Orgullo escondido - Cuarenta noches con el jeque - Bodas en Italia - Kim Lawrence - E-Book

Orgullo escondido - Cuarenta noches con el jeque - Bodas en Italia E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

Orgullo escondido ¿Quién ha dormido en mi cama? Ardiente, rico y atractivo, Gianni Fitzgerald controlaba cualquier situación. Sin embargo, un viaje de siete horas en coche con su hijo pequeño puso en evidencia sus limitaciones. Agotado, se metió en la cama… Cuando Miranda despertó y encontró a un guapísimo extraño en  su cama, su primer pensamiento fue que debía de estar soñando. Sin embargo, Gianni Fitzgerald era muy real. Una ojeada a la pelirroja y el pulso de Gianni se desbocó. Permitirle acercarse a él sería gratificante, pero muy arriesgado. ¿Podría Gianni superar su orgullo y admitir que quizás hubiera encontrado su alma gemela? Cuarenta noches con el jeque En el desierto abrasador, él tenía todo el poder Sydney Reed soñaba con ser princesa en una tierra lejana… Jamás hubiera podido imaginar que el jeque Malik de Jahfar, apuesto y sexy, quisiera casarse con ella, ni siquiera por conveniencia. Pero el sueño terminó y la joven volvió a la cruda realidad de golpe… Necesitaba su firma sobre los papeles del divorcio, pero Malik tenía otros planes. La ley de Jahfar exigía una convivencia de cuarenta días como marido y mujer antes de permitir el divorcio. Y él estaba dispuesto a hacer que esas cuarenta noches fueran inolvidables… Bodas en Italia Era una tentación imposible... Su propia hermana le había robado a su prometido. Como resultado de esto, Cherry Gibbs estaba perdida en Italia, con su coche de alquiler parado en medio de una carretera secundaria. Se estaba preguntando qué más podía salirle mal cuando, al levantar la vista, se encontró con la penetrante mirada de Vittorio Carella. A pesar de que él tenía todo lo que ella se había jurado evitar, Cherry aceptó pasar la noche en su casa. Muy pronto, se vio seducida por las hábiles caricias de Vittorio. Sin embargo, aquello no podía ser real. Vittorio podría elegir cualquier mujer de la élite social de Italia. Entonces, ¿por qué se había fijado precisamente en ella?

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Seitenzahl: 582

Veröffentlichungsjahr: 2025

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

E-pack Bianca, n.º 415 - mayo 2025

I.S.B.N.: 978-84-1074-519-3

Índice

Créditos

Orgullo escondido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Cuarenta noches con el jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Bodas en Italia

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Promoción

Capítulo 1

ERAN las once de la noche, dos horas más tarde de lo previsto como hora de llegada, cuando por fin Gianni paró el destartalado vehículo. No sin pesar, había decidido que, dadas las circunstancias el precioso y aerodinámico deportivo no era lo más adecuado para viajar con un niño. Los niños de cuatro años nunca iban ligeros de equipaje y, además, mostraban muy poco respeto por las tapicerías de cuero en color crema.

Si Sam cumplía su promesa, estaría cuidando del pequeño durante unos pocos días. Aquello no podría haber surgido en peor momento.

Se consideraba un honor ser propuesto como conferenciante en el prestigioso festival internacional de literatura, y tras retirarse en el último momento, Gianni dudaba que, por mucho éxito que tuviera su empresa de publicidad, volviera a repetirse tan buena fortuna.

Echó una ojeada al asiento trasero. Su hijo llevaba cinco minutos seguidos durmiendo. Cinco minutos de un celestial silencio, aparte del preocupante estruendo del viejo motor. No se oían llantos, gritos, aullidos, patéticos gimoteos y, sobre todo, ¡nada de vomitonas! Una pequeña sonrisa curvó los labios de Gianni al recordar cómo Clare, la niñera de Liam, había expresado sus dudas sobre su capacidad para realizar ese viaje sin ella.

–Es tarde y está cansado. Dormirá la mayor parte del trayecto. Aunque reconozco que eres indispensable, Clare, creo que podré con ello. Disfruta de tus vacaciones.

Sin dejar de hacer bromas, había aceptado las pulseras anti-mareo, escuchando pacientemente las largas explicaciones sobre cómo colocarlas sobre los puntos de presión de las muñecas de Liam para mitigar las náuseas. Después había dejado de escuchar, mientras pensaba en que no podía ser muy difícil sujetar a un niño de cuatro años al asiento trasero de un coche y conducir durante unos ciento sesenta kilómetros.

Sacudió la cabeza y se alegró de no haber expresado esos pensamientos en voz alta, so pena de sentirse aún más ridículo de lo que ya se sentía. También deseó no haberse dejado las pulseras para el mareo en la mesita de la entrada, ni haber cedido al deseo del niño de cenar hamburguesa con patatas fritas. Todo había ido cuesta abajo a partir de ahí.

–Acertaste, Gianni: esto es pan comido –murmuró mientras soltaba el cinturón de la sillita de su hijo e intentaba no respirar. Las toallitas húmedas que le había proporcionado una amable mujer en los servicios de la gasolinera no habían conseguido eliminar del todo el olor. Tomó al pequeño en sus brazos y cerró la puerta del coche con un golpe de rodilla–. Tranquilo, chaval, a dormir –susurró cuando el ruido arrancó una protesta de su hijo.

La casa de tejado de paja, propia de una postal, no era más que una borrosa mancha blanca contra los árboles y estaba a oscuras. Al parecer, Lucy, que solía levantarse a unas horas indecentes para alimentar al ganado y otros animales abandonados que había recogido durante los dos últimos años, ya se había ido a dormir. No encontrándole ningún sentido a despertarla, y sin ganas de escuchar la habitual retahíla sobre sus pocas dotes como padre, hizo el menor ruido posible mientras avanzaba por el camino de grava. Sujetando a Liam con un brazo, buscó a tientas la llave sobre el quicio de la puerta.

La luna asomó por detrás de una nube mientras la puerta pintada de rojo se abría dejando ver lo suficiente para que Gianni subiera hasta el piso superior sin tener que encender la luz. Acostó a Liam en la cama de la pequeña habitación abuhardillada y regresó al coche para recuperar la bolsa de viaje que Clare había preparado, volviendo de inmediato.

Liam no se había movido. Sin apenas respirar, su padre lo desnudó con cuidado. Afortunadamente, el niño estaba fuera de juego y ni siquiera se movió cuando le puso un pijama limpio. Gianni acarició un pegajoso mechón de oscuros cabellos mientras miraba con dulzura la angelical expresión de su hijo, sintiendo la familiar oleada de orgullo y feroz instinto protector.

Nunca dejaría de maravillarle haber contribuido en algo a tanta perfección. No había sido planeada, pero la paternidad era lo mejor que había hecho en su vida y, desde el instante mismo de su nacimiento, Liam se había convertido en el centro de su universo.

Con cuidado retiró la pesada colcha, aquella noche no hacía frío, y abrió un poco la ventana. Tras una última ojeada al niño, bostezó y se dirigió a su cama en la habitación contigua. A medio camino se detuvo. Por si Lucy se levantara antes que él, sería buena idea proporcionarle una explicación para ese vehículo desconocido aparcado ante su casa. Lucy, en otro tiempo la mujer más confiada del mundo, había adquirido buenos motivos para sospechar de los extraños. Una nota, decidió, bastaría.

Los perros que dormían en la cocina se levantaron para saludarlo alegremente y se frotaron contra sus pier- nas mientras dejaba un mensaje pegado a la caja de cereales sobre la mesa de la cocina. Obsesiva del orden, Lucy parecía haberse relajado un poco a juzgar por el desorden reinante en la habitualmente impecable cocina. Tras darles unas palmaditas a los perros, echó un último vistazo a su hijo y se dirigió a la cama.

Diez segundos después de que su cabeza aterrizara sobre la almohada, Gianni estaba durmiendo y no despertó hasta sentir la luz del sol que se filtraba por la ventana.

«¿Dónde estoy?».

