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Podría darle su cuerpo, pero había un secreto que no podía compartir con él… Matthew Knight era un hombre duro y dedicado por completo a la gestión de riesgos. Mia Palmieri, una secretaria normal y corriente que se vio envuelta en una situación extraordinaria. Cuando Matthew aceptó el caso de la desaparecida Mia, pensó que la única manera de averiguar la verdad sería secuestrándola. Pero una vez a solas con ella en su lujoso escondite, Mia no pudo resistirse a la tentación. La pasión entre ellos era ardiente, pero aunque le entregara su cuerpo, Mia seguiría guardando en secreto la misión que había jurado cumplir...
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Seitenzahl: 194
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Sandra Marton
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cautiva en su cama, n.º 1755 - abril 2022
Título original: Captive in His Bed
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-639-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Cartagena, Colombia
Matthew Knight estaba sentado en una mesa de la terraza del Café Esmeralda, bebiéndose una botella de cerveza y preguntándose qué demonios hacía en Cartagena. Años atrás, en una vida que a veces no le parecía la suya, había salido de allí y había jurado no volver jamás.
Incluso había estado antes en ese café, en esa mesa, seguramente incluso en la misma silla, con la espalda apoyada en la pared y los ojos recorriendo el bullicio de la plaza, tratando de detectar algún posible problema antes de que le golpeara en el cogote. Los viejos hábitos nunca desaparecían del todo. Lo mismo que los recuerdos que lo despertaban en la mitad de la noche, pero mejor no pensar en eso.
Hacía calor, pero en Cartagena siempre hacía calor. Nada había cambiado. Los olores, el tráfico. Incluso la multitud que gritaba en la plaza. Soldados, policías y turistas cargados de suficientes joyas, carteras y teléfonos móviles como para hacer felices a los carteristas.
Un hombre tenía que cuidarse en Cartagena, lo había aprendido la primera vez.
Había creído que lo sabía bien, pero si realmente lo hubiera sabido bien… si hubiera…
Maldición, no quería ir. El pasado estaba muerto. Lo mismo que Alita.
Matthew apuró el último sorbo de cerveza. No estaba allí como un civil, ni como miembro de una agencia en la que lo blanco era negro, y lo negro, blanco, y nunca nada era en realidad lo que parecía.
Y a los treinta y un años tenía el mundo en sus manos. Estaba en la flor de la vida, con su metro noventa, los huesos cincelados de su madre medio comanche y los ojos verdes de su padre tejano. Una fina cicatriz encima de uno de los pómulos, un recuerdo de una noche de invierno en Moscú cuando un insurgente checheno había tratado de matarlo.
Las mujeres se volvían locas con aquella cicatriz.
–Te da un aspecto tan peligroso –le había susurrado una rubia hacía unas pocas noches, y había rodado debajo de él. Le mostró, para placer de la chica, lo peligroso que podía ser.
Además era rico. Increíblemente rico, y ni un céntimo de su fortuna provenía de su padre.
Lo que le había hecho rico había sido Knight, Knight y Knight: Especialistas en Situaciones de Riesgo, la empresa que había fundado con sus hermanos. Se llevaban un año y compartían la misma historia.
Una madre que había muerto cuando eran jóvenes. Rebeldía juvenil, unos pocos meses en la universidad seguidos de las Fuerzas Especiales y la Agencia. El peligro y las mujeres hermosas se convirtieron en las drogas preferidas de Matthew, aunque las mujeres nunca duraban mucho.
Un guerrero nunca deja que sus emociones lo controlen.
–¿Otra cerveza, señor?
Matthew alzó la vista y asintió. La cerveza era lo único que todavía le gustaba de Cartagena.
