Caminos entrelazados - Diana Palmer - E-Book

Caminos entrelazados E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Jake McGuire había conseguido su éxito a base de esfuerzo, acumulando una impresionante fortuna que incluía ranchos y un jet privado. Sin embargo, su acomodada existencia se vio amenazada por la última mujer que debería desear. Conocía a Ida Merridan solo por su reputación, pero lo que había oído sobre ella era más que suficiente para mantenerla a distancia. Hasta que sus caminos se cruzaron de manera inevitable. Entonces Jake descubrió la verdad que Ida ocultaba y se sintió incapaz de renunciar a ella. Ida, casada dos veces y económicamente independiente, no había hecho nada para merecer su mala fama, salvo quizás elegir a los maridos equivocados. Vivía en un pueblo apartado, y después de todo lo que la vida le había deparado no tenía prisa por cometer más errores o ser objeto de compasión ajena. El hecho de ser rescatada por Jake trastocó sus planes de vivir en soledad, y un beso abrasador la arrastró a una nueva vorágine de deseo. Aunque su turbulento pasado aún la perseguía, Jake estaba dispuesto a demostrarle que todavía quedaban héroes en el Oeste.

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Seitenzahl: 325

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2020, Diana Palmer

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Caminos entrelazados, n.º 317 - mayo 2025

Título original: Wyoming True

Publicada originalmente por HQN™ Books

© De la traducción: María Romero Valiña

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

ISBN: 9791370005177

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Notas

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Jake McGuire se alegraba por Mina. Se había casado con Cort Grier, un texano que resultó ser un adinerado ganadero. Lo cual fue toda una sorpresa para ella, ya que lo había conocido como un simple vaquero que ayudaba en el rancho de su primo Bart Riddle, en las afueras de Catelow, Wyoming.

Había sido una extraña historia de amor. Mina era una famosa autora de novelas románticas que participaba en misiones comando con un grupo de mercenarios que la habían acogido para documentarse. Cort Grier no lo sabía. Pero él también llevaba una máscara, fingiendo ser un pobre vaquero. Solo después de casarse con él, ella supo quién era en realidad. Y él descubrió su profesión de una forma totalmente inesperada, cuando ella se fue a vivir a su rancho y su grupo de mercenarios ayudó a capturar a una banda de narcotraficantes en los límites de su propiedad. Hubo que hacer muchos ajustes, pero los dos parecían destinados a ser felices. Tenían un hijo recién nacido llamado Jeremiah y, aunque Mina conservaba el rancho familiar en Catelow, que en la actualidad administraba su padre, vivía con Cort y su hijo en Latigo, el enorme rancho familiar de su marido, en el oeste de Texas.

Jake se alegraba por ella. Pero estaba abatido. Se había enamorado de verdad y le dolía darse cuenta de que ni siquiera su propia riqueza y posición bastaron para atraerla. Era la primera vez en su vida que se había sentido cautivado por una mujer, y resultó que ella estaba enamorada de otro.

Bueno, podía volver a la explotación ganadera que compartía con Rogan, el primo de Mina, en Australia, pero los incendios en el interior estaban afectando gravemente a sus rebaños. Junto con cientos de incendios forestales, muchos provocados, había sequía y falta de forraje. Rogan ya había mencionado que tendrían que vender gran parte de su ganado de pura raza para no perder dinero. Jake había regresado a Estados Unidos para ayudar a enderezar sus finanzas y enviar ayuda para apagar los incendios en la propiedad y trasladar el ganado superviviente a un lugar más seguro.

Los incendios forestales habían afectado a Rogan aún más que a Jake. El primo de Mina amaba la propiedad australiana. También era dueño de un gran rancho en las afueras de Catelow, pero odiaba la nieve, así que solo volvía a casa en los meses cálidos, dejando a su administrador a cargo. A menos que Jake estuviera allí para llevar las riendas.

Cada vez le gustaba menos estar fuera del país. Echaba de menos Catelow. Mientras cortejaba a Mina Michaels por la ciudad y la llevaba a restaurantes de cinco estrellas en otros estados, se había acostumbrado a estar en Estados Unidos de nuevo y se resistía a abandonar el país.

Aunque era una estupidez, porque había perdido a Mina y no tenía otros intereses femeninos allí. Sentado en la cafetería, tomó un sorbo de café y miró fijamente la taza. Se sentía más solo que cuando perdió a sus padres años atrás. Había tenido una hermana pequeña, pero murió de meningitis a los seis años. No tenía más hermanos. Echaba de menos a su madre, aunque nunca hablaba de su padre. No le quedaba familia.