La sensación de desorientación solo duró unos segundos, pero fue sustituida por otra mucho más duradera.

Era la primera vez que le sucedía.

Tenía treinta y dos años y, aunque había momentos de su vida que preferiría olvidar, jamás se había despertado con una extraña en su cama.

Desde luego le era totalmente extraña. Habría sido imposible olvidar ese pelo, decidió, mientras analizaba la espesa mata de rizos color rojizo con mechas de cobre.

Se apoyó sobre un codo y estudió la fina espalda de la mujer que dormía con la cabeza apoyada sobre un brazo mientras sujetaba la colcha con el otro. La mirada lo llevó desde las cuidadas uñas hasta el hombro. Tenía piel de pelirroja, pálida y cremosa, ligeramente espolvoreada de pecas a lo largo del hombro y la nuca.

Por lo poco que alcanzaba a ver, la mujer estaba desnuda. Si alguien entraba en la habitación daría por hecho que… ¿Se trataba de alguna clase de encerrona?

El ceño fruncido se relajó al rechazar la idea. «Te estás volviendo paranoico, Gianni».

Entornó los ojos en un esfuerzo por arrancar el adormilado cerebro. «Piensa, céntrate». No podía tratarse de una encerrona pues nadie sabía dónde estaba. Gianni había buscado a muchas personas que deseaban desaparecer y sabía bien que un secreto dejaba de serlo en el momento en que lo compartías.

Y eso le dejaba…

La nada absoluta. ¿Quién era la mujer desnuda de piel sedosa? Su oscura mirada acarició la suave curva de su hombro. «Qué sedosa… ¡Gianni, céntrate!». Más importante que su identidad era saber por qué estaba en su casa y en su cama.

Salvo que no era su cama. Ni tampoco era su casa.

Los oscuros ojos almendrados se abrieron desmesuradamente a medida que una explicación se abrió paso en su cerebro. ¿Sería posible que la chica ya estuviera en la cama cuando él se había acostado, demasiado cansado para darse cuenta de su presencia?

«No solo posible, idiota, ¡probable!».

Despertar y encontrarse con un extraño en su cama no iba a ser la mejor manera de presentarse ante la invitada de su tía.

Con mucho cuidado levantó la colcha sin quitarle ojo a la joven. Su intención era salir de esa cama antes de que ella despertara. Su mirada la abandonó brevemente mientras recorría la habitación. ¿Dónde había dejado la ropa?

Medio desnudo en la cama con una mujer. Gianni se imaginaba las portadas de los tabloides. ¡Y encima no podría decir que se equivocaran!

Al fin vio su ropa, pero demasiado tarde, ya que en ese mismo instante, la figura durmiente bostezó y se estiró perezosamente con un movimiento felino que hizo que la sábana se deslizara hasta su cintura.

Gianni dio un respingo y se quedó paralizado, fatalmente distraído por las suaves y femeninas curvas, deteniéndose en el hoyuelo que asomaba sobre el deli- cioso trasero que se apuntaba bajo las sábanas. De repente ella murmuró algo y se dio la vuelta, subiéndose la colcha hasta la barbilla y acurrucándose de nuevo.

Gianni respiró hondo y se preparó para lo peor.

«¡Esperemos que tenga sentido del humor!».

Al final resultó que la joven no gritó. Tras pestañear como un gatito adormilado, sonrió cálidamente, aunque quizás fuera corta de vista. En cualquier caso, la lujuria se abrió paso por los canales de la lógica de Gianni que se quedó sin aliento.

Era hermosísima.

Como de costumbre, Miranda despertó sesenta segundos antes de que sonara el despertador. Aquella mañana debía madrugar. Sus quehaceres en la casa incluían más que alimentar a las numerosas mascotas y su sentido del deber le hacía completar todas las tareas que su jefa le había detallado en una de las listas. Había muchas listas.

Aún no había conseguido aprenderse el nombre de todos los componentes del zoológico. Estaba el viejo caballo, el poni de Shetland y el burro, los patos y las gallinas. Su jefa le había escrito los nombres en la lista con su bonita y pulcra escritura. También le había escrito un horario de limpieza. A Miranda, a la que no le alteraba un poco de desorden, le parecía excesivo, pero la pagaban, y muy bien, por lo que su padre calificaba de vacaciones. Eso había sido antes de admitir que no pensaba regresar al inicio del nuevo curso. Y así, según su padre, las vacaciones pagadas se habían convertido en un empleo denigrante para alguien con sus habilidades y cualificaciones.

Miranda suspiró. Estaba escapando, no huyendo. El matiz era importante.

Cierto que en su momento se había sentido como si el cielo se hubiera desplomado sobre su cabeza, y todavía no podía decir en voz alta que la decisión hubiera sido buena, pero de no haberle robado su hermana, Tam, el hombre junto al que hubiera querido envejecer, la situación se habría prolongado indefinidamente esperando patéticamente a que Oliver se diera cuenta de que era algo más que una eficiente maestra de economía doméstica.

Eficiente no, excepcional, se corrigió Miranda en la línea de su nueva filosofía: «Si lo tienes, presume de ello». Si hubiera presumido de su más que aceptable físico con las ropas de diseño que solía vestir Tam, quizás Oliver habría visto algo más en ella que sus magdalenas de frambuesa.

Aparte del dolor de corazón, Miranda se sentía bastante bien. Normalmente tenía problemas para dormir en una cama extraña, pero la noche anterior se había apagado como una vela y, aparte de unos extraños sueños, había dormido toda la noche.

Con los ojos aún cerrados, se dio la vuelta hacia la ventana que se abría en la pared torcida donde las vigas de roble, ennegrecidas por los años, destacaban sobre la pintura azul. Había mucho colorido en la cabaña. Y había sido precisamente la mezcla del paisaje que se veía por la ventana y esas vigas lo que había animado a Miranda a elegir ese dormitorio cuando Lucy Fitzgerald le había invitado a elegir el que quisiera. Bueno, eso y la enorme cama con el cabecero de madera labrada.

–Pura lujuria –murmuró mientras se acurrucaba.

Extendió ambas manos. La derecha acarició el cabecero de la cama, y la izquierda algo caliente y duro… aún medio dormida, lentamente giró la cabeza.

La sacudida de pánico inicial duró una décima de segundo antes de relajarse y sonreír. Obviamente se tra- taba de un sueño, pues no podía existir un hombre con ese rostro.

Era pura perfección, decidió mientras estudiaba las angelicales facciones, fascinada por los afilados ángulos y fuertes curvas que convertían ese rostro en mucho más que una belleza simétrica. Una poderosa nariz aquilina, afilados y altos pómulos, frente amplia e inteligente. Sintió un tirón casi físico al contemplar los aterciopelados ojos oscuros enmarcados por largas pestañas y hundidos bajo las cejas de ébano.

Suspiró y avanzó con la mirada hacia una boca de fantasía con los labios esculpidos, severa y al mismo tiempo sensual. La pequeña cicatriz que partía de la comisura derecha de esa deliciosa boca, destacaba blanca sobre el uniforme tono tostado de su piel.

–Buenos días.

Miranda parpadeó de nuevo y se sonrojó violentamente. Al igual que el rostro, la voz era de ensueño. Grave, gutural y con un ligero y adorable acento. Ese hombre de anchos y atléticos hombros, con la sombra de una barba en su mandíbula cuadrada, era la clase de hombre del que estaban hechos los sueños de las mujeres. Sin embargo, parecía tremendamente real para ser un sueño y, además, ¿no estaba despierta?

Miranda sopló un rizado mechón que le hacía cosquillas en la nariz y aspiró el aroma almizclado de alguna clase de colonia masculina… y muy cara, decidió. Era un hombre de ensueño caro. Rudo y sexy. Aunque a ella, para soñar, le gustaban más sensibles.

Por su mente pasó la sonriente imagen de Oliver, a años luz de ser rudo y sexy. Suspiró al recordar cómo había conocido a ese hombre, trabajado con él a diario, aceptado que no sentía nada por ella… aunque sí mucho por su hermana, gemela idéntica.

