Canción del que mira - Luis Carlos Suárez Reyes - E-Book

Canción del que mira E-Book

Luis Carlos Suárez Reyes

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Beschreibung

El libro Canción del que mira reúne seis cuentos de temáticas variadas pero que tienen algo en común, los personajes protagónicos se encuentran en situaciones límites al enfrentar conflictos existenciales de diferentes tipos: la sombra de la muerte que asedia al anciano del cuento "Los pájaros de su noche", el sentido de culpa del vendedor de cebollas del cuento "El grito", la discriminación por diferencia sexual del personaje de "Las perrita pekinesa", la decepción del joven acompañante de Sadel al descubrir sus aberraciones sexuales, los obstáculos del amor en el cuento "Sangre de pescado", y las tribulaciones del personaje que en presencia de una relación sexual descarnada, valora su edad y las limitaciones que le viene imponiendo.

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Seitenzahl: 135

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición y corrección: Luis Gabriel Suárez

Diseño de cubierta: Jadier Iván Martínez Rodríguez

Diseño, composición y conversión a ebook: Grupo Creativo RUTH Casa Editorial

 

 

© Luis Carlos Suárez, 2023

© Sobre la presente edición:

Ediciones Bayamo, 2024

 

 

ISBN: 9789592233201

 

 

Ediciones Bayamo

Centro Provincial del Libro y la Literatura

Mármol # 113 entre/ Maceo y Ave. Francisco Vicente Aguilera, Bayamo, Granma, Cuba

E-mail: edsbayamocpllgr@crisol.cult.cu

 

Índice de contenido
LOS PÁJAROS DE SU NOCHE
EL GRITO
LA PERRITA PEKINESA
EL COLECCIONISTA
SANGRE DE PESCADO
CANCIÓN DEL QUE MIRA

LOS PÁJAROS DE SU NOCHE

Tres pájaros negros, inquietos, buscadores sobre el piso ajedrezado del comedor. En formación, una flecha nerviosa el conjunto, picando un grano invisible, rítmicos, alelados en su movimiento. Habían avanzado poco, pero cruzaban la nueva frontera, la loseta quebrada; meandros que salen del vórtice donde las hormigas forman nido.

Las cosas quebradas dejan memoria. La imperfección, el nudo en aquel balance de infancia, el gusto de hacer el redondel con el dedo sobre la superficie dañada.

Cuántos metros lo separan de los pájaros. En el día avanzan poco. Regresan a la mañana siguiente y emprenden el acercamiento desde el punto abandonado.

Uno se queda mirándolos y al parecer no se mueven. Tres pájaros y uno solo. Su callada misión es de conjunto, la intención oculta no se manifiesta por separado. La amenaza es la armonía de la unión, la tríada y su avance de reloj sobre las losetas del comedor. El comedor, cuartel de espera. Los años le agrietaron el paso y lo enhebraron a esta angustia en su porfía de aparente serenidad.

Desde su sitio se ha quedado sin un plan para del día. Se detiene en el café. A esa hora la mañana le devuelve otras mañanas idas, asomadas a su resurrección por el filo de la taza humeante. Mañanas que siempre regresan a una misma hora donde el nieto todavía duerme.

Nada es igual desde que los pájaros hicieron su aparición. En realidad ahora teme un poco cuando ve los preparativos de la hija que parte al trabajo y deja la casa sola, las recomendaciones de cerrar bien el refrigerador y no sentarse en la sala con la puerta abierta porque hay ladrones endemoniados que amarran siempre al mismo viejo de aquella calle que no recuerda, lo matan para robarle unas prendas de oro y unos zapatos de salir. Los pájaros amanecieron un día en su vida y en la casa sola y enorme que guarda el recuerdo de tanta familia.

Aquella mañana nació lluviosa y pensó: “aves extraviadas por la lluvia y en busca de refugio”. Quiso moler pan en sus manos y ofrecerlo, pero al verlos picoteando en la nada supo que ya no podría moverse hasta que no volaran a su destino y lo dejaran libre de no verlos.

