana, y después sólo té.

–Ya lo hago yo –dijo Charlotte.

–No estoy inválida –protestó Olivia, aunque sabía que era absurdo discutir. Sin esperar respuesta, apartó una silla, se sentó y observó cómo se atareaba su madre por la cocina.

Últimamente, dejaba que Jack y su madre la mimaran. Podían hacer tan poco por ella… Y aquellos pequeños placeres (el café en la cama, algunas chucherías hechas en casa) hacían que se sintiera mejor.

–¿Dónde está Ben? –preguntó mientras su madre ponía agua a hervir y metía unas bolsitas de té en la tetera.

–En casa, en su tumbona –contestó Charlotte–. Está un poco resfriado.

–¿Le has hecho sopa de pollo y fideos? –aquél era el remedio infalible de su madre para cualquier achaque de sus seres queridos.

Charlotte asintió.

–Ahora mismo está hirviendo en la olla –mientras hablaba, sacó del armario dos tazas y dos platillos–. Ben está cansado por el crucero y, además, bueno, se ha llevado un buen disgusto con ese asunto de David y el bebé.

El día de Nochebuena, una joven embarazada llamada Mary Jo Wyse se había presentado en Cedar Cove buscando a David Rodees, el hijo menor de Ben. David era el padre de su hijo, y había contado a la chica un montón de mentiras. Aparte de las más graves (como que los quería a ella y al bebé), la había hecho creer que estaba pasando las fiestas con Charlotte y Ben. David sabía muy bien que su padre y su madrastra estaban de crucero; obviamente, había dado por sentado que Mary Jo no intentaría encontrarlo. Lo que no esperaba era que se presentara en el pueblo, y menos aún que se pusiera de parto y diera a luz a su hija allí mismo, en Cedar Cove. Al final, aquélla resultó una noche milagrosa. Una noche que Olivia y Grace Harding, su mejor amiga, recordarían largo tiempo.

–¿Se ha puesto en contacto con Ben? –preguntó Olivia.

Que ella supiera, nadie había llamado a David para decirle que Mary Jo había tenido una niña. Charlotte asintió con la cabeza mientras el agua empezaba a hervir. Levantó el recipiente del fuego y llenó la tetera, que tapó con un pañito y llevó a la mesa. Luego llevó los platillos y las tazas. Todos sus movimientos eran escuetos y precisos, pensó Olivia, el testimonio de tantos años trabajando en la cocina para reconfortar a otros.

–Me temo que no fue una conversación agradable –dijo con un suspiro–. Ben se ha llevado una terrible desilusión con su hijo.

Por desgracia, aquélla no era la primera. Ni mucho menos.

–David intentó convencerlo de que ni siquiera conocía a Mary Jo.

¡El muy sinvergüenza! ¡Qué cara más dura! Claro que intentar escurrir el bulto era propio de él, desde luego. La primera vez que Olivia se había visto expuesta a sus tretas fue cuando David intentó birlarle a su madre un par de miles de dólares. Por suerte Justine, su hija, logró impedírselo.

Charlotte soltó otro profundo suspiro.

–Creo que han discutido. Ben no me ha dicho gran cosa y no quiero presionarlo, pero puedes imaginarte cómo se siente.

–Al menos ahora tiene una nieta preciosa –le recordó Olivia a su madre.

–Ah, sí, y esté encantado con Noelle. Ya ha hecho revisar su testamento.

–¿Habéis tenido noticias de Mary Jo? –preguntó Olivia.

–Hemos hablado con ella un par de veces esta semana. Parece que está bien, y la nena está preciosa.

–Cuánto me alegro.

–Sus hermanos están como locos con la pequeña Noelle. Al recordar la Nochebuena, Olivia sonrió. Los tres hermanos Wyse habían ido corriendo al rancho de Grace y Cliff, en busca de su hermanita. Habían recorrido la zona del estuario de Puget de cabo a rabo, y al final habían llegado a tiempo de ver a su sobrina recién nacida. Mary Jo estaba alojada en el apartamento que había sobre el establo del rancho de Cliff, donde se había puesto de parto.

–Ayer, cuando hablamos, Mary Jo me dijo que Mack McAfee se había pasado a ver a la niña –le dijo Charlotte.