Le habría encantado tener un hijo. Ese pensamiento había rondado su cabeza mientras cortejaba a Mina, esperando contra toda esperanza poder ganar al ranchero texano. Pero eso no había sucedido. Tenía el corazón roto y trataba de que no se le notara. Mientras tanto, las leonas sociales de Catelow, especialmente Pam Simpson, lo acechaban, intentando emparejarlo con viudas y divorciadas. Ya no tenía interés en ninguna de las mujeres locales. Había tenido alguna breve aventura, pero se sentía hastiado, utilizado. Las mujeres querían lo que él tenía. Podía, y de hecho lo hacía, conceder sus favores generosamente a las mujeres con las que salía. Diamantes, hoteles y restaurantes de cinco estrellas, viajes al extranjero en su propio jet privado. Pero sentía que las estaba comprando. O alquilándolas, pensó con sarcasmo.

Emitió un sonido gutural mientras procesaba ese pensamiento, lo que atrajo miradas curiosas de la gente que esperaba sus pedidos para llevar en el mostrador.

Una de ellas lo fulminaba con la mirada. Era Ida Merridan, la divorciada local. Una mujer despampanante. Pelo negro, corto y espeso, ojos azules, pestañas increíblemente largas y una figura espectacular. «El problema es que es promiscua», pensó irritado. Todo el mundo sabía que coleccionaba hombres como si fueran muñecos y los rechazaba cuando se cansaba de ellos. Según los rumores, se había casado dos veces. Su primer marido había muerto, pero nadie sabía nada del segundo, excepto que se había divorciado de él. Cort Grier había salido con ella antes de enredarse con Mina. Los había visto en la pista de baile, pegados el uno al otro en una fiesta, y luego marcharse juntos. Salían a menudo, así que, lo lógico era pensar que habían tenido un breve romance. Por lo que decía la gente, ella no era exigente con los hombres. Cualquiera le servía.

No le gustaban las mujeres así. Aunque pensar de esa manera era ser bastante hipócrita, porque él mismo había actuado de la misma forma años atrás. Apartó los ojos de la abrasadora mirada de la divorciada con magnífica indiferencia y dio otro sorbo a su café.

La gente hablaba sobre el doble rasero, sobre cómo los hombres podían tener aventuras mientras que a las mujeres se las criticaba por hacer lo mismo. Pero hacía ciento cincuenta años hubo una razón legítima para ello, cuando no existían métodos anticonceptivos reales. Un marido se distraía fuera de casa para evitar tener una esposa eternamente embarazada que moriría antes de los cuarenta. Se preguntaba cuántas mujeres modernas conocerían eso o considerarían que las normas sociales a veces tenían fundamentos justificables. Bueno, al menos hasta cierto punto.

Miró a la mujer, que sonreía al dependiente y pagaba su comida para llevar. No le caía bien. Ella lo sabía. Le había dejado muy clara su opinión sobre ella en una fiesta a la que ambos habían asistido hacía una semana. La anfitriona había estado haciendo de casamentera y los había empujado juntos a la pista de baile. Sabía bailar bailes latinos. Ella también. Pero sonaba una canción lenta y él odiaba el contacto.

—No tengo ninguna enfermedad contagiosa mortal —había dicho Ida mordazmente cuando él la sostuvo como si tuviera un cartucho de dinamita entre sus brazos. Ella también odiaba el contacto y lo ocultaba con mal humor.

Él había arqueado una ceja, sus claros ojos grises atravesando los de color azul oscuro de ella.

—¿En serio? ¿Te has hecho análisis para asegurarte? —había respondido él, solo para irritarla.

—No quiero bailar contigo —había dicho ella con tono seco. Estaba rígida, parecía desagradarle. Algo sorprendente dada su reputación.

—Dicen que cualquier hombre te sirve. ¿No te resulto atractivo?

Tras tragar saliva con dificultad, ella había mirado a su alrededor como si esperara que la música se detuviera.

—Y yo que pensaba que me dirías algo trillado, como que solo salías con hombres de tu misma especie —había dicho él para provocarla.

Otra pareja, girando, se había acercado demasiado y Jake había tenido que atraer a Ida bruscamente hacia sí para evitar una colisión.

Su reacción había sido repentina y brusca. Se había apartado de él, casi temblando, mirando al suelo.

—No puedo… —Su voz había sonado ahogada.

Él la había fulminado con la mirada.

—Cualquier hombre menos yo, ¿es eso? —le había preguntado en un susurro profundo y mordaz, muy ofendido y sin saber siquiera por qué se sentía así.

Ella ni siquiera lo había mirado. Se había dado la vuelta sin más y se había alejado de la pista de baile. Minutos después, había agradecido a la anfitriona la invitación y se había marchado en su coche. Jake, de pie junto al ponche, se había quedado desconcertado por su comportamiento. Realmente parecía tenerle miedo. Una idea descabellada, cuando todo el pueblo sabía cómo era ella.

Miró de nuevo hacia el mostrador, donde ella recogía su pedido y sonreía al dependiente.

«Tal vez sea una actuación», reflexionó. «Quizás finge estar nerviosa ante un hombre cuando en realidad lo está acechando». El problema con esa teoría era que no se había acercado a Jake desde la fiesta. De hecho, cuando salió de la cafetería, tomó el camino más largo hacia la puerta principal para no tener que pasar por la mesa donde él estaba sentado.