Mientras la hija prepara el desayuno, guarda al nieto en sus brazos. Y es entonces cuando el dolor de los pájaros que vendrían se hacía insoportable. El niño está acomodado en el valle que arman sus brazos. En ese espacio lo abriga del frío de la mañana. El niño tiene el dedo en la boca y está todavía absorto por el sueño reciente. El niño y los pájaros, partes de una oscura metáfora, el olor del niño, la leche amanecida en el biberón, las burbujas, la respiración, la mano del niño confiada sobre su brazo, ese nacimiento contra un pecho enquillado y doloroso.

Todos se han ido; el niño y la madre divorciada. Todavía tiene la posibilidad de escapar del comedor, la casa es grande y con patio, ventanas que dan a la luz de la mañana, al tránsito rutinario de las gentes.

Pero es imposible esperar en otro lugar, doloroso también moverse para no verlos. Dolor sin nacimiento y sin término. Fuera de su sitio en el comedor los pájaros existirían pero no para su angustia. Extraviados, como mirando a la boca de un pozo, ya no serían los pájaros de su dolor y sí las oscuras aves de su vacío.

No se iría, no escaparía, como los sitiados por el ángel exterminador de Buñuel. Los vería avanzar hoy mucho más que ayer y acercarse a la nueva meta; la única loseta verde en el piso del comedor, la que sustituyó la quebrada e instauró en ese lado una zona para atender, un lugar para fijarse, un punto violador de todas las simetrías.

Muy próximo al punto verde está el balance, en una posición que le permite ver la loseta y tomarla como referencia para calcular la traslación en su movida, el extravío de su posición inicial.

La loseta es el sitio donde hacía pausa el pie de ella cuando traía el café, el pie de su mujer crecía desde el recuadro verde de la loseta hasta la tasa humeante y la costumbre de su pie cerca de este espacio que es ahora para detener los tres picos y su parábola trunca contra el piso.

Pero su mujer no está, aunque la sueña frente a la cocina con el café hasta él y a veces despierta con la fragancia de su piel de humo martirizándole su fantasía recurrente.

A veces se ve niño haciendo equilibrios por aquella línea del tren sin uso cerca del central azucarero donde nació. Los bolsillos incómodos con chapas de botellas y el tirapiedras colgándole del cuello. La línea se pierde tras la curva de los algarrobos y muere un poco más allá. Sin explicación alguna, y perdida en la maleza, el final de la línea es el término de su paseo.

El sueño es recurrente, vuelve como los pájaros a picar en el costado de su miedo, cerca ya de la loseta verde que los aproxima. Ahora escucha el sonido de los picos contra el piso, como cuentas de un collar al caer, sin rebotes y son golpes también en la piel indefensa de su pecho, en las manos abigarradas por el calor del tiempo.

Los pájaros siguen con su paso hasta la angustia de él, que piensa si tuviera el niño entre sus brazos se sentiría menos frágil. Si el calor de su cuerpo todavía indefenso estuviera contra el suyo, podría soportar mejor el empuje del ejército alado que se aproxima, sin redoblar de tambores, sin bandera, sin voces de mando, solo con la persistencia de su avance indetenible. Tres pájaros que ahora y muy cerca de sus ojos extienden sus alas sin luz y le cubren toda la angustia, todo el miedo.

EL GRITO

No debí hacerlo. Quizás fue la cerveza o mi mala sangre, o la mala cerveza que da tumbos en mi sangre. A lo mejor la cerveza o la mala sangre no tienen la culpa, sino lo que soy. Nunca debí hacerlo, ni solo ni delante de los muchachos del camión. El negro, que es muy jovencito, se quedó mirando, no con dureza sino como extrañado, diciendo sin decir, por qué lo tratas así, no te hizo nada, solo preguntó el precio. Y del rubio ni saber, es medio cristiano. Y digo medio porque en mi entender no está completo, se da sus buenos buches y hasta pone dinero cuando se acaba la cerveza. Solo en eso flaquea, pero no engaña a los clientes. Una señora dio veinte pesos de más y fue detrás de ella para devolverle el dinero. Yo no lo hubiera devuelto, el comprador tiene que contar bien, aunque sea una persona mayor y se le peguen los billetes, que las familias mandan a los viejos a las compras, o cargan con el discapacitado para adelantar en la cola. Que hoy tener un discapacitado es casi una suerte. Que la gente se aprovecha de todo, hasta de los viejos y discapacitados.