–Entonces, ¿ha ido a Seattle? –el joven bombero había acompañado a Mary Jo durante todo el parto. Había sido él quien la había ayudado a dar a luz. Era su primer alumbramiento. Olivia recordaba claramente lo emocionado que estaba. Su cara brillaba de alegría. Casi parecía el padre.

–Sí, y Mary Jo me dijo que le había llevado otro peluche a Noelle –Charlotte apartó el pañito, tomó la tetera y sirvió dos tazas de té verde–. Entre Mack y los hermanos de Mary Jo, esa niña tiene juguetes de sobra para toda la infancia.

–Qué bien –dijo Olivia al tomar su taza.

–¿Te has enterado de lo de Faith Beckwith? –Charlotte abrió la lata y le ofreció una galleta de avena y pasas.

–¿Que ha vuelto al pueblo, quieres decir? –aquélla era una noticia ya vieja, por lo que a ella respectaba. Mordió la galleta, que, como siempre, estaba en su punto.

–No –Charlotte bebió un sorbo de té–. Que algún gamberro ha destrozado su casa.

–¿En serio? –Olivia estaba espantada–. Ay, Dios, ¿lo sabe Grace?

La casa que había alquilado Faith pertenecía a su mejor amiga, que había tenido muchas dudas respecto a si debía venderla o no. Sus primeros inquilinos, una pareja joven, Ian y Cecilia Randall, apenas se habían instalado cuando a él, que era militar, lo trasladaron a otro destino. Los siguientes se habían retrasado meses en el pago y parecían decididos a aprovecharse de los subsidios sociales y a vivir allí gratuitamente mientras pudieran. Por lo visto, la pareja y los parásitos que vivían con ellos sabían exactamente lo que se traían entre manos.

Aquella experiencia había sido terrible para Grace. Por suerte, los inquilinos dejaron la casa por voluntad propia… con un poco de ayuda de Jack y del marido de Grace, Cliff, que idearon formas muy imaginativas de persuadir a aquella panda de holgazanes de que desalojara la casa de una vez por todas.

–Vaya –murmuró Charlotte, dejando a un lado su taza–, se me ha olvidado. Grace me pidió que no te lo dijera.

–¿Por qué no?

–No quería preocuparte.

Lo único que quería Olivia era que su familia y sus amigos dejaran de tratarla como si fuera a desmayarse al menor disgusto.

–Luego hablaré con Grace, pero primero cuéntame lo de Faith.

Su madre sujetó la taza con ambas manos.

–Ella está bien. En cuanto me enteré, fui a ayudarla a limpiar. Y también Grace y Cliff, claro, y Corrie y Peggy, y un montón de gente más. La casa estaba hecha un desastre –Charlotte hizo una mueca–. Un auténtico desastre.

–¿Cómo se lo ha tomado Faith? Su madre se recostó en la silla.

–Ya la conoces. Es una mujer muy fuerte, pero esto la ha asustado. Menos mal que ese vándalo ya se había ido cuando ella llegó.

Olivia se imaginaba lo perturbador que tenía que haber sido aquello para Faith.

–¿Se llevaron algo? –preguntó.

–Cuando la vi, no estaba segura, y estábamos todos tan atareados limpiando la casa que era difícil saberlo. No creo que lo sepa hasta que tenga tiempo de revisarlo todo despacio.

–¿Quién más fue a ayudar? –aquello era algo de Cedar Cove que a Olivia le encantaba: los vecinos eran más que vecinos; eran amigos que estaban ahí cuando se les necesitaba.

–Pues su hijo y su nuera, claro.

–Claro.

–Y también Megan Bloomquist.

–¿La hija de Troy?

–Sí. Faith y ella se han hecho muy amigas.

Aquello era toda una sorpresa.

–¿Y qué hay de lo del sheriff y Faith?

Charlotte dejó la taza en el platillo y frunció el ceño, pensativa.

–Eso, por desgracia, es un asunto delicado. Creo que han decidido no verse más.

–¿De veras? –Olivia lo sentía. Recordaba que habían salido juntos cuando iban al instituto. Últimamente se rumoreaba que habían vuelto a encontrarse, lo cual le parecía una excelente idea. Le entristecía pensar que las cosas se hubieran torcido. Pero no todos los idilios tenían un final feliz, ella lo sabía muy bien.

Se quedaron calladas unos segundos.

