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Descubrir el amor, vivir la alegría y la nostalgia, vagar libremente entre la fantasía y la realidad son cosas que trazan el perfil de la adolescencia. De esa materia está hecho este libro que, también, nos habla del sentido de la justicia o del dolor, del mundo de los jóvenes dibujado con luces y sombras. Cuentos juveniles -pero para todas las edades-, los que conforman estos Castillos de arena tienen el encanto y la fascinación de lo frágil y único, de lo bello y perdurable: arena que marca una edad y un territorio de ilusiones.
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Veröffentlichungsjahr: 2014
IlustróRuth Angulo
Para Alma y Miranda.
“Meterse en el mar es como meterse en un animal vivo, se le sienten los latidos.”
José Soler Puig (El pan dormido).
“El mar es como la ausencia y el adiós.”
Enrique Pérez Díaz (Alguien viene de la niebla).
Sergio amaba el mar. No de la forma en que las demás personas lo hacen cuando contemplan al atardecer cómo el azul se torna naranja en el horizonte o a hablar de amor señalando la blanca espuma sobre la cresta de agua a lo lejos, o a zambullirse en los días de más calor. Amaba el mar en todo su colorido, extensión y profundidad, lo quería completo, en cualquier época del año y bajo cualquier estado climático.
Todos sabían que Sergio amaba el mar y no precisamente porque él lo voceara en el pueblo; al contrario, Sergio solo hablaba con el mar y era como si este lo entendiera y le contestara en cada romper de las olas en la orilla. Esa mágica relación entre los dos convertía a Sergio en una persona diferente.
Y es que realmente él era un niño diferente. Sus padres lo supieron desde el mismo instante en que vio la luz. Cuando el pequeño Sergio nació, su madre descubrió con sorpresa que en el dedo gordo de su pie derecho, en lugar de tener una uña, destellaba una escama plateada. Entonces, ella recordó la noche de amor en alta mar, nueve meses antes, cuando acompañó a su esposo para ayudarlo a sacar las redes y los sorprendió la mañana abrazados sobre cubierta. La intensidad con que se quisieron esa noche los había dejado exhaustos. La marea los balanceó hasta que se dejaron vencer por el sueño antes de recoger la primera red. Sin embargo, al despertar, cientos de peces y mariscos saltaban y se arrastraban alrededor de ellos. El mar había sido benévolo al regalarles semejante pesca y la exclusividad del niño que comenzaría a formarse.
Sergio creció sobre el mar. Su padre lo llevaba de pesca desde que dejó de ser amamantado. Ante la presencia del niño, el mar le reservaba unos peces envidiables. En lo que su padre soltaba las redes, dejaba caer las trampas para langostas o preparaba la carnada en los anzuelos, Sergio se sumergía en el agua y lo disfrutaba tanto que fue capaz de nadar antes de aprender los primeros pasos. Cualquiera podría confundirlo con un pez al verlo moverse en el agua de esa forma. Cuando su padre hacía señas de volver a casa, Sergio entristecía y las olas golpeaban amenazadoras la chalupa hasta que atracaban en el muelle de tablas podridas.
Los padres pronto convinieron en que el niño no volviera a alta mar por temor a que la embarcación zozobrara. Era hora de que Sergio estuviera más tiempo con los pies en tierra, relacionándose con los demás niños y no aprendiendo el rudo y solitario trabajo del pescador. Era muy pequeño para que su blanca piel se curtiera y agrietara por el sol y el salitre.