Se enorgullecía de haber sabido llevar la situación, ocultando su dolor tan bien que Tam no se había dado cuenta de que tenía el corazón destrozado. Incluso cuando, el día anterior a la boda, su hermana le había confesado estar embarazada, había conseguido contestar con las palabras adecuadas, aunque no se acordara de ellas. Sin embargo, todo tenía sus límites y Miranda no podía seguir trabajando en el mismo colegio que su cuñado.

Tam y ella no habían compartido nunca los estrechos lazos que se atribuían a los gemelos idénticos, pero hasta su hermana acabaría por darse cuenta.

Dirigió su imaginación con tendencias masoquistas hacia las islas griegas donde Tam celebraba su luna de miel y volvió a concentrarse en el hombre tumbado en su cama. Exudaba sexualidad por todos los poros… ¿El hombre tumbado en su cama?

La exclamación fue ahogada por el despertador que dejó de sonar al aterrizar sobre la cabeza del extraño mientras saltaba de la cama envuelta en las sábanas.

Con los ojos como platos, aferrándose a la colcha, miró fijamente al hombre. La adrenalina le urgía a salir huyendo, pero para alcanzar la puerta tendría que pasar por delante de la cama. Hiperventilando violentamente, miró hacia la puerta abierta que comunicaba su dormitorio con el siguiente, pero los pies permanecieron clavados al suelo.

Según decían, un ataque era la mejor defensa. «Compórtate como una víctima y te convertirás en una víctima », había leído en alguna parte.

–¡No se atreva a moverse o…! –¿o qué, Miranda? La barbilla alzada y el gesto desafiante pretendían ocultar su miedo mientras intentaba ganar tiempo–. O… o… o… ¡lo lamentará!

Era imposible que ese tipo no hubiera percibido el temblor en su voz. Sin embargo, no había intentado siquiera moverse y eso era bueno. Miranda contempló su cuerpo. Incluso tumbado era evidente que la superaba físicamente.

Parecía el típico chiflado de gimnasio, capaz de correr una maratón sin sudar. Si quisiera, podría aplastarla como a una mosca. Pero esa era la menor de sus preocupaciones en ese momento. Se negó a especular sobre las posibles intenciones de ese hombre e intentó respirar con calma mientras alargaba una mano hacia el teléfono. Recordaba haberlo dejado sobre la cómoda la noche anterior… ¿no?

Capítulo 2

TAPÁNDOSE con una mano el ojo magullado por el despertador que le había lanzado la chica antes de saltar de la cama, Gianni la miró con el otro y alzó la mano libre en un gesto de rendición. No había que ser un genio para imaginarse en qué estaría pensando.

–Tranquilízate. Esto es un malentendido, una equivocación –intentó calmarla estableciendo contacto visual y experimentando un sobresalto al percibir el extraordinario color de sus grandes ojos enmarcados por larguísimas pestañas.

–Equivocadamente entró en el dormitorio, equivocadamente se desnudó y, equivocadamente, se metió en mi cama… Son muchas equivocaciones.

Esa ligera ronquera en su voz, ¿sería normal o producto del miedo? En cualquier caso, a Gianni le resultaba muy atractiva y se descubrió impaciente por oírla hablar de nuevo.

–Tal y como lo dices, suena muy mal –admitió él–, pero te aseguro que soy inofensivo.

«¡No hiperventiles, Miranda!». Luchando por mantener su pose envalentonada, consiguió sonreír. No podía haber nada menos inofensivo que ese hombre tumbado sobre la cama y que únicamente llevaba puestos los calzoncillos.

Era pura sexualidad. Un depredador. Un depredador que se había metido en su cama. ¿La había tocado?, se preguntó incapaz de reprimir un escalofrío.

–¡Creo que voy a vomitar! –exclamó mientras el color abandonaba su rostro.

Incluso esa frase resultaba seductora cuando la pronunciaba ella.

¿Qué había dicho Lucy antes de irse? «Espero que no te aburras. Me temo que aquí nunca sucede nada interesante ». Para ella, ¿sería aquella una «aburrida», mañana de viernes?

–¿Le dice eso a todas las mujeres a las que intenta atacar? –Miranda respiró hondo y miró al intruso con gesto de repulsión.

Sus dedos acariciaron el teléfono que se deslizó hasta el suelo. «¡Maldita sea!», intentó controlar el ataque de pánico. «No me convertiré en una estadística más. Sobreviviré ».

–Ahora voy a salir de aquí –«en cuanto recupere el control de mis piernas».

–No seré yo quien te lo impida.

A Gianni siempre lo habían temido por su dominio de las palabras. Rara vez se había encontrado en una situación en la que no tuviera la respuesta perfecta, claro que era la primera vez que se le consideraba un violador en potencia.

–Ya te lo he dicho, ha sido un malentendido, una equivocación.

–Sí, su equivocación –¿cómo se explicaba que la voz le funcionara, pero las piernas no? Le habría sido mucho más útil al revés–. ¡Gusano asqueroso! –«¿Por qué estoy diciendo las palabras menos indicadas para calmar a un lunático?»–. Practico defensa personal.

Gianni percibía el temblor en el cuerpo de la pelirroja. Aunque aterrorizada, tenía agallas y sus ojos nunca dejaron de mirar los suyos. De repente sintió una gran admiración por ella.

Decidió sentarse en la cama, provocando que la pelirroja diera un paso atrás.

A él no le gustaba asustar a las mujeres y sonrió en un intento de parecer inofensivo e inocuo, nada fácil cuando pasabas del metro noventa y te encontrabas prácticamente desnudo. Estudió a la joven que se ocultaba tras la colcha e intentó pensar en el mejor modo de suavizar la situación.

Era pequeña y delgada, y seguramente más joven que Lucy, aunque nunca se sabía. Tenía el tipo de rostro que siempre parecía joven, de forma ovalada, y en el que destacaba un par de enormes ojos verdes por encima de una diminuta y respingona nariz. No le ayudaba nada fijarse en los sensuales labios, de lo más apetecibles cuando no describían una mueca de desagrado hacia él, pero no podía evitarlo.

–No hay motivo para ponerse histérica.

Ese tipo tenía la osadía de impregnar su voz de un tono de impaciencia. Miranda soltó una carcajada gutural. Si había una ocasión para ponerse histérica, era esa precisamente.

–No estoy histérica –¡estaba mucho más que histérica!

–Pues no es eso lo que parece.

–¿Y qué demonios parece? –espetó ella con expresión tan aterrada que Gianni temió que fuera a lanzarse por la ventana si hacía algún movimiento hacia ella. Accidente o no, el hermoso cuello se partiría y la culpa sería suya.

–Escucha, al otro lado de la puerta hay un cuarto de baño con un estupendo cerrojo. ¿Por qué no entras, te encierras y lo hablamos tranquilamente?

No era la clase de sugerencia que una esperaría de un posible violador, pero Miranda no bajó la guardia, aunque sus niveles de ansiedad se redujeron ligeramente.

–¿Cómo sabe que el cuarto de baño tiene cerrojo?

Su mente trabajaba frenéticamente. ¿Formaba aquello parte de un siniestro plan? ¿Estaba ese tipo jugando con ella? ¿Había roto la cerradura mientras ella dormía? ¿Y los perros?

–¿Le ha hecho daño a los perros? Porque si lo ha hecho… son animales rescatados y…

–Ya lo sé. Han sufrido lo suyo –la tía Lucy solía recoger a los ejemplares más torturados y desesperados que podía encontrar–. Los perros están bien –la tranquilizó–. Llama a Lucy. Ella me respaldará –pero decidió llamarla él mismo–. ¡Luce!

–¿Conoce a Lucy? –preguntó Miranda, sorprendida.

–¡Lucy! –vociferó Gianni de nuevo antes de bajar el tono de voz–. No tenía ni idea de que tuviera visita –frunció el ceño irritado. ¿Dónde estaba Lucy?–. ¡Luce!

–No está… –Miranda se interrumpió recriminándose, «¡Genial, Mirrie, si aún no sabía que estabas sola, ahora no le cabe la menor duda!».