Tengo un amigo que dirige un grupito sonero y anda desesperado detrás de un ancianito que cante, no importa la edad si canta bien, quiere repetir lo que pasó con Compay Segundo y el grupo Buena Vista no sé qué cosa, del que se habla mucho, que se llama Buena Vista pero se hizo grande con viejitos con poca vista pero con unos galillos que dan gusto. No soy un ignorante. No terminé el doce grado por el culillo del casamiento, en realidad preñé a Magali cuando yo todavía no pensaba en hijos. No fui bruto en la escuela, me gustaba la matemática y no quería que terminara el turno de Física. Entonces hice lo que hice por burro. Burro no es lo mismo que bruto, puedes ser inteligente y burro a la vez. Por mi burrada no olvido los ojos del viejo. Esa noche no podía dormir, me miró recto, desde abajo, sin rencor, como si me conociera y me tuviera cariño. Que aprendí de las miradas por los años de vendedor. No me gusta esquinarme sino mirar a los ojos, sin orejeras, que algunos andan como caballo de carretón, sin ver a los costados. Yo conozco miradas de amor como las de mi niño, al que no quería y ahora quiero, las de comprensión, las de odio, y hasta las de deseo de mujeres que vienen a la compra. Y también las de hombres. Cuando me pasa con un hombre no me molesto y le digo cosas, solo lo miro de una forma que sabe que juego en un solo bando, cuando era joven y me pasaba, escupía, pero ya no lo hago y simplemente lo miro de una forma…

Con todo y lo que sé de miradas, la del viejo me confundió, fue larga, como si mirara a un recién nacido y eso me puso nervioso, mirada sin apuros, como la de un buen padre a su hijo, sin rencor, como queriéndome. Mi padre nunca me miró así, mi padre casi nunca me miraba, hasta el día que se fue y nunca más me miró ni pude mirarlo. Hubiera preferido que mi padre se quedara con nosotros aunque no me mirara, para yo mirarlo, del lobo un pelo, decía la abuela. Si mi padre me hubiera mirado como el viejo, me alegraría, aunque fuera solo en el momento de la mirada.

Después que se fue el viejo, me dio por reírme. El rubio me dijo que mi risa parecía la de un loco: “¿No viste como los compradores te miraron? Algunos hasta se fueron”. Y a mí, que no se me extravía ninguna mirada, no me di cuenta, estaba atento al viejo, hasta que lo vi perderse en la multitud. Después seguí con la venta pero ya nada era igual. Se estaba vendiendo bien, como nunca. En otros momentos me hubiera alegrado, pero tenía una inquietud y una jodedera en el corazón o en el alma, no sé, y no me podía explicar. La figura del viejo allá lejos, perdiéndose entre las gentes, venía una y otra vez, el bolso en el hombro por el que sobresalían los gajos verdes y la manzanilla seca, los zapatos torcidos y su bamboleo al caminar no me dejaban concentrarme en la venta. Y le dije al rubio: “quédense ustedes tengo que salir un momento”. Y apuré el paso. Me moví hacia allá por donde lo vi, pregunté si lo habían visto, pero nada, como tragado por la tierra. Regresé al camión. La cebolla seguía vendiéndose bien, aunque el precio era alto. Hice una seña de que siguieran con la venta. Me fui hasta la cabina del camión, y allí sentado, mirando a ningún lugar, me vino el llanto. No lloraba desde la muerte de mi madre. Y sin quererlo, sin pensarlo, el grito, no sé de dónde vino, por qué caminos me llegó, quién lo trajo y me lo puso en el pecho. Fue un grito grande muy parecido al que le grité al viejo cuando preguntó varias veces por el precio y no entendía, no entendía. Este grito de ahora era tan fuerte como aquel, pero con menos odio, triste, con menos rencor.

