Capturo el castillo - Dodie Smith - E-Book

Capturo el castillo E-Book

Dodie Smith

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Beschreibung

La joven Cassandra Mortmain ve pasar los días plácidamente en el castillo medio en ruinas en el que vive junto a su familia, aislados en medio de la naturaleza. Su excéntrico padre es un escritor que no consigue superar el bloqueo creativo; su bohemia madrastra no deja de rememorar los tiempos en los que fue la musa de muchos artistas; su hermosa hermana, Rose, llena las horas de aburrimiento soñando con casarse con un hombre atractivo y rico que los saque a todos de la miseria, y su hermano pequeño, Thomas, un chico tan inteligente como inocente. Sin embargo, la llegada de los Cotton, la familia estadounidense que ha heredado el castillo, lo cambiará todo para siempre. Cuando en 1948 Dodie Smith publicó su primera novela, Capturo el castillo, se convirtió primero en un éxito sin precedentes, y después en un clásico atemporal de la literatura inglesa. Entrañable, ingeniosa, divertida y conmovedora, esta inolvidable historia de formación ha emocionado a generaciones de lectores. «Este libro tiene una de las narradoras más carismáticas que he conocido». J. K. Rowling

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Seitenzahl: 638

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LA AUTORA

Dorothy Gladys Smith —conocida como Dodie Smith— nació en 1896 en Lancashire, pero cuando aún era un bebé, la temprana muerte de su padre hizo que su madre y ella se instalaran en casa de sus abuelos maternos en Mánchester, donde creció. En 1910, cuando tenía catorce años, su madre se volvió a casar y se mudaron a Londres. En 1914 Dodie ingresó en la Real Academia de Arte Dramático, donde empezó su carrera como actriz, que no prosperaría. En 1923 empezó a trabajar en los almacenes Heals vendiendo muebles y juguetes. Su primera obra de teatro, Autumn Crocus (1931), publicada bajo el seudónimo de C. L. Anthony, obtuvo un éxito inmediato e inauguró su carrera como escritora, guionista y periodista. Después de casarse con un empleado de Heals, Alec Beesley, el matrimonio se mudó a Estados Unidos en los años cuarenta debido a los problemas legales de Alec por ser objetor de conciencia. Fue allí donde trabó amistad con el escritor Christopher Isherwood y escribió su primera novela, capturo el castillo (1948). A su regreso a Inglaterra, en 1954, se puso a trabajar en otra de sus novelas más memorables: 101 dálmatas (1956). Ambas fueron adaptadas al cine con gran éxito y han inspirado a generaciones de lectores y escritores. Smith falleció en 1990 en Essex a la edad de noventa y cuatro años.

LA TRADUCTORA

Noemí Jiménez Furquet estudió Traducción e Interpretación en la Universidad de Salamanca y la Technische Hochschule Köln. Después de residir en Argelia, Brasil, Francia e Inglaterra, en la actualidad vive en Canadá. Desde 2019, tras concluir el Posgrado en Traducción Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, se dedica casi en exclusiva a su gran pasión: los libros. Ha traducido más de una veintena de obras de ficción y no ficción, entre las que destacan Belinda, de Maria Edgeworth, o La intrusa, de Júlia Lopes de Almeida.

En Trotalibros Editorial ha traducido Oh, qué espléndida música, de Dorothy Evelyn Smith (Piteas 20), y Amor, de Elizabeth von Arnim (Piteas 29).

CAPTURO EL CASTILLO

Primera edición: junio de 2025

Título original: I Capture the Castle

© Dodie Smith, 1948

© de la traducción: Noemí Jiménez Furquet

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

Editado con la colaboración del Govern d’Andorra

ISBN: 978-99920-76-96-5

Depósito legal: AND.95-2025

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

DODIE SMITHCAPTURO EL CASTILLOTRADUCCIÓN DE NOEMÍ JIMÉNEZ FURQUETPITEAS · 38

I

EL CUADERNO DE SEIS PENIQUES

MARZO

I

Escribo esto sentada en el fregadero de la cocina. Es decir, tengo los pies dentro; yo estoy en el escurreplatos, que he cubierto con la manta de nuestra perra y la cubretetera. No puedo decir que esté muy cómoda y, además, la peste a jabón carbólico es deprimente, pero es la única parte de la cocina en la que queda algo de luz natural. Y he descubierto que sentarse donde una no se ha sentado antes puede resultar inspirador: mi mejor poema lo escribí sentada en el gallinero. Aunque tampoco es que sea muy bueno. He llegado a la conclusión de que mi poesía es tan mala que no voy a volver a escribir ni un verso.

Las goteras del tejado repiquetean en el bidón junto a la puerta trasera. La vista desde las ventanas sobre el fregadero no podría ser más desoladora. Por detrás del jardín del patio empantanado se elevan los muros en ruinas que bordean el foso. Más allá del foso, los encharcados campos de labranza se extienden hasta juntarse con el cielo plomizo. Me digo que toda la lluvia de estos últimos días es buena para la naturaleza y que en cualquier momento la primavera surgirá sobre nosotros. Trato de imaginar las hojas en los árboles y el patio inundado de luz. Pero, por desgracia, cuanto más verde y oro veo en mi mente, más desprovisto de color parece el crepúsculo.

Es reconfortante apartar la vista de las ventanas y volverla al fuego de la cocina, al lado del cual está planchando mi hermana Rose…, aunque es evidente que no puede ver bien, y será una lástima que queme su único camisón. (Yo tengo dos, pero a uno le falta la parte trasera). Rose está especialmente guapa a la luz del fuego porque es de piel sonrosada, con un tono dorado leve y etéreo. Aunque estoy bastante acostumbrada a verla, sé que es una belleza. Tiene casi veintiún años y está muy amargada con la vida. Yo, a los diecisiete, parezco más joven y me siento más vieja. No soy una belleza, pero tengo un rostro correcto.

Acabo de comentarle a Rose que nuestra situación en realidad es bastante romántica: dos chicas en esta casa extraña y solitaria. Me ha respondido que no ve nada de romántico en estar encerrada en unas ruinas y rodeada de un océano de barro. Debo admitir que nuestro hogar es un lugar poco razonable para vivir. Aun así, a mí me encanta. La casa como tal se construyó en tiempos de Carlos II, pero Cromwell le provocó bastantes daños. Todo el muro este formaba parte del castillo; en él se encuentran dos torres redondas. La barbacana está intacta y un tramo de la antigua muralla, en toda su altura, la une a la casa. Y la torre de Belmotte, lo único que queda de un castillo aún más antiguo, sigue erigida en un montículo cercano. Pero no voy a intentar describir nuestro peculiar hogar por completo hasta que vea que dispongo de más tiempo del que tengo ahora.

Escribo este diario en parte para practicar mi recién adquirida escritura rápida y en parte para aprender a escribir una novela por mí misma: pretendo capturar nuestras personalidades y plasmarlas en conversaciones. Debería ser bueno para mi estilo avanzar sin pensar mucho, pues hasta ahora mis historias han sido demasiado rígidas y autoconscientes. La única vez que padre me hizo el favor de leer una, dijo que combinaba la solemnidad con un esfuerzo deses­perado por ser graciosa. Me recomendó que me relajara y dejase fluir las palabras.

Ojalá supiera cómo lograr que las deje fluir él. Hace muchos años escribió un libro muy peculiar llamado Jacob en lucha, una mezcla de ficción, filosofía y poesía. Tuvo un gran éxito, sobre todo en Estados Unidos, donde padre ganó una fortuna impartiendo conferencias sobre él, y parecía que iba a convertirse en un escritor muy importante. Pero entonces dejó de escribir. Madre creía que se debió a algo que pasó cuando yo tenía unos cinco años.

