Cenizas del pasado - M.J. Rose - E-Book
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Cenizas del pasado E-Book

M.J. Rose

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Beschreibung

Una bomba en Roma, un relampagueo de luz... el mundo del reportero gráfico Josh Ryder explotó, y a partir de ese momento nada volvería a ser igual. Conforme Josh va recuperándose, en su mente van apareciendo pensamientos que tienen la emoción, la intensidad y la familiaridad de los recuerdos, pero que le resultan ajenos. Pertenecen a un pasado remoto, y son muy violentos. Ni las pruebas médicas ni los exámenes psicológicos consiguen explicar sus desconcertantes síntomas, pero los recuerdos le transmiten una sensación de apremio de la que no puede desprenderse... le instan a que salve a una mujer llamada Sabina, y a que defienda los tesoros que ella protege. Pero, ¿quién es Sabina? La necesidad de encontrar respuestas hace que Josh acuda a la Fundación Fénix, un centro de investigación de renombre mundial donde se documentan científicamente casos de experiencias de vidas pasadas. Lo que descubre allí lo conduce a una excavación arqueológica y a la profesora Gabriella Chase, que ha descubierto una antigua tumba... una tumba que contiene un poderoso secreto que amenaza con fusionar el pasado con el presente. Es un lugar donde los muertos entran en contacto con los vivos, y donde los asesinatos del pasado se convierten en crímenes del presente.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2007 Melisse Shapiro. Todos los derechos reservados. CENIZAS DEL PASADO, Nº 2 - enero 2011 Título original: The Reincarnationist Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá. Traducido por Sonia Figueroa Martínez Publicada en español en 2008

Editor responsable: Luis Pugni

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ™KILL INK es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9748-8

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Este libro está dedicado a mi fantástica editora Margaret O’Neil Marbury, que me convenció de qiue podía escalar esta montaña. Y también a Lisa Tucker y a Douglas Clegg, dos escritores y amigos maravillosos que me ayudaron en cada paso del camino.

«Simplemente, creo que hay una parte del yo o del alma del ser humano que no está sujeta a las leyes del espacio y del tiempo».

Carl Jung

1

Volverán, volverán de nuevo, mientras la roja tierra siga girando. Él nunca desperdició ni una hoja ni un árbol, ¿acaso crees que malgastaría almas?

Rudyard Kipling

Roma, Italia. Dieciséis meses antes

Josh Ryder miró por el visor de su cámara, y se centró en un agente de seguridad que estaba hablando con una joven madre. La mujer tenía el pelo teñido de un tono rojo tan fuerte que parecía estar en llamas, y estaba discutiendo con él por el cochecito de bebé que llevaba. El asunto estaba tomando un cariz cada vez menos rutinario, y Josh se acercó un poco más para tomar otra instantánea.

Estaba allí esperando la llegada de una delegación de pacificadores procedentes de varias superpotencias, que iba a reunirse esa mañana con el Papa. Hasta ese momento, ni los otros miembros de la prensa ni los turistas habían prestado demasiada atención al incidente, aunque era obvio que unos cuantos empezaban a impacientarse; en todo caso, algunos empezaban a mostrar una preocupación que él compartía. A pesar de que se realizaban registros y comprobaciones cada hora y cada día en todo el mundo, el peligro potencial se cernía sobre la vida de todos y se negaba a desaparecer, como el olor a quemado.

En la distancia se oyeron las campanadas que llamaban a los fieles, y su eco se entremezcló con los estridentes gritos de protesta de la mujer, que de repente empujó el cochecito contra las piernas del agente. Justo cuando Josh enfocó la imagen con la claridad a la que él llamaba «visión perfecta», cuando consiguió la nitidez que querrían los mandamases del periódico, cuando pudo obtener la imagen de la clase de conflicto que les encantaba publicar, oyó la explosión.

Tras un relampagueo de luz blanquiazul, el mundo explotó.

Julius y su hermano estaban repasando en voz baja sus planes para la última parte del rescate, amparados por las sombras del altar. Los dos mantenían una mano en sus dagas respectivas, por si alguno de los soldados del emperador surgía de repente de la oscuridad. En la Roma del año 391 de su Señor, los templos ya no eran santuarios para los sacerdotes paganos, y convertirse al cristianismo había dejado de ser una elección personal y se había convertido en una obligación.

Los dos hermanos estaban repasando la estrategia a seguir... Drago permanecería en el templo una hora más, y se encontraría con Julius en la tumba que había junto a las puertas de la ciudad. A pesar de que el pomposo funeral de aquella mañana había sido una técnica de distracción efectiva, aún estaban preocupados. Todo dependía de que la última parte del plan tuviera éxito.

Julius cerró su capa, posó la mano en el hombro de su hermano por un instante, y después de desearle buena suerte y de despedirse de él, salió con sigilo del templo y se mantuvo cerca del edificio por si alguien estaba al acecho. Al oír el ruido cada vez más próximo de caballos y de ruedas de carro, se apretó contra la pared y permaneció inmóvil mientras contenía el aliento, pero el carro pasó sin detenerse.

Logró llegar por fin al borde del porche, pero de repente un grito rasgó el silencio como una avalancha de rocas.

–¡Dime dónde está el tesoro!

Había estado hablando con su hermano sobre la posibilidad de que sucediera un desastre como aquél, pero Drago había sido categórico al decirle que no debía detenerse ni aunque el templo fuera atacado, que no regresara ni intentara ayudarlo. El tesoro que tenían que salvar era más importante que una vida, incluso más que cinco o cincuenta.

Sin embargo, al oír un grito de dolor dejó el plan a un lado, y regresó corriendo entre las sombras al interior del templo. Al llegar al altar, no vio a su hermano por ninguna parte.

–¿Drago? –como no recibió respuesta alguna, repitió–: ¿Drago?

Recorrió uno de los pasillos en penumbra, y después otro. Finalmente, no encontró a su hermano gracias a la vista ni al oído, sino al tropezar con su cuerpo inerte. Lo movió un poco para poder verlo mejor a la luz de las antorchas, y se dio cuenta de que ya estaba mortalmente pálido. Su túnica rasgada revelaba una cuchillada horizontal de unos quince centímetros en el estómago, que se cruzaba con otra vertical que lo cortaba hasta la entrepierna.

Julius sintió náuseas. Había visto cadáveres eviscerados tanto de hombres como de animales, y apenas les había prestado atención, pero aquello no tenía nada que ver con sacrificios, soldados heridos, ni criminales ajusticiados. Se trataba de Drago, de su propia sangre.

–Se suponía que... no ibas a regresar –le dijo Drago con dificultad, arrastrando cada palabra como si estuviera atascada en su garganta–. Lo he mandado a... buscar el tesoro a los... los loculi. Pensé... acuchíllame si quieres. Pero tenemos tiempo... de salir de aquí –Drago luchó por incorporarse hasta sentarse, y el movimiento hizo que empezaran a salírsele las vísceras.

Julius lo empujó con cuidado para que volviera a tumbarse.

–Tenemos que irnos... ahora mismo –insistió Drago, con voz cada vez más débil.

Julius aplicó presión en la laceración para intentar detener la sangre, les rogó en silencio a los intestinos, los nervios, las venas y la piel que volvieran a unirse, pero sólo consiguió mancharse las manos con aquella masa caliente y viscosa.

–¿Dónde están las vírgenes? –la voz estalló sin aviso previo, como el Vesubio, y resonó en la nave interior del templo junto a un coro de risotadas.

¿Cuántos soldados eran?