–¿Se ha ido? –las oscuras cejas formaron una línea recta sobre la nariz aquilina.

Irritado, Gianni siseó. «¿Cuándo fue la última vez que Lucy salió de su casa?».

–Pero regresará en cualquier momento –insistió ella con voz temblorosa.

Él la miró fijamente a los ojos y se encogió de hombros.

El movimiento hizo que Miranda fuera consciente de los músculos bajo la sedosa piel bronceada. Tenía la clase de cuerpo que hacía que un artista sintiera ganas de ir en busca de sus pinceles. La clase de cuerpo que provocaba una reacción física.

–Siento haberte asustado. Yo también me sorprendí al ver que compartía la cama.

–No estoy asustada –mintió ella mientras tragaba con dificultad, incapaz de apartar los ojos de vello que salpicaba los magníficos pectorales–. ¿Cómo ha entrado?

–Abrí la puerta con la llave. Lucy guarda una copia sobre el dintel… Sí, ya sé que es una locura después de tomarse la molestia de instalar un sistema de seguridad de última generación, pero ella tiene la teoría de que nadie buscará en el lugar más evidente. Sé que el cuarto de baño tiene cerrojo, y sé dónde se guarda la llave porque he estado aquí antes.

–¿Antes? ¿Es su novio?

–Soy un pariente –Gianni soltó una carcajada profunda, gutural y atractiva.

Fue el turno de Miranda de soltar una carcajada. Podría haberse tragado la historia del novio, aunque eso no explicaría por qué se había metido en su cama y no en la de Lucy…

No le costaba mucho imaginarse a ese hombre de piel tostada y mirada atrevida como pareja de Lucy Fitzgerald. Por separado, cada uno haría que las conversaciones se interrumpieran al entrar en una habitación, pero juntos provocarían un terremoto. ¿Pariente? De eso nada. Lucy tenía un marcado acento británico, piel clara, ojos azules y cabellos rubio ceniza. Ese hombre, con sus ojos negros, cabellos color ébano y cuerpo bronceado, tenía algo elemental y primitivo en él… peligroso.

–¿Un pariente?

–Llegué muy tarde –él asintió–, y no quería molestar a nadie de modo que… normalmente utilizo esta habitación cuando me alojo aquí.

Parecía sincero, y su historia también. Claro que, hasta que su gemela le había contado la verdad sobre Papá Noel, había seguido creyendo en él dos años más de lo normal.

–Si usted lo dice –concluyó en un intento de mostrar cierto escepticismo.

–Eres muy difícil de convencer, ¿lo sabías? ¿No has visto las fotos del salón?

Miranda se mantuvo en silencio. Había repasado la extensa colección de fotos enmarcadas y empezó a considerar la posibilidad de que el parentesco existiera.

–¿Las has visto o no?

–¿Entonces qué es? –ella asintió–. ¿Su hermano?

–No, soy su sobrino.

–¿Sobrino? –exclamó ella–. Está claro que no conoce a Lucy.

–¿Y en qué te basas para decir eso?

–Bueno, para empezar, ella es más joven que usted y es inglesa, mientras que usted… no sé lo que es, pero creo que se enteró de que se marchaba y decidió entrar para ver si había algo de valor, me vio durmiendo y…

–¿No pude resistir la tentación?

Miranda se sintió sonrojar violentamente.

–No me gusta presumir, pero no sería la primera vez que una mujer comparte la cama voluntariamente conmigo –admitió Gianni–. En cuanto a Lucy, tiene dos años menos que yo y es mi tía y, al igual que ella, soy medio irlandés. Mi otra mitad es italiana, mientras que la suya es inglesa. El abuelo Fitzgerald tuvo tres esposas y diez hijos. Mi padre era el mayor y Lucy, que nació treinta años después, era la pequeña.

Gianni hizo una pausa.

–Fíjate en las fotos –sugirió–. Estoy en al menos dos. No es que haya salido muy bien, pero… –sin dejar de mirarla a los ojos, puso los pies en el suelo y añadió con dulzura–. Si hubiera querido mentir, se me habría ocurrido una historia mucho más convincente, cara.

Miranda mantuvo la pose defensiva. Ese hombre no había dejado de parecerle peligroso, pero en algo tenía razón: la historia era tan simple que debía ser cierta.

–¿Te importaría lanzarme la camisa y los pantalones? Están sobre la silla –Gianni sonrió y Miranda tuvo que hacer un esfuerzo por no corresponderle–. Me siento muy expuesto.

¡Menuda mentira!

Miranda seguía con los ojos el movimiento de la mano del intruso que se deslizaba desde el pecho hasta el estómago. No se imaginaba a nadie más despreocupado por estar medio desnudo ante una extraña. Ella, sin embargo, era dolorosamente consciente de su propia desnudez y, peor aún, de la de ese hombre.

Aunque no le convencía del todo la historia, ya no pensaba que constituyera una amenaza física y le lanzó la ropa de una patada.

–Por cierto, me llamo Gianni Fitzgerald –se presentó.

Miranda ignoró tanto la invitación silenciosa para presentarse como la mano extendida. Lo que no pudo ignorar fueron los músculos que se marcaban con cualquier movimiento.

–Y ahora cuéntame dónde está Lucy y cuándo regresará –Gianni se encogió de hombros y arqueó una ceja–. ¿O acaso se trata de información confidencial?

–Está en España –contestó ella con la mirada fija en un punto por encima del hombro. Al menos estaba poniéndose algo de ropa. Sin embargo, ella se sentía igual de vulnerable.

Gianni se puso los pantalones manteniendo, aparentemente sin esfuerzo, el equilibrio sobre una pierna. Una pierna larga, musculosa y cubierta de vello… aunque ella no miraba. No. Con gran tendencia a la torpeza, siempre había envidiado a las personas que mostraban una buena coordinación.

–¿A qué ha ido a España?

Si su jefa hubiera querido que Gianni lo supiera, se lo habría contado ella misma. Respetando el derecho a la intimidad de Lucy Fitzgerald, Miranda contestó evasivamente.

–Puede que regrese en un mes –en realidad no habían hablado de ninguna fecha.

Gianni se alisó los cabellos en un gesto de frustración. El bronceado torso se elevó al respirar profundamente. No había contado con la ausencia de Lucy. Su intención había sido quedarse allí para proporcionarle a Sam el espacio que aseguraba necesitar.

–Pues tenemos un problema.

–¿Tenemos? –Miranda sacudió la cabeza. Ella ya tenía bastantes problemas sin necesidad de ser incluida en los de un completo extraño.

Capítulo 3

PAPI, tengo sed…

¿Papi? Miranda se volvió hacia la vocecilla infantil.

Boquiabierta, contempló con los ojos muy abiertos al pequeñín que estaba en la puerta. Debía tener tres o cuatro años, llevaba un pijama estampado con personajes de dibujos animados y se aferraba a un peluche que, en sus tiempos, debió haber sido un conejo.

–¿Es suyo? –ella miró acusadoramente al hombre que decía llamarse Gianni Fitzgerald.

Gianni asintió.

Miranda devolvió su atención al niño que se frotaba los ojos con el puñito. Hizo un amago de pucheros y se dirigió con paso decidido hacia su padre.

–Tengo sed…

–Por favor… –le recordó Gianni.

¿Tan profundamente había dormido y cuántas personas más había en la casa?

–¡Tú no eres la tía Lucy! –exclamó el pequeño mirándola con gesto acusador desde unos ojos de un color azul idéntico al de Lucy Fitzgerald. Los cabellos eran igual de oscuros que los de su padre, las mejillas sonrosadas y la tez bronceada por el sol.

Al parecer Gianni Fitzgerald sí era quien afirmaba ser, aparte de algunas cosas más que no había dicho ser, como estar casado o tener un hijo.

Cierto que no era lo primero que uno contaba cuando se despertaba en una cama con un extraño. Sin embargo, por el bien de las mujeres que pudieran estar interesadas en él, y debía haber unas cuantas, un hombre así debería llevar anillo de casado.