En aquella época vivíamos en una casita junto al mar. Padre acababa de volver después de su segunda gira de conferencias por Estados Unidos. Una tarde, mientras tomábamos el té en el jardín, tuvo la desgracia de perder los estribos con madre de una forma muy escandalosa cuando estaba a punto de cortar un trozo de tarta. Blandió el cuchillo pastelero frente a ella con ademán tan amenazante que un vecino entrometido saltó la valla del jardín para intervenir y terminó en el suelo de un puñetazo. Durante el juicio, padre explicó que matar a una mujer con nuestro cuchillo pastelero de plata habría resultado largo y tedioso, pues habría supuesto aserrarla hasta la muerte, y lo exculparon por completo de cualquier intención de acabar con ella. Por lo visto, el incidente en su conjunto debió de ser bastante ridículo, y todos salvo el vecino le vieron la gracia. Pero padre cometió el error de verle más gracia que el juez y, como no había dudas sobre la gravedad de las lesiones al vecino, lo mandaron tres meses a la cárcel.

Cuando salió era un hombre tan agradable como siempre, o más, dado que tenía mucho mejor talante. Por lo demás, no parecía haber cambiado en absoluto. Pero Rose recuerda que ya había empezado a volverse poco sociable; fue entonces cuando arrendó el castillo por un periodo de cuarenta años, un lugar idóneo para renunciar a toda sociabilidad. Una vez instalados aquí, se suponía que iba a empezar un nuevo libro. Pero el tiempo fue pasando sin que esto sucediera y, al final, nos dimos cuenta de que había abandonado hasta las intenciones de escribir; ya hace años que se niega a discutir la posibilidad. Se pasa la vida en la sala de guardia de la barbacana que, como no tiene chimenea, está helada en invierno; él tan solo se acurruca junto a un radiador de aceite. Que sepa­mos, no hace más que leer novelas de detectives de la biblioteca del pueblo. Se las trae la señorita Marcy, que es la bibliotecaria y maestra. Lo admira mucho y dice que «el hierro se ha adentrado en su alma».

Yo no veo cómo el hierro puede adentrarse mucho en el alma de un hombre durante solo tres meses en la cárcel, al menos si ese hombre tiene tanta vitalidad como padre y, cuando lo soltaron, parecía que le quedaba de sobra. Pero ahora se ha esfumado y su falta de sociabilidad se ha vuelto casi una enfermedad: a menudo creo que preferiría no tener contacto ni siquiera con su propia familia. Toda su alegría natural se ha desvanecido. A veces finge una jovialidad que me avergüenza, pero normalmente está o taciturno o irritable: creo que preferiría que perdiera los estribos como hacía antes. Ay, pobre padre, de verdad que es patético. Al menos podría hacer algo en el jardín. Soy consciente de que no estoy pintando un retrato justo de él. Ya lo describiré más tarde.

Madre murió hace ocho años por causas del todo naturales. Creo que debió de ser una persona misteriosa, porque apenas guardo de ella un vago recuerdo, y eso que tengo una memoria excelente para la mayoría de las cosas. (Me acuerdo muy bien del incidente del cuchillo pastelero: cuando el vecino ya estaba en el suelo, le pegué con mi pequeña pala de madera. Padre siempre dice que aquello le costó un mes más).

Hace tres años (¿o son cuatro?, sé que el único arrebato de sociabilidad de padre tuvo lugar en 1931), nos presentó a nuestra madrastra. Fue toda una sorpresa. Se trata de una famosa modelo de artistas y afirma que la bautizaron como Topaz: aunque fuera cierto, no hay ley que obligue a una mujer a cargar con semejante nombre. Es muy guapa, tiene una melena tan clara que es casi blanca y una palidez extraordinaria. No usa maquillaje, ni siquiera polvos. Hay dos retratos suyos en la Tate Gallery: uno de Macmorris, titulado Topaz con jade, en el que lleva un magnífico collar de jade, y otro de H. J. Allardy, que la muestra desnuda sobre un viejo sofá cubierto de crines de caballo que, según ella, pinchaban. Ese se llama Composición, pero, como Allardy la pintó aún más pálida de lo que es, le iría mejor Descomposición.

La verdad es que la palidez de Topaz no tiene nada de enfermiza, tan solo hace que parezca que pertenece a una nueva raza. Tiene una voz muy grave, o más bien la pone así: forma parte de cierta pose artística, igual que la pintura y el laúd. Pero su amabilidad sí es auténtica, al igual que su cocina. Yo le tengo muchísimo cariño. Es bonito haber escrito esto justo cuando aparece por las escaleras de la cocina. Lleva puesta su vieja bata de té naranja. El pelo claro y liso le cae hasta la cintura. Se ha detenido en el escalón superior y ha dicho: «Ah, chicas…», con tres aterciopeladas inflexiones en cada palabra.

Ahora está sentada en las trébedes de acero, atizando el fuego. La luz rosada hace que parezca más normal, pero muy bella. Tiene veintinueve años y tuvo dos maridos antes que padre (nunca nos cuenta demasiado sobre ellos), pero sigue aparentando una extraordinaria juventud. Tal vez sea por lo imperturbable de su expresión.

La estancia ahora está muy bonita. La luz del fuego brilla constante a través de las rejillas de la cocina y el orificio redondo de arriba, ya que la tapa está quitada. Tiñe de rosa las paredes encaladas; hasta las vigas oscuras del techo adoptan un tono dorado parduzco. La más alta queda a más de nueve metros del suelo. Rose y Topaz son dos minúsculas figuras en el interior de una gran caverna resplandeciente.

Rose se encuentra sentada en la rejilla protectora, esperando a que la plancha se caliente. Observa a Topaz con expresión insatisfecha. A menudo sé lo que Rose está pensando y me apostaría algo a que envidia la bata naranja de Topaz y detesta la blusa y la falda, pequeñas y viejas, que ella lleva. La pobre Rose odia la mayoría de las cosas que posee y envidia la mayoría de las que no. La verdad es que yo también estoy insatisfecha, pero me parece que no lo noto tanto. En este instante me siento feliz de un modo bastante ilógico, viéndolas a las dos; sé que puedo ir y unirme con ellas al calor, aunque sigo aquí al frío.

¡Vaya por Dios, acaba de producirse un pequeño altercado! Rose le ha pedido a Topaz que vaya a Londres y gane algo de dinero. Topaz ha respondido que no cree que merezca la pena, porque vivir allí es muy caro. Tiene razón en que nunca consigue ahorrar más que para comprarnos algún que otro regalo… Es muy generosa.

—Además, dos de los hombres para quienes hago de modelo se encuentran en el extranjero —añadió—, y no me gusta trabajar para Macmorris.

—¿Por qué no? —preguntó Rose—. Paga mejor que los demás, ¿no?

—Más le vale, teniendo en cuenta lo rico que es —respondió Topaz—. Pero no me gusta posar para él porque solo me pinta la cabeza. Tu padre dice que los hombres que me pintan desnuda, pintan mi cuerpo y piensan en su trabajo, pero que Macmorris pinta mi cabeza y piensa en mi cuerpo. Y es muy cierto. He tenido más problemas con él de los que querría que tu padre se enterase.

—Y yo que creía que merecía la pena tener algún pequeño problema a cambio de ganar dinero de verdad —replicó Rose.

—Pues hazlo tú, querida —respondió Topaz.

Esto debió de molestar mucho a Rose, visto que jamás tiene la menor oportunidad de sufrir ese tipo de problemas. De repente echó la cabeza hacia atrás con dramatismo y dijo:

—Estoy más que dispuesta a ello. Puede que os interese saber a las dos que llevo un tiempo pensando en venderme. Dadas las circunstancias, tendré que hacer la calle.

Yo le dije que no podría hacer la calle en lo profundo de Suffolk.

—Pero si Topaz tiene la amabilidad de prestarme el dinero para ir a Londres y me da un par de consejos…

Topaz dijo que jamás había hecho la calle y que, a decir verdad, se arrepentía bastante, «porque una debe hundirse en lo más profundo antes de elevarse a lo más alto», que es el tipo de salidas de tono que requieren un gran afecto para poder tolerárselas.