–Será mejor que antes busquemos el tesoro que hemos venido a buscar –dijo otra voz.

–Aún no, antes quiero a una de las vírgenes. ¿Dónde están esas zorras?

–El tesoro antes, malnacido lascivo.

Más risas.

Era obvio que un regimiento entero había irrumpido en el templo, y sus gritos y sus palabras reflejaban sus intenciones aviesas. Que saquearan el templo, que desperdiciaran sus energías... llegaban demasiado tarde, porque allí ya no quedaban paganos a los que convertir, tesoros que encontrar, ni mujeres a las que violar. Los que no habían muerto, habían huido y se habían puesto a salvo.

–Tenemos que irnos... –susurró su hermano, antes de intentar incorporarse de nuevo.

Drago había permanecido allí para asegurarse de que todo el mundo huyera, ¿por qué había tenido que pasarle aquello?

–No puedes moverte, estás herido... –Julius se detuvo en seco. No sabía cómo decirle que la mitad de sus órganos internos habían salido de su cuerpo.

–Entonces, déjame aquí. Tienes que ir junto a ella... tienes que salvarla, y poner a salvo el tesoro... eres... eres el único...

Ya no le importaban los objetos sagrados. Lo principal eran las dos personas que lo necesitaban con desesperación: la mujer a la que amaba, y su propio hermano. Tenía que sacrificar a uno para salvar al otro.

«No puedo dejarla morir, y no puedo dejar que mueras aquí solo». Fuera cual fuese su elección, ¿cómo iba a poder vivir con la decisión que tomara?

–¡Mirad lo que he encontrado! –gritó uno de los soldados.

Julius fue a rastras hacia una columna, y se asomó para ver lo que sucedía en la nave. No alcanzó a ver la parte superior de la mujer, pero sus pálidas piernas se agitaban bajo un soldado. El hombre estaba embistiéndola con tanta brutalidad, que estaba formándose un charco de sangre bajo sus cuerpos. ¿Quién era aquella pobre mujer?, ¿había entrado en el templo creyendo que allí estaría a salvo, y había acabado descendiendo al mismo infierno? No podía hacer nada por ayudarla... alcanzaba a ver a ocho hombres. La violación había atraído la atención del resto de soldados, que se habían olvidado de su búsqueda y se habían agolpado alrededor de su compañero para acicatearlo con gritos de ánimo y risas.

Además, ¿qué le sucedería a Drago si lo dejaba solo?

La respuesta a esa pregunta dejó de importar cuando sintió que el corazón de su hermano se detenía bajo sus manos.

Le golpeó en el pecho, hizo presión para intentar que el corazón volviera a latir, pero fue inútil. Se inclinó, le cubrió la boca con la suya, le insufló su propio aire, y esperó en vano algún signo de vida. Finalmente, con los labios sobre los de su hermano y un brazo alrededor de su cuello, se echó a llorar. Sabía que estaba perdiendo unos segundos muy valiosos, pero fue incapaz de controlarse. Ya no tenía que elegir entre ellos, podía ir sin demora al encuentro de la mujer que estaba esperándolo en un lugar cercano a las puertas de la ciudad.

Tenía que llegar junto a ella.

Se alejó del cadáver de Drago procurando ser lo más sigiloso posible, retrocedió a rastras, y al dar contra la pared empezó a avanzar a gatas. Había una salida entre las columnas un poco más adelante, así que si conseguía llegar hasta allí, era posible que lograra escapar.

De repente, un soldado le gritó que se detuviera.

Si no podía salvarla, estaba dispuesto a morir en el intento, de modo que se levantó y echó a correr. Cuando salió al exterior, sintió que le ardían los pulmones y que le escocían los ojos por el humo negro que oscurecía el aire, pero no tenía tiempo de intentar averiguar qué era lo que estaban quemando. Siguió corriendo por la calle sin poder ver apenas lo que tenía delante. Todo estaba sumido en un profundo silencio que contrastaba con la cacofonía de la escena que había dejado atrás, y aunque sabía que el sonido de sus propias pisadas podía revelar su presencia, no tenía más remedio que correr el riesgo.

Se la imaginó en la cripta, agazapada en la penumbra y contando los minutos, y le preocupó que su tardanza la inquietara y que se atormentara pensando en que algo había salido mal. Como siempre había sido una mujer con una valentía tan constante como las estrellas, resultaba difícil imaginársela asustada, pero nunca se había enfrentado a una situación así.

Y era él quien tenía toda la culpa, el que cargaba con toda la deshonra. Habían arriesgado demasiado el uno por el otro. Tendrían que haber sido más fuertes, deberían haber resistido, pero él tenía la culpa de que todo lo que valoraban estuviera en peligro... sobre todo sus vidas.

Tropezó en el suelo agrietado e irregular, pero siguió corriendo. El dolor de los músculos de sus muslos era una pura agonía, y el aire le irritaba los pulmones hasta tal punto cada vez que inhalaba, que tenía ganas de gritar. El sudor que le corría por la cara le llegaba a la boca mezclado con polvo y suciedad, y habría dado lo que fuera por un poco de agua... agua fresca y cristalina de un manantial, no el típico líquido alcalino con gusto a meado. El dolor le subía por las piernas conforme sus pies golpeteaban contra las piedras, pero no se detuvo.

De repente, el aire pareció llenarse de gritos y de pisadas retumbantes. Por la intensidad con la que vibró el suelo, se dio cuenta de que sus perseguidores estaban ganándole terreno. Miró a derecha y a izquierda... si encontraba algún hueco oscuro en el que meterse, podría apretarse contra la pared y rogar para que pasaran de largo. Aunque sería una pérdida de tiempo. Siempre había creído y confiado en el poder de la oración, pero si cada una de las plegarias que había rezado hubiera sido un escupitajo en el suelo, habría obtenido el mismo beneficio: ninguno.

–¡El sodomita se escapa!

–Maldita escoria...

–¡Cerdito asustado!

–¿Te has cagado encima, cerdito?

Rieron mientras competían por ver quién era el que lanzaba el peor insulto. Sus carcajadas resonaron en la noche y reverberaron en el aire cálido, pero una voz repentina se abrió paso entre las demás.

–¿Josh?

«No, no escuches a esa voz, sigue corriendo. Todo depende de que llegues junto a ella a tiempo».

Una espesa niebla empezaba a cubrirlo todo. Tropezó, pero recuperó el equilibrio y dobló una esquina. A ambos lados había columnatas con docenas de puertas y de arcadas... conocía aquel lugar, podía esconderse a plena vista hasta que pasaran de largo, y...

–¿Josh?

Le pareció que la voz le llegaba desde una gran distancia, pero se negó a detenerse.

Ella estaba esperándole... tenía que salvarla, tenía que proteger los secretos y los tesoros...

–¿Josh?

La voz lo arrastraba hacia arriba, a través de aquella atmósfera densa, salobre y turbia...

–¿Josh?

Abrió los ojos a regañadientes, y se dio cuenta de que estaba rodeado de aparatos en una habitación, y de que tenía todo el cuerpo dolorido. Además del monitor que controlaba su tensión arterial, su ritmo cardíaco y la saturación de oxígeno, además de la vía intravenosa y del electrocardiógrafo, vio el rostro de una mujer que lo observaba con preocupación.

No era el rostro que quería ver, aquélla no era la mujer a la que tenía que salvar.

–¿Josh? Gracias a Dios, pensamos que...