Cinco años antes, la Agencia le había puesto de compañera a una agente de la DEA y había enviado a ambos allí para infiltrarse en un cártel de la droga. Su tapadera era ser amantes intentando hacer algo de dinero. No lo eran, pero Alita bromeaba diciendo que si alguna vez se decidía por un hombre, Matthew estaría el primero en la lista. Y él había dicho, sí, sí, promesas, promesas…
Alguien los delató. Cuatro hombres armados los atraparon en la calle y los llevaron a una choza perdida en la selva. Golpearon a Matthew hasta que perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Alita y él estaban atados a dos sillas.
–Ahora verás cómo hace disfrutar un hombre a una mujer, gringo –le había dicho uno de los secuestradores, provocando una carcajada en los demás.
Alita mostró el coraje de una leona. Matthew luchó por librarse de las ligaduras, pero no consiguió impedirlo.
Cuando hubieron terminado, dos de los asesinos sacaron el cuerpo de Alita al exterior. El tercero fue con ellos y sólo uno quedó con él. Sonrió, mostrando una buena colección de dientes marrones, y dijo que iba a prepararse para la diversión que iba a continuación.
Estaba inclinado sobre dos rayas de polvo blanco cuando Matthew consiguió librase de las cuerdas que sujetaban sus muñecas.
–Eh, amigo –había dicho con suavidad.
El hombre se dio la vuelta y fue hacia él. En un instante Matthew tenía la manos sobre la boca del hombre y un brazo alrededor de su cuello. Un rápido movimiento y estaba muerto.
Mató a dos de los otros con el arma del primero, pero sólo hirió al cuarto. El tipo se perdió en la jungla. Mejor, había pensado Matthew con frialdad, un jaguar se daría un festín antes de que terminara el día. Él tenía otras cosas que hacer. Como enterrar a Alita.
Fue difícil, no porque la tierra estuviera dura, sino porque las lágrimas desenfocaban su mirada.
De pie al lado de la tumba, juró vengarla.
Volvió en el coche de sus secuestradores a Cartagena y después fue a Bogotá. En la embajada le expresaron sus condolencias y le dijeron que no buscarían al asesino que había escapado. Cuando Matthew exigió respuestas, su jefe lo mandó a Washington.
Coincidió que Cam y Alex estaban allí también. Acompañados de una botella de Johnny Walker, los tres hermanos compartieron su desilusión con la Agencia.
Había nacido Especialistas en Situaciones de Riesgo. Desde Dallas, los Knight ofrecían a sus clientes soluciones para problemas complicados, soluciones que siempre eran morales pero no exactamente legales.
La Agencia y Colombia se convirtieron en un recuerdo… Hasta ese momento. Hasta que el padre de Matthew les había pedido que se reunieran con un viejo amigo que tenía un problema. Como un favor, había dicho.
¿Avery pidiendo un favor? El reciente roce con la muerte de Cam había cambiado las cosas, pero Matthew no confiaba del todo en el cambio. Aun así había aceptado la reunión. Escucharía el problema de aquel tipo y a lo mejor le daba algún consejo. De ningún modo iba a aceptar algo que le mantendría…
Un hombre se estaba acercando a él. Matthew se fijó en las características más sobresalientes. Norteamericano. De unos cuarenta años. Buen aspecto. Indudablemente militar, a pesar de que iba vestido de civil.
–¿Matthew Knight?
Matthew se puso de pie y le tendió la mano.
–Douglas Hamilton. Siento llegar tarde.
–No hay problema, señor Hamilton.
–Coronel –la mano de Hamilton era suave, pero apretó con fuerza–. Soy militar –una sonrisa breve y de dientes muy blancos–, del ejército de los Estados Unidos. ¿No se lo dijo su padre?
Matthew le hizo un gesto para que se sentara y después pidió dos cervezas más al camarero.
–Mi padre me ha dicho que ustedes dos son viejos amigos y poco más.
–En realidad, la amistad era entre su padre y el mío –el camarero dejó en la mesa dos botellas heladas, Hamilton ignoró la suya–. ¿Qué tal está Avery?