—Y, de todas formas —dijo dirigiéndose a Rose—, eres la última chica que llevaría una vida de duro trabajo inmoral. Si realmente te atrae la idea de venderte, más te valdría buscar a un hombre rico y casarte con él de forma respetable.

Es una idea que, por supuesto, a Rose ya se le ha pasado por la cabeza, pero siempre ha confiado en que el hombre sería, además, atractivo, romántico y digno de amor. Supongo que fue la pura deses­peración de no conocer jamás a hombres casaderos, aunque fueran horrorosos e indigentes, lo que hizo que rompiera a llorar. Como solo llora más o menos una vez al año, debería haber ido a consolarla, pero quería dejarlo todo por escrito aquí. Empiezo a entender la propensión de los escritores a volverse insensibles.

En cualquier caso, Topaz la consoló mucho mejor que como lo habría hecho yo, ya que nunca estoy dispuesta a estrechar a nadie contra mi pecho. Se mostró de lo más maternal al dejar que Rose le llenase de lágrimas la bata de terciopelo naranja, que ha sufrido numerosos contratiempos a lo largo de su vida. Rose ya se enfurecerá consigo misma más tarde, pues tiene una desagradable disposición a despreciar a nuestra madrastra, pero de momento son muy amigas. Ahora está retirando la ropa planchada haciendo mohines, y Topaz pone la mesa para el té al tiempo que traza planes impracticables para ganar dinero, como dar un concierto de laúd en el pueblo o comprar un cerdo a plazos.

Me he unido a ellas para descansar la mano, pero no he dicho nada de especial relevancia.

Está lloviendo otra vez. Stephen viene por el patio. Lleva viviendo con nosotros desde que era pequeño: su madre fue nuestra doncella, en los tiempos en que todavía nos podíamos permitir una, y cuando murió no tenía adónde ir. Nos cultiva verduras, cuida de las gallinas y hace un millar de trabajillos: no sé cómo sobreviviríamos sin él. Ahora, a los dieciocho, es muy guapo, de aspecto noble, aunque su expresión es algo bobalicona. Siempre ha estado un poco prendado de mí; padre lo llama mi «galán». Se parece bastante a como imagino a Silvio en Como gustéis, pero yo no me parezco en nada a Febe.

Stephen ya está aquí. Lo primero que hizo al llegar fue encender una vela y fijarla en el alféizar de la ventana junto a mí, diciendo:

—Se va a estropear la vista, señorita Cassandra.

Entonces dejó caer un pedazo de papel muy doblado sobre este cuaderno. El alma se me cayó a los pies, pues sabía que contendría un poema; supongo que habrá estado trabajando en él en el granero. Está escrito con su esmerada letra, bastante bonita. El encabezado dice: «“Para la señorita Cassandra”, por Stephen Colly». Es un poema encantador… de Robert Herrick.

¿Qué voy a hacer con él? Padre dice que su deseo de autoexpresión es patético, pero yo creo que el principal deseo de Stephen solo es complacerme; él sabe que valoro la poesía. Debería decirle que sé que se limita a copiar los poemas —lleva haciéndolo todo el invierno, una vez por semana o así—, pero no me veo capaz de herirlo. Quizás cuando llegue la primavera pueda ir a dar un paseo con él y hacérselo saber con alguna palabra de aliento. Esta vez he salido al paso con mis habituales e hipócritas alabanzas, sonriendo con aprobación desde la otra punta de la cocina. Ahora está bombeando agua con cara de felicidad para llenar la cisterna.

El pozo se encuentra bajo el suelo de la cocina y lleva allí desde los primeros tiempos del castillo; hace seiscientos años que suministra agua y dicen que nunca se ha secado. Por supuesto, ha debido de contar con muchas bombas. La actual llegó cuando los victorianos pusieron el (supuesto) sistema de agua caliente.

Las interrupciones son constantes. Topaz me ha salpicado las piernas al llenar la tetera, y mi hermano Thomas acaba de regresar del colegio, situado en la ciudad más cercana, King’s Crypt. Es un quinceañero robusto cuyo pelo crece tan tieso que cuesta hacerle la raya. Lo tiene del mismo color ratonero que el mío, aunque el mío es lacio.

Al llegar él, me he acordado de cuando yo volvía del colegio, día tras día, hasta hace pocos meses. De repente he revivido los dieciséis kilómetros en un pequeño tren traqueteante y luego los ocho en bicicleta desde la estación de Scoatney: ¡cómo lo odiaba en invierno! Sin embargo, en cierto modo, me gustaría volver; para empezar, porque la hija del gerente de la sala de cine también iba y me colaba gratis algunas veces. Eso lo echo mucho de menos. Y también echo bastante de menos la propia escuela; sorprendía su nivel para tratarse de una ciudad de provincias tan pequeña y apacible. Yo tenía una beca, igual que Thomas ahora; somos brillantes dentro de lo tolerable.

En estos momentos, la lluvia golpea con fuerza contra la ventana. Mi vela hace que fuera parezca bastante oscuro. Ahora que la tetera tapa el orificio redondo del fogón, el fondo de la habitación está en penumbra. Las chicas se encuentran sentadas en el suelo, tostando pan a través de las rejillas. Cada una de las cabezas tiene un halo brillante allí donde la luz del fuego se les refleja en el pelo.

Stephen ha terminado de bombear y está alimentando la caldera: es una enorme de ladrillo, anticuada, que ayuda a mantener el calor en la cocina y nos proporciona agua caliente extra. Con ella encendida, además de la cocina, este es el lugar más cálido de la casa; por eso pasamos aquí tanto tiempo. Pero incluso en verano comemos aquí porque hace más de un año que se vendió el mobiliario del comedor.

¡Anda, pero si Topaz está poniendo huevos a hervir! Nadie me había dicho que las gallinas han respondido a nuestras oraciones. ¡Ay, qué maravilla de gallinas! Solo esperaba margarina con el té, y no acabo de acostumbrarme a ella como desearía. Gracias al cielo, no hay una forma más barata de pan que el pan.

Qué extraño es recordar que hubo un tiempo en que «té» significaba para nosotros una merienda ligera: pastelillos y pan fino con mantequilla en el salón. Ahora es una comida todo lo consistente que podamos arañar, pues tiene que servirnos de sustento hasta el desayuno. La tomamos cuando Thomas ha vuelto del colegio.

Stephen está encendiendo la lámpara. Dentro de un segundo, el fulgor rosado habrá desaparecido de la cocina. Pero su luz también posee cierta belleza.

La lámpara está encendida. Mientras Stephen la traía a la mesa, padre llegó por la escalera. Llevaba alrededor de los hombros su vieja manta de cuadros; había venido de la barbacana por el adarve de la muralla del castillo. Murmuró:

—Té, té. ¿Ha llegado ya la señorita Marcy con los libros de la biblioteca?

(No ha llegado).

Luego dijo que tenía las manos abotargadas; no quejándose, sino más bien con tono de leve sorpresa, aunque me cuesta creer que nadie que viva en el castillo en invierno se sorprenda de que cualquier parte del cuerpo se le entumezca. Y, mientras bajaba sacudiéndose la lluvia del pelo, sentí de pronto un gran cariño por él. Me temo que no es algo que me pase muy a menudo.

Sigue siendo un hombre de aspecto espléndido, aunque sus finos rasgos empiezan a perderse un poco entre la grasa y su color está desapareciendo. Solía ser tan radiante como el de Rose.

Ahora está charlando con Topaz. Por desgracia, noto que está con su falso buen humor, aunque creo que, en estos días, la pobre Topaz agradece hasta ese falso buen humor. Ella lo adora, pero a él parece interesarle muy poco.

Voy a tener que levantarme del escurreplatos: Topaz quiere el cubreteteras y nuestra perra, Heloïse, ha descubierto al entrar que he tomado prestada su manta. Es una bull terrier, blanca como la nieve salvo donde la piel rosa claro asoma entre el pelo corto. Muy bien, mi querida Heloïse, aquí tienes tu manta. Me mira con amor, reproche, confianza y humor: ¿cómo puede expresar tanto con dos ojos rasgados y más bien pequeños?