Él terminó su café y llevó la taza al mostrador.

—Haces un café excelente, Cindy —le dijo a la empleada, que era una abuela casada.

Ella le sonrió.

—Gracias, señor McGuire. Mi marido vive del café negro. Es camionero. Si no lo hiciera a su gusto, ya estaría en el juzgado de divorcios —bromeó la mujer.

—Lo dudo. Mack está loco por ti. —Se rio. Luego miró hacia la puerta—. ¿La feliz divorciada no come con el resto de los mortales?

—Oh, te refieres a Ida —dijo ella con una mueca—. No sale mucho. Vive cerca de nosotros, ¿sabes? Una noche la oí gritar y llamé a la comisaría. Temía que alguien hubiera entrado en su casa. Cody Banks, nuestro sheriff, estaba de servicio esa noche y fue a ver qué había pasado.

Él frunció el ceño, esperando que continuara.

Ella suspiró.

—Dijo que estaba pálida como una sábana y que parecía haber visto un fantasma. Le contó que era una vieja pesadilla que tenía de vez en cuando y se disculpó por molestar a los vecinos.

—Pesadillas. —Negó con la cabeza—. ¿Quién lo hubiera pensado?

—Fui a verla al día siguiente para disculparme por llamar a las autoridades. Era domingo, yo iba de camino a la iglesia. Ella se limitó a sonreír y a decirme que no me culpaba. También se disculpó por armar tanto alboroto.

—¿Te dijo por qué tuvo la pesadilla?

La mujer negó con la cabeza.

—Mencionó algo sobre una amenaza de su segundo marido. Está involucrado en asuntos ilegales, o eso tengo entendido, y ella es rica.

—¿Se hizo rica al divorciarse de él? —preguntó Jake con una sonrisa.

—No. El dinero era de su primer marido. El segundo…, aparentemente, se casó con ella por lo que tenía. Nadie sabe mucho al respecto.

—¿Se mudó aquí hace poco? No me relaciono mucho con la gente local, aunque tengo mi rancho y aún soy dueño de la tienda de piensos. Viajo mucho por negocios.

—Sus abuelos eran de aquí. También su madre. De hecho, ella nació aquí. Pero cuando su padre consiguió un buen trabajo en Denver, se mudaron. Estaba en quinto grado. —Tomó aire—. Fue justo después de que Bess Grady se suicidara.

—Mi mejor amigo estaba enamorado de la chica Grady. Lo tomó muy mal —comentó él, sin entrar en detalles. Al igual que Cindy, él también había estudiado allí. No siempre había sido rico—. ¿Y qué hay de los padres de Ida?

La mujer negó con la cabeza.

—Su padre sufrió un infarto cuando tenía solo treinta y cinco años —dijo con un suspiro—. Su madre siguió viviendo, pero no felizmente. Solo vivía para su hija. Cuando Ida tenía dieciocho años, su madre se fue de crucero y cayó por la borda. Nunca encontraron el cuerpo.

—Eso debió de ser duro…

—Así que Ida trabajaba para una empresa de diseño gráfico en Denver, recién salida del instituto, y supongo que su jefe sintió lástima por ella, porque se casaron poco después. Hubo rumores debido a la diferencia de edad. Él era muy rico y nunca se había casado.

—¿Fue un matrimonio feliz? —Odiaba preguntarlo. No sabía por qué le importaba.

—Bueno…

—Vamos, sabes que no soy un cotilla.

—Mi prima segunda, que conocía al dueño de la empresa de diseño, dijo que él era gay.

Las cejas de Jake se arquearon.

—¿Por qué querría casarse con Ida?

—Tuvo un gesto amable con ella.

—He oído que él se suicidó.

La mujer asintió, mirando alrededor para asegurarse de que nadie estaba lo suficientemente cerca para escuchar.

—Su novio de verdad lo había dejado. Ya tenía otros problemas, pero eso lo llevó al límite. Estaba tan angustiado que subió al último piso de su edificio y saltó. El novio intentó demandar a Ida después. Él pensaba que merecía algún tipo de compensación por el tiempo que habían pasado juntos. Ida lo llevó a juicio y lo contrademandó. Él tuvo que pagar las costas judiciales. Ella tenía un abogado realmente implacable. —Sonrió—. Su marido le dejó todo, y era mucho. Hasta le dejó una nota agradeciéndole que hubiera sido tan amable con él.

Jake se conmovió, a pesar de su aversión por Ida.

—Quizás no sea tan mala.

—Nadie es completamente malo, señor McGuire —dijo la mujer—. Solo que algunas personas tienen vidas peores que otras.

—Eso parece —respondió él, encogiéndose de hombros.

Ella sonrió con dulzura.

—¿Todavía echa de menos a Mina?

Jake le devolvió la sonrisa.

—Un poco. Pero ella, Cort y el bebé son felices en Texas. Me alegro por ellos. Mantengo el contacto a través de su padre, que gestiona el rancho familiar a las afueras del pueblo.