Aún tenía el sabor del sudor en los labios, y los pulmones seguían ardiéndole. Seguía oyendo cómo lo perseguían bajo el ritmo constante de los aparatos médicos, pero lo único que le importaba en ese momento era que ella seguía sola en medio de la oscuridad, que estaba asustada, que iba a morir asfixiada si no la alcanzaba.

Cerró los ojos ante la agonía que lo inundó. Si no conseguía reunirse con ella, la dejaría indefensa, y había algo más... ¿los tesoros? No, algo más importante y que estaba casi rozándole la consciencia, ¿de qué se trataba...?

–¿Josh?

La angustia le desgarró el pecho como un afilado cuchillo, y le dejó el corazón expuesto ante la realidad descarnada: la había perdido. Pero no era posible, aquello no era real. Había estado recordando la persecución, la huida y el rescate como si le hubiera sucedido a él, pero no era así. No, claro que no.

No era Julius, sino Josh Ryder, y estaba vivo en el siglo veintiuno. Aquella vívida escena había ocurrido mil seiscientos años atrás... pero, ¿por qué se sentía como si hubiera perdido todo lo que le importaba en el mundo?

2

Roma, Italia. En el presente

Martes, 6:45 a. m.

Cuando la luz de la linterna iluminó la pared sur de la antigua tumba que se encontraba a cinco metros bajo tierra, Josh Ryder se quedó boquiabierto. Las flores del fresco parecían tan lozanas como si las hubieran pintado días antes, y el ramo compuesto de flores color azafrán, carmesí, bermellón, naranja, añil, amarillo, violeta y salmón resultaba impactante contra el fondo rojo grisáceo. A sus pies, el suelo brillaba con un elaborado mosaico realizado con baldosas acuosas de tonos plateados, celestes, verdes, y turquesas que parecían crear un estanque. A su espalda, el profesor Rudolfo seguía hablando sobre la importancia de aquella tumba que databa de finales del siglo cuarto. Era un hombre dinámico y enérgico de unos setenta y cinco años, y sus ojos negros brillaban con entusiasmo mientras hablaba de la excavación.

Al profesor le había sorprendido recibir una visita tan temprano, pero en cuanto había oído su nombre, le había confirmado al vigilante que estaba esperando tanto su llegada como la del enviado de la Fundación Fénix.

Josh se había despertado antes del amanecer. Casi nunca lograba dormir bien desde lo de la explosión, pero el insomnio de la noche anterior seguramente se debía al desfase horario, ya que acababa de llegar a Roma desde Nueva York, o al nerviosismo por regresar al lugar donde se desarrollaban muchos de los recuerdos que de repente aparecían en su mente. Estaba tan inquieto, que al final había agarrado la cámara y había salido del hotel para dar un paseo. No tenía un destino concreto en mente, pero había sucedido algo de lo más extraño.

A pesar de la oscuridad y de que no conocía demasiado bien la ciudad, había avanzado por las calles como si estuviera siguiendo una ruta concreta. Aunque no tenía ni idea de hacia dónde se dirigía, conocía el camino. Las avenidas desiertas llenas de tiendas habían ido dando paso a calles estrechas y a edificios antiguos, las sombras habían ido volviéndose más y más siniestras, pero él había seguido sin detenerse.

Ni siquiera sabía si se había cruzado con alguien, y a pesar de que le pareció que sólo caminaba durante una media hora, después se dio cuenta de que habían transcurrido más de dos. Mientras pasaba todo aquel tiempo sumido en una especie de trance, había visto cómo la salida del sol transformaba el tono gris azulado de la noche en un gris claro y finalmente en un rosa amarillento, había visto cómo iban emergiendo las hermosas colinas verdes, igual que la imagen de una fotografía en el cuarto de revelado, pero no sabía si había tomado alguna foto. Todo había tomado un cariz aún más desconcertante y asombroso cuando había descubierto que, de forma aparentemente fortuita, había llegado al lugar que se suponía que iba a visitar aquella misma mañana junto a Malachai Samuels.

Aunque quizás aquello no tenía nada de fortuito.

El profesor no le había preguntado por qué había llegado tan temprano, ni cómo había encontrado la excavación.

–Yo en su lugar tampoco habría sido capaz de conciliar el sueño. Acompáñeme.

Josh había dejado que el profesor creyera que había aparecido allí a las seis y media de la mañana a causa del entusiasmo, y había respirado hondo antes de bajar el primer peldaño de la escalera. La claustrofobia que había sufrido durante toda su vida se había intensificado después del accidente, pero luchó por mantenerla a raya.

Se había dirigido hacia aquella colina en concreto al oír las notas de Madame Butterfly que procedían de allí, y se concentró en la música cada vez más alta mientras descendía hasta la sala en penumbra. Era más espaciosa de lo que esperaba, y exhaló con alivio al darse cuenta de que le resultaba tolerable.

El profesor bajó el volumen del polvoriento CD negro de plástico, y empezó a mostrarle el lugar.

–La cripta mide dos metros y medio de ancho por dos de largo. La profesora Gabriella Chase y yo creemos que se construyó a finales del siglo cuarto, pero no podremos estar seguros hasta obtener los resultados de la datación con carbono. En todo caso, a juzgar por algunos de los artefactos que hemos encontrado, creemos que se construyó en el año 391, el mismo en que acabó el culto de las vírgenes vestales. Como la decoración no es típica de este tipo de cámara funeraria, suponemos que se construyó para otra persona y que se usó para la vestal cuando se descubrió su infracción.

Josh alzó la cámara, pero antes de tomar una foto le pidió permiso al profesor. En toda su vida, una bomba había sido lo único capaz de impedir que tomara una foto mientras estaba trabajando para la agencia Associated Press, pero hacía seis meses que había pedido una excedencia. Entonces había empezado a trabajar grabando y fotografiando a los niños que acudían a la Fundación Fénix para que los ayudaran con los recuerdos de vidas pasadas, y se había acostumbrado a pedir permiso antes de tomar una foto. A cambio tenía acceso a la biblioteca privada más grande del mundo dedicada al tema de la reencarnación, y además podía trabajar con los miembros de la fundación.

–Sí, puede tomar fotos, pero ¿le importaría consultarnos a Gabriella o a mí antes de enseñárselas a alguien? Estamos intentando mantener el hallazgo en secreto hasta que tengamos más información sobre lo que hemos descubierto. No queremos crear falsas expectativas, es mejor ir sobre seguro.

Josh asintió mientras enfocaba y tomaba la foto.

–¿A qué se refería con lo de la infracción de la vestal?

–Perdone, a lo mejor no me he expresado bien. Quería decir que quebrantó sus votos.

–¿Qué votos?, ¿las vestales eran monjas?

–Sí, una especie de monjas paganas. Cuando entraban en la orden hacían voto de castidad, y las enterraban vivas si lo quebrantaban.

Josh sintió una oleada de tristeza sofocante, y tomó otra instantánea de forma casi mecánica.

–¿Las castigaban por enamorarse?

–Veo que es usted un romántico, Roma le encantará –le dijo el profesor con una sonrisa–. Sí, por enamorarse o por dejarse llevar por la lujuria.

–Pero, ¿por qué?

–La religión de la antigua Roma estaba basada en un código moral muy estricto, que daba mucha importancia a la lealtad, el honor y la responsabilidad personal, y exigía una firme devoción hacia el deber. Consideraban que todos los seres tenían alma, pero también eran muy supersticiosos y veneraban a dioses y a espíritus que tenían influencia sobre los distintos aspectos de sus vidas. Creían que los dioses estarían satisfechos y los ayudarían si los rituales y los sacrificios se realizaban correctamente, y que los castigarían en caso contrario. A pesar de las creencias populares, la antigua religión era bastante humana en términos generales. Los sacerdotes paganos podían casarse, tener hijos, y...