Termino esta entrada sentada en las escaleras. Creo que merece la pena señalar que nunca me he sentido tan feliz en la vida, a pesar de la pena por padre, la lástima por Rose, la vergüenza por la poesía de Stephen y la falta de justificación para la esperanza en lo que a las perspectivas generales de nuestra familia se refiere. Quizás sea porque he satisfecho mi ansia creativa, o puede que se deba a la idea de los huevos acompañando el té.

II

Más tarde. Escrito en la cama.

Estoy cómoda dentro de lo razonable, pues llevo el abrigo del colegio y tengo un ladrillo caliente para los pies, pero ojalá esta no fuera la semana en que me toca el camastro de hierro: Rose y yo nos turnamos para dormir en la cama de cuatro columnas. Está sentada sobre ella con un libro de la biblioteca. Cuando lo trajo la señorita Marcy, dijo que era una «historia bonita». Rose dice que es horrenda, pero que prefiere leer que pensar sobre sí misma. ¡Pobre Rose! Lleva su vieja bata azul de franela con los faldones doblados alrededor de la cintura para que le den calor. La tiene desde hace tanto tiempo que creo que ya ni la ve; si la dejara de lado un mes, se pegaría un buen susto al volver a cogerla. Pero ¿quién soy yo para hablar, que ni tengo bata desde hace dos años? Los restos de la última envuelven ahora mismo el ladrillo caliente.

Nuestra habitación es espaciosa y sorprende lo vacía que está. A excepción de la cama de cuatro columnas, que está en muy mal estado, todos los muebles buenos se han ido vendiendo y sustituyendo por lo mínimo indispensable, comprado en alguna trapería. Así, tenemos un armario sin puertas y un tocador de bambú que creo que es una pieza poco común. Mi palmatoria, en vez de en una mesilla, descansa sobre un maltrecho baúl de hojalata que costó un chelín; la de Rose, sobre una cómoda pintada imitando el mármol, aunque más bien parece beicon. La jarra y el aguamanil esmaltados, sobre un trípode de metal, son míos: la patrona de la posada Las Llaves me los dio cuando los encontré abandonados en un establo. Ahorran atascos delante del cuarto de baño. Lo que está bastante bien es el banco de madera labrada bajo la ventana: me alegro de que no haya forma de venderlo. Se encuentra integrado en el espesor del muro del castillo y tiene una enorme ventana con parteluz encima. También hay ventanas hacia el lado del jardín, son de esas pequeñas con los cristales en forma de rombo.

Una cosa que nunca ha dejado de fascinarme es la torre redonda que se abre en una esquina. Dentro hay una escalera de caracol en piedra por la que se puede subir a las almenas o bajar al salón, aunque algunos de los peldaños están muy desmoronados.

Tal vez debería haber contado a la señorita Blossom como parte del mobiliario. Es un maniquí de modista con una figura de lo más opulenta y un miriñaque alrededor de su única pierna. Nos ponemos un poco tontas con la señorita Blossom: fingimos que es real. Imaginamos que es una mujer de mundo, tal vez camarera en su juventud. Dice cosas como: «Ay, tesoro, es que los hombres son así», o «Tú resérvate hasta tener el certificado de matrimonio».

A los vándalos victorianos que le hicieron tantos cambios innecesarios a la casa no se les ocurrió incorporar pasillos, así que siempre tenemos que atravesar las habitaciones de los demás. Topaz acaba de cruzar la nuestra con un camisón de sencillo percal blanco con agujeros para el cuello y los brazos: considera que la ropa interior moderna es vulgar. Parecía más bien una víctima camino de un auto de fe, pero solo se dirigía al cuarto de baño.

Topaz y padre duermen en el dormitorio grande que da a la escalera de la cocina. Entre su habitación y la nuestra hay una pequeña estancia que llamamos «el Estado tapón»;1 Topaz lo usa como estudio. La habitación de Thomas está al otro lado del rellano, junto al cuarto de baño.

Me pregunto si Topaz habrá ido a pedirle a padre que se vaya a la cama; es muy capaz de pasearse por el adarve de la muralla del castillo en camisón. Espero que no sea el caso, porque padre no duda en expulsarla cuando se le presenta en la barbacana. De niños, nos enseñaron a no acercarnos nunca a él a menos que nos llamara y, en su opinión, Topaz debe hacer lo mismo.

Pues no, no era eso. Volvió hace unos minutos y mostró signos de querer quedarse aquí, pero no la animamos. Ahora está en la cama, tocando el laúd. Me gusta la idea del laúd, pero no el ruido que hace; casi nunca está afinado y, como instrumento, no va a ninguna parte.

Me siento un poco culpable por ser tan poco social con Topaz, pero es que ya tuvimos una velada muy sociable.

Sobre las ocho de la tarde llegó la señorita Marcy con los libros. Ronda los cuarenta, es menuda y un tanto desvaída, aunque por algún motivo parece muy joven. Parpadea mucho y suele soltar una risita y decir: «¡Ay, de verdad!». Es londinense, pero ya lleva más de cinco años viviendo en el pueblo. Creo que enseña muy bien; sus especialidades son la música folclórica, las flores silvestres y la mitología popular. Cuando llegó, esto no le gustaba (siempre dice que «echaba de menos las luces fuertes»), pero pronto se obligó a interesarse por las cosas de campo y ahora intenta que la gente de campo también se interese por ellas.

Como bibliotecaria, hace un poco de trampa para conseguirnos los libros más recientes; hoy había tenido reparto, así que le trajo a padre una novela de detectives que se publicó hace solo dos años, y de uno de sus autores favoritos. Topaz dijo:

—Ay, debo llevársela a Mortmain ahora mismo.

Llama «Mortmain» a padre porque le gusta nuestro peculiar apellido y también para prolongar la ilusión de que sigue siendo un escritor famoso. Él volvió con ella para darle las gracias a la señorita Marcy y, por una vez, su jovialidad parecía genuina:

—Puedo leer cualquier novela de detectives que se me ponga por delante, buena, mala o regular, pero leer un clásico está entre los placeres más raros de la vida.

Luego descubrió que iba a adelantarse al vicario con ese título y se puso tan contento que le lanzó un beso a la señorita Marcy, que dijo:

—¡Oh, gracias, señor Mortmain! Es decir, yo… ¡Ay, de verdad! —y se sonrojó y parpadeó.

Entonces padre se envolvió en la manta de viaje como si fuera una toga y se volvió a la barbacana de un buen humor desacostumbrado.

En cuanto estuvo fuera del alcance, la señorita Marcy preguntó: «¿Cómo está?», con una voz susurrante que daba a entender que se encontraba a las puertas de la muerte o que había perdido el juicio. Rose dijo que estaba perfectamente bien y era perfectamente inútil, como siempre. La señorita Marcy se escandalizó.

—Es que Rose está deprimida por el estado de nuestras finanzas —expliqué yo.

—No debemos aburrir a la señorita Marcy con nuestros problemas —se apresuró a sentenciar Topaz. Odia todo lo que pueda dejar en mal lugar a padre.

La señorita Marcy dijo que nada que tuviera que ver con nuestro hogar podía llegar a aburrirla; sé que nuestra vida en el castillo le parece muy romántica. Después, con mucha timidez, preguntó si podía ayudarnos con algún consejo.

—A veces, visto desde fuera…

De pronto me entraron ganas de consultarle; es una mujercita tan sensata… Fue a ella a quien se le ocurrió conseguirme el libro de escritura rápida. Madre nos inculcó no hablar nunca de nuestros asuntos en el pueblo, y respeto la lealtad que Topaz muestra hacia padre, pero estaba segura de que la señorita Marcy ya sabría que estábamos en la ruina.

—Si pudiera sugerirnos alguna forma de ganar dinero… —dije.

—O de estirarlo; estoy segura de que sois demasiados artistas para resultar prácticos de verdad. ¡Celebremos una asamblea!