—Es usted un buen perdedor.

—No tengo elección —afirmó él. Sus ojos de color gris plateado se veían tristes—. No puedes hacer que la gente te ame.

—Cierto —convino ella.

 

 

Salió para subir a su coche y vio a Ida junto a su Jaguar con el teléfono móvil en la oreja. El coche tenía una rueda pinchada.

—Sí —dijo ella con cansancio—. Sí, lo sé, pero tardarán dos horas en venir y tengo que estar en el médico a las dos.

Jake se detuvo junto al coche.

Ella lo miró sorprendida.

—Puedo llevarte al médico. Deja la llave dentro, a Cindy Bates, y dile a quien sea con quien estés hablando dónde la dejas. Que cierre el coche y le devuelva la llave a Cindy cuando termine.

Ella se quedó allí de pie, sorprendida por la facilidad con que organizaba las cosas. Se oyó una voz saliendo del teléfono.

—Oh, perdón —dijo ella al receptor—. Escucha, me han ofrecido llevarme. Dejaré la llave dentro de la cafetería con Cindy. Ella puede dártela y tú se la devuelves cuando termines. ¿Te parece bien?… Estupendo. Muchísimas gracias. Lo siento mucho… Por supuesto. Gracias.

Colgó. Luego miró a Jake con cautela.

—¿Seguro que no te desvías de tu camino?

Él negó con la cabeza.

—Dame la llave.

Se la entregó. Jake señaló un Mercedes rojo y usó su propia llave inteligente para abrirlo.

—Adelante, sube. No tardaré ni un minuto.

No esperó a ver si ella obedecía; dio media vuelta y volvió a la cafetería. Ida lo siguió con la mirada, con una mezcla de incomodidad y aprecio. Era muy atractivo. Alto, en forma, musculoso sin ser demasiado obvio. Tenía modales exquisitos y unos ojos que parecían atravesar el alma. Si hubiera podido sentirse atraída por un hombre, él habría estado en lo más alto de su lista. Pero eso era imposible.

 

 

Ella estaba sentada en el asiento del copiloto con el cinturón abrochado cuando él subió a su lado.

—Nunca he conducido un Mercedes. ¿Son buenos? —preguntó ella, por sacar un tema de conversación.

—Son inmortales y casi nunca se estropean. ¿Adónde vamos?

—Perdón. A la calle Aspen, justo después de la panadería.

Él asintió, arrancó el coche y salió del aparcamiento.

Ella sostenía su voluminoso bolso en el regazo y clavó las uñas en él. Jake no podía saber lo difícil que era para ella sentarse junto a un hombre que era prácticamente un desconocido. Le caía mal y él no se molestaba en disimularlo. El hecho de haberse zafado de sus brazos y haber huido en aquella fiesta a la que habían asistido por separado solo había empeorado las cosas.

Miró por la ventana mientras él conducía, sin intentar siquiera entablar conversación.

Lo guio hasta el aparcamiento de una clínica de cirujanos ortopédicos. Él no hizo comentarios, pero ella era joven, o al menos lo parecía. Asociaba la ortopedia con personas mayores.

—Gracias por traerme —dijo ella en voz baja.

—Necesitarás que te lleven de vuelta. Dame tu móvil.

Lo dijo con tanta autoridad que ella se lo entregó sin pensar.

Él lo tomó y abrió su lista de contactos. Estaba vacía. La miró con el ceño ligeramente fruncido.

Ella tragó saliva con dificultad.

—¿Para qué necesitas mi teléfono?

Él abrió una pantalla e introdujo su propia información de contacto. Luego se lo devolvió.

—Este es mi número de móvil. Llámame cuando termines aquí y te llevaré de vuelta a tu coche.

—Puedo tomar un taxi…

Él se limitó a mirarla.

Ella se mordió el labio inferior.

—Será una molestia.

Estaba fascinado. La imagen que se había formado de ella no se parecía en nada a la realidad. Se sentía incómoda con él, tímida, retraída. Se suponía que era una mujer vivaz, el alma de la fiesta. ¿Sería una máscara?

—Tengo que pasar por mi tienda de piensos y revisar algunas cuentas con el gerente. No será ninguna molestia.

—Bueno…, de acuerdo entonces. Gracias.

Jake se encogió de hombros. Apagó el motor, dio la vuelta y le abrió la puerta.

Ella se sonrojó.

—¿No está permitido en nuestra sociedad moderna y demasiado liberal abrir las puertas a las mujeres?

—Me gustan los buenos modales, y no me importa si es aceptable o no —balbuceó ella.

Él ladeó la cabeza y la miró con curiosidad.

—Gracias de nuevo. Llegaré tarde —añadió Ida, mirando el sencillo reloj de su muñeca. Se dio la vuelta y caminó despacio hacia el edificio.

