Cautivado por su inocencia - Kim Lawrence - E-Book
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Cautivado por su inocencia E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Tenía que recibir lecciones de pasión… Anna estaba a punto de conseguir el trabajo de sus sueños cuando se lo arrebataron todo. Y solo había un hombre al que se podía culpar. Cesare Urquart, un antiguo piloto de carreras, creía que Anna era la mujer que estuvo a punto de terminar con el matrimonio de su mejor amigo. Pero, cuando Anna llegó a la preciosa finca que Cesare tenía en Escocia para trabajar como empleada de su hermana, él experimentó una atracción que no había sentido en años. Pronto, empezó a cuestionarse la idea que tenía de ella. Porque, bajo la insolente actitud de Anna, había una inocencia irresistible que Cesare no podía dejar sin explorar…

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Seitenzahl: 166

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados.

CAUTIVADO POR SU INOCENCIA, N.º 2273 - Diciembre 2013

Título original: Captivated by Her Innocence

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3894-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Si fuera cierto que la perfección se consigue con la práctica, la sonrisa de Anna habría transmitido la mezcla justa de seguridad y deferencia. Sin embargo, mientras exponía su opinión acerca de los cambios recientes que se habían llevado a cabo en el programa de educación primaria, su corazón latía con fuerza bajo la chaqueta de lana de color rosa que llevaba.

Anna trató de hablar con seguridad, alzó la barbilla e intentó relajarse. Al fin y al cabo, solo era un trabajo. ¿Solo un trabajo? ¿A quién pretendía engañar?

Aquel trabajo era importante para Anna, y se había percatado de ello cuando tuvo que elegir entre asistir a la entrevista para trabajar en una escuela local de renombre, que estaba a poca distancia de su casa, y donde sabía que tenía muchas posibilidades, o a la entrevista para conseguir una plaza en una escuela remota que se encontraba en la costa del noroeste de Escocia, un trabajo para el que nunca se habría presentado si no hubiese leído un artículo en la sala de espera del dentista.

En realidad, deseaba ese trabajo más de lo que había deseado nada en mucho tiempo.

–Por supuesto queremos que los jóvenes se conviertan en personas cultas pero la disciplina es importante, ¿no cree, señorita Henderson?

Anna asintió.

–Por supuesto –se dirigió a la mujer que le había hecho la pregunta antes de mirar al resto del comité–, pero creo que en un ambiente en el que los niños se sientan valorados y en el que se les ayude a desarrollar su potencial, la disciplina no suele ser un problema. Al menos, esa ha sido mi experiencia en el aula.

El hombre calvo que estaba sentado a su derecha miró el papel que tenía delante.

–¿Y únicamente tiene experiencia en colegios urbanos? –sonrió a sus compañeros del comité–. Usted no está acostumbrada a una comunidad rural como esta, ¿verdad?

Anna, que esperaba que le hicieran esa pregunta, se relajó y asintió. Sus amigos y familiares ya le habían hecho la misma observación, insinuando que en menos de un mes habría perdido las ganas de vivir en ese desierto cultural. Curiosamente, las personas que no le habían dado una opinión negativa habían sido aquellas que odiaban la idea más que nadie.

Si su tía Jane y su tío George, cuya única hija se había ido a vivir a Canadá, se hubieran echado las manos a la cabeza al oír que la sobrina a la que siempre habían tratado como a una hija también iba a marcharse, habría sido comprensible, pero no, la pareja la había apoyado como siempre.

–Es cierto, pero...

–Aquí pone que tiene buenos conocimientos de galés.

–Hace mucho que no lo practico pero viví en Harris hasta los ocho años. Mi padre era veterinario. Me mudé a Londres tras el fallecimiento de mis padres –Anna no recordaba el terrible accidente del que había salido ilesa. La gente decía que había sido un milagro, pero ella creía que los milagros eran algo mejor–. Vivir y trabajar en las Highlands será regresar a mis orígenes, algo que siempre he deseado hacer.

