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Era esclava de su deseo… Kadar Soheil Amirmoez no podía apartar la mirada de la belleza rubia que paseaba por un antiguo bazar de Estambul. Por eso, cuando la vio en apuros, no dudó ni un instante en actuar. Amber Jones jamás había conocido a un hombre que transmitiera tanta intensidad como Kadar. El modo en el que reaccionaba ante él la asustaba y excitaba a la vez, tal vez porque Kadar se convirtió primero en su héroe y después en su captor. Aquel no estaba resultando ser el viaje de descubrimiento por el que Amber había ido a Estambul. Sin embargo, cuando el exótico ambiente empezó a seducirla, se convirtió rápidamente en la cautiva de Kadar... y él, en su atento guardián.
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Seitenzahl: 197
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Trish Morey
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cautiva en sus brazos, n.º 2421 - octubre 2015
Título original: Captive of Kadar
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7247-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La vio en el Bazar de las Especias, una turista más recorriendo aquel antiguo mercado de Estambul, famoso por vender especias, frutos secos y más de mil variedades de té. Tan solo una turista más, aunque destacara por su cabello rubio, ojos azules y unos vaqueros rojos que le ceñían las curvas del cuerpo como si fueran una segunda piel.
Por supuesto, él no estaba interesado.
Fue la curiosidad lo que le llevó a aminorar sus pasos al ver cómo ella levantaba la cámara para tomar una fotografía de una tienda de lámparas de todos los colores y diseños imaginables. Tan solo la curiosidad lo que le empujó a seguir observándola mientras el dueño del puesto se aprovechaba de su inmovilidad para ofrecerle un plato con sus más selectas delicias turcas. Ella dudó y dio un paso atrás, murmuró unas palabras de disculpa y negó con la cabeza. No obstante, el tendero no cejó en su empeño y siguió insistiendo para que ella lo probara «tan solo un poquito».
Kadar se detuvo en el puesto de enfrente y pidió los dátiles que había ido a comprar para Mehmet. Entonces, miró por encima del hombro para ver quién tenía más fuerza de voluntad, si el tendero o la turista. El primero había conseguido captar por fin la atención de la segunda y, sin dejar de esbozar una sonrisa en su arrugado rostro, pronunciaba al azar nombres de países para tratar de averiguar de cuál procedía ella.
Como si hubiera comprendido por fin que había perdido la batalla, la mujer cedió y dijo algo que Kadar no pudo distinguir, pero que hizo más amplia aún la sonrisa del tendero mientras le aseguraba que los turcos adoraban a los australianos. Entonces, ella tomó una delicia del plato y se la llevó a los labios.
Kadar se vio distraído durante unos segundos mientras entregaba un billete muy grande a cambio de los dátiles que había pedido y se veía obligado a esperar mientras alguien iba a por cambio. No le importó. La turista tenía una boca que merecía la pena observar. Tenía los labios jugosos y gruesos. Sonrió ligeramente antes de meterse el dulce en la boca. Un instante más tarde, la sonrisa se hizo aún más resplandeciente. Los ojos azules le brillaban de placer, tanto que iluminaba el mercado como si fuera una reluciente lámpara.
Kadar sintió que aquella sonrisa despertaba en él una oleada de calor que le produjo una fuerte excitación y volvió sus pensamientos muy primitivos.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que poseyó a una mujer.
Había pasado mucho tiempo desde que sintió la tentación. Sin embargo, en aquellos momentos se sentía muy tentado.
Miró a su alrededor para asegurarse de que no había un hombre acompañándola y de que no tenía ninguna pegatina sobre la ropa que indicara que formara parte de un grupo que pudiera engullirla y llevársela lejos de allí en cualquier instante.
No. Estaba sola.
Podría tenerla si lo deseaba.
Aquel pensamiento le llegó con la certeza de alguien que raramente había sido rechazado por una mujer. No era arrogancia. No se podía negar que los porcentajes estaban a su favor. Nada más.
Ella seguía sonriendo con el rostro muy animado. Era como un rayo de sol y de color en medio de un mar de abrigos oscuros y de velos de color negro. Estaba dispuesta a comprar algo, ya estaba metiendo la mano en el bolso.
Podría tenerla…
Se imaginó quitándole lentamente las capas que la cubrían, una a una. Bajando lentamente la cremallera de la cazadora de cuero que llevaba puesta y despojándola de ella, una cazadora que le moldeaba maravillosamente los senos y la cintura. Después, le quitaría los llamativos vaqueros. A continuación, iría todo lo demás de un modo similar hasta que ella quedara desnuda ante él, con todo el esplendor de aquella piel tan clara. Por último, le soltaría el cabello dorado como la miel y dejaría que le cayera sobre los hombros para que pudiera acariciarle unos senos erguidos y ansiosos de caricias.