No era muy evidente, pero pudo ver que cojeaba un poco al andar. A Jake le pareció extraño. ¿Sería una antigua lesión?, se preguntó. ¿Una caída o algo así? No era asunto suyo. Pero sentía curiosidad por ella. Mucha más de la que quería sentir.

 

 

Ida se sentó en la sala de espera aguardando su turno para ver al doctor Menzer e intentó comprender por qué Jake McGuire, que obviamente la detestaba, había sido tan amable con ella. No esperaba amabilidad de los hombres. Fingía ser una mujer salvaje solo para que la dejaran en paz. Exageraba su reputación, dejaba que corrieran rumores sobre sus elevadas exigencias en el dormitorio y hablaba de hombres ficticios con los que había tenido aventuras para dar la impresión de que cotillearía sobre cualquiera que no estuviera a la altura de sus expectativas. Como había previsto, eso la mantenía libre de complicaciones en su vida privada. No muchos hombres tenían el ego suficiente para acercarse a ella.

Cort Grier lo había hecho, pero se encontró con un amigo inesperado en el adinerado ganadero, que también había tenido sus propios conflictos con mujeres que buscaban su fortuna, no a él. Habían forjado una amistad. Se había abierto a él como no había podido hacerlo con ningún otro hombre.

Se alegraba por él. Amaba a Mina y a su hijo, y eso era maravilloso. Él había sido su único amigo. Cuando se casó, eliminó su información de contacto del teléfono. No quería que pareciera que iba tras él incluso después de casado. Y eso dejó su agenda completamente en blanco. No tenía contactos porque solo usaba el teléfono para emergencias y navegar por Internet. Sus abogados tenían su número fijo, que tenía un contestador. No sabía cómo configurar el buzón de voz en el móvil, así que era mejor que nadie llamara al número. Por eso su lista de contactos estaba vacía, y Jake lo había visto. Apostaría a que su lista de contactos sí estaba repleta.

Bueno, no podía desear a un hombre de esa manera, ya no. Y tenía sus propios problemas. Su exmarido, Bailey Trent, acababa de salir de prisión y estaba endeudado con sus socios del juego. Era un misterio cómo había salido. Lo habían encerrado por agresión violenta. Poco después de su llegada a la cárcel, había perdido los estribos y matado a otro recluso, casi garantizando que nunca saldría. Pero había salido.

La había estado llamando al teléfono fijo, dejando mensajes amenazantes. Había llamado a sus abogados en Denver, pero ni siquiera estaba segura de qué podían hacer al respecto. No dejaba número de contacto. Ni siquiera sabía dónde estaba. Lo intentó con la función de rellamada en su teléfono, pero el número estaba bloqueado. ¿Y si volvía a por ella, como la última vez que se había negado a darle dinero, antes incluso de que fuera a prisión?

Se llevó una mano a la cadera y esbozó una mueca. Había sufrido una fractura de pelvis y daños en el fémur, lesiones que para ella habían sido catastróficas. El cirujano ortopédico, un genio en su campo, le había reconstruido la cadera y el fémur como si fuera un rompecabezas. Dos cirugías, una prótesis parcial de cadera y una placa metálica a lo largo del muslo con tornillos para mantenerla en su lugar habían aliviado la mayor parte de su problema, pero el dolor continuaba y las visitas a su cirujano ortopédico habían aumentado en los últimos meses. La llegada del frío solía traer complicaciones. Se había desarrollado artritis secundaria en la pelvis dañada. Necesitaba otra receta para los potentes antiinflamatorios que tenía que tomar, de ahí la visita.

Intentaba no pensar en la lesión que le había causado su segundo marido. Parecía un hombre tan amable y dulce. No se había dado cuenta de que era una actuación, todo era una artimaña para atraerla y conseguir que se casara con él para tener acceso a su fortuna heredada.

Se estremeció al recordarlo. No había sido una caída muy alta, solo desde el lateral de un aparcamiento de una planta. Gracias a Dios, había aterrizado en una zona de césped y no contra el hormigón. El dolor que había sentido había sido insoportable. Cuando llegó la ambulancia, por supuesto, Bailey fingió estar histérico, lamentándose de que su pobre esposa se hubiera caído a pesar de sus esfuerzos por salvarla. Ella no dijo nada. Habría sido su palabra contra la de él. Incluso en el hospital, había continuado a la perfección con su papel de marido atormentado. Nadie se dio cuenta de que él había sido quien le había causado las lesiones, y ella estaba tan conmocionada y dolorida que la mayor parte de su estancia en el hospital había sido confusa. La rehabilitación la mantuvo alejada de sus manos por un tiempo. Pero, inevitablemente, tuvo que volver a casa. Solo un mes después, él la agredió delante de un testigo, una paliza brutal que lo llevó a prisión.

Esperaba que nunca más saliera de la cárcel. Pero ese pensamiento era poco realista. Él siempre lograba convencer a la gente. Tenía contactos en el tráfico de drogas y, de algún modo, había conseguido la libertad anticipada, probablemente ayudando a alguien a acceder a cierto tipo de sustancias. Y la pesadilla había comenzado de nuevo el mismo día que salió de prisión.