A pesar de que ya podía relajarse, en efecto todo había sido una equivocación, Miranda sujetó la colcha con más fuerza alrededor del cuerpo. No necesitaba proteger su virtud de algún lunático peligroso, pero podría morirse de pura vergüenza.

–No, no lo soy. Me llamo Miranda, Mirrie –sonrió al niño–. ¿Y tú eres…?

–Con cuidado, campeón –le advirtió Gianni mientras lo ayudaba a subirse a la cama–. Este es Liam. ¿Miranda…? –Gianni la observó atentamente.

Miranda giró la cabeza, consciente de haberse sonrojado. Nunca había conocido a un hombre que pudiera transformar el gesto más inocente en algo… íntimo.

–Hola, Liam –la mirada verde de Miranda se endureció al dirigirse a su padre–. No me dijo que no estaba solo.

–¿Es tu manera de decir, «lo siento, Gianni, ahora veo que decías la verdad»?

–¡No pienso disculparme! –espetó ella.

–Bueno, pero sí diste por hecho unas cuantas cosas muy desagradables y yo te he proporcionado una historia que te dará mucho juego como tema de conversación.

Miranda intentó no sonreír ante la expresión martirizada del hombre. Lo único que hacía tolerable, o casi, su arrogancia era su aparentemente irresistible sentido del humor.

–Creo –contestó ella con aspecto digno–, que tengo una buena excusa, como despertarme y encontrarle en mi cama…

–Yo también me sorprendí, pero te concedí el bene- ficio de la duda. Inocente hasta demostrar su culpabilidad. Ese es mi lema.

–Pues conmigo no hay duda –anunció ella en tono malhumorado–. ¿No se le ocurrió identificarse desde el principio y mencionar que había traído a su hijo consigo?

–Tampoco es que me dieras muchas oportunidades.

–Tengo mucha, mucha sed –se quejó el niño que intentaba subir y bajar de la cama–. Y quiero irme a casa. Quiero a Clare. Ella siempre me deja un vaso de agua junto a la cama.

¿Quién era Clare?, se preguntó Miranda. ¿Y dónde estaba la madre de ese niño?

–Clare no está aquí –no había sido la decisión más acertada de su vida–. Estamos solos tú y yo –«sencillísimo, Gianni». Las palabras lo atormentarían el resto de su vida.

–Ella está aquí.

El niño agitó una mano hacia Miranda que, sin pensar, dio un paso al frente, alarmada.

–Se va a caer –advirtió a Gianni mientras contenía la respiración al ver cómo el pequeño se balanceaba peligrosamente sin que su padre reaccionara–. ¿No debería…? –miró a Gianni a los ojos y se interrumpió al encontrarse con una mirada claramente hostil.

Gianni encajó la mandíbula ante una actitud que no le era nueva y que siempre lo ponía a la defensiva. Sabía por experiencia que ser mujer no convertía a una persona en una experta cuidadora de niños, ni tener el cromosoma Y en alguien negado para ello.

–No va a caerse –contestó con confianza mientras su hijo aterrizaba contra el suelo.

Miranda soltó un grito y se apresuró a auxiliar al pequeño, pero su padre, que había reaccionado con más rapidez y mayor agilidad, ya estaba arrodillado junto al niño.

A lo mejor no sabía gran cosa sobre viajar con un niño que se mareaba fácilmente, reflexionó él, pero al menos sí sabía cómo hablar con voz pausada a su hijo.

–¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?

Liam solía reírse ante los golpes, salvo cuando percibía la ansiedad en un adulto, en cuyo caso podía llegar hasta la histeria.

La mirada azul que se fijó en su padre estaba llena de lágrimas. Gianni sonrió tranquilizadoramente y repasó el cuerpo de su hijo para comprobar si estaba herido.

–Estoy bien –el niño parpadeó varias veces y se mordió el tembloroso labio–. Los Fitzgerald somos duros.

–Buen chico –Gianni le dio unas palmaditas en el hombro y levantó el pulgar.

Miranda, que había observado la escena con desaprobación, tuvo que contener la emoción cuando el niño devolvió el gesto del pulgar y sonrió orgulloso mientras se ponía en pie.

El niño era encantador y resultaba evidente que deseaba complacer a su padre, un ejemplar clásico del club de «los chicos no lloran».

«Si alguna vez tengo un hijo», pensó «le enseñaré que los chicos pueden tener sentimientos. Tiene derecho a llorar».

–Aún no me has dicho que me lo advertiste –Gianni se volvió hacia ella con gesto burlón.

–Tampoco he dicho que los chicos grandes no lloran –espetó Miranda, incapaz de deshacerse de la ilógica sensación de que esos ojos burlones podían leer su mente.

–¿Insinúas que no estoy en sintonía con mi lado femenino, Miranda?

–No… –ella se sobresaltó al oír su nombre en labios de ese hombre. Hacía que sonara… ¿diferente? Ese hombre desprendía más testosterona que un equipo de rugby.

–Soy medio italiano y medio irlandés, y ninguno de los dos son conocidos por inhibirse a la hora de expresar sus sentimientos.

«No me cabe la menor duda», pensó Miranda con los ojos fijos en los sensuales labios.

–Y a menudo lo hacemos en voz alta –reconoció él sonriendo abiertamente.

Miranda apartó la cabeza para evitar la atrayente mirada de Gianni. Ignorando el agarrotamiento de los músculos del estómago, dirigió su atención al pequeño.

–¿Seguro que está bien?

–No –fue el niño el que contestó–. Vomité en el coche… mucho –anunció mientras miraba a Miranda con gesto de cachorrito apaleado–. El coche olía fatal. Papá se enfadó.

–¿En serio? Y seguro que eso te ayudó un montón –el comentario fue directo a su destinatario.

–Ya sabes cómo son los hombres con los coches –Gianni estaba más que resignado a ser el malo de la película. «¿Para qué luchar?», pensó encogiéndose de hombros.

Miranda soltó un bufido mientras se dirigía a la ventana por la que se veía un vehículo de cuatro ruedas y aspecto poco recomendable.

Se sabía muchas cosas de un hombre por el coche que conducía, tal y como su madre había enseñado a sus hijas. Oliver había conducido un utilitario. Sólido, seguro y fiable.

–¡Madre mía! –exclamó–. No me sorprende que se mareara en esa cosa. ¿Cómo se le ocurrió viajar con un niño que se marea en algo apenas superior a un coche de caballos?

–Ya sabes lo que dicen, Miranda, los mendigos no pueden elegir –él se encogió perezosamente de hombros–. Y es evidente que no soy tan experto como tú en el cuidado infantil –encajó la mandíbula y enarcó una ceja–. ¿Cuántos hijos tienes?

–Ese no es el coche de papá. Papá tiene un coche enorme –presumió el pequeño mientras empezaba a correr por la habitación imitando el rugido del motor de un coche.

–No tengo hijos, y no he pretendido hacerme pasar por una experta –contestó Miranda.

–Solo eres una mujer.

–¿Tiene algo en contra de las mujeres?

–Jamás se me ha acusado de que no me gustaran las mujeres.

«Apuesto a que ellas no pueden vivir sin ti», pensó Miranda mientras apartaba la vista de la sensual boca, consciente del dolor que sentía en el abdomen. Ese hombre era lascivamente atractivo. De inmediato sintió simpatía por la madre de Liam antes de regresar a la boca y pensar que esa mujer no necesitaba simpatía. Tenía esa boca para ella.

Escandalizada por sus propios pensamientos, parpadeó antes de bajar la mirada, aferrarse a la colcha y resistirse al impulso de acariciar sus propios labios.

–Estoy segura de que su esposa estará locamente feliz por ello.

–No estoy casado.

–¡Oh! Pensé… –el que no estuviera casado no significaba que no tuviera pareja.

–Y no, no estamos juntos.

–¡Oh! –hubo una incómoda pausa–. Lo siento.

–No lo sientas –él la miró con expresión gélida–. Liam no sufre porque sus padres no sean pareja –con el tiempo, pocos amigos del niño formarían parte de una familia convencional.