Su boca sabría muy dulce, como la delicia turca que acababa de probar. Los ojos azules se volverían oscuros de deseo y sonreiría tras humedecerse los labios mientras extendía los brazos hacia él…
Podía imaginárselo todo. Podría tenerlo todo. Todo estaba a su alcance.
De repente, como si ella fuera consciente de que él la estaba observando e incluso de lo que estaba pensando, aquellos ojos azules se fijaron en Kadar. Él comprobó en aquel momento que no eran simplemente azules, sino que tenían el color del lapislázuli. Mientras los observaba, se oscurecieron, como una piedra caldeada sobre una llama, casi como si estuviera respondiendo.
Parpadeó una vez, y otra más. Kadar observó cómo la sonrisa se le borraba de los labios. Sus ojos adquirieron entonces una mirada ardiente. Los dos mantuvieron aquel contacto a pesar del bullicioso ambiente del mercado.
Entonces, el dueño del puesto le dijo algo que le llamó la atención y ella se giró. Después, tras realizar un movimiento de rechazo con la cabeza y con la mano, echó prácticamente a correr. El desilusionado vendedor se quedó preguntándose cómo una venta cantada había podido salirle tan mal.
Kadar recibió por fin el cambio y una disculpa por la tardanza. Él aceptó ambas filosóficamente, igual que había aceptado el hecho de que la turista hubiera salido huyendo. En realidad, no le interesaba. Además, tenía planes para ir a visitar a Mehmet. Se dijo una vez más que no estaba buscando una mujer, y mucho menos una que salía huyendo como una liebre asustada. Les dejaba las liebres a los muchachos que gozaban con el cortejo. En el mundo de Kadar, las mujeres acudían a él.
¿Qué diablos acababa de ocurrir?
Amber Jones avanzaba sin rumbo por el mercado, sin hacer caso de las llamadas de los vendedores que trataban de atraer su atención sobre los frutos secos, las especias y los llamativos recuerdos que vendían en sus puestos. Todo parecía confuso. Ya no le fascinaban los sonidos y las imágenes del bazar porque se había visto cegada por un hombre de piel dorada, cuyos ojos ardían como el fuego. Un hombre que la había estado observando a través de aquellos ardientes ojos.
Había sido mucho más que una ligera atracción. Había sido una fuerza arrolladora que le había hecho girar la cabeza para ver cómo él la estaba observando. De hecho, había sentido la mirada de aquellos ojos oscuros como si fuera un cálido aguijonazo, una oleada de oscuro deseo que le había hecho sentir una promesa que había terminado de recogerse en lo más íntimo de su vientre.
¿Por qué había estado observándola?
¿Por qué había visto ella sexo reflejado en las oscuras profundidades de aquellos ojos?
Sexo ardiente.
Tratando de encontrar una explicación a lo que había sentido, decidió que había sido el desfase producido por la diferencia horaria. Estaba muy cansada por estar en una zona horaria en la que se vivía nueve horas más tarde que en la suya. En poco más de tres horas, su cuerpo esperaría meterse en la cama, cuando en realidad en Estambul faltaba aún para la hora de comer. No era de extrañar que se sintiera tan agobiada y tan acalorada en aquel mercado.
Lo que necesitaba era aire fresco, sentir la brisa de finales de invierno en el rostro y dejar que el aire del mar le calmara el acalorado y cansado cuerpo.
Salió por fin del bazar y se quitó el pañuelo y la cazadora. Entonces, respiró profundamente. Sintió que los nervios comenzaban a tranquilizarse un poco. Con el alivio, llegó por fin la lógica y el pensamiento racional, acompañados de un poco de desilusión de sí misma.
¿Qué había pasado con lo de ser la mujer fuerte e independiente que se había prometido ser cuando decidió aventurarse al otro lado del mundo para seguir los pasos de su trastarabuela? Evidentemente, si la mirada de un único hombre la había asustado, la Amber de siempre seguía acechando, la Amber que odiaba el riesgo, la que se conformaba con cualquier cosa en vez de perseguir lo que realmente deseaba.
No tenía nada que ver con la diferencia horaria.
Había sido él, con un rostro tallado y masculino. Él, que se adueñaba del espacio que ocupaba con una total confianza.