Josh empezó a percibir el leve aroma a jazmín y a sándalo que solía estar asociado a la aparición de los recuerdos, y se esforzó por seguir atento a las palabras del profesor. Se sentía como si hubiera conocido desde siempre aquellas paredes pintadas y el mosaico que tenía bajo los pies, como si simplemente los hubiera olvidado hasta ese momento. Las sensaciones que solían acompañar a las pesadillas que sufría estando despierto desde el accidente empezaron a adueñarse de él: estaba hundiéndose poco a poco, ondulando, mientras los brazos y las piernas le hormigueaban y se sumergía en una atmósfera donde el mismo aire era más denso.

Estaba corriendo bajo la lluvia. Sentía el peso de la túnica mojada sobre los hombros, y el suelo enlodado bajo los pies. Oía gritos a su espalda... tropezó, y luchó por volver a levantarse.

«Céntrate», se dijo, desde otra sección del cerebro donde aún permanecía en el presente. «Céntrate». Miró a través de la lente de la cámara al profesor, que seguía hablando y gesticulando para enfatizar sus palabras mientras movía la luz de la linterna de un lado a otro.

Al sentir que iba relajándose, Josh no pudo evitar soltar un suspiro de alivio.

–¿Está bien?

La voz del profesor pareció llegarle desde el otro lado de una pared de cristal.

No, claro que no estaba bien. Dieciséis meses atrás, estaba trabajando en Roma, pero resultó estar en el lugar equivocado en el momento menos indicado. Mientras estaba fotografiando la disputa que mantenían una mujer con un cochecito de bebé y un guardia, había estallado una bomba que había acabado con la terrorista suicida, con dos transeúntes y con Andreas Carlucci, el agente de seguridad, y que había herido a diecisiete personas más. No se conocían los motivos del ataque, ya que ningún grupo terrorista lo había reivindicado.

Los médicos le habían dicho más tarde que les había sorprendido que sobreviviera, y cuando había recuperado la consciencia cuarenta y ocho horas después de la explosión, trozos dispersos de lo que parecían recuerdos habían empezado a emerger en su mente; sin embargo, en ellos aparecían personas a las que no conocía, y ocurrían en lugares en los que nunca había estado y en siglos previos a su nacimiento.

Ningún médico había podido explicar lo que le pasaba, y lo mismo había ocurrido con los psiquiatras y los psicólogos a los que había acudido después de salir del hospital. Sí, padecía una ligera depresión que era de esperar tras un incidente casi mortal como el que había sufrido, y el trastorno de estrés postraumático podía generar súbitas alucinaciones, pero nada podía explicar lo que él experimentaba. Las vívidas imágenes le quedaban grabadas a fuego en el cerebro, y no tenía más opción que revivirlas una y otra vez mientras se torturaba intentando buscarles un significado, una explicación. No eran sueños que iban desvaneciéndose con el tiempo hasta quedar olvidados, sino secuencias cerradas que nunca cambiaban ni se desarrollaban, que no revelaban lo que se escondía bajo su horrible superficie. Eran quimeras terroríficas que lo atacaban a plena luz del día, cuando estaba despierto, y lo obsesionaban hasta tal punto, que habían sido la gota que había colmado el vaso en un matrimonio que ya estaba roto, y lo habían apartado de un montón de amigos que ya no reconocían al hombre atormentado en el que se había convertido. Lo único que le importaba era encontrar una explicación para los episodios que había experimentado desde el accidente... seis que se habían desarrollado por completo, y muchos otros que había conseguido contener.

Las alucinaciones parecían marcarlo a fuego, calcinaban su capacidad de ser la persona que había sido siempre, le impedían funcionar y vivir con algo que pudiera considerarse normalidad. Demasiado a menudo se sobresaltaba al verse en el espejo. Su sonrisa carecía de sinceridad, las líneas de su rostro se habían profundizado de la noche a la mañana, pero lo peor de todo eran sus ojos, en los que parecía haber alguien más esperando a que le llegara el momento de poder salir a la superficie. No podía impedir que los pensamientos se formaran, que le inundaran la mente en oleadas imparables.

Tenía miedo de su propia mente, que proyectaba un caleidoscopio fragmentado de imágenes: algunas veces se trataba de un joven neoyorquino del siglo diecinueve, y otras de un romano de la antigüedad y de una mujer que lo habían dado todo por la pasión que compartían. Ella resplandecía bajo la luz de la luna, cubierta de opalescentes gotas de agua, y lo llamaba con los brazos abiertos mientras le ofrecía el mismo santuario que él le proporcionaba. Su propia reacción física ante las alucinaciones era una ironía cruel. Sentía un deseo avasallador que le endurecía el cuerpo de forma insoportable; lo sofocaba un anhelo doloroso de inhalar su aroma, de acariciarla, de verse reflejado en sus ojos, de penetrarla y ver su rostro extasiado. Era consciente de que ninguno de los dos podía contenerse, de que no eran capaces de ocultarse nada el uno al otro.

No, no se trataba de alucinaciones provocadas por el estrés postraumático, ni de brotes psicóticos. Lo afectaban profundamente, interferían en su vida, lo atormentaban, lo sobrepasaban, le imposibilitaban regresar al mundo en el que había vivido antes de la explosión, antes del hospital, antes de que su esposa acabara dejándolo.

El último terapeuta le había dicho que existía la posibilidad de que las alucinaciones tuvieran una causa neurológica, así que había ido a la consulta de un neurólogo muy reputado. Tenía la paradójica esperanza de que encontraran algún daño cerebral causado por la explosión que explicara las pesadillas que lo mortificaban, y se había derrumbado cuando las pruebas no habían revelado ninguna lesión.

Se había quedado sin opciones, así que no había tenido más remedio que investigar lo imposible e irracional. No podía rendirse a pesar de que estaba exhausto, necesitaba entender lo que le pasaba aunque para ello tuviera que aceptar algo que le resultaba imposible de imaginar o de creer: o estaba loco, o había desarrollado la capacidad de recordar vidas anteriores. La única forma de saberlo era descubrir si la reencarnación era una realidad, si era posible.

Por eso había entrado en contacto con los profesores Beryl Talmage y Malachai Samuels de la Fundación Fénix, que a lo largo de los últimos veinticinco años habían documentado más de tres mil regresiones a vidas pasadas en niños menores de doce años.

Tomó otra foto de la esquina sur de la tumba. Le gustaba sentir aquella máquina metálica en las manos, y el sonido del obturador le resultaba reconfortante. Había optado por dejar a un lado el equipo digital y por usar la vieja Leica de su padre, porque era una conexión con recuerdos reales, con la cordura y la lógica, y suponía un punto de apoyo. El mecanismo de una cámara fotográfica era simple, ya que la luz exponía la imagen sobre la emulsión. Revelar un carrete era una cuestión de química, un proceso en el que unos elementos determinados interaccionaban con papel que había sido tratado con otros elementos concretos. Un facsímil de un objeto se convertía en otro objeto real, en una fotografía, y el proceso era un misterio a menos que uno lo conociera. Lo único que quería era información, saber más... saberlo todo... sobre los dos hombres que estaba canalizando desde el accidente. Dios, odiaba aquella palabra tan relacionada con la física y los chamanes de la Nueva Era. Su visión en blanco y negro del mundo, su necesidad de capturar con una cámara la dura realidad de aquellos tiempos llenos de inseguridad, no encajaban con alguien que pasara el rato canalizando cosas.