Él estaba furioso por su encierro y por el papel que ella había jugado. Le enfurecía que después del divorcio hubiera renunciado a su apellido para volver al de su primer marido, Merridan. Estaba enfurecido porque no podía obligarla a que le enviara dinero en compensación por el dolor y el sufrimiento que ella le había causado. Ida estaba en deuda con él y no pensaba quedarse sin cobrar. Ella tenía un montón de dinero y él era un indigente. Si no pagaba, podrían suceder cosas desagradables. Eso le había insinuado él antes de que ella le colgara y bloqueara su número. Recordó algunas de las cosas desagradables que ya habían ocurrido y sintió náuseas.

Cody Banks, el sheriff local, había sido un oyente comprensivo. Era una de las pocas personas en Catelow que conocía a la mujer detrás de la máscara. Había sido amable con ella. Le prometió que Bailey Trent no se le acercaría. La animó a solicitar una orden de alejamiento. Lo hizo, aunque la secretaria le dijo que rara vez valían el papel en el que estaban impresas. Llamó a sus abogados en Denver e hizo que enviaran un investigador para vigilar a Bailey. Podía permitirse el gasto, que podría salvarle la vida. Bailey consumía drogas. Era peligroso incluso cuando no lo hacía.

No podía creer lo ingenua que había sido con él. Tras un matrimonio con un hombre que ocultaba su homosexualidad, no tenía ninguna confianza en su capacidad para atraer a un hombre. Hasta que su marido se suicidó dejándole una nota, no tuvo ni idea de su verdadera orientación sexual. Había pensado que no era lo suficientemente mujer para atraerlo.

Él había sido un hombre dulce y amable. Siempre la había cuidado, haciendo cualquier cosa para que su vida fuera feliz y fácil. Su pérdida fue dolorosa.

Luego apareció Bailey Trent. Era rudo, autoritario, un verdadero macho, al menos a los ojos ingenuos de Ida. Habían salido y él había sido apasionado con ella, pero no insistió en la intimidad hasta que se casaron. Eso también, pensó con tristeza, había sido calculado. Estaba desesperada por tenerlo, cautivada por sus sentidos por primera vez en su vida. Él se había aprovechado de sentimientos que ella no podía controlar para llevarla rápidamente al altar.

Y entonces llegó su noche de bodas. Nada en su joven vida la había preparado para la depravación en la que algunos hombres se deleitaban. Tenía pesadillas sobre lo que le había hecho, esa noche y otras, cuando estaba demasiado magullada y asustada para seguir luchando. En esa primera semana de matrimonio fue cuando él perdió los estribos y la arrojó por el lateral del aparcamiento. Teniendo en cuenta su noche de bodas, no había sido una gran sorpresa, aunque el dolor que había experimentado fue más de lo que había soportado jamás.

Había intentado huir una vez, después de salir del hospital. Pero él la había encontrado y había convencido a la gente de que ella había exagerado lo que básicamente había sido solo un triste accidente. Que la amaba desesperadamente. No podía vivir sin ella. Se lo decía a todo el mundo.

Ida sabía la verdad. No podía vivir sin su dinero. Pero la animaron a perdonarlo y hacer que su matrimonio funcionara. Los amigos que la habían acogido llevaban veinticinco años felizmente casados. No tenían ni idea de cómo era su vida. Y ella estaba demasiado avergonzada para contárselo.

—¿Señora Merridan?

Ida levantó la cabeza y salió rápidamente de sus pensamientos. Sonrió a la enfermera mientras se ponía de pie con cierta dificultad y la seguía hasta la sala de tratamiento.

 

 

El doctor Menzer la examinó e hizo una mueca.

—¿Qué has hecho? —le preguntó.

Ella se sonrojó.

—Es otoño.

—Puedes contratar a hombres fuertes y robustos para que trasladen esas macetas pesadas desde el patio hasta tu invernadero —dijo él con brusquedad mientras la veía sonrojarse. Ella hacía lo mismo cada año justo antes de las alertas de heladas. Metía dentro sus preciadas hierbas aromáticas y plantas con flores—. No deberías hacerlo tú sola.

Ella hizo una mueca.

—No puedo dejar que mis flores mueran. Y me encantan las hierbas frescas.

—Cómpralas en la tienda.

—No es lo mismo.

Él tomó aire.

—Ida, hay cosas que ya no puedes hacer. El trabajo pesado encabeza la lista. Tienes que ser sensata.

—Sensata… —Suspiró ella—. Está fuera de prisión, ¿sabes? Quiere dinero. Dice que, si no se lo doy, puedo esperar algo peor que lo que pasó antes de que lo condenaran.

—Habla con Cody Banks —aconsejó el médico.

—Ya lo he hecho. También solicité una orden de alejamiento. Pero si alguien quiere matarte, puede hacerlo.

—Si quiere dinero, matarte no le beneficia, ¿no crees?