Amber se echó a temblar. Su reacción no tuvo nada que ver con el fresco aire de enero. Más bien, echaba de menos alocada e irracionalmente el repentino calor que la había caldeado por dentro y que le había hecho pensar en largas noches de sexo apasionado. ¿Cómo había podido ocurrir todo aquello en un instante? En los dos años que estuvieron juntos, Cameron jamás había conseguido que ella pensara en el sexo con una única mirada. Sin embargo, el desconocido del bazar sí lo había hecho. ¿Cómo podía ser posible?
Sus ojos la habían atraído de un modo arrebatador e insistente, comunicándole una oscura promesa que el cuerpo de Amber había entendido a la primera. Una promesa que le había provocado oscuros pensamientos referentes a toda clase de placeres prohibidos.
No era de extrañar que ella hubiera salido corriendo. ¿Qué sabía ella, Amber Jones, de placeres prohibidos? Cameron no había animado exactamente la intimidad en el dormitorio ni en ninguna otra habitación. De hecho, había habido ocasiones en las que se había quedado dormido a su lado y Amber se había quedado despierta, preguntándose si no había más.
Estaba segura de que tenía que haber más. Sin embargo, cuando vio lo que le ofrecía la mirada de aquel desconocido había salido huyendo.
Qué tonta.
Una vez más, deseó ser la mujer fuerte e independiente que quería ser. El modo de ser que debía de haber tenido su trastatarabuela, muchos años atrás, para ser capaz de marcharse con tan solo veinte años de su hogar entre las suaves colinas de Hertfordshire e ir a buscar la aventura en el Oriente Medio.
Volvió a ponerse la cazadora y, en ese momento, comprendió por qué su tocaya Amber había querido ir allí. Estambul era todo lo que se había imaginado que sería. Colorista. Histórico. Exótico. Tal vez no fuera ni la mitad de valiente que su antepasada, pero se había dado cuenta de que le iba a encantar su estancia en Turquía.
El estómago le protestó para recordarle que se había levantado y se había marchado del hostal antes de desayunar. Además, su cuerpo se negaba a dormir cuando a esas horas para él era plena luz del día. Al otro lado de la plaza, vio un puesto que vendía roscas rociadas con semillas de sésamo. Con eso le bastaría hasta que encontrara algo más sustancioso.
Estaba esperando a que le metieran la rosca en una bolsa cuando se acercó un anciano encorvado que portaba un bastón.
–¿Inglesa? – le preguntó, con una sonrisa desdentada que adornaba un rostro que parecía hecho de cuero– . ¿Estadounidense?
–Australiana – respondió ella, consciente de que por su físico y atuendo resultaba fácil identificarla como turista para todos los que quisieran vender algo.
–¡Australiana! ¡Australiana! – exclamó el nombre con una carcajada, como si los dos tuvieran un vínculo en común– . Tengo monedas – le susurró el hombre, como si le estuviera haciendo un favor– . Buen precio. Baratas.
Amber apenas lo miró. Sam, su hermano pequeño, tenía una colección de monedas. Ella le había prometido llevarle algo de cambio para que pudiera quedárselo, pero no tenía deseos de comprarle más.
–No, gracias. No me interesa.
–Se trata de monedas antiguas – insistió el anciano– . De Troya.
–¿De Troya? – preguntó ella, interesada de repente– . ¿De verdad?
Eso sí que sería un bonito regalo para Sam.
–Muy antiguas. Y muy baratas – dijo el anciano mientras la apartaba del carro de las roscas y se sacaba algo del bolsillo– . Para usted, precio especial.
Le dijo el precio mientras le mostraba dos pequeños discos. Amber se preguntó cómo podía saber si eran de verdad monedas antiguas. En realidad, a Sam no le importaría que no lo fueran, porque prácticamente parecían reales. De todos modos, eran muy caras.
–Es demasiado – dijo. Sabía que su escaso presupuesto no le duraría si empezaba a comprar compulsivamente el primer día.
El hombre bajó inmediatamente a la mitad de lo que pedía.
–Un precio muy especial. ¿Compra?
La tentación se apoderó de ella. En realidad, en dólares australianos, lo que el hombre le pedía en aquellos momentos era una fracción muy pequeña del dinero del que disponía. Se lo podría permitir si no compraba demasiados recuerdos. Sin embargo…
–¿Cómo sé que son auténticas?
–Yo mismo las saqué con el arado del suelo. De mi campo – respondió él colocándose una mano en el pecho, como si Amber lo hubiera ofendido.
–¿Y a nadie le importa que usted saque monedas del suelo y las venda, en especial siendo de un lugar tan famoso como Troya?
–Hay demasiadas monedas. Demasiadas para los museos – dijo. Entonces, volvió a dividir el precio por dos– . Por favor… Necesito medicinas para mi esposa. ¿Compra?
La liebre estaba en manos de otro cazador.