La convicción de que su vida, si no su corazón helado, pertenecía a las Highlands, había hecho que ignorara los consejos y presentara la solicitud para la plaza de profesora en la pequeña escuela de primaria de una zona aislada de la costa noroeste de Escocia.

A pesar de que se había separado de Mark, y que la boda había sido fallida, ¡no estaba huyendo!

Apretó los dientes, alzó la mandíbula y trató de no pensar en ello. Mark, el hombre al que ella nunca había conseguido convencer para ir de vacaciones a un lugar sin sol y arena, y mucho menos al norte del país, se habría desconcertado con su decisión, pero su desconcierto ya no era un factor a tener en cuenta. Ella era un ser libre y les deseaba, a él y a su modelo de ropa interior, toda la felicidad que merecían, y, si eso incluía que la mujer rubia y delgada ganara unos cuantos kilos de peso, ¡mucho mejor! A pesar de que Anna ya no estaba destrozada por la separación, seguía siendo humana.

Demostraría que podía hacerlo, pero primero tenía que conseguir el trabajo. Se concentró para mantener una actitud positiva, confiando en que fuera suficiente para convencer al comité de que le dieran una oportunidad.

–Muy bien, señorita Henderson, muchas gracias por haber venido. ¿Hay alguna cosa que quiera preguntarnos?

Anna, que tenía pensada una lista de preguntas prácticas e inteligentes para un momento como ese, negó con la cabeza.

–Entonces, si no le importa esperar en la sala de profesores un momento... Aunque creo que no soy el único que piensa que nos ha impresionado...

Anna se había puesto en pie, justo en el momento en el que alguien llamó a la puerta, provocando que el entrevistador dejara la frase incompleta. Ella tuvo que contenerse para no suspirar al ver al hombre que había entrado. Debía de tener unos treinta años, era alto, musculoso y tremendamente atractivo. Tenía una sonrisa sensual, largas pestañas y facciones marcadas. El cabello negro alborotado y los zapatos manchados de barro.

Anna no pudo oír lo que él le decía a los miembros del comité, pero sí percibió el aura de pura masculinidad que proyectaba. ¡Habría sido imposible no hacerlo!

La acusada sexualidad que desprendía aquel hombre se entremezclaba con un potente halo de autoridad. ¿Era posible que fuera el miembro del comité al que habían disculpado por su ausencia?

Si así era, Anna se alegraba de que hubiera llegado tarde, puesto que le costaba sostenerle la mirada sin sonrojarse. ¡Y lo peor de todo era que el ardor que la invadía no solo se manifestaba en sus mejillas!

La probabilidad de que hubiera podido aguantar toda la entrevista sin quedar en ridículo era escasa. Estaba inquieta, posiblemente debido al estrés acumulado por la entrevista y el largo viaje hasta el norte. Fuera lo que fuera, nunca había experimentado una reacción como aquella ante ningún hombre. Incluso sentía un cosquilleo en el cuero cabelludo.

Asombrada por su reacción, entrelazó los dedos y apretó las manos con fuerza para intentar controlarse. Él miró hacia otro lado por unos instantes y cuando volvió a mirarla, ella se estremeció.

Desde luego, la intención de aquella mirada no era cautivarla. Durante un instante, ella pensó que aquellos ojos de color de acero mostraban un destello de apreciación, pero enseguida se percató de que no era así y tuvo que esforzarse para recuperar la compostura cuando el presidente del comité hizo las presentaciones necesarias.

–Cesare, esta es la señorita Henderson, nuestra última candidata, aunque no por ello menos cualificada.

Anna puso una cálida sonrisa de aprobación.

–Hay té y galletas en el despacho. La señora Sinclair se ocupará de usted –el presidente se echó a un lado para permitir que Anna saliera de la sala y se volvió para hablar con el hombre alto de piel aceitunada y nombre de origen italiano–. La señorita Henderson se ausentará unos minutos mientras nosotros... Ah, señorita Henderson, este es Cesare Urquart. Él es el motivo por el que la escuela disfruta de la buena relación con los negocios locales que usted tanto alabó.

