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El nombre de Henry David Thoreau ha llegado a nuestros días ligado a dos libros capitales para el pensamiento individualista y antiautoritario: "Ensayo sobre la Desobediencia Civil" y "Walden". Sin embargo, "Caminar" fue su obra más popular. Concebida para una conferencia y leída en numerosas ocasiones, sólo se llegó a publicar póstumamente en 1862.
"Caminar" es un ensayo brillante, una exposición de la filosofía del deambular, pero también la defensa de un «
pensamiento salvaje» que arroje sobre nuestra conciencia una luz más parecida a la de un relámpago que a la de una vela. Un canto ecologista muy personal, su ironía y el rumbo vagabundo que por momentos toman sus reflexiones, hacen de la lectura de este libro algo tan tonificante como un paseo de buena mañana. Y no hace falta que Thoreau nos recuerde que «
el aburrimiento no es sino otro nombre de la domesticación».
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Veröffentlichungsjahr: 2025
CAMINAR
Notas a pie de página
QUIERO decir unas palabras en favor de la Naturaleza, de la libertad total y el estado salvaje, en contraposición a una libertad y una cultura simplemente civiles; considerar al hombre como habitante o parte constitutiva de la Naturaleza, más que como miembro de la sociedad. Desearía hacer una declaración radical, si se me permite el énfasis, porque ya hay suficientes campeones de la civilización; el clérigo, el consejo escolar y cada uno de vosotros os encargaréis de defenderla.
EN el curso de mi vida me he encontrado sólo con una o dos personas que comprendiesen el arte de Caminar, esto es, de andar a pie; que tuvieran el don, por expresarlo así, de sauntering[1] [deambular]: término de hermosa etimología, que proviene de «persona ociosa que vagaba en la Edad Media por el campo y pedía limosna so pretexto de encaminarse à la Sainte Terre», a Tierra Santa; de tanto oírselo, los niños gritaban: «Va a Sainte Terre»: de ahí, saunterer, peregrino. Quienes en su caminar nunca se dirigen a Tierra Santa, como aparentan, serán, en efecto, meros holgazanes, simples vagos; pero los que se encaminan allá son saunterers en el buen sentido del término, el que yo le doy. Hay, sin embargo, quienes suponen que la palabra procede de sans terre, sin tierra u hogar, lo que, en una interpretación positiva, querría decir que no tiene un hogar concreto, pero se siente en casa en todas partes por igual. Porque este es el secreto de un deambular logrado. Quien nunca se mueve de casa puede ser el mayor de los perezosos; pero el saunterer, en el recto sentido, no lo es más que el río serpenteante que busca con diligencia y sin descanso el camino más directo al mar. Sin embargo, yo prefiero la primera etimología, que en realidad es la más probable. Porque cada caminata es una especie de cruzada, que algún Pedro el Ermitaño predica en nuestro interior para que nos pongamos en marcha y reconquistemos de las manos de los infieles esta Tierra Santa.
La verdad es que hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa que desandar lo andado. Tal vez tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca, dispuestos a que sólo regresasen a nuestros afligidos reinos, como reliquias, nuestros corazones embalsamados. Si te sientes dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata.
Para ceñirme a mi propia experiencia, mi compañero y yo —porque a veces llevo un compañero—, disfrutamos imaginándonos miembros de una orden nueva, o mejor, antigua: no somos Caballeros, ni jinetes de cualquier tipo, sino Caminantes, una categoría, espero, aún más antigua y honorable. El espíritu caballeresco y heroico que en su día correspondió al jinete parece residir ahora —o quizá haber descendido sobre él— en el Caminante; no el Caballero, sino el Caminante Andante. Un a modo de cuarto estado, independiente de la Iglesia, la Nobleza y el Pueblo.