–Bien –dijo Matt en tono educado mientras se preguntaba por qué le disgustaba Hamilton.
–Quiero darle las gracias por venir hasta aquí tan deprisa, señor Knight.
Matt no respondió. Se aprendía más dejando que se prolongaran los silencios que corriendo a llenarlos.
–Recurrir a la amistad puede resultar presuntuoso, pero le necesitaba… –Hamilton hizo una pausa–. Usted y su empresa tienen una gran reputación.
–Podría haber llamado, salimos en la guía.
–No podía hablar de esto por teléfono.
–¿Hablar de qué?
–Directo al asunto, me gusta –la sonrisa de Hamilton se oscureció–. Se trata de mi prometida. Me temo que ha cometido una… una indiscreción.
Matthew respiró hondo. A veces la gente confundía su empresa con una agencia de detectives.
–Coronel –dijo en tono cortés–, me temo que no ha entendido bien a qué se dedica mi empresa. No soy detective privado, no me ocupo de asuntos personales.
–Lo sé –dijo Hamilton, bajando la voz–. Lo que voy a contarle tiene que mantenerse en el más absoluto secreto.
La prometida de Hamilton se habría acostado con otro hombre, seguro que era eso a lo que se refería con la palabra «indiscreción». ¿Se pensaba Hamilton que era un pistolero? Un par de tipos habían ido a Especialistas en Situaciones de Riesgo con una petición similar, pero el asesinato no estaba en su cartera de servicios.
–Mi prometida se ha visto envuelta en… en algo…
–¿Una aventura con otro hombre?
El coronel dejó escapar una carcajada.
–Me gustaría que fuera así de simple –dudó, y se acercó más–. Trafica con drogas.
–Trafica con…
–Cocaína. Ya sabe que la valija diplomática no está sujeta a registros de aduana. Mia utilizaba mis privilegios para enviar cocaína a los Estados Unidos.
Matthew lo miró fijamente. Aquello era demasiado.
–¿Es una adicta?
–Por lo que yo sé, no.
–Entonces, ¿por qué lo hace?
–Por dinero, supongo. Mucho dinero.
–¿Qué pasó cuando la atraparon?
–No la han atrapado. No las autoridades. Alguien me dio el soplo de lo que hacía.
–Alguien que se lo debía.
–Puede decirlo de ese modo. La cuestión es que me hice cargo.
Lo que significaba que el coronel había recurrido a su influencia para enterrar el asunto.
–Hablé con Mia. Pensé que estaría agradecida, pero se mostró aterrorizada. Me dijo que la gente a la que pertenecía la coca pensaría que les había estafado e irían a por ella.
–Bueno, seguramente tiene razón.
–Le dije que estaría segura bajo mi protección, pero no me creyó. Esto fue hace cuatro días –Hamilton respiró hondo–. Ayer, desapareció.
–¿Secuestrada? –dijo, sintiendo cómo se le erizaba el pelo de la nuca.
–Puede ser. O puede que huyera. Sea lo que sea, está en peligro.
–¿Ha ido a las autoridades? –preguntó, aunque conocía la respuesta.
–No puedo. Tendría que contar toda la historia. Implicar a Mia…
–Implicarse a usted –el coronel no respondió. Después de un minuto, Matthew asintió con la cabeza–. Entiendo su problema, coronel, pero no sé cómo podemos ayudarle.
–Pueden encontrarla.
–Eso es imposible.
–Usted conoce este país.
–Y usted parece conocer mucho de mí –dijo Matthew, entornando los ojos.
En lugar de responder, Hamilton sacó una fotografía y la colocó encima de la mesa.
–Ésta es Mia.
Reacio, Matthew tomó la foto y la miró. Había esperado que la prometida del coronel fuera atractiva. Un hombre como él no tendría una que no lo fuera, pero Mia Palmieri tenia un rostro y un cuerpo de ésos que inspiran a los artistas.