Pero, ¿cuántos de esos amigos tenían una madre que se hubiera declarado incapaz de ajustar su estilo de vida a las necesidades de un hijo?

Como de costumbre, Gianni desechó la idea. Esa era una pregunta para el futuro.

Del mismo modo que se había ocupado del bombazo de Sam al anunciarle su embarazo. Del mismo modo que se había ocupado de sus amables, aunque divertidas, respuestas cuando le había preguntado si iba a abandonar su profesión como corresponsal de guerra.

La única experiencia con madres había sido con la suya propia. Ella siempre había antepuesto la familia a todas las cosas y, aunque no esperaba que la madre de su hijo regresara a los años 1950 para convertirse en la perfecta ama de casa, y no tenía ningún problema en que siguiera con su carrera siempre que no fuera secuestrada por una banda de rebeldes, no se le había ocurrido que no fuera su principal cuidadora.

Del mismo modo que no se le había ocurrido que no se casaría con la madre de su hijo.

–Liam es… –Gianni se interrumpió frunciendo el ceño.

No estaba acostumbrado a hablar de su vida con extraños, ni a defender sus acciones, pero en esos momentos daba la sensación de ser alguien que reclamaba aprobación.

–No me gusta discutir antes de tomarme el primer café del día –él bajó la mirada–. Sobre todo con una mujer desnuda.

La frase hizo que Miranda se llevara una mano a la boca. Craso error, pues la colcha estuvo a punto de deslizarse por un lado.

–Os proporciona una injusta ventaja –Gianni sonrió ante los esfuerzos de Miranda.

¡Injusta! Miranda se quedó sin habla ante la desfa- chatez de ese hombre. Jamás en su vida se había sentido en menor desventaja que en esos momentos y lo miró furiosa.

–Bueno, pues dado que me gusta jugar en igualdad de condiciones, podemos continuar esta conversación cuando me haya puesto algo de ropa encima.

La risa de Gianni fue cálida, profunda, gutural y totalmente inesperada. Consciente de la ligera respuesta de la parte inferior del estómago, Miranda luchó contra el impulso de sonreír. Ese hombre era un experto en sonreír y recibir sonrisas a cambio.

–Me parece justo –asintió Gianni–. Vamos, campeón, creo que te vendrá bien un poco de agua y jabón –tomó a su hijo en brazos e hizo una mueca ante el olor acre que desprendía–. Dejé el equipaje en la cocina. ¿Qué tal si usamos el baño de abajo y tú el de arriba… el que tiene el enorme cerrojo?

Miranda alzó desafiante la barbilla ante el comentario jocoso.

–Y créame, señor Fitzgerald, pienso utilizarlo.

Gianni la miró con ojos burlones. Ese hombre era un auténtico chico malo. Ella nunca se había sentido atraída hacia los chicos malos, y eso la colocaba en el grupo minoritario.

–Mi madre me advirtió sobre las mujeres de lengua afilada –sin embargo, pensó él, no le había hablado de las mujeres cuyas lenguas estuvieran hechas para el pecado.

Su mirada se detuvo un instante sobre ella antes de darse media vuelta con una sonrisa. Ni siquiera se volvió cuando ella contestó.

–Y mi madre me dijo que los hombres que tenían miedo de las mujeres inteligentes solían tener problemas de autoestima.

La mirada de Gianni le había provocado una des- carga en el sistema nervioso. Respirando con dificultad mientras intentaba ignorar el gutural sonido de la risa de ese hombre, se esforzó por librarse de la extraña sensación de anticipación y excitación que tenía en la boca del estómago mientras se quitaba la colcha y caminaba hacia el cuarto de baño.

Capítulo 4

MIRANDA echó el cerrojo con decisión sin importarle, más bien deseando, que él lo oyera. Por mucho que fuera el padre de un encantador pequeñín, tenía el aspecto de ser un hombre al que no le asustaba sobrepasar los límites. La paternidad no le convertía en inofensivo, aunque no creía ni por un segundo que intentara abrir la puerta del baño.

Dejó caer la colcha al suelo y abrió la ducha. Pero, en lugar de meterse en el amplio cubículo se apoyó contra la puerta y cerró los ojos mientras esperaba a que su corazón recuperara algo parecido al ritmo normal.

El encuentro la había dejado en un gran estado de excitación.

Sabía que era efecto de la adrenalina, pero sentía un torbellino en la cabeza mientras luchaba por atemperar la extraña combinación de entusiasmo y antipatía.

Al fin soltó un suspiro y entró en la ducha. Con el rostro alzado bajo el chorro de agua, se frotó el cuerpo con gel. Sin embargo, la voz de Gianni seguía impregnando su mente, junto con la irónica sonrisa, mezcla de insolencia y travesura.

Minutos después salió de la ducha, satisfecha por haber aclarado de su mente, en sentido figurado, a Gianni Fitzgerald. Tan solo le quedaba hacerlo de manera práctica.

Se secó los cabellos con la toalla y se vistió con lo primero que sacó de la maleta. Estaba corta de sujetadores, pero no era gran problema. No estaba precisamente superdotada en ese terreno y la camisa que se abotonó apresuradamente no era demasiado ajustada.

Estaba peinándose cuando oyó un estruendo procedente del piso inferior. La cocina, en su opinión la estancia más impresionante de la casa, estaba justo debajo del cuarto de baño.

Frunció el ceño y contempló su imagen en el espejo. «¿Qué estará haciendo ahora?», se preguntó mientras sonaba otro estruendo.

Situada en la parte trasera de la casa, la cocina se abría a un patio en el que había varios edificios anexos. Había pasado una agradable hora explorando ese lugar la noche anterior, descubriendo que las instalaciones de aspecto rústico escondían los más modernos electrodomésticos. Era evidente que el dinero no era problema para Lucy Fitzgerald, aunque no había conseguido averiguar cómo se ganaba la vida.

–No sé cocinar –había admitido la hermosa rubia.

Secretamente escandalizada por la revelación, ya que lo consideraba un imperdonable desperdicio de cocina, Miranda admitió sí saber cocinar.

–El congelador está lleno de comida preparada, pero si quieres cocinar con lo que hay por aquí, adelante –había asentido su jefa mientras abría una bien provista despensa–. Un amigo compró varias cosas. Iba a aprender lo básico, pero al final nunca… Bueno, sírvete tú misma. Hay una tienda y una frutería en el pueblo, y un frutero a domicilio, bastante mono si me preguntas, si no estás comprometida…

Ella había admitido que no, pero no entró en más detalles y Lucy respetó su silencio.

Miranda bajó a la cocina en el preciso instante en que Gianni vaciaba un recogedor lleno de trocitos de porcelana en un cubo de basura junto a la puerta. Liam estaba sentado en una silla balanceando las piernas y dándole palmaditas en la cabeza a uno de los perros.

Los cabellos del pequeño estaban húmedos y el angelical rostro resplandecía brillante y limpio. Tenía aspecto sano y delicioso. Su padre, que también tenía los cabellos húmedos, no tenía aspecto sano, pero desde luego sí delicioso.

Salvajemente delicioso, decidió ella, aprovechando la oportunidad de analizarlo antes de que la descubriera. Cada vez que lo miraba, sentía un cosquilleo en la piel, ¡y eso que no le gustaba su actitud machista! Sería pura curiosidad científica.

Tragó con dificultad para aliviar la sequedad de su garganta. Era probable que Gianni Fitzgerald produjera el mismo efecto en cualquier mujer con sangre en las venas. ¿Sería por su origen latino? Había dicho que era medio italiano, aunque tampoco podía negar sus orígenes celtas.

Vestía de manera informal con una camiseta holgada, que no conseguía disimular el musculoso torso, y unos vaqueros desteñidos que se ajustaban a los largos y atléticos muslos. Pero la sexualidad que desprendía no tenía nada que ver con la ropa sino con él.

Como si hubiera sentido su mirada, Gianni se volvió y la sorprendió mirándole el trasero. Miranda alzó la barbilla en un gesto desafiante que provocó en él una sonrisa torcida.