Anna estaba tan aturdida que ni siquiera recordaba el comentario que había hecho al respecto.

–Señor Urquart –contestó tratando de aparentar tranquilidad a pesar de que él la miró de forma penetrante.

–Anna también estaba impresionada por nuestro enfoque ecológico.

Anna tenía la mano en el picaporte de la puerta pero se detuvo al oír que decía:

–Gracias a la previsión y generosidad de Cesare, la escuela no solo produce suficiente electricidad para autoabastecerse sino que también vende el sobrante a la red. Hubo un momento en que se hablaba de tener que cerrar la escuela, igual que ha pasado con muchas otras, antes de que Cesare se interesara por ella de manera personal.

Se hizo una pausa y Anna supo que esperaban una respuesta. Asintió y dijo:

–Yo también tengo interés personal.

La mujer del comité habló en voz alta:

–¿Y cómo está la pequeña Jasmine? La hemos echado de menos, Killaran.

–Aburrida.

Al parecer, el señor Urquart, ¿o era Killaran?, era padre. Supuestamente, la niña iría acompañada de una madre que sería tan glamurosa como su padre. ¿Gente adinerada que se había ganado el corazón de los lugareños? A pesar de su cinismo, también contemplaba que sus motivos hubieran sido puramente altruistas. En cualquier caso, sabía que había muchas escuelas pequeñas al borde del cierre que habrían envidiado al pueblo su rico benefactor. Y era una lástima que lo necesitaran.

–Señorita Henderson –Cesare Urquart dio un paso hacia Anna y ella agarró el picaporte con fuerza–. Debo disculparme por mi retraso.

No parecía sincero, y su sonrisa no era muy convincente. Anna tenía la sensación de que no le caía bien a ese hombre. Contestó con una sonrisa forzada y, momentos después, él le preguntó:

–¿Le importa que le haga algunas preguntas personales? –«Como por ejemplo si ha destrozado algún matrimonio recientemente...».

Por supuesto, él sabía la respuesta. Las mujeres como ella no solían cambiar, e iban por la vida dejando una estela de destrucción.

–Por supuesto que no –mintió Anna mientras Cesare Urquart se quitaba el abrigo que llevaba.

Al ver que llevaba un elegante traje gris que realzaba su cuerpo musculoso, ella sintió un cosquilleo de deseo en el estómago y miró hacia otro lado, fijándose en que sus dedos estaban blancos a causa de la fuerza con la que agarraba el picaporte.

Tenía que recuperar el control. El ambiente había cambiado.

Cesare había entrado en la sala y, al ver a una bella mujer, se había sentido fuertemente atraído por ella. El sentimiento era tan intenso que ni siquiera disminuyó cuando, al reconocerla, la rabia lo invadió por dentro. Había estado a punto de enfrentarse a ella allí mismo, delante de todos los miembros del comité

Por desgracia, no había sido capaz de controlar la testosterona que provocaba un fuerte calor en su entrepierna. Pero, desde la adolescencia, había aprendido a controlar a sus hormonas, impidiendo que gobernaran su vida.

En su opinión, un hombre no podía controlar ninguna situación a menos que pudiera controlarse a sí mismo. Y a Cesare le gustaba mantener el control.

Tenía dos cosas claras: aquella mujer no tenía autoridad moral para ser profesora y, sin embargo, se había ganado la simpatía del comité.

Era cierto que, si la hubiese conocido por primera vez, quizá no habría adivinado que tras esa cara angelical se escondía una arpía de primera clase. Pero a pesar de saber lo que aquella mujer era capaz de hacer, debía hacer un esfuerzo para que no le afectara la intensa mirada de sus ojos azules.