Lo dijo como quien anima a unos niños a jugar. Estaba tan entusiasmada que habría sido de mala educación negarse, y creo que Rose y Topaz estaban lo bastante desesperadas como para probar cualquier cosa.

—Venga, papel y lápiz —pidió la señorita Marcy con una palmada.

En esta casa escasea el papel de escribir y yo no tenía intención de arrancarle hojas a este cuaderno, que es un fantástico ejemplar de seis peniques que me regaló el vicario. Al final, la señorita Marcy sacó las páginas centrales de su registro de la biblioteca, lo que nos provocó la gratificante sensación de estar robándole al Gobierno, nos sentamos a la mesa y la elegimos presidenta. Ella se asignó también el papel de secretaria, para poder levantar acta, y escribió:

estudio sobre las finanzas de la familia mortmain

Presentes:

Srta. Marcy (presidenta)

Sra. de James Mortmain

Srta. Rose Mortmain

Srta. Cassandra Mortmain

Thomas Mortmain

Stephen Colly

Comenzamos por discutir los gastos.

—Primero, el alquiler —dijo la señorita Marcy.

El alquiler es de cuarenta libras al año, que parece poco para un castillo tan grande, pero solo tenemos unas pocas hectáreas de tierra, la gente de campo piensa que las ruinas son un inconveniente y, además, se dice que hay fantasmas…, que no los hay. (Hay algo extraño en el montículo, pero nunca ha venido hasta la casa). En cualquier caso, llevamos tres años sin pagar. Nuestro casero, un caballero anciano y rico que vivía en Scoatney Hall, a ocho kilómetros, siempre nos enviaba un jamón por Navidades, pagáramos el alquiler o no. Murió en noviembre pasado y hemos echado mucho de menos el jamón.

—Se comenta que Scoatney Hall va a volver a abrir —nos informó la señorita Marcy cuando le contamos nuestra posición en cuanto al alquiler—. Han cogido a dos chicos del pueblo como jardineros extra. Bueno, pues apuntamos el alquiler y lo marcamos como «opcional». Ahora, ¿y la comida? ¿Podéis apañaros con cincuenta chelines a la semana por cabeza? O pongamos una libra por cabeza, incluidas velas, aceite para las lámparas y material de limpieza.

La idea de que nuestra familia pudiera llegar a gastar seis libras a la semana nos hizo aullar de risa.

—Si la señorita Marcy va a aconsejarnos —dijo Topaz—, más valdría decirle que no tenemos ningún ingreso a la vista para este año.

Ella se sonrojó y respondió:

—Sabía que las cosas estaban mal, pero, mi querida señora Mortmain, algún dinero tendrá que haber, ¿verdad?

La pusimos al corriente. No ha entrado ni un solo penique en enero ni en febrero. El año pasado, padre recibió cuarenta libras de Estados Unidos, donde Jacob en lucha sigue vendiéndose. Topaz hizo de modelo en Londres durante tres meses, ahorró ocho libras para nosotros y le prestaron otras cincuenta, y vendimos una cómoda a un tratante de King’s Crypt por veinte. Llevamos viviendo a costa de la cómoda desde Navidades.

—Los ingresos del año pasado fueron de ciento dieciocho libras —dijo la señorita Marcy, apuntando la cifra.

Pero nos apresuramos a explicarle que no tenía que ver con los ingresos de este año, porque no nos quedan muebles buenos que vender, a Topaz se le han acabado los prestatarios ricos y creemos poco probable que los derechos de autor de padre sean tan cuantiosos, pues disminuyen de año en año.

—¿Debería dejar el colegio? —preguntó Thomas.

Pero, por supuesto, le dijimos que sería absurdo, puesto que su escolaridad no nos cuesta nada gracias a su beca y el vicario acaba de regalarle un abono anual de tren.

La señorita Marcy se puso a juguetear con el lápiz antes de decir:

—Si quiero ser de ayuda, debo mostrarme franca. ¿No podríais ahorrar en el salario de Stephen?

Noté cómo me sonrojaba. Nunca le hemos pagado nada a Stephen: ni se nos había ocurrido. De pronto me di cuenta de que deberíamos haberlo hecho. (Tampoco es que hubiera con qué pagarle desde que tiene edad para ganarse un sueldo).

—No quiero un salario —musitó él—. No lo aceptaría. Todo lo que tengo me lo han dado aquí.

—Verá, Stephen es como un hijo de la casa —dije.

La señorita Marcy puso cara de no estar segura de que eso fuera precisamente envidiable, pero a Stephen se le iluminó la suya un segundo. Luego se avergonzó y dijo que debía ir a ver si las gallinas estaban recogidas. Cuando se hubo marchado, la señorita Marcy aventuró:

—¿Nada… nada de salario? ¿Solo la manutención?

—Tampoco nos pagamos un salario a nosotros —respondió Rose, lo cual es muy cierto, pero tampoco trabajamos tanto ni dormimos en un cuartito oscuro que da a la cocina—. Y me parece humillante discutir nuestra pobreza delante de la señorita Marcy —prosiguió, enfadada—. Pensaba que solo le íbamos a pedir consejo sobre cómo ganar dinero.

Después perdimos un montón de tiempo aplacando el orgullo de Rose y los sentimientos de la señorita Marcy. Entonces abordamos nuestra capacidad de ingresos.

Topaz dijo que no podía ganar más de cuatro libras a la semana en Londres y que era probable que ni llegara a eso, y que necesitaría tres libras para mantenerse y algo de ropa, además del billete para bajar a casa al menos cada dos fines de semana.

—Además, no quiero ir a Londres —añadió con cierto patetismo—. Estoy cansada de ser modelo. Y echo muchísimo de menos a Mortmain. Él me necesita aquí: soy la única que sabe cocinar.

—Tampoco es que importe demasiado cuando no hay nada que cocinar —dijo Rose—. ¿Podría yo ganar dinero como modelo?

—Me temo que no —respondió Topaz—. Tu figura es demasiado bonita, no tienes una estructura ósea que se preste al dibujo. Y jamás tendrías la paciencia para permanecer sentada sin moverte. Supongo que, si no sale nada, tendré que irme a Londres. Podría enviar a casa unos diez chelines semanales.

—¡Vaya, eso es espléndido! —exclamó la señorita Marcy y apuntó—: Sra. de James Mortmain: posibilidad de diez chelines a la semana.

—Pero no durante todo el año —replicó con firmeza Topaz—. No lo soportaría y no me dejaría tiempo para pintar. Podría vender algunos de mis cuadros, eso sí.

—Por supuesto —respondió la señorita Marcy con suma educación antes de volverse hacia mí.

Yo le dije que mi escritura rápida iba tomando bastante velocidad, pero que, claro está, no era como la auténtica taquigrafía (ni rápida como tal, en realidad), y que tampoco sabía mecanografía y la posibilidad de acercarme a una máquina de escribir era remota.

—En ese caso me temo que, hasta que te abras camino con tu obra literaria, vamos a tener que contarte como cero —dijo la señorita Marcy—. Thomas, también será cero unos cuantos años más. ¿Rose, querida?

A ver, si alguien en esta familia es un cero para ganar dinero, esa es Rose; aunque toca un poco el piano y canta con una voz bastante dulce y, por supuesto, es una persona encantadora, no tiene ningún talento de verdad.

—Tal vez podría cuidar niños —sugirió.

—Ay, no —respondió la señorita Marcy a toda prisa—. Quiero decir, querida…, vaya, no creo que te convenga en absoluto.

—Puedo entrar a trabajar como doncella en Scoatney Hall —dijo Rose, como si estuviera subiendo al cadalso.

—Bueno, las doncellas necesitan formación, querida —respondió la señorita Marcy— y no creo que a tu padre le gustara. ¿No podrías bordar algo bonito?

—¿En qué? —replicó Rose—. ¿En arpillera?

Da igual, Rose es un desastre con la aguja.

La señorita Marcy miró la lista con desánimo.