–¿Se encuentra bien?, no tiene buena cara –le dijo el profesor.

Josh sabía que, si se miraba en el espejo, podría ver los fantasmas que se ocultaban en las sombras de su expresión.

–Sólo estoy impresionado. Es increíble lo cercano que se siente el pasado en este lugar.

Aquello era cierto, pero había algo más que resultaba increíble. En aquella vida no había estado nunca antes en aquella cripta que se encontraba a cinco metros bajo tierra, así que no alcanzaba a entender cómo era posible que supiera que a su espalda, en una esquina oscura que el profesor aún no le había mostrado, había cuencos, lámparas, y un lecho funerario pintado con oro.

–Ya veo que es como todos los norteamericanos –comentó el profesor con una sonrisa, al verlo escudriñar las sombras.

–¿Qué quiere decir?

–Es impertinente... no, ¿cómo se dice...? Impaciente. ¿Qué es lo que busca?

–Ahí detrás hay más cosas, ¿verdad?

–Sí.

–¿Un lecho funerario? –Josh quería comprobar si el recuerdo concordaba con la realidad. Aunque quizá sólo se trataba de una suposición; al fin y al cabo, estaban en una tumba.

Cuando Rudolfo iluminó el rincón más alejado con la linterna, reveló un diván de madera con pavos reales labrados y decorados con oro, malaquita y lapislázuli, pero algo no concordaba. Había esperado ver el cuerpo inerte de una mujer tumbado sobre aquel diván... una mujer vestida con una túnica blanca. Estaba desesperado por verla, pero al mismo tiempo temía hacerlo.

–¿Dónde está? –se sintió avergonzado al oír el tono desesperado de su propia voz, pero experimentó cierto alivio al ver que al profesor no le extrañó su pregunta.

–Allí. Es difícil verla con tan poca luz, ¿verdad? –Rudolfo movió la linterna hasta iluminar el rincón más alejado de la pared oeste.

Estaba agachada en el suelo.

Josh se acercó a ella lentamente, como si estuviera en una procesión funeraria y recorriendo treinta metros en vez de dos, se arrodilló a su lado y contempló sus restos. Lo sofocó una angustia tan intensa, que apenas pudo respirar. ¿Cómo era posible que el recuerdo de una vida pasada... si de eso se trataba... algo en lo que no creía y que no entendía, le provocara la tristeza más profunda que había sentido en su vida?

En aquel campo de Roma, a las siete menos cuarto de la mañana y en el interior de una tumba recién excavada que databa del siglo cuarto, había encontrado la prueba que demostraba la veracidad del final de su historia. Sólo quedaba averiguar el principio.

3

–La llamo Bella, porque para nosotros es un descubrimiento hermoso –le dijo el profesor Rudolfo, mientras seguía iluminando el cuerpo con la linterna. Era obvio que se había dado cuenta de su reacción emocional–. Desde que Gabby y yo la encontramos, siempre paso algo de tiempo a primera hora de la mañana a solas con ella.

Josh inhaló profundamente aquel aire viciado, y tras contenerlo en su pecho por unos segundos, se concentró en exhalarlo. Se preguntó si aquélla era la mujer a la que sólo conocía a través de fragmentos dispersos, si se trataba de un fantasma del pasado en el que no creía pero al que no podía dejar ir.

Le dolía la cabeza. La información, tanto la nueva como la pasada, le golpeaba en oleadas de dolor. Tenía que concentrarse en el pasado o en el presente, no podía permitirse una migraña.

Cerró los ojos, y se dijo para sus adentros: «conecta con el presente, conecta con la persona que sabes que eres... Josh. Ryder. Josh. Ryder. Josh Ryder».

La doctora Talmage le había enseñado a hacer aquello para evitar hundirse en una de las alucinaciones. El dolor empezó a remitir.

–Los secretos de esta mujer le intrigan, ¿verdad? –le dijo el profesor.

–Sí –le contestó, con voz apenas audible.

El profesor lo contempló en silencio durante un instante. Por la expresión de sus ojos, era obvio que estaba preguntándose si estaba tratando con un demente, pero finalmente siguió con sus explicaciones.

–Creemos que Bella era una virgen vestal. Eran mujeres reverenciadas, que gozaban de protección y de privilegios. En la antigüedad, ocuparse del fuego y limpiar el hogar era una tarea que se le encomendaba a las mujeres, y la situación no es muy diferente hoy en día a pesar de lo mucho que se han esforzado por lograr que los hombres cambiemos. En la antigua Roma, esa llama que tenía una utilidad práctica y que resultaba necesaria para la supervivencia de la sociedad acabó tomando un significado espiritual. Según la información escrita que ha llegado a nuestros días, ocuparse del fuego exigía rociarlo a diario con el agua sagrada de Egeria y asegurarse de que no se apagaba, ya que eso le daría mala suerte a la ciudad y constituía una falta imperdonable. Ésa era la función principal de las vestales, pero...

Mientras el profesor seguía hablando, Josh empezó a tener vagos recuerdos que le permitieron adelantarse, conocer de antemano la información que iba recibiendo.

–Las vírgenes se seleccionaban a una edad muy temprana, cuando sólo tenían unos seis o siete años, y eran miembros de las mejores familias romanas. Hoy en día nos cuesta concebir tal cosa, pero en aquellos tiempos era un gran honor. Los padres y las madres presentaban a sus hijas ante el Pontifex Maximus con la esperanza de que las eligieran, y las muchachas seleccionadas eran conducidas al lugar donde vivirían durante las tres décadas siguientes, la enorme villa de mármol blanco que estaba situada justo detrás del templo de Vesta. De inmediato se las sometía a un ritual privado que sólo presenciaban las otras cinco vestales, en el que se las bañaba, se las peinaba como si fueran novias y se les ponía una túnica blanca, y entonces empezaba su educación.

Josh asintió mientras le parecía ver la escena ante sus ojos, y no alcanzó a comprender cómo era posible que pudiera visualizarla con tanta precisión... los jóvenes y ansiosos rostros, el nerviosismo de la multitud, la solemnidad de aquel día... el profesor interrumpió su ensoñación al hacerle una pregunta, y se vio obligado a regresar al presente.

–Disculpe, ¿qué me ha dicho?

–Estaba pidiéndole que no le cuente a la prensa lo que estoy diciéndole, ni lo que pueda ver en la tumba. Ayer vinieron un montón de periodistas que querían que les diéramos una información que aún no podemos divulgar, y no eran sólo italianos. Había muchos de su país, y nos siguieron de un lado a otro como una jauría de perros hambrientos. Un hombre se mostró especialmente insistente, pero no me acuerdo de su nombre... ah, sí, Charlie Billings.

Josh había trabajado con él hacía un par de años. Era un buen reportero y habían entablado una buena amistad, pero su presencia en Roma no beneficiaba en nada a la excavación, porque resultaba muy difícil mantenerlo al margen de una buena historia.