—Supongo que no. Redacté un nuevo testamento cuando entró en prisión, para garantizar que no herede nada si yo muero. —Tomó aire profundamente—. Las pesadillas volvieron cuando me llamó.

—Deberías tener ayuda de un psicólogo.

Ella se encogió de hombros.

—Lo intenté, pero no funcionó. —Lo miró a los ojos—. Mi primer marido era gay, pero fue mejor y más cariñoso conmigo de lo que Bailey Trent podría ser jamás.

—Todos cometemos errores —dijo él con una leve sonrisa.

—Sí, pero la mayoría no acaba en cuidados intensivos cuando los comete.

—Al menos sobreviviste —respondió él—. Eso es algo.

—Supongo…

—Voy a pedirle a Melanie que te recete antiinflamatorios más fuertes —informó el hombre, tecleando en su ordenador—. Los tomarás solo durante cinco días, luego diez días de descanso. Así podrás mantener tu hígado y salvar tus riñones.

—¿Tan potentes son?

—Mucho. Y no los tomes si vas a conducir —le advirtió él.

—No lo haré. Gracias. Por los medicamentos. Y por escuchar.

—¿A quién más tienes?

—Triste pero cierto.

—Deberías venir a cenar una noche —le sugirió mientras se ponía en pie—. A Sandy le encantaría prepararte ese magnífico pastel de carne que hace, junto con pan casero.

—Tu esposa es una cocinera maravillosa. Y agradezco la invitación. Pero…

Él arqueó una ceja.

—¿Pero?

—Carl —dijo ella—, cualquiera que se relacione conmigo podría estar en el punto de mira cuando Bailey venga a por mí. No voy a poneros a Sandy y a ti en esa situación.

—Escucha…

—No —lo interrumpió ella—. Pero gracias. Y dile a Sandy que algún día quiero que intente enseñarme a hacer pan.

—Se lo diré —respondió él—. Mantente en contacto con Cody. Él te vigilará.

Ella asintió.

Él dudó antes de decir:

—Para que conste, Sandy y yo lamentamos mucho haberte animado a volver con Bailey. No sabíamos cómo era entonces.

—Tranquilo, no lo sabíais. Y yo estaba demasiado avergonzada para contároslo. Todo eso quedó en el pasado. No os preocupéis.

—Cuídate.

Ella sonrió.

—Haré lo que pueda.

—Algo de ejercicio suave ayudaría a fortalecer esos músculos —añadió Carl.

—Eso ya me lo has dicho. Compré un DVD de taichí. Está hecho para personas con artritis. Hasta ahora, he logrado hacer una forma completa sin caerme sobre la mesa de centro

Él rio.

—Sigue así.

—Lo haré —prometió ella con una sonrisa.

 

 

Se dirigió al mostrador y concertó su próxima cita, luego salió. Sacó su teléfono y dudó. No debería empezar nada con McGuire, se dijo. Él no la apreciaba, aunque ese día había sido amable. Y tampoco quería ponerlo en la línea de fuego. Debería simplemente llamar a un taxi.

Buscó en Internet en su teléfono inteligente el número de la única compañía local de taxis. Antes de que pudiera copiar el número, un Mercedes rojo se detuvo en el aparcamiento junto a ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Ida se quedó inmóvil con el teléfono en la mano y la boca entreabierta mientras miraba al hombre sentado en el automóvil junto a ella.

Él bajó la ventanilla.

—¿Vas a llamar a alguien? ¿A un taxi, quizás?

Un escalofrío la recorrió. ¿Cómo lo había sabido?

—Sube.

Estaba demasiado inquieta para discutir. Se sentó a su lado y se abrochó el cinturón.

—¿Cómo has podido saberlo?

Él se encogió de hombros.

—A veces tengo estas corazonadas. No sé de dónde vienen. Bueno, eso no es del todo cierto. Un antepasado mío tuvo problemas con las autoridades en Salem, Massachusetts, en el siglo XVII.

Ida hizo una mueca y silbó suavemente.

—Así que lo llevo en la sangre. Supe que mis padres iban a morir. Lo soñé.

—Debe de haber sido un don difícil de sobrellevar.

—Todavía lo es. ¿Tienes que recoger algún medicamento?

Ella asintió.

—Voy a ver si está listo. ¿Seguro que no te importa? —añadió preocupada.

Los ojos grises de Jake se encontraron con los de ella y luego se desviaron.

—Si me importara, no estaría aquí.

—De acuerdo. Gracias.

Llamó a la farmacia y habló con Carol, una dependienta que conocía bien. Preguntó por la receta, sonrió y le dio las gracias.

Guardó el teléfono.

—Dice que ya están preparándola. Tienen el medicamento en existencia.

—¿Qué tipo de medicamento?

—Ibuprofeno —respondió, y le indicó los miligramos.

—Por Dios, te vas a destrozar el hígado —murmuró él.