LA PERRITA PEKINESA

Soy yo o desyó. ¿Cuál es mi verdadera máscara? ¿Acaso existe una? Para mí sí. Quise tener muchos rostros. Soñaba con sumergirme en un espejo, mi lago vertical, y regresar con otro yo, pararlo como payaso de trapo y echarlo a andar. Que miren al payaso, que se rían de él y me olviden.

Tengo un lucimiento no inventado, venía conmigo. En el vientre de mi madre seguro quebraba las manos y movía mi cinturita con esta gracia por la que me chiflan los muchachos de la esquina, con este salero, como montada en bolas, en cojinetes aceitados. Que si miro para atrás —no puedo caer en la tentación— el Chino se agarra la portañuela. Y yo, que se la arranque pero no voy a mirar. ¿El Chino? Sin fronteras. Pero no era burla sino provocación, tentarme porque me deseaba. Y el repertorio para decirlo era pobre: cogerse aquello no con desprecio ni asco como algunos, sino con deseo.

En relación conmigo el Chino quedaba fuera del grupo. Comentarios, bromas, siempre su defensa. Y todos sabían pero era uno de ellos. Como una sociedad secreta, sin censuras. Al principio pensé era la carnada para que mordiera y morderme, pero sus ojos no me defraudaron. Hasta pidió disculpas. En el grupo no atraparía más el ave. Su enjaulado pájaro iba a cantar cuando le hiciera una señal. ¿Por qué se fijó en mí? Era un macho probado, se le conocían mujeres. Hermoso y presumido a pesar de la pobreza. Limpio. Y olía bien, el cepillo de su pelo recordaba al Espartaco que inventé. De ojos tristes el guerrero miraba con deseo, después supe que lo hacía con amor.

La culpa la tienen esos pies. Pies de hombre y pies de mujer. Soy un niño con un carrito de plástico. Digo run, run con mi garganta de niño. Y voy por carreteras iluminadas. Hay pastizales, vacas hermosas de ubres grandes y terneritos. ¿Y por qué no maman si las tetas tienen leche? Un molino de agua. Las montañas son estos pies desnudos del hombre en el portal de su casa. Pies blancos, sonrosados, con pelitos sobre los dedos como brochas. Pies después del baño, el hombre ha regresado de su trabajo en la oficina. A veces los frota para luego llevarlos a su sitio. Mi carrito encuentra los pies de la mujer sentada en un balance gemelo. Los pies cuidados, protegidos por sandalias de cuero, las uñas pintadas.

Tiro una curva peligrosa hacia el lugar prohibido: un pueblo de vaqueros hostiles con manos en las pistolas. En la calle principal mujeres y hombres lo señalan. Ríen, alzan el puño, gritan no los tocarás. Pero él nunca más se va a resistir. Niño tembloroso baja de su auto de plástico y de espaldas a la mujer, extiende su mano y toca ese adorado pie de hombre, trozo de carne surcada de venas y rugosidades, esa piel lustrosa. La ley del deseo, de su perdición.

Y el hombre saltó: ¿un bicho, una cucaracha, un grillo cantador, una tatagua de la luz, un caguayo juguetón? No le gustó, a mí sí, hasta se me paró el rabito al sentir su carne en mi carne.

Y mi madre regresó: “gracias por cuidarlo”. Estaba sola, papá fue a buscar comida para los machos. Yo quería estar junto a los pies y volver a tocarlos. Pedirlos prestados, bañarme en la tina con agua espumosa, pasarlos húmedos por mi cuello, por mi cara, entre los muslos. Con el dedo gordo en la boca hubiera dormido: “señor présteme sus pies, mañana los entrego limpiecitos”. Y tan zagaletón y me cargan. Papá, que soy un hombre y los hombres caminan, la vida es dura. A él lo cargaron poco. A joderse ahora, que cuando llegue la candela de verdad puedas enfrentarla. Y debo hablar grueso. Mi madre, ya le engordara la voz, espera el desarrollo. Pero lo impacienta la flauta de mi voz. El hijo de Remigio tiene mi edad y habla como un hombrecito.



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