–El cerrajero llegó cuando estaba allí –dijo Charlotte–. Troy le sugirió a Faith que instalara un cerrojo, y Grace lo encargó enseguida.

–Bien hecho.

–En la puerta de delante y en la de atrás, y también en el garaje –su madre sonrió–. Lloyd dijo que desafiaba a cualquiera a volver a entrar en esa casa.

Lloyd Copeland, el cerrajero del pueblo, tenía veinte años de experiencia. Si él decía que la casa era segura, lo era. Sólo se podría entrar por una ventana, pero Olivia recordaba que Grace había hecho instalar cristales reforzados en las ventanas de abajo.

–Me alegro –dijo–. Faith necesita un poco de tranquilidad.

–Ya lo creo que sí –Charlotte acabó su té y se levantó para llevar la taza al fregadero–. ¿Puedo hacer algo más por ti, Olivia?

–No, mamá, nada, gracias por preguntar.

–¿Tu hermano Will se ha pasado por aquí últimamente? –preguntó Charlotte mientras se acercaba a la puerta.

–Llamó esta mañana.

Su madre frunció el ceño y Olivia notó que estaba molesta. Charlotte esperaba que su hermano fuera a verla al menos tres veces por semana, para compadecerse de ella y tomarla de la mano.

–Mamá –protestó–, Will tiene muchas cosas que hacer. Está poniendo en marcha la galería y remodelando la casa.

–Eso no es excusa.

Olivia no se molestó en llevarle la contraria.

–Pero le has visto después de Navidad, ¿no?

–Claro –lo cierto era que Will había estado allí el día de Navidad y parecía un poco deprimido. Había ido a casa de Shirley Bliss y se había llevado una sorpresa al descubrir que Shirley no estaba. Su hermano tenía un ego inmenso: creía que el mundo giraba a su alrededor. No se le había ocurrido que Shirley, una de las pintoras cuya obra exponía, viuda y madre de dos hijos, pudiera no estar en casa, anhelando su visita. Olivia confiaba en que Will hubiera aprendido la lección.

–Acuérdate de que os he traído tarta de naranja.

–¿Cómo iba a olvidarlo? –aunque Jack disfrutaría más que ella comiéndosela–. Intentas hacerme engordar, ¿a que sí?

Su madre no lo negó.

–La próxima vez te haré una fuente entera de mi lasaña especial.

–Mamá –dijo Olivia, riendo–, si sigues así dentro de poco no me cabrá la ropa –aunque no tenía que preocuparse por eso. Sus trajes le quedaban grandes: antes de Navidad había tenido una infección grave y había perdido peso. Quería, sin embargo, que su madre supiera que, aunque valoraba todo lo que hacía por ella, iba camino de recuperarse.

–Deja que te mime un poco más –dijo Charlotte–. Por favor, cariño.

Olivia cedió con una sonrisa.

–Está bien, mamá.

Charlotte se puso el abrigo y recogió su bolso y su cesto vacío.

–Me voy a ver a Bess –una de sus muchas amigas–. ¿Me llamarás si necesitas algo? –preguntó–. ¿Prometido?

–Claro que sí –le aseguró Olivia.

Su madre agarró el pomo de la puerta.

–Y no dejes que Jack se coma toda la tarta, ¿me oyes? Olivia se rió de nuevo.

–Haré lo que pueda, mamá.

Su madre le dijo adiós con la mano y se marchó. Olivia confiaba en tener tanta energía, optimismo y encanto como su maravillosa madre cuando llegara a la edad de Charlotte.

CAPÍTULO 4

Alguien llamó a la puerta mientras Christie Levitt estaba inclinada sobre el lavabo de su cuarto de baño, lavándose los dientes. Christie se aclaró la boca, dejó cuidadosamente el cepillo en su soporte y se lavó la cara con agua fría. No tenía ni idea de quién podía llamar a su puerta a aquella hora de la mañana.

–¡Ya voy, ya voy! –gritó, e hizo una mueca. Tenía un incipiente dolor de cabeza que amenazaba con convertirse en una jaqueca en toda regla.

La persona que estaba llamando era insistente, desde luego. Mientras cruzaba el pasillo para ir a su habitación, Christie repasó de cabeza las facturas que había pagado. Sí, recordaba haber enviado sendos cheques a la compañía eléctrica y a la del agua.