Kadar se había imaginado que ella se habría marchado hacía mucho tiempo. Sin embargo, allí estaba, hablando con un anciano al otro lado de la plaza, con esos vaqueros rojos que relucían como una bandera y ese cabello rubio que brillaba incluso bajo el tenue sol de invierno. Una vez más, sintió aquella oleada de calor en el vientre. Se habría apostado cualquier cosa a que, si ella se volvía para mirarle, vería un idéntico calor en los ojos azules.
Era una pena que fuera tan escurridiza.
Llamó a su chófer y le dijo que estaba esperándole mientras observaba la conversación entre el anciano y la turista. El anciano le mostraba algo en la mano, que la mujer observaba atentamente, haciendo preguntas.
Vio que el anciano agitaba la mano y dejaba caer lo que tenía en ella al suelo. Observó cómo los vaqueros rojos se estiraban sugerentemente cuando se inclinó para recoger lo que se había caído. Se imaginó que serían monedas y frunció el ceño. Si eran monedas, sería mejor que ella tuviera cuidado. La mujer las agarró casi con reverencia en la mano antes de tratar de devolvérselas al anciano.
Él no mostró intención de aceptarlas. Parecía completamente decidido a finalizar la venta. Kadar frunció el ceño al ver que ella metía la mano en el bolso para sacar la cartera.
Vio que su coche se acercaba, pero, justo antes, vio también que dos hombres uniformados se abalanzaban sobre el anciano y la turista.
Oiga! – protestó Amber al sentir que alguien le agarraba el brazo.
Cuando levantó la mirada, se encontró frente a un joven que iba ataviado con el uniforme azul oscuro de la polis. Entonces, comprobó que había dos policías. El otro agarraba el brazo del anciano, que sonreía débilmente con los ojos teñidos de miedo.
Ese mismo miedo se apoderó de ella y le heló la sangre al ver cómo le arrebataban las monedas de la mano. El policía las inspeccionó y asintió antes de meterlas en una pequeña bolsa de plástico.
¿Qué estaba pasando?
Uno de los policías rugió algo en turco mientras el anciano empezaba a señalarla a ella y balbuceaba algo a modo de respuesta.
–¿Es eso cierto? – le preguntó el policía, con la voz tan dura como la expresión de su rostro– . ¿Le ha preguntado a este hombre dónde puede comprar más monedas como esas?
–No… no…
–En ese caso, ¿por qué estaban en su posesión?
–No. Eso no es cierto. Él se acercó a mí…
El anciano la interrumpió.
–¡Está mintiendo! – exclamó antes de seguir hablando atropelladamente en turco mientras la señalaba furiosamente con la mano que le quedaba libre.
El polis volvió a mirarla con desaprobación.
Aunque Amber no era capaz de entender el idioma, comprendió que la situación no pintaba bien para ella.
–Tiene que creerme – suplicó mirando primero a un policía y luego al otro.
La gente comenzó a arremolinarse a su alrededor. Nunca antes se había sentido tan vulnerable. Llevaba menos de veinticuatro horas en un país extranjero muy alejado de su casa y del que no hablaba el idioma. El miedo comenzó a apoderarse de ella. ¿Y si nadie la creía?
Uno de los policías le pidió que le enseñara el pasaporte. Ella rebuscó en el bolso mientras el corazón le latía apresuradamente en el pecho. Por fin, consiguió abrir el bolsillo en el que había guardado el documento.
–¿Sabe usted que es ilegal poseer antigüedades turcas? Es un delito muy grave – afirmó el policía tras inspeccionar el pasaporte.
«Ilegal. Antigüedades. Delito muy grave».
Las palabras comenzaron a darle vueltas en la cabeza. ¿Por qué le estaba diciendo todo aquello? Ella tan solo las había recogido del suelo porque era más fácil para ella que para el anciano con el bastón.
–Pero si no son mías.
–Es ilegal venderlas o comprarlas.
Dios. Sintió que palidecía. Había tenido las monedas en la mano. Había estado a punto de comprarlas. Quería decir que no lo sabía, que ni siquiera estaba segura de que fueran reales, pero no pudo pronunciar palabra. Estaba tratando de encontrar palabras que no la implicaran más aún en aquel lío cuando una voz nueva surgió de entre la multitud. Era una voz profunda y autoritaria.
Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no se trataba de cualquier persona. No era una voz cualquiera. Era él. Él. El hombre que había estado observándola en el mercado.
Él le colocó una mano sobre el hombro mientras hablaba. Amber se limitó a quedarse inmóvil, sin poder reaccionar, sintiéndose como si aquel desconocido tuviera algún poder sobre ella.