La foto se había tomado en una playa un día con suficiente viento como para que los oscuros rizos cubrieran sus hermosos pechos de un modo muy sugerente. Llevaba unos pantalones cortos que dejaban ver unas interminables piernas. Sus ojos eran grandes y oscuros y su boca…
Su boca estaba hecha para el pecado.
Una sensación de deseo recorrió el vientre de Matt.
–Es muy atractiva.
–Es preciosa –dijo Hamilton, masticando las palabras–. Más que preciosa. Es todo lo que un hombre podría desear y… quiero que vuelva.
–Vaya a las autoridades.
–Acabo de decirle…
–No puede, sí, me lo ha dicho, pero le estoy diciendo…
–Está implicada con el cártel de Rosario. ¿Le dice algo ese nombre, señor Knight?
Matthew apretó los labios.
–¿Por qué debería decirme algo?
–He revisado sus antecedentes. Conozco la historia. Perdió una compañera. ¿Puede quedarse tranquilo mientras yo pierdo a mi prometida a manos de la misma gente?
Un golpe de viento movió la fotografía que Matthew había dejado encima de la mesa. La cazó en el aire y volvió a mirarla.
–¿Por qué trataba ella de pasar coca?
–Se lo he dicho: no lo sé.
–Dijo que por el dinero.
–Entonces, ¿por qué me lo pregunta otra vez?
–A lo mejor lo hizo por divertirse.
–¿Qué importa eso? Lo hizo, y ahora…
–A lo mejor lo hizo por usted –Matthew sonrió con frialdad–. A lo mejor es usted quien está detrás del tráfico. O puede ser que su prometida quisiera poner fin a su relación y por eso ha desaparecido.
–¿Me está acusando de algo? –dijo Hamilton, apretando los dientes.
–Simplemente quiero advertirle de que si empiezo a husmear, puedo encontrar cualquier cosa.
–Entonces, lo hará.
Matthew miró la foto. Deseó que se hubiera tomado desde más cerca. Había algo en los ojos de Mia Palmieri…
–¿Quién fue la última persona en verla?
–Mi cocinera. Llevó la comida de Mia al lado de la piscina. Cuando volvió a por la bandeja, la puerta de atrás del jardín estaba abierta, y Mia había desaparecido.
–Quiero hablar con la cocinera y el resto de su servicio.
Los ojos de Hamilton brillaron.
–Gracias, señor Knight.
–No me dé las gracias hasta que haya recuperado a su prometida, coronel –Matthew echó un vistazo al reloj–. He alquilado un todo terreno. ¿Cuál es su dirección?
Hamilton dijo el nombre de una calle en la parte alta de Cartagena, en uno de los barrios más caros de la ciudad.
–Nos veremos allí –dijo Matthew.
Dentro del Escalade alquilado, sacó la foto, la apoyó en el volante y miró fijamente a Mia Palmieri. Desde luego no tenía el aspecto de una narcotraficante, pero los años de la Agencia le habían enseñado que el refrán era cierto: no podía fiarse de las apariencias.
Aun así, había algo en sus ojos… Miró la fotografía un largo minuto. Por alguna razón que no podía comprender, pasó el pulgar por los labios de Mia.
Después arrancó el Escalade y se dirigió a las colinas.
A cientos de kilómetros de distancia, en una habitación de hotel en Los Andes, Mia Palmieri se despertó sobresaltada de un sueño inquieto. Algo había rozado sus labios.
Con el corazón desbocado, se tocó los labios. No había nada. Sonrió. Tenía que haber sido la brisa, sólo la brisa que entraba por la ventana abierta.
Había cerrado la puerta, echado la cadena, incluso encajado una silla en el picaporte, pero había dejado la ventana abierta. La habitación estaba en la segunda planta, era bastante segura.
De todos modos se levantó de la cama, fue hasta la ventana y la cerró. Mejor así, pensó.