Sus miradas se fundieron y ella vio algo parecido al fuego en el fondo de los negros ojos.

No pudo definirlo, pero a su cuerpo no le importó el nombre. Reaccionó indiscriminadamente lanzando una oleada de fuego por todo su organismo.

No había protección posible frente a ese hombre. Tiró del cuello de la camisa y, sin querer, soltó los dos primeros botones.

Los ojos de Gianni fueron directamente a la pálida piel que había quedado al descubierto y que difícilmente podría haber sido catalogada de provocativa. Sin embargo, su cuerpo reaccionó con una desproporcionada oleada de deseo que se concentró en la entrepierna.

Tragó con dificultad, irritado por su falta de autocontrol, y ladeó la cabeza en exagerada aprobación recurriendo al humor para ocultar su reacción.

–Me cuesta reconocerte con ropa, cara –observó mientras se deleitaba con el tono púrpura que asomaba a las mejillas de la joven.

Cuando un hombre despertaba junto a una hermosa mujer, sucedía lo inevitable. No era ningún misterio, simple deseo físico, nada que no pudiera subsanar una ducha fría… otra.

Antes de que Miranda pudiera responder, Gianni desvió su atención hacia el niño.

–Quédate donde estás hasta que inspeccione el suelo, Liam –el resto de la frase fue pronunciado en italiano y Miranda contempló impresionada cómo el pequeño respondía en perfecto italiano a su padre.

Una inesperada emoción se instaló en su garganta mientras observaba relajarse el rostro de Gianni que se agachó junto a la silla del pequeño, lo tomó por la cintura y lo dejó en el suelo empujándolo hacia la puerta.

–¡Tengo hambre!

Gianni, que solía marcharse de casa antes de que el niño desayunara, dudó antes de buscar la lata en la que, según creía recordar, la golosa de tía Lucy guardaba las galletas. Estaba vacía.

–Dio –los largos dedos tamborilearon sobre la encimera de granito mientras experimentaba una inhabitual punzada de indecisión y duda. Para un hombre capaz de conservar la sangre fría mientras a su alrededor todo se desmoronaba, la sensación era muy incómoda.

Empezaba a comprender la expresión de horror en el rostro de Clare al conocer sus planes de pasar un tiempo a solas con Liam. La niñera seguramente se había preguntado si el niño regresaría de una pieza.

Lo que tenía que hacer era demostrarle que se equivocaba, no perder el tiempo compadeciéndose. Por una vez podía disfrutar de su hijo, algo que no sucedía a menudo.

–¿Dónde están las galletas… o el pan?

Miranda lo observó registrar la cocina con el aspecto de alguien que esperaba que lo que buscaba se materializara sin más de la nada.

La visión de ese hombre tan perdido, hizo que sintiera menos rechazo hacia él. Parecía acostumbrado a dar órdenes y esperar que todos saltaran a su alrededor.

Miranda no saltó, pero sí abrió la nevera y sacó un cartón de leche. No podía consentir que el pequeño pasara hambre porque su padre fuera un tipo mandón y controlador, aunque con un buen trasero y una inquietante mirada que le hacía ponerse a la defensiva.

Encontró el tazón de plástico que buscaba y se lo entregó a Gianni sin decir una palabra.

–Quizás esto le permitirá aguantar hasta el desayuno.

Gianni se preparó para una charla sobre nutrición infantil. Por su experiencia sabía que rara era la mujer que se resistía a demostrar sus conocimientos en ese campo, pero al no producirse dicha charla, asintió en un silencioso gesto apreciativo.

Vigiló a Liam mientras se tomaba el vaso de leche y se limpiaba después y luego le dio permiso para salir al patio.

Gianni se colocó junto a la puerta para no perder de vista al niño y cruzó los brazos sobre el pecho mientras observaba a la empleada de Lucy atareada en preparar el desayuno.

–¿Puedo ayudarte en algo?

–No –contestó tajantemente Miranda. A menudo la habían acusado de comportarse como una diva en la cocina y decidió suavizar su rechazo–. Gracias, pero no hace falta ayuda. Me gusta cocinar –lo menos que podía hacer era darles de comer antes de que se fueran.

–Desde luego parece que sabes lo que haces –el lenguaje corporal de Miranda era relajado. Las mujeres que solía frecuentar no cocinaban. Demonios, ni siquiera comían, aunque sí les gustaba sentarse a la mesa en un restaurante y empujar la comida por el plato con el tenedor. Empezaba a sentirse más atraído por esa pelirroja de lo que lo había estado por ninguna mujer en mucho tiempo. «Admítelo y sigue tu camino porque no va a suceder», se dijo a sí mismo. Estudió su rostro con la esperanza de ver algo que sugiriese que se había equivocado con ella, que esa mujer solo buscaba sexo en un hombre.

Pero no lo encontró. Deseable o no, la empleada de Lucy era la clase de mujer a la que solía evitar. Era padre soltero, trabajaba muchas horas en un puesto muy exigente y creía estar conciliando ambos papeles bastante bien, pero el romance no estaba en su agenda.

–Así es –admitió ella sin sentir la necesidad de mostrar falsa modestia–. Pero solo estoy preparando unos huevos revueltos –señaló–. No un plato digno de una estrella Michelín.

–Eso depende de cómo se mire. La última mujer que cocinó para mí, metió en el microondas un plato preparado con su bandeja de aluminio… e incendió el horno.

–¿En serio? –ella soltó una carcajada.

Gianni asintió.

–Estoy preparando el desayuno –murmuró Miranda–. No estoy cocinando para usted.

¿Y para quién estaba cocinando? Se preguntó ella misma. Conocía su nombre y el parentesco que le unía a su jefa. Pero, ¿quién era aparte de un hombre pro- penso a cambios de humor y con más encanto del que resultaba aconsejable? Presentaba tantas contradicciones que no resultaba fácil de etiquetar. Conducía un coche decrépito y vestía ropa informal, aunque la etiqueta denotaba su elevado precio. Aunque hubiese llevado ropa barata estaría estupendo, reflexionó mientras recorría su figura de arriba abajo, parándose en el reloj que brillaba en la bronceada muñeca.

–Sí, la hora está bien.

–¿Cómo? ¡Oh! –ella lo miró a los ojos–. Solo estaba repasando…

–Ya me había dado cuenta –él la miró con un brillo divertido en los ojos.

–¡A usted no! La hora –rechinó los dientes y sintió el rubor teñirle las mejillas. Abjuró en silencio por tener la piel tan blanca acompañada de una doble dosis de pecas y rubor.

El sonrojo no hizo más que aumentar cuando él contempló ostensiblemente el enorme reloj de pared que tenía la joven justo encima de la cabeza.

–Es un bonito reloj…

Y también debía ser bueno. No parecía la clase de hombre que se conformara con imitaciones. Debía valer tanto como su sueldo de un mes, quizás más.

–¿Te dedicas a esto profesionalmente? –preguntó Gianni evasivamente.

–¿Qué? –ella sacudió la cabeza. ¿Intentaba cambiar de tema?

–Todo eso de llegar al corazón de un hombre a través del estómago –Gianni señaló hacia los utensilios de cocina aunque, por él podría estar hirviendo agua. La sexy pelirroja no tendría ningún problema para llegar, si no al corazón de un hombre, sí a su líbido.

–Relájese, señor Fitzgerald –ella alzó la barbilla–. No estoy interesada en su corazón.

–No es mi corazón lo que se siente más afectado por ti, cara.

Miranda apretó los labios irritada por ser el objeto de sus bromas. Pero al mirarlo a los ojos, unos ojos de expresión tórrida, su enfado se extinguió de golpe.

No había sido ninguna broma.

–Me siento halagada.

El corazón galopaba en su pecho. Ningún hombre la había mirado jamás con tal deseo.

–Estudié economía del hogar.

Miranda y su hermana habían estudiado juntas, aunque Tam se había decantado por el diseño de moda. Dos semanas antes del inicio de curso, un encuentro fortuito había cambiado el curso de su vida.

Miranda recordó aquel día en el andén de la estación, su hermana, su madre y ella aguardando la llegada del tren que les llevaría a casa tras una tarde de compras.