–Ese tal Billings nos dio la lata hasta que Gabriella accedió a hablar con él, así que la historia se difundió y empezó a llegar gente de todas partes. Estudiantes de religiones paganas, algunos académicos... pero sobre todo miembros de cultos empeñados en el resurgimiento de la religión y los rituales de antaño. Se mostraron muy silenciosos y reverentes, como si éste fuera un lugar sagrado, y no nos molestaron. Fueron los devotos tradicionales los que iniciaron los disturbios y los problemas, los que vinieron con gritos y protestas diciendo que estábamos trabajando para el diablo, que seríamos castigados por nuestros pecados, y no sé cuántas tonterías más. No entienden el trabajo que Gabby y yo llevamos a cabo, somos científicos. Anoche me llamó el cardenal Bironi desde la ciudad del Vaticano, y me ofreció una cantidad de dinero obscena a cambio de que le vendiera lo que hemos encontrado sin hacerlo público. A juzgar por lo que me ofreció, ese hombre... o la gente que ha aportado el dinero... tiene mucho miedo de lo que podamos haber encontrado. Es lo que suele suceder cuando se menciona la palabra «pagano» en el Vaticano.

–¿Por qué?, son ellos los que ostentan el poder.

–Bella puede añadir cizaña a la controversia sobre el papel que las mujeres tienen hoy en día en la Iglesia, comparado con el que tenían en la antigüedad. Es una polémica muy popular, y el hecho de que la religión moderna otorgue a la mujer un papel más limitado que el antiguo culto constituye un gran problema –el profesor sacudió la cabeza, y añadió con voz suave–: Además, cualquier artefacto que no esté marcado con una cruz puede considerarse una amenaza, sobre todo si tiene algo que ver con la reencarnación, tal y como creen Gabriella y los miembros de la Fundación Fénix.

–¿Por qué es tan problemática la reencarnación?, ¿por el tema de la absolución?

–Exacto. Imagínese lo que sucedería si todos nos creyéramos responsables de nuestro descanso eterno, si pensáramos que controlamos la posibilidad de ir al cielo sin la intercesión de Padre, Hijo, ni Espíritu Santo. ¿Qué pasaría con el poder que la Iglesia ejerce sobre nuestras almas?, imagínese la confusión y la rebelión que se producirían a escala mundial, la cantidad de gente que le daría la espalda a la Iglesia, si se demostrara que la reencarnación existe.

Josh asintió. Durante los últimos meses, la doctora Talmage le había hablado sobre el tema en muchas ocasiones.

Volvió a mirar a Bella, que a pesar de ser un cadáver, emanaba una fuerza tan potente como el viento azotando una playa. Era imposible escapar de su influjo, y dio un paso hacia ella.

–¿Quiere saber por qué estamos seguros de que era una vestal? –le preguntó el profesor.

–Es indudable que lo era –al ver que lo miraba con curiosidad, Josh se dio cuenta de que había sido un error mostrar su certeza.

–¿Cómo lo sabe?

–Perdone, me parece que me he expresado mal. Quería decir que supongo que para usted es indudable, ¿le importaría decirme por qué?

Rudolfo sonrió, y empezó a explicárselo con obvio entusiasmo.

–Tenemos información escrita sobre las vestales que describe ciertos detalles, y todos ellos están presentes aquí. Aunque no se trata de la típica tumba austera donde solían sepultarlas, esta mujer fue enterrada viva, que era el castigo que se les aplicaba si rompían sus votos. No morían de hambre, sino por asfixia, y eso explica la presencia de esos dos cuencos: uno contenía agua, y el otro leche. La cama también lo confirma, no se entierra a un muerto con una... ni con una lámpara de aceite.

–¿Por qué cree que sus restos están en esa esquina, y no en la cama? Debió de sentirse cada vez más cansada conforme fue quedándose sin oxígeno, habría sido más lógico que se tumbara en el sitio más cómodo.

–Sí, ésa es una de las preguntas que nos hemos planteado. También nos desconcierta por qué enterraron varios objetos sagrados con ella, porque los romanos no eran como los antiguos egipcios, y las tumbas no se acondicionaban para la vida después de la muerte. No esperábamos encontrar nada fuera de lo común.

–¿Qué objetos encontraron? –Josh sintió que se le aceleraba el corazón.

El profesor le indicó una caja de madera que la momia tenía en sus manos, y comentó:

–Lleva mil seiscientos años sujetando esa caja. Es emocionante, ¿verdad?

Josh la reconoció de inmediato... no, era imposible, seguro que había visto la foto de una caja parecida en algún museo. Pero lo más desconcertante era que, a pesar de que le resultaba familiar, no tenía ni idea de qué se trataba.

–¿La han abierto?

–Sí. Dudo que algún arqueólogo encontrara algo así y fuera capaz de contener las ganas de abrirlo. Esa caja es mucho más antigua que Bella, creemos que se remonta al dos mil antes de Cristo, quizás incluso al tres mil. Además, no parece ser romana, sino india; en todo caso, tenemos que esperar a la datación del carbono catorce.

–¿Qué es lo que hay dentro? –Josh sintió que un hormigueo de emoción le recorría los brazos.

–No podemos estar seguros del todo hasta que hayamos hecho varias pruebas más, pero creemos que se trata de las Gemas del Recuerdo. Formarían parte de las legendarias Herramientas del Recuerdo perdidas, el propio Trevor Talmage escribió sobre el tema.

–¿En qué se basan sus sospechas?

–En las inscripciones que hay labradas aquí y aquí –el profesor le indicó el borde que rodeaba la caja–. Creemos que son las mismas que aparecen en un antiguo pergamino egipcio que se encuentra en el Museo Británico, Trevor Talmage las tradujo en 1884. ¿Ha oído hablar del tema?

Josh asintió. Talmage era el fundador del Club Fénix, que posteriormente había pasado a ser la Fundación Fénix. Había tenido acceso a una carpeta que contenía las traducciones y las notas originales de Talmage sobre las «Herramientas del Recuerdo», que había aparecido tras una hilera de libros de la biblioteca durante la renovación de la fundación en 1999.

–Se le concedió el regalo de un gran pájaro que se alzaba del fuego y que podía conducirlo hasta las gemas, para que pudiera orar con cánticos y que todo su pasado le fuera revelado –mientras Josh recitaba aquellas palabras, una voz las pronunció en su mente en una lengua arcaica que no conocía.

–Es la misma traducción que realizó Wallace Neely –le dijo el profesor.

–¿Quién? –aquel nombre le resultó vagamente conocido.

–Wallace Neely. Era un arqueólogo que trabajó aquí en Roma a finales del siglo diecinueve, la Fundación Fénix financió algunas de sus excavaciones. Encontró el texto original que Talmage estaba traduciendo antes de morir...

Mientras el profesor seguía hablando, Josh recordó la visión que había tenido cuando había entrado por primera vez en la Fundación Fénix, seis meses antes.

Percy Talmage estaba disfrutando de las vacaciones de verano. Estaba en el comedor con su tío Davenport, que estaba comentando que había que proteger las inversiones arqueológicas que el club tenía en Roma. Su tío mencionó al arqueólogo con el que estaban cooperando, un tal Wallace Neely, que estaba buscando las Herramientas del Recuerdo.

Mientras permanecía junto al profesor en aquella antigua tumba, otro recuerdo salió a la superficie, pero era algo que le resultaba ajeno. Estaba recordando algo que le había sucedido a alguien en el pasado... estaba recordando en el lugar de Percy.

La primera vez que oyó hablar de las herramientas, Percy sólo tenía ocho años. Su padre le había enseñado el antiguo manuscrito que estaba traduciendo, en el que se decía que las herramientas no eran una simple leyenda, sino que eran reales. El escriba afirmaba haberlas visto, y daba una descripción detallada de cada uno de los amuletos, los ornamentos, y las gemas.