DÓNDE estaba Mia Palmieri?
¿Había huido o la habían raptado? Relacionarse con gente del mundo de la droga era jugar con fuego. Y eso llevaba a la siguiente pregunta: ¿por qué había aceptado pasar coca? Se ganaba mucho dinero, pero había mucho riesgo, sobre todo de la forma que lo había hecho ella. Utilizar el correo de la embajada la había puesto en peligro a ella, pero también a su prometido. Las perspectivas de Hamilton en el ejército eran muy buenas. ¿Por qué arriesgar su futuro y el de ella misma? Matthew tenía mucha preguntas. Necesitaba respuestas.
La casa de Hamilton no sólo era cara, además estaba muy bien custodiada, lo que no era raro en aquella parte del mundo. Un muro culminado con alambre de púas rodeaba la casa; una perrera sugería que al menos un perro de guarda estaba suelto, probablemente por la noche.
Matthew tuvo que identificarse en la puerta. Se abrió, y fue en el coche hasta la casa. El coronel salió a recibirlo y, a petición de Matthew, lo acompañó por las elegantes habitaciones.
–Mia amaba esta casa –dijo el coronel.
A lo mejor era así, pero la decoración del salón dejaba que desear.
La relación entre Hamilton y su prometida no era normal. No según el estándar de Matthew. Si una mujer como Mia Palmieri hubiera sido parte de su vida, habría pasado las noches con ella.
No como el coronel. Su prometida y él no compartían habitación. Sus respectivas habitaciones ni siquiera estaban conectadas. De hecho, cada una estaba en un extremo de la casa.
–¿No dormían juntos?
Hamilton se ruborizó.
–Nuestra forma de dormir no es de su incumbencia.
–Ahora todo es de mi incumbencia –respondió Matthew–. Vaya acostumbrándose, Coronel.
–Dormíamos juntos –dijo Hamilton, ahogado–. Claro que sí, pero Mia… Mia insistía en tener su propia habitación.
–¿Por qué? Y, por favor, coronel, no me haga perder el tiempo diciéndome que quería mantener su intimidad.
No sabía por qué había dicho eso, pero funcionó. Hamilton volvió a ruborizarse.
–Mia es muy buena utilizando… utilizando el sexo para conseguir lo que quiere.
–¿Y qué quería de usted, coronel?
Matthew sabía que la pregunta era difícil, pero quería observar la reacción del coronel.
–Nada en particular. Sólo… –Matthew casi sintió lástima por él–. Sólo pensaba que le daba el control.
–Y lo hacía –dijo Matthew con suavidad–. Traficaba con coca delante de sus narices.
–Pero no permití que siguiera con eso. Ya se lo he dicho.
–No, pero tampoco la obligó a afrontar las consecuencias.
Hamilton inspiró profundamente. Matthew pensó que iba a defenderse, pero en lugar de eso dejó caer los hombros.
–No estoy orgulloso por mi debilidad con Mia –dijo con tranquilidad–, pero la amo, y quiero recuperarla.
La cocinera confirmó que Mia casi se había disuelto en el aire. No había habido ruido de pelea, ni sillas tiradas, nada.
–¿Algo más?
–Sí –dijo ella después de un par de segundos–, la señorita no había tocado su almuerzo, lo único que faltaba en la bandeja era una botella de agua.
Matthew encontró aquello interesante. ¿Podía una mujer que había sido secuestrada sin pelear haber tenido la oportunidad de llevarse una botella de agua?
–¿Había alguien más trabajando en la villa ese día?
–No, señor –dijo la cocinera con énfasis. Después de una pausa dijo que el chico de la piscina había estado, pero cuando la señorita había desaparecido, estaba en la casa de al lado.
Matthew localizó al muchacho. Tardó un poco, pero al final recordó que había visto pasar un taxi, a lo mejor en dirección a la casa de Hamilton.