No permitiría que la semilla de la duda germinara en su interior, y estaba seguro de que podría convencer a los otros miembros del comité de que bajo aquel vestido de bibliotecaria sexy, y detrás de aquella sonrisa, estaba la persona equivocada para el puesto de trabajo que ofrecían. Sin embargo, sería completamente imparcial y le daría la oportunidad de que ella misma lo demostrara.

Se sentó tras la larga mesa y se fijó en su cabello brillante. La última vez que la vio, lo que le llamó la atención no fue el color de su pelo sino lo que estaba haciendo: besar en público y de manera apasionada a su mejor amigo, un hombre casado.

A pesar de todo, Cesare recordaba que el color de su cabello era rojizo.

Paul siempre se había sentido atraído por las pelirrojas pero se había casado con una rubia y, a pesar de que aquella mujer había intentado destrozar su matrimonio, seguía casado con ella.

Cesare continuó observando el rostro de la mujer que había estado a punto de destrozar el matrimonio de su amigo y sintió que un fuerte deseo se apoderaba de él.

Sabía que su reacción era la respuesta primitiva de un hombre hacia una bella mujer. Paul no se había percatado de ello, pero es que su amigo siempre había sido un romántico y frecuentemente confundía el sexo con el amor.

La noche en cuestión, Paul lo había seguido fuera del restaurante, alcanzándolo justo cuando estaba a punto de meterse en el coche.

–No es lo que crees.

Cesare no contestó a su amigo. No era quién para dar la aprobación que su amigo Paul estaba buscando.

–No le dirás nada a Clare, ¿verdad? Está bien, lo siento, sé que no se lo contarías.

Cesare cerró la puerta de un golpe y se volvió hacia su amigo. ¿Cómo un hombre tan inteligente podía ser tan estúpido?

–Alguien se lo contará. No habéis sido nada discretos.

–Lo sé, lo sé, pero es el cumpleaños de Rosie y quería llevarla a un sitio agradable. Es una mujer increíble y muy bella...

Al parecer, a Paul no se le había ocurrido que a su amante le vendría bien que su mujer lo descubriera y lo obligara a tomar una elección. Ella debía de estar muy segura de sí misma.

Cesare se cruzó de brazos y se apoyó en el coche. Tuvo que contenerse para no agarrar a su amigo por el cuello y preguntarle a qué diablos estaba jugando, pero Paul decidió confesarse y contárselo todo. Cesare reconocía muy bien la situación que le había descrito su amigo.

La mujer no solo sabía lo que hacer dentro de un dormitorio sino que sabía cómo manipular a un hombre aprovechando sus puntos débiles. Había halagado a Paul, y así había conseguido despertar su instinto protector.

Cesare estaba seguro de que ella refinaría esa técnica con el paso de los años y de que, quizá, se convertiría en una experta como su madre, a la que había visto recorrer Europa dejando a su paso a una larga lista de hombres con el corazón roto.

–¿Qué habrías hecho tú si fueras yo?

El comentario enfadó a Cesare, puesto que no era capaz de imaginarse en una situación similar. Para empezar, no tenía intención de casarse nunca, aunque comprendía que algunos hombres estaban hechos para el matrimonio y que Paul era uno de ellos.

–Yo no soy tú. Creía que Clare y tú erais felices.

–Lo somos.

–¿Y la quieres?

–Quiero a las dos, claro que sí, pero Rosie es tan... Ella me necesita. Si rompiera con ella, se moriría. ¡Me ama!

Cesare reconocía que era fácil ser despreciativo cuando no se había experimentado la sensualidad que proyectaba aquella mujer. Su boca incitaba al pecado. Sus labios prometían momentos apasionados a todos aquellos afortunados que pudieran saborearlos. A medida que se apiadaba de su amigo, aumentaba su desprecio por la mujer que había empleado la sensualidad como arma.

–No la entretendré demasiado, señorita Henderson. ¿Le importaría sentarse de nuevo?

Puesto que no era una opción, Anna obedeció y se fijó en la mirada crítica y poco amistosa que seguía cada uno de sus movimientos.

