Carmilla - Joseph Sheridan Le Fanu - E-Book

Carmilla E-Book

Joseph Sheridan Le Fanu

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Beschreibung

En un castillo aislado entre los bosques sombríos de Estiria, la joven Laura lleva una vida tranquila pero solitaria… hasta que un accidente fortuito lleva a una misteriosa visitante a su puerta. Carmilla, hermosa, enigmática y encantadora, se convierte rápidamente en su amiga íntima. Pero a medida que la relación entre ambas se intensifica, también lo hacen los sueños inquietantes, las sombras en los pasillos y los rumores de una presencia que chupa la vida de jóvenes inocentes. Publicado décadas antes de Drácula, Carmilla es una obra maestra del terror gótico que entrelaza el deseo, el miedo y lo sobrenatural con una elegancia oscura. Sheridan Le Fanu da vida a una historia que desafía las convenciones victorianas, explorando los límites del amor y la muerte con una sutileza inquietante.

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Seitenzahl: 98

Veröffentlichungsjahr: 2025

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La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.

Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...

Joseph Sheridan Le Fanu

CARMILLA

© Del texto: Joseph Sheridan Le Fanu

© De la traducción: Eméritos Fuentes

© Ed. Perelló, SL, 2025

Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo

46009 - Valencia

Tlf. (+34) 644 79 79 83

[email protected]

http://edperello.es

I.S.B.N.: 979-13-87576-40-0

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Prólogo

En un documento adjunto al relato que sigue, el doctor Hesselius ha escrito una nota bastante elaborada, en la que hace referencia a su ensayo acerca del extraño asunto que este manuscrito aclara.

En dicho asunto trata este asunto tan misterioso con su habitual erudición y perspicacia, así como con notable franqueza y condensación. Ocupará todo un volumen de los escritos completos de este hombre tan extraordinario.

Como yo publico el caso, en este volumen, solamente para interesar a los “profanos”, no voy a anticiparme en nada a la inteligente dama que lo relata. Y, después de un detenido examen de la cuestión, he decidido, por tanto, abstenerme de presentar cualquier précis del razonamiento del sabio doctor, o extracto alguno de su exposición sobre un tema que, según él describe, “ es probable que tenga que ver con algunos de los más profundos arcanos de nuestra existencia dual, o de sus intermediarios”.

Al descubrir este documento, me sentí ansioso por volver a abrir la correspondencia iniciada por el doctor Hesselius, hace ya tantos años, con una persona tan inteligente y cautelosa como parece haber sido su informante. Con gran pesar, sin embargo, descubrí que entre tanto la dama había muerto.

Probablemente poco hubiera podido ella añadir al relato que expone en las páginas siguientes con, hasta donde yo puedo juzgar, tan concienzuda minuciosidad.

I

Un primer susto

Vivíamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera principesca, pero en aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña renta anual para poder llevar una vida de gran señor. En cambio, en nuestro país y con nuestros recursos sólo habríamos podido llevar una existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo, naturalmente, tengo un apellido inglés, pero no he visto nunca Inglaterra.

Mi padre servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña residencia feudal, rodeada de varias hectáreas de tierra. No creo que exista nada más pintoresco y solitario. El castillo está situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre las blancas corolas de los nenúfares. Dominando este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante del castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que serpentea a través del bosque. He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si digo la verdad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha y doce a la izquierda. El pueblo habitado mas próximo está en esa última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.

El castillo más cercano y de cierta notoriedad histórica es el del general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha. He dicho el pueblo habitado más próximo, porque al oeste, sólo a tres millas, en dirección al castillo del general Spieldorf, hay un pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas; allí están las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia Karnstein, extinguida hace tiempo. La familia Karnstein poseía antaño el desolado castillo que, desde la espesura del bosque, domina las silenciosas ruinas del pueblo. Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella más adelante. El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo. Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos, estábamos solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo pero de edad bastante avanzada, y yo, que en la época en que ocurrieron los hechos que voy a narrar tenía solamente diecinueve años.