Fue hasta la ciudad, se detuvo en el hotel, consiguió una lista de empresas de taxis y tuvo suerte al tercer intento: por diez dólares, el telefonista recordó que había mandado un taxi a la dirección de Hamilton el día que Mia desapareció. Por quince consiguió el paquete completo: hablar con el conductor que reconoció la foto de Mia. La había llevado a alquilar un coche.
El chico de los coches de alquiler también la recordaba. Mia había preguntado por algunas direcciones de Bogotá. El chico había intentado convencerla de que no hiciera el viaje. Era muy largo, quince o dieciséis horas. Y peligroso, sobre todo para una gringa, pero Mia había insistido, y el chico le había señalado la ruta en un mapa. La más corta, había insistido ella. Al menos la señorita había sido lo bastante lista como para estar de acuerdo en eso.
Media hora más tarde, Matthew salía de la ciudad, pero no por la carretera que se suponía que había tomado Mia. Ya estaba seguro de que había huido. La cuestión era ¿por qué? Sólo había dos razones lógicas. La primera era que huía del cártel porque la droga que llevaba no había llegado a su destino. La segunda era que huía con un alijo de cocaína. Eso tampoco gustaría al cártel.
Sólo había una forma lógica de actuar: una mujer que huye tanto de su novio como de un atajo de asesinos se habría subido a un avión. Una mujer con un alijo de coca robada trataría de eliminar las pistas perdiéndose en las montañas. Y sobre la ruta que había tomado… Él siempre que había huido había dejado pistas falsas. A lo mejor decir que iba a seguir la ruta más corta había sido una pequeña indiscreción de Mia…, pero era lo que él hubiera hecho en su lugar. Así que decidió seguir su intuición y tomar el camino más largo a Bogotá.
La carretera era difícil, pero no había tráfico, así que mantuvo una buena velocidad. Llevaba un termo de café y algunos bocadillos. Cuando empezaba a oscurecer, se detuvo y se los comió. Estaba cansado, no podía recordar la última vez que había dormido bien y había comido de verdad, pero Mia le sacaba mucha ventaja y tenía que reducirla.
Se detuvo en cada pueblo, en las gasolineras y hostales, preguntando por ella, describiendo su coche y enseñando la foto. Nadie la había visto. Un par de horas antes de que amaneciera, salió por un pista lateral, aparcó bajo unos árboles, se aseguró de que las ventanillas y las puertas estuvieran bien cerradas, subió el aire acondicionado y se durmió con la nueve milímetros al alcance.
Cuando salió el sol, estaba en la carretera de nuevo, conduciendo despacio por las calles de una nueva localidad… Vio el coche alquilado por Mia, aparcado fuera de un hotel que había visto días mejores.
Matthew recorrió un sendero lleno de basura y entró. Tocó la campanilla que había en el mostrador de recepción. Después de un minuto, se abrió una puerta y un tipo se acercó frotándose los ojos, con la camisa medio desabrochada y la cara deformada por un bostezo gigantesco.
–¿Quiere una habitación el señor?
Matthew le dedicó su mejor sonrisa.
–Tengo una reservada –dijo.
Bueno, era su novia quien la tenía, dijo poniendo la foto de Mia encima del mostrador, el problema era que no recordaba el número. Ah, y tampoco tenía la llave y quería darle una sorpresa. Su actuación fue recibida con una mirada sin pestañear.
Sacó algunos billetes del bolsillo y los puso en el mostrador. El chico agarró los billetes y le dio una llave marcada con el número 204.
Matthew subió las escaleras. Recorrió un largo pasillo hasta la puerta correspondiente y acercó la oreja a la madera. No oyó nada. Con cuidado, introdujo la llave en la cerradura. La giró. Abrió la puerta. Mia no estaba, pero sí algunos objetos de mujer. Un bolso. Una maleta pequeña abierta encima de una silla. Ropa tirada encima de la cama.