El anciano le interrumpió diciendo palabras que ella no era capaz de comprender, pero el desconocido lo hizo callar con una frase. El anciano pareció encogerse visiblemente. Su mirada se hizo temerosa mientras los dos policías lo miraban con el ceño fruncido.
A pesar de que el corazón le latía apresuradamente y que el pánico se había apoderado de ella, Amber no pudo evitar notar lo perfectamente que la voz del desconocido encajaba con su imagen. Su voz estaba llena de matices, era profunda y proclamaba una autoridad que no necesitaba ni uniforme ni arma alguna. Él le acariciaba el hombro suavemente con el pulgar. Amber no pudo evitar preguntarse si el desconocido se daría cuenta de cómo le vibraba la piel bajo aquel contacto.
Afortunadamente, las voces que resonaban a su alrededor empezaron a calmarse. Los curiosos comenzaron a perder interés y se fueron marchando. Amber comenzó a sentirse tranquilizada por la presencia de aquel hombre, el mismo hombre del que había huido minutos antes. Fuera cual fuera el problema en el que se había metido, él había conseguido que no fuera miedo el sentimiento principal que la atenazaba, sino deseo.
Algo pareció quedar decidido. El policía le devolvió el pasaporte y asintió antes de que él y su compañero agarraran entre los dos al anciano.
–Debemos ir a la comisaría – le dijo el desconocido. Apartó la mano del hombro de Amber para sacar su teléfono móvil y realizar una breve llamada– . Tiene que hacer una declaración.
–¿Qué es lo que ha ocurrido exactamente? – preguntó ella. Echaba de menos el calor de su mano– . ¿Qué es lo que les ha dicho?
–Solo lo que vi, que el anciano se le acercó con las monedas y permitió que usted las recogiera cuando él las dejó caer.
–Tenía un bastón – comentó Amber– . Pensé que sería más fácil para mí.
–Por supuesto. Eso era lo que se suponía que pensara usted para que no pudiera fingir que no eran suyas o que no iba a comprarlas.
–Pero sí que iba a comprarlas – dijo ella tristemente– . Estaba a punto de hacerlo cuando la polis llegó.
–Eso también lo sé – replicó él con gesto serio– . Por fin – añadió– . Ahí está mi coche. Venga – le dijo tras agarrarle el codo.
Si su voz hubiera sonado más como una invitación que como una orden, o si ella hubiera visto la mano acercarse, Amber podría haber estado preparada. No fue así. Por eso, cuando él le dio su orden y le agarró el brazo con los fuertes y firmes dedos, fue como si estuviera reclamando posesión de ella y ejerciendo el control. Amber supo que, si se metía en aquel coche, su vida no volvería a ser la misma. Algo restalló dentro de ella, una fusión de calor y deseo, de rebelión y miedo tales que la bolsa de la rosca de pan se le cayó al suelo.
–¿Se encuentra bien? – le preguntó él.
Amber no podía decirle la razón por la cual apenas podía respirar.
–Yo… – murmuró ella tratando de buscar una respuesta– . Ni siquiera conozco su nombre.
Él inclinó la cabeza.
–Discúlpeme. Nos hemos saltado las formalidades más habituales. Mi nombre es Kadar Soheil Amirmoez. A su servicio.
Ella parpadeó.
–Se me dan muy mal los nombres. Jamás me voy a acordar de todo eso – admitió. Entonces, deseó no haber abierto la boca. Él ya pensaba que era una ingenua. ¿Por qué darle razones para que tuviera aún peor opinión de ella?
Sin embargo, él sonrió un poco. Era la primera vez que lo veía sonreír y, aquel sencillo gesto, convirtió un rostro masculino, misterioso y atractivo en algo realmente peligroso. Amber sintió que le daba un vuelco el corazón.
–Bastará con Kadar. ¿Y tú eres?
–Amber. Amber Jones.
–Es un placer conocerte – dijo él estrechándole la mano y arrebatándole así a Amber el último retazo de resistencia.
Se agachó ante ella para recoger el pan, que había salido de la bolsa para caer sobre el suelo.
–Esto ya no se puede comer – añadió. Arrojó el pan y la bolsa a una papelera cercana– . Ven. Después de que hayas hecho tu declaración, te invitaré a almorzar.
¿Y después de almorzar? ¿Se la llevaría a algún sitio para hacer realidad la promesa que ella había visto en sus ojos?
–No es necesario – dijo ella– . Creo que ya te he robado demasiado tiempo.
–Yo te he arruinado el almuerzo – replicó él solemnemente mientras la hacía entrar en el coche– . Te debo eso al menos, Amber Jones.