Mi padre y yo constituíamos toda la familia. Mi madre, de una familia noble de Estiria, murió cuando yo era aún una niña. Sin embargo, tuve una inmejorable nana, la señora Perrodon, de Berna. Era la tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la señorita Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que ejercía las funciones de institutriz, para completar mi educación. Algunas muchachas amigas mías venían de vez en cuando al castillo y, algunas veces, yo les devolvía la visita. Éstas eran nuestras habituales relaciones sociales. Naturalmente, también recibíamos visitas imprevistas de vecinos. Por vecinos se entienden a las personas que habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas. Puedo aseguraros que, en general, era una vida muy aislada. El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresión y que aún ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.

Aquí terminaba la carta. Si bien yo no había conocido a Berta Reinfelt, mis ojos se llenaron de lágrimas. La noticia de su muerte me impresionó muchísimo. Devolví a mi padre la carta del general. El sol se hundía cada vez más en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz del atardecer, nos entretuvimos haciendo cábalas sobre el posible sentido de las incoherentes y violentas afirmaciones de aquella carta. En el puente levadizo encontramos a la señorita Lafontaine y a la señora Perrodon, que habían salido a admirar el magnífico claro de luna. Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos habíamos paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos venerables árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al cual se erguía una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera neblina delimitaba el horizonte con un velo transe, y de cuando en cuando se veían brillar las aguas del torrente a la luz de la luna. Decía así:

He perdido a mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he perdido, y solamente ahora lo sé todo. Ha muerto en la paz de la inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el culpable de todo. Creí recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una compañía querida para mi Berta. ¡Dios mío! iQué loco he sido! Consagraré los días que me quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía una débil luz. Maldigo mi ceguera y La nursery, como la llamábamos, aunque era sólo para mí, estaba en una habitación grandiosa del último piso del castillo, y tenía el techo inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos seis años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi alrededor y no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es que tuviera miedo... pues era una de aquellas afortunadas niñas a quienes han evitado expresamente las historias de fantasmas y los cuentos de hadas, que vuelven a los niños temerosos ante una puerta que chirría o ante la sombra danzante que produce sobre la pared cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me eché a llorar fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran sorpresa, vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi manta. La observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi lloriqueo. La joven me acarició, se echó en la cama a mi lado y me abrazó, sonriendo. De repente, me sentí calmada y contenta, y me dormí de nuevo.

De súbito, me desperté con la escalofriante sensación de que dos agujas me atravesaban el pecho profunda y simultáneamente. Proferí un grito. La joven dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo, y me pareció que se escondía debajo de la cama. Por primera vez sentí miedo y me puse a gritar con todas mis fuerzas. La niñera, la camarera y el ama acudieron precipitadamente, pero cuando les conté lo que me había ocurrido estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo era solamente una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia mal disimulada. Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitación, en el armario, y oí a mi ama susurrar a la niñera:

—¡Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la niña. Aún está caliente.

Recuerdo que la camarera me acarició y que las tres mujeres examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que había sentido la punzada. Me aseguraron que no se veía ninguna señal. El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no podía quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día. Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo, así como preguntando a la niñera y riéndose de sus respuestas. Luego hacía muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo había sido un sueño sin importancia. Pero yo no estaba tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña criatura no había sido un sueño. He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento, y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir aparece vivida en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría surgiendo de la oscuridad.

II

Una huésped

Voy a contarle ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi veracidad para que pueda creer mi historia. Sin embargo, no solamente es cierta, sino que se trata de una verdad de la que yo misma he sido testigo.

Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se extiende ante el castillo.

—El general Spieldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos -me dijo, durante el paseo.

Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él debía venir también su joven sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no conocía a la señorita Reinfelt, pero me la habían descrito como una joven encantadora. Quedé muy desilusionada ante la noticia que acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda imaginar alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto diario de mis pensamientos durante muchas semanas.

—¿Cuándo vendrán? —pregunté.

—El próximo otoño. Dentro de un par de meses —respondió mi padre, y añadió—: Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la señorita Reinfelt.

—¿Por qué? —inquirí, molesta y curiosa al mismo tiempo.

—Porque la pobre muchacha ha muerto.

Quedé sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su última carta, seis o siete semanas antes, que su sobrina no se encontraba muy bien, pero nada hacía pensar en la posibilidad, ni siquiera remota, de un grave peligro.