–Las herramientas son importantes porque la historia es esencial –le dijo Trevor a su hijo–. Quien conoce el pasado, controla el futuro. Si las herramientas existen y pueden ayudarnos a recordar nuestras vidas pasadas, tú, yo, y todos los miembros del Club Fénix debemos asegurarnos de que su poder se utilice en beneficio de toda la humanidad, y que no se explote de forma interesada.

Percy tardó años, muchos años, en alcanzar a entender la importancia de aquellas palabras.

Josh se preguntó si había viajado por medio mundo para regresar al punto de partida. No podía ser una simple coincidencia, pero en ese momento no tenía tiempo para detenerse a pensar en todas las posibles conexiones, porque el profesor seguía hablando.

–En los años ochenta del siglo diecinueve, Neely compró varios terrenos en esta zona. Era una práctica bastante habitual en aquella época, la gente compraba las tierras en las que quería excavar para que los hallazgos les pertenecieran por completo. El club hizo un trato con Neely y le ayudó a costear las excavaciones, eso podría explicar por qué la misma inscripción aparece tanto en su diario como en las notas de Talmage.

Josh contempló la caja labrada que permanecía en las manos de la momia, y que tenía tallado en el centro un pájaro que emergía de las llamas con una espada en los talones. Era casi idéntico al escudo de armas que estaba tallado en la puerta principal de la Fundación Fénix.

–¿Saben en qué lengua está la inscripción?

–Gabriella piensa contactar con expertos en la materia, cree que puede tratarse de una especie de sánscrito antiguo.

–Pensaba que ella era una experta.

–Sí, pero en griego y en latín.

–La tumba estaba intacta cuando la encontraron, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces, ¿cómo es posible que Neely estuviera aquí?

–Estamos casi convencidos de que nadie había encontrado este lugar antes. Según las páginas que tenemos del diario de Neely, excavó en dos puntos cercanos, pero no encontró nada. Fue a un tercer lugar, pero no sabemos lo que pasó. Su diario se interrumpió abruptamente mientras estaba trabajando allí.

–¿Qué pasó?

–Lo mataron, pero se sabe muy poco al respecto.

–¿Aún tienen su diario?

–Algunas páginas.

–¿Dónde las consiguieron?

–Eso tendrá que preguntárselo a Gabby, fue ella quien las obtuvo junto con el permiso para continuar con el trabajo de Neely.

–Y creen que han encontrado lo que los miembros del Club Fénix y él estaban buscando.

–Exacto. Bueno, al menos parte de lo que buscaban, aunque aún quedan muchas incógnitas por despejar –el profesor señaló hacia una zona ligeramente desgastada de la pared, cerca de donde estaba la momia, y añadió–: Eso estaba oculto tras un tapiz, y no sabemos por qué. Y tampoco sabemos por qué encontramos un cuchillo junto a Bella, ya que a las romanas nunca las enterraban con armas. Además, ¿por qué estaba roto el cuchillo?, ¿qué estaba haciendo con él? –respiró hondo, y contempló los restos humanos que había encontrado–. ¿Qué secretos guardabas, Bella? –se arrodilló a su lado, y le susurró–: Háblame, mi Belladonna.

Josh sintió que en su interior relampagueaba una emoción inexplicable y del todo inesperada: los celos más descarnados que había sentido en su vida. Tuvo ganas de agarrar a Rudolfo y apartarlo de Bella, de decirle que no se acercara tanto. Hacía una hora escasa que había visto aquel cuerpo sin vida por primera vez, pero en su mente pudo ver cómo aparecían los músculos y la piel, cómo tomaban forma y cobraban vida el rostro, el cuello, las manos, los pechos, las caderas, los muslos y los pies. Los labios adquirieron un suave tono rosado, los ojos se colorearon con un azul profundo, los restos de su túnica de algodón recuperaron el blanco impecable que había tenido tantos años atrás. Su larga y ondulada melena pelirroja era lo único que había permanecido igual, con la raya en medio y recogida en dos largas trenzas que le caían por la espalda.

Era un cadáver de piel correosa y huesos frágiles, pero en otro tiempo... en otro tiempo, había sido una mujer hermosa. Un millón de imágenes empezaron a bombardearle la mente, siglos de palabras que no había oído nunca, entre las que una destacaba con más fuerza que ninguna otra. La aferró y la arrancó de la cacofonía.

Sabina. Sí, se llamaba Sabina.

4

–No sé si usted mismo se cree la historia que acaba de contarme, pero yo sí –dijo el profesor, cuando Josh le contó una versión abreviada de lo que le había pasado durante los últimos dieciséis meses y de cómo había encontrado la excavación esa mañana–. Es obvio que ve algo más cada vez que la mira, que hay un vínculo que va más allá de la simple curiosidad –el hombre parecía extremadamente satisfecho.

Si Josh entrecerraba los ojos, en la penumbra de la tumba el cuerpo parecía casi una mujer viva y agachada en aquel rincón, en vez de un esqueleto de mil seiscientos años cuyo reposo había sido perturbado recientemente.

Una ligera brisa penetró de repente por la entrada de la cripta, y un mechón de pelo escapó de la larga trenza.

Siempre se había sentido muy orgullosa de su aspecto, de su pulcritud, así que se enojaría muchísimo si se viera despeinada. Podía verla destrenzándose el pelo, extendiéndolo en una manta de seda que olía a jazmín y a sándalo y los cubría mientras se besaban en la oscuridad, en secreto, bajo los árboles. Podía sentir la caricia de aquel pelo en las mejillas y en los labios, lo sentía entre los dedos. Era el hilo que los enlazaba, que impediría que se separaran jamás.

Ni siquiera pensó en lo que estaba haciendo, sucedió demasiado deprisa. Alargó una mano, tomó el mechón que se había escapado de la trenza, y...

–¡No! –exclamó el profesor, mientras le apartaba el brazo–. Está muy frágil, es un milagro que siga intacta. Puede romperse si la toca.

Tocar su pelo estuvo a punto de destrozarlo. Dio media vuelta mientras se frotaba las manos, y se centró en la vieja lámpara de aceite ennegrecida que permanecía en el suelo. Daba la impresión de que la mujer la había acercado todo lo posible al hueco de la pared, a aquella zona descolorida.

Las puertas de su mente se abrieron un poco más, y la cabeza empezó a dolerle ante la nueva oleada de información. Tenía que sumergirse en ella en vez de intentar esquivarla, pero sólo podía estar en un lugar a la vez... en el pasado, o en el presente. No podía estar en ambos al mismo tiempo.

«Déjate llevar, concéntrate en lo que sucedió hace tiempo, hace mucho tiempo, en este lugar. ¿Qué fue lo que pasó?».

Sin prestar atención a las advertencias del profesor, al que le preocupaba que pudiera dañar algo, se hincó de rodillas y empezó a escarbar en la pared con sus propias manos. Tenía que demostrarse algo a sí mismo, y a ella... no sabía de qué se trataba, pero estaba convencido de que había algo oculto tras aquella pared que lo reivindicaría.

–¿Qué hace?, ¡deténgase! –le dijo el profesor, horrorizado.

Era como si el sueño se hubiera materializado, como si la realidad estuviera desvaneciéndose. Oyó de forma distante la voz del profesor, apenas sintió que lo agarraba e intentaba apartarlo. Sus protestas carecían de importancia.