—Me temo que, por ahora, tendremos que poner la aportación de nuestra querida Rose como cero. Pues ya solo nos queda el señor Mortmain.

Rose dijo:

—Si yo soy un cero, padre debería serlo por partida doble.

La señorita Marcy se inclinó hacia delante y bajó la voz:

—Queridas, sabéis que solo intento ayudaros. ¿Cuál es el problema con el señor Mortmain? ¿Es que… bebe?

Nos echamos a reír de tal manera que Stephen vino a ver cuál era el chiste.

—Mi pobre Mortmain… —suspiró Topaz—, ¡como si en algún momento hubiera tenido lo suficiente para comprar una botella de cerveza! Beber es caro, señorita Marcy.

Entonces dijo que tampoco podrían ser las drogas, y desde luego que no lo son; ni siquiera fuma una vez que se le acaban los puros que el vicario le regala por Navidad.

—Es pura pereza —afirmó Rose—, pereza e indolencia. Y, la verdad, tampoco creo que fuera demasiado bueno. Creo que Jacob en lucha estaba sobrevalorado.

Topaz se enfadó tanto que, por un segundo, pensé que iba a pegarle. Stephen se acercó a la mesa y se interpuso entre ellas.

—Ay, no, señorita Rose —dijo en voz baja—, es un gran libro; todo el mundo lo sabe. Pero le pasaron una serie de cosas y ya no puede escribir. Uno no puede escribir solo con proponérselo.

Yo esperaba que Rose le replicaría, pero, antes de que pudiera abrir la boca, Stephen se volvió hacia mí y añadió a toda prisa:

—He estado pensando, señorita Cassandra, que yo debería buscar trabajo; en la granja Cuatro Piedras me aceptarían.

—Pero ¿y el huerto, Stephen? —casi chillé, porque prácticamente vivimos de las verduras.

Me respondió que los días pronto se alargarían y que trabajaría para nosotros por las tardes.

—Y yo soy de ayuda en el huerto, ¿verdad, Stephen? —dijo Topaz.

—Sí, señora, de mucha ayuda. Si usted se fuera a Londres, por supuesto yo no podría salir a trabajar; sería demasiada carga para la señorita Cassandra.

A Rose no se le dan bien labores como las de la huerta o el hogar.

—Así que apunte veinticinco chelines a la semana por mi parte, señorita Marcy —prosiguió Stephen—, porque el señor Stebbins ha dicho que ese sería mi sueldo inicial. Y almorzaría allí.

Me alegré al pensar que así tomaría una comida decente al día.

La señorita Marcy señaló que era una idea espléndida, pese a que sería una pena tener que prescindir de los diez chelines de Topaz.

—Aunque, claro, eran solo potenciales.

Mientras anotaba los veinticinco chelines de Stephen en la lista, Rose dijo de repente:

—Gracias, Stephen.

Y, como no suele prestarle demasiada atención, sus palabras sonaron importantes. Además, le sonrió con muchísima dulzura. En los últimos tiempos, la pobre Rose está tan afligida que una sonrisa suya es como una tarde soleada después de un día de lluvia interminable. No sé cómo alguien podría ver sonreír a Rose sin sentir cariño por ella. Creí que Stephen se pondría contentísimo, pero se limitó a asentir y tragar saliva varias veces.

Justo entonces llegó padre por la escalera y se quedó mirándonos.

—¿Qué, echando una partida? —preguntó, y supongo que eso debía de parecer, con todos alrededor de la mesa iluminada por la lámpara. A continuación, mientras bajaba, dijo—: Este libro es de primera. Voy a tomarme un pequeño descanso mientras trato de adivinar quién es el asesino. Me gustaría comer una galleta, por favor.

Siempre que a padre le entra hambre entre horas —y durante las comidas come muy poco, menos que cualquiera de nosotros—, pide una galleta. Creo que piensa que es lo más pequeño y barato que hay. Hace siglos que no tenemos galletas auténticas, de las compradas, pero Topaz prepara tortas de avena, que llenan mucho. Le untó una con un poco de margarina. Vi un destello de disgusto en los ojos de padre, que le preguntó si podía espolvorearle algo de azúcar.

—Así la cosa cambia —se disculpó—. ¿No podemos ofrecerle algo a la señorita Marcy? ¿Le apetece un té o un cacao, señorita?

Esta se lo agradeció, pero explicó que no quería perder el apetito para la cena.

—Bueno, no dejéis que os interrumpa la partida —dijo padre—. ¿A qué jugáis?

Y, antes de que se me ocurriera cómo distraerlo, se inclinó sobre el hombro de la bibliotecaria y vio la lista que tenía delante. En ese momento, ponía:

Capacidad de ingresos para el año en curso

Sra. Mortmain

0

Cassandra Mortmain

0

Thomas Mortmain

0

Rose Mortmain

0

Sr. Mortmain

0

Stephen Colly

25 Chelines/semana

La expresión de padre no cambió mientras leía, siguió sonriendo. Pero advertí que le pasaba algo. Rose dice que siempre atribuyo a los demás las emociones que yo sentiría en su lugar, pero estoy segura de que en ese momento tuve un verdadero chispazo de intuición. Y de pronto le vi la cara con toda claridad, no solo como se suele ver a alguien a quien se está acostumbrado. Aprecié cómo se había transformado desde que era pequeña y me acordé del verso de Ralph Hodgson sobre los «tigres amaestrados y tristes».2 ¡Cuánto cuesta escribir los pensamientos de un instante! Pensé muchas más cosas, complicadas, patéticas y desconcertantes, durante el minuto que padre tardó en leer la lista.

Al acabar, comentó con cierta ligereza:

—¿Y Stephen nos va a dar su salario?

—Debería pagar por mi alojamiento y manutención, señor Mortmain —respondió— y por… por los favores pasados; todos los libros que me ha prestado…

—Estoy seguro de que serás un excelente cabeza de familia —afirmó padre, tomando la torta de avena con azúcar que le había preparado Topaz y dirigiéndose a las escaleras.

—Quédate un ratito junto al fuego, Mortmain —le sugirió ella.

Pero él respondió que quería retomar el libro. Luego volvió a darle las gracias a la señorita Marcy por traerle uno tan bueno y le deseó buenas noches con suma cortesía. Lo oímos canturrear mientras atravesaba los dormitorios de camino a la barbacana.

La señorita Marcy no hizo mención del incidente, lo que demuestra su gran tacto, pero se la veía avergonzada y dijo que ya era hora de irse. Stephen encendió un farol y se ofreció a acompañarla hasta la carretera, donde había dejado la bicicleta debido a todo el barro que hay en nuestro camino. Yo salí a despedirla. Mientras cruzábamos el patio, alzó la vista hacia la ventana de la barbacana y preguntó si padre se ofendería si le traía una latita de galletas para que la guardase allí. Yo le dije que no creía que ningún tipo de comida iba a ofendernos en casa y respondió: «¡Ay, Dios!». Entonces se volvió hacia las ruinas y dijo que eran preciosas, pero que suponía que yo ya estaría acostumbrada a verlas. Quería volver junto al fuego, así que le di la razón, pero no era cierto. Nunca he llegado a acostumbrarme a la belleza del castillo. Y, después de que Stephen y ella se marcharan, me di cuenta de que estaba especialmente bonito. Era una noche extraña. La luna llena estaba oculta por las nubes, pero las había teñido de plata, por lo que el cielo resplandecía. La torre de Belmotte, en lo alto de su montículo, parecía aún más alta de lo normal. Una vez que contemplé de verdad el cielo, quise seguir haciéndolo, pues parecía atraerme hacia él y obligarme a aguzar el oído, aunque no había nada que escuchar, no se movía ni una ramita. Cuando Stephen regresó, yo seguía mirando hacia lo alto.

—Hace demasiado frío para que esté aquí fuera sin abrigo, señorita Cassandra —dijo, pero a mí se me había olvidado el frío, y ya no lo sentía.