Hemos notado que, por la zona, somos casi los únicos en practicar este noble arte; aunque, a decir verdad, a la mayoría de mis vecinos, al menos si se da crédito a sus afirmaciones, les gustaría mucho pasear de vez en cuando como yo, pero no pueden. Ninguna riqueza es capaz de comprar el necesario tiempo libre, la libertad y la independencia que constituyen el capital en esta profesión. Sólo se consiguen por la gracia de Dios. Llegar a ser caminante requiere un designio directo del Cielo. Tienes que haber nacido en la familia de los Caminantes. Ambulator nascitur, non fit [el caminante nace, no se hace]. Cierto es que algunos de mis conciudadanos pueden recordar, y me las han descrito, ciertas caminatas que dieron diez años atrás y en las que fueron bendecidos hasta el punto de perderse en los bosques durante media hora; pero sé muy bien que, por más pretensiones que alberguen de pertenecer a esta categoría selecta, desde entonces se han limitado a ir por la carretera. Sin duda durante un momento se sintieron exaltados por la reminiscencia de un estado de existencia previo, en el que incluso ellos fueron habitantes de los bosques y proscritos.
Al llegar al verde bosque,
Una alegre mañana,
Oyó el canto de las aves,
Sus notitas felices.
Hace mucho, dijo Robin,
La última vez que aquí estuve,
Aceché para tirar
Contra el oscuro ciervo.
Creo que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más, a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana. Podéis decirme, sin riesgo: «Te doy un penique por lo que estás pensando»; o un millar de libras. Cuando recuerdo a veces que los artesanos y los comerciantes se quedan en sus establecimientos no sólo la mañana entera, sino también toda la tarde, sin moverse, tantos de ellos, con las piernas cruzadas, como si las piernas se hubieran hecho para sentarse y no para estar de pie o caminar, pienso que son dignos de admiración por no haberse suicidado hace mucho tiempo.
A mí, que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora —a las cuatro, demasiado tarde ya para amortizar el día, cuando comienzan ya a confundirse las sombras de la noche con la luz diurna— me he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no mencionar la insensibilidad moral, de mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante semanas y meses, e incluso años y años. No sé de qué pasta están hechos, sentados ahí ahora, a las tres de la tarde, como si fueran las tres de la mañana. Bonaparte puede hablar del valor de las tres de la madrugada, pero eso no es nada comparado con el valor necesario para quedarse sentado alegremente a la misma hora de la tarde, cara a cara con uno mismo, con quien se ha estado tratando toda la mañana, intentando rendir por hambre una guarnición a la que uno está ligado con tan estrechos lazos de simpatía. Me maravilla que hacia esa hora o, digamos, entre las cuatro y las cinco, demasiado tarde para los periódicos de la mañana y demasiado pronto para los vespertinos, no se escuche por toda la calle una explosión general, que esparza a los cuatro vientos una legión de ideas y chifladuras anticuadas y domésticas para renovar el aire… ¡y al diablo con todo!
No sé cómo lo soportan las mujeres, que están aún más recluidas en casa que los hombres; aunque tengo motivos para sospechar que la mayor parte de ellas no lo soporta en absoluto. Cuando, en verano, a primera hora de la tarde, nos sacudimos el polvo de la ciudad de los faldones del traje, pasando raudos ante esas casas de fachada perfectamente dórica o gótica, mi acompañante me susurra que lo más probable es que a esas horas todos sus ocupantes estén acostados. Es entonces cuando aprecio la belleza y la gloria de la arquitectura, que nunca se recoge, sino que permanece siempre erguida, velando a los que dormitan.
Sin duda, el temperamento y, sobre todo, la edad tienen mucho que ver con todo esto. A medida que un hombre envejece, aumenta su capacidad para quedarse quieto y dedicarse a ocupaciones caseras. Se hace más vespertino en sus costumbres conforme se aproxima el atardecer de la vida, hasta que al final se pone en marcha justo antes de la puesta del sol y pasea cuanto necesita en media hora.
Pero el caminar al que me refiero nada tiene en común con, como suele decirse, hacer ejercicio, al modo en que el enfermo toma su medicina a horas fijas, como el subir y bajar de las pesas o los columpios, sino qué es en sí mismo la empresa y la aventura del día. Si queréis hacer ejercicio, id en busca de las fuentes del alma. ¡Pensar que un hombre levante pesas para conservar la salud, cuando esas fuentes borbotean en lejanas praderas a las que no se le ocurre acercarse!
Aún más, tienes que andar como un camello, del que se dice es el único animal que rumia mientras marcha. Cuando un viajero pidió a la criada de Wordsworth que le mostrase el estudio de su patrón, ella le contestó: «Esta es su biblioteca, pero su estudio está al aire libre».
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