La arena que conformaba la pared estaba muy dura, pero después de sacar varios puñados, la tarea le resultó más fácil. La pared sólo tenía entre cinco y siete centímetros de grosor, medía poco más de un metro de alto por uno de ancho, y fue desmoronándose hasta dejar al descubierto lo que parecía la entrada de un túnel. Una esquirla de roca le hirió en la palma de la mano izquierda, pero siguió sin parar. Ya casi estaba.

Una bocanada de aire frío y viciado le dio de lleno, y moléculas y partículas de mil seiscientos años de antigüedad le llenaron los pulmones junto con el aroma a jazmín y a sándalo. Se metió en el hueco, a pesar de la claustrofobia y el pánico que lo atenazaron. Empezó a sudar y luchó por respirar, pero a pesar de lo mucho que deseaba dar media vuelta, la fuerza con la que lo atraía el túnel era muy superior a su paranoia.

Se internó a gatas en la oscuridad, y una tristeza aplastante lo sofocó con su peso tangible. Avanzó poco a poco cinco metros, diez, veinte. El profesor seguía pidiéndole que se detuviera, pero era incapaz de hacerlo. Tenía que llegar al final de aquel túnel.

Después de doblar un pequeño recodo, se detuvo y luchó por respirar. Sería más fácil morir que seguir adelante. Imaginó la tierra que lo rodeaba, vio cómo se desprendía y lo sepultaba. La manifestación de su miedo era tan vívida, que alcanzó a sentir el sabor de la arena en la boca, notó cómo le obstruía la nariz y la garganta.

Pero al final de aquel túnel lo esperaba algo primordial, algo más importante que ninguna otra cosa en el mundo.

–¡Deténgase!, ¡alto!

Oyó la voz de Rudolfo desde la distancia, distorsionada. Sí, quería detenerse, pero consiguió avanzar unos metros más.

–¡A lo mejor hay algún pozo, no podré ayudarlo si se cae!

La voz del profesor era mucho más débil, pero había materializado uno de los miedos que lo torturaban... una súbita grieta, una cueva bajo el túnel, un descenso hacia la oscuridad subterránea.

Sintió la energía que emanaba del túnel, y dejó que lo arrastrara hacia delante. Era casi palpable y le suplicaba que fuera, que se internara aún más en las sombras, que explorara hasta encontrar algo que llevaba mucho tiempo esperando allí.

–Al menos, venga a por una linterna... es muy peligroso...

El profesor tenía razón. No tenía ni idea de lo que le esperaba, pero estaba demasiado cerca para dar media vuelta, y no sabía si en caso de regresar tendría el valor de volver a internarse en aquel lugar.

Avanzó medio metro más, y entonces notó algo largo y duro bajo los dedos. Intentó identificarlo mediante el tacto, examinó su contorno... ¿se trataba de un palo largo, de algún tipo de arma? La superficie era ligeramente porosa... no, no era de madera ni de metal.

La lógica y el instinto primario le dijeron de qué se trataba: era un hueso, un hueso humano.

5

Nueva York. Martes, 2:00 a. m.

Cuatro meses después de que su tía muriera de forma inesperada por un ataque al corazón, Rachel Palmer se enteró de que una vecina suya había sido asaltada en el rellano de su puerta mientras sacaba las llaves del bolso, y desde entonces siempre miraba por encima del hombro al abrir la puerta principal, subía las escaleras a toda prisa, cerraba con llave en cuanto entraba en la casa, y apenas lograba conciliar el sueño. Cuando comentó que iba a empezar a buscar otro piso, su tío Alex le dijo que podía instalarse de forma temporal en su palaciego dúplex situado en la sesenta y cinco con Lexington.

A pesar de que nunca hablaba del tema ni lo mostraba abiertamente, era obvio que se sentía solo. La tía Nancy y él habían sido inseparables y no habían tenido hijos, y a pesar de que sólo tenía sesenta y dos años, tenía la impresión de que tardaría mucho en buscar la compañía de otra mujer.

Alex siempre había sido mucho más que un tío para ella, porque su padre había abandonado a su madre cuando ella era una niña, así que estaba encantada de poder hacerle compañía... y de disfrutar de la protección que le proporcionaban el portero del edificio y el sistema de seguridad del dúplex.

Se había acostumbrado a estar acompañada, así que llevaba dos días sin poder dormir bien, desde que su tío se había ido a un viaje de negocios a Londres y Milán que duraría una semana. Esa noche se había dado por vencida y estaba sentada en la cama con las luces encendidas, viendo una película antigua mientras saboreaba un vaso de vino blanco y leía las noticias de la mañana siguiente en el portátil.

La tumba pertenece a una virgen vestal

por Charlie Billings

Roma, Italia

Ayer se confirmó que, en la reciente excavación que se está realizando cerca de las puertas de la ciudad, se ha hallado la tumba de una de las últimas vírgenes vestales de la antigua Roma.

«Estábamos bastante seguros de que la tumba databa de finales del siglo cuarto, en concreto del 390 al 392 d. C., y tanto la cerámica como el resto de objetos que hemos encontrado lo corroboran. A menos que encontremos alguna sorpresa de última hora, es casi seguro que la mujer que enterraron aquí era una vestal», afirmó Gabriella Chase, profesora de arqueología de la Universidad de Yale y especialista en religiones y lenguas antiguas.

La profesora Chase lleva tres años trabajando en la zona junto al profesor Aldo Rudolfo, de la Universidad de Roma La Sapienz.

«Este hallazgo es particularmente interesante porque es posible que los restos pertenezcan a una de las seis últimas vestales», dijo Chase. «Después de más de mil años, el culto de las vestales acabó en el 391 d. C., con el auge de la cristiandad bajo el reinado del emperador Teodosio».

Las voces procedentes de la televisión se desvanecieron, la luz perdió intensidad. Rachel intentó seguir leyendo, intentó permanecer en la cama y seguir sintiendo el tacto de las sábanas bajo las manos y la forma de la almohada a su espalda, pero el corazón se le aceleró ante la posibilidad de conseguir respuestas. Un mundo entero sobre el que no sabía nada estaba ante ella como un diamante en bruto, y sólo tenía que dar un paso y explorarlo.

Cuando entró, quedó deslumbrada por la visión que resplandecía bajo un sol hiperrealista. La calidez la envolvió, la acarició como una brisa de verano, la reconfortó y la excitó al mismo tiempo. Aquel resplandor estaba en su interior y se sintió liviana, tan liviana que empezó a volar más y más deprisa mientras a la vez era consciente de cada sensación, como si todo estuviera sucediendo a cámara lenta.

El sol le quemaba las mejillas, el olor del calor le inundaba las fosas nasales, y su cuerpo entero vibraba como si fuera un instrumento. Oyó una música que no tenía nada que ver con tonos, acordes ni melodías, que era puro ritmo, y tanto los latidos de su corazón como su respiración empezaron a acompasarse.

Tuvo frío de repente, y miró temblorosa a través de una puerta de cristal, por un resquicio que quedaba entre las cortinas, y vio a dos hombres inclinados sobre un escritorio.

–Vine a Roma por esto, había perdido la esperanza de poder encontrarlo –dijo el que conocía bien, a pesar de que desconocía su nombre.

Entonces vio las gemas mágicas, y sus reflejos azules y verdes la llenaron de un placer desesperado. Era como una droga. Quería permanecer allí hasta poder entender cómo era posible que los colores se fusionaran unos con otros hasta crear nuevos tonos... un arco iris esmeralda se fundía en un azul intenso que se fundía en un cobalto que se fundía en un verde mar que se fundía en un verde salvia que se fundía en un verde azulado, en un rojo, en un borgoña, en un carmesí.