De regreso a casa, me preguntó si creía que La Belle Dame sans Merci habría vivido en una torre como la de Belmotte. Le dije que me parecía muy probable, aunque en realidad nunca me había planteado que tuviera vida doméstica.

Después de esto, todos decidimos irnos a la cama para no tener que atizar el fuego, así que sacamos nuestros ladrillos calientes de la estufa y nos encaminamos a los dormitorios. Pero acostarse pronto supone un gran gasto en velas. Calculaba que a la mía le quedaban dos horas, pero se cayó un pedazo de pabilo y ahora es una masa derretida. (Me pregunto cómo se las arreglaría el rey Alfredo el Grande con los relojes de vela cuando le pasaba esto). He llamado a Thomas por si me dejaba la suya, pero todavía está con los deberes. Tendré que ir a la cocina: tengo un alijo de cabos escondido allí. Y haré gala de nobleza y de camino tendré una charla amistosa con Topaz.

… Ya he vuelto. Ha sucedido algo bastante sorprendente. Cuando llegué a la cocina, Heloïse se despertó y se puso a ladrar, y Stephen salió a la puerta de su cuarto para ver qué pasaba. Alcé la voz para decirle que solo era yo y que se volviera dentro. Encontré mi cabo de vela y acababa de arrodillarme junto a la cesta de Heloïse para dirigirle unas palabras (después de haber dormido, huele especialmente bien, a perra cálida y limpia) cuando él volvió a salir con el abrigo por encima del camisón.

—Está bien —dije—. Ya tengo lo que buscaba.

Justo en ese momento se cerró la puerta de las escaleras de la cocina, así que nos quedamos a oscuras salvo por el rectángulo pálido de la ventana. Crucé a tientas la cocina y choqué con la mesa. Entonces Stephen me agarró del brazo y me condujo hasta el pie de las escaleras.

—Ya me apaño —dije, pues estábamos más cerca de la ventana y entraba bastante de esa luz extraña y velada de la luna.

Él siguió agarrándome:

—Quería preguntarle algo, señorita Cassandra. Quería saber si alguna vez pasa hambre… Quiero decir, cuando no hay nada que comer.

Es probable que le hubiera respondido que «claro que sí», pero me di cuenta de lo tenso y agitado que sonaba. Así que dije:

—Bueno, en general siempre hay una cosa u otra, ¿verdad? Claro que sería mucho mejor tener montones de comida estupenda, pero comemos lo suficiente. ¿Cómo es que te interesa de repente?

Dijo que había estado pensando en ello, sin dormir, y que no soportaría saber que pasaba hambre.

—Si alguna vez le sucede, avíseme y me las ingeniaré.

Le di las gracias de corazón y le recordé que ya iba a ayudarnos con su salario.

—Sí, será algo —respondió—, pero avíseme si no come lo suficiente. Buenas noches, señorita Cassandra.

Mientras subía por las escaleras, me alegré de no haber admitido que a veces era incómodo el hambre que pasaba, porque igual que roba a Herrick por mí, creo que también podría robar comida. La idea era horrible, aunque, en cierto modo, reconfortante.

Padre acababa de volver de la barbacana. No mostraba signo alguno de que hubieran herido sus sentimientos. Señaló que se había guardado cuatro capítulos del libro para leer en la cama.

—Y me ha exigido una enorme fuerza de voluntad —añadió.

A Topaz se la veía bastante alicaída.

Encontré a Rose tumbada a oscuras porque Thomas se había llevado su vela para acabar los deberes. Dijo que no le importaba, puesto que su libro se había vuelto demasiado bonito para resultar soportable.

Encendí mi cabo de vela y lo fijé a la masa derretida en la palmatoria. Tuve que agacharme en la cama para tener luz suficiente con la que escribir. Estaba a punto de empezar de nuevo cuando vi a Rose volverse a comprobar si había cerrado la puerta del Estado tapón. Entonces preguntó:

—¿No pensaste en nada cuando la señorita Marcy dijo que iban a volver a abrir Scoatney Hall? A mí me recordó el comienzo de Orgullo y prejuicio, cuando la señora Bennet dice: «Por fin se ha arrendado Netherfield Park», y poco después el señor Bennet va a visitar al nuevo y rico propietario.

—El señor Bennet no le debía el alquiler —respondí.

—De todas formas, padre no iría. ¡Cómo me gustaría vivir en una novela de Jane Austen!

Yo repliqué que preferiría vivir en una de Charlotte Brontë.

—¿Qué sería mejor: Jane con un toque de Charlotte o Charlotte con un toque de Jane?

Este es el tipo de debate que más disfruto, pero quería seguir con mi diario, por lo que no respondí más que: «Un cincuenta por ciento de cada una sería ideal» y me puse a escribir con determinación. Ya es casi medianoche. Me siento un poco como una Brontë, escribiendo a la luz de una vela moribunda con los dedos tan entumecidos que casi no puedo ni sujetar el lápiz. Ojalá Stephen no me hubiera hecho pensar en comida, porque llevo con hambre desde entonces, lo cual es ridículo, porque no hace ni seis horas que tomé un buen té con un huevo. Ay, Dios, se me acaba de ocurrir que, si a Stephen le preocupaba que tuviera hambre, es probable que él estuviera igual. ¡Menudo hogar el nuestro!

Me pregunto si podría ganar unos minutos de luz clavando cerillas en la cera líquida a modo de mecha. A veces funciona.

Pues no, ha sido como escribir con el resplandor de una luciérnaga. Pero la luna se ha abierto camino entre las nubes y al menos puedo ver gracias a ella. Escribir a la luz de la luna es estimulante.

Rose está dormida, de espaldas, con la boca muy abierta. Incluso así está guapa. Espero que esté soñando algo bonito, como un joven rico que le proponga matrimonio.

No tengo ni pizca de sueño. Mantendré una pequeña charla mental con la señorita Blossom. Su noble busto parece más grande que nunca recortado contra la ventana plateada. Acabo de preguntarle si cree que a Rose y a mí nos pasará alguna vez algo emocionante, y la he oído decir con toda claridad: «¡Ay, pues no sé, hija, lo que sí sé es que esa hermana tuya sería una chica encantadora si le dieran la oportunidad!».

No creo que yo pueda ser nunca una chica encantadora.

Podría seguir escribiendo toda la noche, pero ya no veo gran cosa y es un gasto de papel, así que me voy a limitar a pensar. La contemplación parece ser el único lujo que no cuesta nada.

III

Acabo de leer este diario desde el principio. Veo que puedo descifrar mi escritura rápida con bastante facilidad, incluso el fragmento de anoche a la luz de la luna. Me sorprende lo mucho que he escrito; con las historias, una sola página puede llevarme horas, pero la realidad parece fluir a la velocidad con que consigo describirla. Con todo, las palabras son muy inadecuadas; o, al menos, las mías lo son. ¿Alguien al leerlas podría imaginarse nuestra cocina a la luz del fuego, o la torre de Belmotte elevándose hacia las nubes plateadas por la luna, o a Stephen logrando parecer noble y humilde a la vez? (Ha sido de lo más injusto por mi parte decir que parece algo bobalicón). Cuando leo un libro, le pongo toda la imaginación que puedo, así que es casi como si lo escribiera además de leerlo, o más bien como si lo viviera. De este modo la lectura resulta mucho más emocionante, aunque no creo que haya mucha gente que trate de hacer lo mismo.