Le habían cortado el suministro alguna que otra vez, y en su opinión las compañías actuaban taimadamente al respecto. Nadie había llamado a su puerta, al menos que ella recordara.

Christie agarró una bata, se la puso, se anudó el cinturón y procuró ignorar su jaqueca.

–¿Quién es? –preguntó mientras abría el cerrojo.

Le dolía la cabeza, le escocían los ojos. Le hacía falta un buen café caliente. Cuanto más fuerte, mejor. Pero no podría tomárselo enseguida. Se había despertado con la boca tan seca que parecía tenerla rellena de algodón. Por eso se había lavado primero los dientes. El café sería lo siguiente.

En cuanto abrió la puerta del apartamento, su hermana pasó dándole un empujón.

Christie dejó escapar un gruñido. Había intentado evitar a Teri. No respondía a las insistentes llamadas de su hermana. Había roto la nota que Teri le había pasado por debajo de la puerta sin molestarse en leerla. No hacía falta: sabía lo que decía. Debería haberse dado cuenta de que Teri no se daría por aludida.

–¿Qué quieres? –Christie hizo otra mueca al notar que una punzada de dolor le atravesaba la cabeza.

Teri, que estaba embarazada de cinco meses e iba a tener trillizos, la miró indignada.

–Estás hecha un asco.

–Gracias –Christie entró en la cocina y echó mano de la cafetera–. Tú siempre tan diplomática.

–Nunca lo he sido y no voy a empezar ahora –Teri entró tras ella y, sin esperar invitación, apartó una silla y se sentó–. Pon a calentar un poco de agua para hacerme una infusión, si no te importa –dijo. Posó automáticamente las manos sobre su vientre abultado y apoyó los pies en el asiento de la silla de enfrente como si pensara quedarse un buen rato.

Genial. Qué maravilla. No sólo tenía jaqueca. Ahora también tenía que aguantar a Teri. En un pequeño acto de rebelión, acabó de preparar el café antes de llenar una taza de agua y meterla en el microondas. Apretó el botón con fiereza.

–¿A qué has venido? –se aventuró a preguntar, aunque intuía la respuesta. Aquella visita tenía que ver con James Wilbur, el ex chófer de Bobby y Teri. Hasta decir su nombre le producía un alfilerazo de dolor.

El muy canalla. El muy rata.

Christie se había convencido de que estaba enamorada. Profundamente enamorada. Se había enamorado otras veces, claro, siempre para mal. Se había casado y divorciado y había pasado por una serie de hombres que aseguraban quererla y a los que, tonta de ella, había creído.

Con James, las cosas habían sido distintas. Esta vez, todo parecía ir bien. Luego, sin embargo, él había hecho lo que todos: abandonarla. Le había dejado un mensaje incompresible y se había largado, y de paso le había roto el corazón.

Pues se acabó. Nunca más.

Christie estaba harta de los hombres.

Aquélla era la última vez.

Y lo decía en serio. Amar, querer a un hombre, era demasiado doloroso.

–Tu coche está aparcado enfrente del Pink Poodle –anunció Teri, que la observaba atentamente mientras Christie se movía por la cocina.

–¿Y qué? –replicó Christie, airada. No era asunto de su hermana dónde dejara su coche. El microondas pitó, pero Christie no hizo caso.

–Que has vuelto a beber –dijo Teri en el mismo tono sarcástico.

–¿Y qué pasa? Mis amigos están allí –no era para tanto, tomarse un par de cervezas con los chicos después del trabajo. Pasar unas horas en el Poodle la ayudaba a romper la monotonía y a defenderse de la soledad. Regresar a un apartamento vacío y pasar la noche delante de la tele no era precisamente un aliciente para volver a casa.

–¿Esos tipos son tus amigos? Sí, ya.

–Oye, si has venido a darme un sermón, ahórratelo. No quiero oírlo.

Teri frunció el ceño. Aquella riña recordaba a su relación de antes. Durante el año anterior las cosas habían mejorado entre ellas gracias, en buena medida, a James y a Bobby Polgar, el jugador de ajedrez con el que se había casado Teri.

Teri dejó de mirarla, bajó la cabeza y suspiró. Christie no sabía si estaba dolida u ofendida. Pero aquella reacción era tan impropia de la mandona de su hermana que enseguida se alarmó.