Durante el trayecto habían bromeado sobre el hombre que había entregado su tarjeta a Tam, apenas advirtiendo la presencia de Miranda, mientras explicaba que era agente de reparto en una productora.

Una vez en casa, Tam había recuperado la tarjeta del cubo de basura donde la había arrojado su madre y, sin contar con sus padres, había llamado. Aquello había resultado ser cierto y tres semanas más tarde, había pasado con éxito la prueba para una serie de televisión en Estados Unidos. La serie no había llegado a estrenarse en Gran Bretaña por lo que su hermana, siendo un rostro conocido en los Estados Unidos de América, podía pasearse por la calle tranquilamente sin que nadie le pidiera un autógrafo.

–¿Trabajas en algún catering?

–No. Doy… daba clases en la escuela local a la que fui de pequeña.

«No le des demasiados detalles, Miranda».

«Te desea».

Cerró los ojos ante la excitación que la inundó desde la cabeza hasta los dedos de los pies.

–Sé que no es muy interesante –el tono de voz era vagamente de disculpa.

–¿No lo es?

Miranda parpadeó de nuevo, atrapada por la pregunta directa y bajó la vista.

–¿No es interesante, comparado con qué?

Ella se sintió alarmada ante el razonamiento que subyacía bajo la sencilla pregunta y levantó bruscamente la cabeza, recurriendo a lo primero que se le ocurrió.

–¿Le gustan a Liam los huevos revueltos?

Gianni le observó batir un cuenco con huevos. Era evidente que había dado en el clavo.

–¿Le gustan?

Gianni la miró inexpresivo.

–¿Le gustan los huevos?

–No lo sé –miró a su hijo que regresaba a la cocina.

Miranda no dijo una palabra, no hacía falta, pues la mirada fue lo bastante elocuente y le dejó bien claro lo que pensaba de los padres que no tenían ni idea de lo que comían sus hijos. Después se agachó y le hizo la pregunta directamente al niño.

Tras mirar inquisitivamente a su padre, el pequeño respondió exactamente lo mismo.

–¿Qué te parece si los pruebas con un poco de beicon? –propuso ella mientras cortaba dos lonchas–. ¿Y también unos tomates?

–¿No se lo va a cortar?

Gianni estaba a punto de hacerlo cuando su hijo se echó parte de la comida encima.

–Ya se las apaña él –sacudió la cabeza.

–Espero que haya traído ropa de repuesto –Miranda observó al niño que manejaba el cuchillo y el tenedor mejor que su padre aceptaba consejos.

La sonrisa burlona de la joven hizo que Gianni sintiera… en realidad lo que sentía, aún sin la sonrisa, eran ganas de besar esos seductores labios. Pinchó un trozo de beicon con el tenedor y frunció el ceño. No era la primera vez que se encontraba atraído por una mujer poco adecuada para él. En su situación, no resultaba adecuada ninguna mujer que buscara en él más de lo que estaba dispuesto, o podía, ofrecer. Sin embargo, era la primera vez que su cuerpo respondía con una urgencia tan inmediata como lo hacía ante esa pelirroja.

Dio, con tanto trabajo apenas veía a su hijo… Sacudió la cabeza. No necesitaba añadir complicaciones emocionales a su situación.

Y ella sin duda lo sería.

No hacía falta ser adivino para saber que esa pelirroja era de las que acaparaba la atención.

–¿Qué? –preguntó Miranda mientras agitaba un tenedor hacia el hombre que la miraba fijamente–. ¿Nadie le ha dicho que es de mala educación mirar así? –apretó los labios irritada a partes iguales por la mala educación y por el modo en que le afectaba.

–Nunca había visto a alguien de tu tamaño comer tanto –admitió él.

–Tengo un metabolismo rápido –contestó ella sintiéndose como una atracción de feria.

Por eso resultó todo un alivio cuando Liam tiró el vaso de zumo de naranja y los negros y turbadores ojos por fin abandonaron su rostro.

Cuando Liam terminó de desayunar, su padre lo envió de nuevo a jugar al patio y se sirvió otra taza de café.

Miranda recogió los platos y los metió en el lavavajillas. Consciente de la silenciosa presencia de Gianni Fitzgerald, abrió la nevera y guardó la jarra de leche. La mañana era cálida y, si acertaban los pronósticos del tiempo, les aguardaba un caluroso día.

Intentó controlar la ansiedad que amenazaba con impregnar su voz mientras se dirigía al hombre que la miraba desde la puerta.

–¿Quiere que prepare unos bocadillos para el viaje?

–¿Viaje? –repitió él mientras observaba a Liam perseguir gallinas por el patio.

–Bueno, supongo que querrá regresar a… –se encogió de hombros.

–Pues supones mal –contestó Gianni mientras fijaba una mirada fría y calculadora sobre ella. Bajo la tórrida superficie y el carismático encanto, ese hombre era frío hasta la médula. Una frialdad que solo lo abandonaba cuando miraba a su hijo.

Miranda sintió un escalofrío recorrerle la columna mientras la mirada negra seguía fija en ella y tuvo que recurrir a un esfuerzo consciente para romper el contacto.

–Llámame Gianni… las mujeres que comparten mi cama suelen hacerlo.

–Te invitaron… –Miranda desvió incómoda la mirada mientras sentía el color aflorar de nuevo a sus mejillas–. Doy por hecho que ellas te invitaron a su cama.

–Pareces muy interesada en mi vida sexual.

–Solo estaba pensando en el modelo de conducta tan bueno que eres para tu hijo –Miranda entornó los ojos con desagrado.

En un instante el reflejo burlón de los ojos de Gianni se convirtió en clara hostilidad. Ese hombre con sus violentos cambios de humor podría llegar a ser despiadado.

–Supongo que es lógico dado que eres padre de fin de semana –añadió sin poderlo evitar a pesar de ser consciente de que no era la clase de persona a la que una querría enfrentarse.

–No soy padre de fin de semana –la mandíbula cuadrada se encajó un poco más. Solo un padre que desco- nocía si a su hijo le gustaban los huevos revueltos–. Soy padre a jornada completa.

–¿Y qué pasa con su madre? –de inmediato comprendió lo insensible que había sido–. ¿Liam tiene madre? Quiero decir… ¿viva?

–Sam está bastante viva, pero no… Mantiene algún contacto con Liam, pero soy yo quien tiene la custodia.

¿Algún contacto?

–¡Pobrecilla! –el cinismo de Gianni hizo que Miranda se estremeciera. ¿Cómo podía ser alguien tan inhumano como para arrebatarle el niño a una madre?

Los ojos negros de Gianni emitieron fuego mientras los músculos alrededor de la boca temblaban ante la acusación.

–Liam no necesita tu compasión –espetó–. Y Sam tampoco. No hubo coacción. No obtuve la custodia bajo intimidación. La madre de Liam no nos quería… –Gianni se interrumpió.

«Mejor tarde que nunca, Gianni».

Dio, ¿qué estaba haciendo? Miranda no era la primera persona en presuponer aquello, pero sí era la primera vez que había sentido la necesidad de justificarse.

–Lo siento –contestó ella rompiendo el incómodo silencio.

–¿El qué sientes? –rugió él–. ¿Ser una entrometida?

Miranda supo instintivamente que ese hombre no iba a perdonarle haber visto más allá de la fachada machista que presentaba ante el mundo. Sintió haber hablado. Gianni era la última persona por la que se imaginaría sentir empatía, pero la sentía. Le había resultado más cómodo verlo como una tórrida y sexy figura bidimensional. Cuando se hubiera ido, su lujuria igualmente bidimensional también se habría ido.

No había por qué preocuparse. Pronto se marcharía y ella regresaría a su tarea de alimentar a las cabras y… ¿qué? ¿Compadecerse? ¿No era eso lo que había pretendido? Sin embargo, en su cabeza surgió un sentimiento de culpabilidad y, parpadeando, bajó la mirada. No había pensado en Tam ni en Oliver durante toda la mañana.

–No es asunto mío.