Esta tarde estoy escribiendo en el desván porque Topaz y Rose están muy charlatanas en la cocina; han desenterrado un paquete de tinte verde —de aquella vez que hice de elfo en la obra de teatro del colegio— y van a teñir unos vestidos viejos. No tengo pensado convertirme en el tipo de autora que solo puede trabajar aislada —después de todo, Jane Austen escribía en la salita y solo tapaba su obra cuando llegaban visitas (aunque me apuesto algo a que sí pensaba alguna que otra cosa al respecto)—, pero todavía no soy Jane Austen y mi capacidad de aguante tiene sus límites. Además, quiero abordar la descripción del castillo con tranquilidad. Aquí arriba hace muchísimo frío, pero llevo el abrigo y los guantes de lana, que con el tiempo han ido convirtiéndose en mitones salvo por un pulgar; Ab, nuestro bello gato anaranjado, me está calentando la barriga: estoy inclinada sobre él para escribir sobre la cisterna. En realidad se llama Abelard, a juego con Heloïse (ni que decir tiene que los bautizó Topaz), pero apenas nos referimos a él así. Posee una naturaleza razonablemente afable, pero sin efusividad; esta tarde me está haciendo un raro favor. Hoy voy a empezar por:

cómo llegamos al castillo

Mientras padre estuvo en la cárcel, vivimos en una pensión de Londres, pues a madre no le apetecía volver a instalarse junto al vecino saltavallas. Cuando lo soltaron, decidió comprar una casa en el campo. Creo que en aquella época debíamos de tener bastante dinero, pues Jacob en lucha se había vendido fenomenal para ser un libro tan poco común y las conferencias de padre le habían reportado mucho más que las ventas. Y madre tenía sus propios ingresos.

A padre, Suffolk le pareció un condado ideal, así que nos quedamos en el hotel de King’s Crypt y salíamos a diario en busca de casa. En aquella época teníamos coche: padre y madre iban delante; Rose, Thomas y yo, detrás. Era muy divertido, pues padre estaba de un humor espléndido; bien sabe Dios que en ese momento no parecía tener hierro alguno en el alma. Lo que sí tenía eran ciertos prejuicios contra los vecinos: vimos un montón de casas estupendas en pueblos, pero ni siquiera las tuvo en cuenta.

Era finales de otoño, un otoño benigno y dorado. Me encantaban los campos de rastrojos con sus colores discretos y los prados de aguas brumosas. A Rose no le gusta la campiña, pero a mí sí: su llanura parece darle una gran oportunidad al cielo. Una tarde, durante un precioso crepúsculo, nos perdimos. Madre llevaba el mapa y no paraba de decir que el país estaba del revés; y, cuando logró subir por el camino correcto, eran los nombres en el mapa los que estaban bocabajo. Rose y yo nos desternillábamos de risa; nos encantaba andar perdidas. Y padre no se podría haber mostrado más paciente con madre por lo del mapa.

De pronto vimos una torre alta y redonda en la distancia, sobre una pequeña colina. Al instante, padre decidió que debíamos explorarla, aunque madre no se mostró demasiado entusiasmada. Fue difícil dar con ella, porque las carreteras secundarias serpenteaban y los bosques y los pueblos no paraban de ocultárnosla, pero cada pocos minutos la vislumbrábamos, y padre, Rose y yo estábamos deseando llegar. Madre no paraba de decir que a Thomas se le haría muy tarde para acostarse; estaba dormido y se bamboleaba entre Rose y yo.

Por fin llegamos a una señal abandonada que decía: solo a belmotte y el castillo, indicando un camino estrecho y lleno de malas hierbas. Padre giró de inmediato y ascendimos con las zarzas agarrándose al coche como si trataran de impedirle avanzar. Recuerdo que pensé en el príncipe abriéndose paso a través del bosque para llegar hasta la Bella Durmiente. Los setos estaban tan crecidos y el camino daba tantas vueltas que apenas veíamos unos metros por delante de nosotros; madre no paraba de repetir que debíamos volver antes de quedarnos atascados y que era probable que el castillo se encontrara a muchos kilómetros de distancia. Entonces, de repente, llegamos a un claro y allí estaba; pero no la torre solitaria en lo alto de la colina que estábamos buscando. Lo que vimos fue un castillo bastante grande, construido a ras de suelo. Padre lanzó un grito y, al minuto, estábamos fuera del coche y contemplándolo con asombro.

¡Qué extraño y qué hermoso estaba a la luz de la última hora de la tarde! Recuerdo a la perfección aquella primera impresión: veo la muralla y las torres de pura piedra gris recortándose contra el cielo amarillo pálido, el reflejo del castillo que se extendía hacia nosotros sobre el foso rebosante, las matas de algas color esmeralda flotando en el agua. Ni una brizna de viento agitaba el espejo de su superficie ni sonido alguno llegaba hasta nosotros. Nuestras voces emocionadas no hacían más que subrayar la quietud del castillo.

Padre señaló la barbacana: tenía dos torres redondas unidas a media altura por una sala con ventanas con parteluces de piedra. A la derecha no quedaban más que ruinas desmoronadas, pero a la izquierda un tramo de altos muros con almenas la unía a una torre redonda en la esquina. Un puente cruzaba el foso para conducir a los claveteados portones de roble que había bajo las ventanas de la sala de guardia; un pequeño postigo en uno de ellos estaba entornado. En cuanto padre se dio cuenta, se encaminó hacia allí. Madre hizo algún comentario vago sobre allanamientos y trató de impedir que lo siguiéramos, pero al final nos dejó ir y se quedó fuera con Thomas, que se había despertado y lloriqueaba un poco.

¡Qué bien recuerdo la carrera en medio del silencio, el olor a piedra húmeda y a algas mientras cruzábamos el puente, ese instante de emoción antes de atravesar el postigo! Una vez dentro, nos encontramos en la fresca penumbra del corredor de la barbacana. Allí fue donde sentí el castillo por primera vez: es el lugar donde se es más consciente del gran peso de la piedra que te rodea. Yo era demasiado pequeña para saber mucho de historia y del pasado; para mí el castillo era de cuento de hadas y la extraña y pesada frialdad se asemejaba tanto a un hechizo que me agarré con fuerza a Rose. Juntas corrimos hacia la luz del día y después nos paramos en seco.

A nuestra izquierda, en lugar de los muros y las torres grises que esperábamos, encontramos una larga casa de yeso encalado y ladrillos en espiga, veteada con madera blanqueada por la intemperie. Tenía todo tipo de pequeñas y extrañas ventanas de celosía, que brillaban doradas por el crepúsculo, y el frontal del desván parecía que fuera a caerse de un momento a otro. Aquel lugar pertenecía a otro tipo de cuento: así era justo como imaginaba la casita de Hansel y Gretel, por lo que, por un segundo, temí que una bruja allí dentro se hubiera llevado a padre. Entonces lo vi tratando de abrir la puerta de la cocina. Regresó corriendo por el jardín del patio, cubierto de maleza, mientras gritaba que había un ventanuco abierto cerca de la puerta delantera y que podía ayudar a Rose para que pasara y nos dejara entrar. Yo me alegré de que se lo propusiera a ella y no a mí: me habría aterrorizado permanecer un segundo sola dentro de aquella casa. Rose nunca tenía miedo de nada; ya estaba intentando trepar antes de que padre fuera a levantarla. Así que entró y la oímos forcejear con los pesados cerrojos. Poco después abrió la puerta con aire triunfal.

El vestíbulo cuadrado era oscuro y frío, y había un horrible olor a moho. Todo el enmaderado estaba pintado de un apagado color jengibre, imitando las vetas de la madera.

—¿Cómo es posible que alguien le haya hecho eso a unos buenos paneles antiguos? —estalló padre.

A continuación lo seguimos a una sala que se abría a la izquierda, con un empapelado rojo oscuro y una gran chimenea ennegrecida como el grafito. Había una bonita y pequeña ventana que daba al jardín, pero la habitación me pareció horrible.

—Falso techo —dijo padre, estirándose para tocarlo—. Ay, Señor, creo que aquí es donde los victorianos se ensañaron más con el lugar.

Regresamos al vestíbulo y, de ahí, fuimos a la gran sala que ahora es nuestro salón; se extiende hasta el fondo de la casa. Rose y yo lo atravesamos corriendo para arrodillarnos en el amplio banco de la ventana y padre abrió las pesadas ventanas con parteluces para que pudiéramos mirar abajo y vernos reflejadas en el foso. Luego señaló lo grueso que era el muro y explicó que la casa, de la época de los Estuardo, se había construido sobre las ruinas del castillo.