–La señorita Henderson ha viajado en tren toda la noche. Debe de estar muy cansada –comentó el concejal local antes de tomar asiento.

–Nos está viendo en el mejor momento. El invierno aquí es muy largo.

De su comentario se deducía que él pensaba que ella se pondría a llorar en cuanto comenzara a nevar. ¡Y eso se lo decía un forastero!

–¿Ha vivido aquí mucho tiempo, señor Urquart?

Anna se percató de que los miembros del comité se miraban divertidos. ¿Por qué les parecía tan gracioso lo que había dicho?

–Toda mi vida.

La única mujer que había en el comité fue la que explicó la broma.

–Los Urquart de Killaran llevan muchísimo tiempo siendo generosos benefactores de la comunidad, y Cesare dedica un tiempo de su apretada agenda para ejercer como miembro del consejo escolar.

Anna se percató de que él esbozaba una sonrisa, pero no la miraba. Su voz era grave y dulce a la vez pero no tenía ningún acento escocés a pesar de que pertenecía a la familia Urquart de Killaran.

¿Y qué aspecto tendría con un kilt? Anna bajó la vista y se esforzó para no reírse al pensar en ello.

Suponiendo que consiguiera el trabajo, ¿eso significaba que tendría que trabajar con él?

La idea hizo que se le acelerara el corazón. Con suerte, toda su implicación en la escuela no era más que firmar los cheques.

Al ver que él volvía a dirigirse a ella, se esforzó para no estremecerse.

–Cuénteme, ¿cuánto tiempo lleva enseñando?

–Cinco, no, cuatro...

Su intensa mirada provocó que se sonrojara, una de las maldiciones de su condición de pelirroja.

–Cinco años y medio –contestó al fin.

Cesare Urquart apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia ella. La voracidad que ocultaba su sonrisa hizo que Anna se sintiera como Caperucita Roja. Aunque aquel hombre hacía que el lobo pareciera benévolo.

–Permita que le plantee una situación hipotética, señorita Henderson.

Anna sonrió y asintió. «Adelante», pensó.

Capítulo 2

El orgullo provocó que Anna saliera de la sala con la espalda derecha y la cabeza bien alta, deteniéndose un instante para mostrar su agradecimiento a los miembros del comité. No estaba dispuesta a permitir que Cesare Urquart tuviera el placer de verla derrumbarse.

Cesare no evitó mirarla ni trató de ocultar su sonrisa condescendiente. La expresión de su rostro indicaba que estaba satisfecho con el trabajo que había hecho. Los otros miembros del comité permanecieron en silencio, sin mirarla, y quizá fuera mejor así porque, si le hubieran hecho algún comentario amable, se habría derrumbado.

–Le pediré un taxi.

Su oferta no denotaba amabilidad, así que Anna pudo mantener la compostura hasta que su mirada se cruzó con la de su acosador. Mantener la compostura sí, pero no ocultar el dolor que transmitía la mirada de sus ojos azules.

Él fue el primero en bajar la vista para apuntar algo en la hoja de papel que había sobre la mesa. Ella sospechaba que había trazado una línea sobre su nombre.

¿Por qué lo había hecho?

¿Solo porque podía hacerlo?

¿Y por qué ella se lo había permitido?

Una vez en el pasillo, Anna sintió que el coraje la abandonaba y se derrumbó como si fuera una marioneta a la que le habían cortado los hilos. Empezaba a tener una fuerte migraña y se apoyó en la pared, sintiendo el frío de los baldosines a través de la tela de la blusa.

Se había dejado el abrigo en una silla de la sala, pero prefería agarrar una neumonía antes que entrar a por él.

Se fijó en el reloj que había colgado en la pared de enfrente y comprobó que solo habían pasado cinco minutos después de que hubiera estado a punto de conseguir el trabajo de sus sueños. Cesare Urquart había necesitado menos de cinco minutos para lograr que aparentara ser una estúpida incompetente.

¡Y ella se lo había permitido!