—Cinco días tomándolo, diez de descanso. Y hay que tomarlo con las comidas tres veces al día. —Respiró hondo—. No es la primera vez que tomo este medicamento, aunque hace un par de años que no necesitaba una dosis así. Probamos otros medicamentos, pero no funcionaron.

Él frunció el ceño. Sabía que una dosis tan alta indicaba un problema igual de grave.

—¿Un hueso roto? —preguntó Jake.

Ella asintió. Había tenido varias fracturas, pero él no necesitaba saberlo.

La miró con curiosidad. Lejos de la gente, era una mujer diferente. Le intrigaba ese cambio en ella.

—No hablas mucho.

Ella miraba por la ventana.

—No estoy acostumbrada a la gente —confesó ella—. Prefiero estar sola.

—Cuando no organizas orgías.

Ida se tensó por completo y fue incapaz de mirarlo. No era cierto, pero no lo conocía y no confiaba en él. Se limitó a dar vueltas al bolso en su regazo y mirar por la ventana.

Él notó su falta de respuesta y lo atribuyó a una aceptación tácita. Después de todo, difícilmente podía negar lo que era. Todo el mundo lo sabía. No entendía por qué la llevaba en su coche, por qué cuidaba de ella. No era propio de él mezclarse con una mujer promiscua. Dios sabía que había conocido suficientes cuando era más joven. Pero al hacerse mayor, se había vuelto más cínico, más asqueado. ¿Qué clase de mujer se vendía por baratijas?

Jake frunció el ceño mientras esos pensamientos cruzaban su mente. Ella era una mujer rica e independiente. ¿Por qué necesitaría venderse?

Miró de reojo sus facciones tensas con excesiva curiosidad. Había otra posibilidad. Tal vez simplemente le gustaban los hombres.

Se encogió de hombros. El mundo se había modernizado. Si los hombres podían hacerlo, también las mujeres; suponía que eso era lo que se consideraba igualdad. Habían quedado atrás los días en que una mujer era santificada por su reputación impecable. Pero se preguntaba sobre el efecto que eso tendría en los niños. Su madre había sido dulce, amable y fiel a su marido. No hubo engaños. Al menos por su parte. No le gustaba pensar en su padre.

Su madre había sido muy crítica con las mujeres modernas y su falta de moralidad. Su vida había estado libre de escándalos. La de Jake también.

Recordó la conversación que había tenido con Cindy en la cafetería. Estaba en el instituto cuando la comunidad se volvió contra una mujer cuya hija pequeña cursaba quinto grado. La madre de Bess Grady se acostaba con cualquier hombre que se le pusiera a tiro. Bess, una niña tímida, iba a clase con algunos de los hijos de los hombres que su madre había seducido. El mejor amigo de Jake tenía un hermano en la clase de Bess. Le contó que los otros niños la castigaban día tras día. Jake se preguntó si a su madre le importaba siquiera haberla involucrado en aquel sórdido lío que ella había provocado.

Cuando estalló el escándalo, porque uno de los amantes de la madre de Bess era un conocido político local y el romance le costó un escaño en el senado estatal, los comentarios fueron terribles. Bess era tímida, callada e introvertida. Convertirse en chivo expiatorio de su madre había roto algo en su interior, y lo había hecho muy deprisa.

Unos días después de que los rumores se volvieran candentes, Bess tomó varias pastillas para dormir de su madre y, cuando empezaron a hacer efecto, se cortó la arteria del cuello con un cuchillo de carnicero. Su madre regresó a casa a la mañana siguiente, muy temprano, después de pasar la noche de fiesta en Denver con uno de sus ricos amantes de Catelow, y encontró a su hija en el suelo del baño en un charco de sangre.

Por primera vez, la madre no solo fue fuente de escándalo, sino también de odio por parte de la comunidad. Se hizo público que los hijos de los amantes de su madre habían atormentado a la pobre niña por la ruptura de sus familias. El funeral había contado con una gran asistencia, pero ni una sola persona del pueblo, salvo el pastor, que fue el único que se atrevió a dirigir algunas palabras a la madre. Su dolor era visible, junto con su culpa, pero las pequeñas comunidades tenían su propia manera de tratar a quienes desafiaban las normas y herían a los inocentes.

Una familia poderosa había perseguido a la problemática madre con todas sus armas. La mujer descarriada, abandonada por sus amantes locales ante tanta mala publicidad, perdió su casa y su trabajo, y la gente la rechazó en todos los negocios que frecuentaba. Al final, se rindió y se mudó a Denver. Al parecer, para vivir con uno de sus amantes.

Jake había oído que había muerto por una sobredosis. No sintió lástima por ella. El hermano de su mejor amigo estaba enamorado de Bess, quien había sufrido tanto por culpa de aquella mujer despreciable. Había sido un duro golpe para el chico.

También recordaba a la madre de Mina Michaels. Mina había soportado a los amantes promiscuos de su madre, algunos de los cuales la habían maltratado. Sin embargo, eso había sido años después de que Bess se suicidara y no tenía ninguna