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«César Birotteau» es una novela de 1837, y es una de las Scènes de la vie parisienne en la serie La Comedia Humana. Su personaje principal es un perfumista parisino que logra el éxito en el negocio de los cosméticos, pero se declara en quiebra debido a la especulación inmobiliaria.
Balzac mantuvo un borrador de la novela durante seis años antes de completarlo en 1837 después de que Le Figaro le ofreciera 20.000 francos, siempre que estuviera listo para aparecer antes del 15 de diciembre de ese año.
Explicando la demora que luego escribiría «Durante seis años he guardado un borrador de César Birotteau desesperado de poder interesar a alguien en el personaje de un tendero bastante estúpido y algo mediocre, cuyas desgracias son comunes, simbolizando ese del mundo pequeño comerciante parisino que tan a menudo ridiculizamos»
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Veröffentlichungsjahr: 2021
Honoré de Balzac
CÉSAR BIROTTEAU
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 979-12-5971-100-7
Greenbooks editore
Edición digital
Enero 2021
www.greenbooks-editore.com
CÉSAR BIROTTEAU
César en pleno apogeo
Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle de Saint-Honoré sino por un momento; los hortelanos prolongan por ella, según van al Mercado Central, el ajetreo de los coches que vuelven de los espectáculos o los bailes. En medio de ese calderón que, en la gran sinfonía del barullo parisino, aparece a eso de la una de la madrugada, a la mujer del señor César Birotteau, perfumista con comercio cerca de la plaza de Vendôme, la despertó sobresaltada un sueño espantoso. La perfumista se vio por partida doble: se contempló cubierta de andrajos, girando con mano consumida el picaporte de su propia tienda, en la que se hallaba, al tiempo, en el umbral de la puerta y sentada en su sillón junto al mostrador; pedía limosna, se oía hablar a sí misma desde la puerta y en el mostrador. Quiso agarrar a su marido y puso la mano en un sitio frío. Tan intenso miedo sintió entonces que no pudo mover el cuello, pues se le quedó petrificado; se le pegaron las paredes de la garganta y le falló la voz; se quedó sentada, clavada en la cama, con los ojos dilatados y la mirada fija, el pelo dolorosamente sensible, los oídos repletos de ruidos raros y el corazón encogido, pero palpitante; en resumen, empapada en sudor y helada en medio de una alcoba que tenía abiertas ambas hojas de la puerta.
El miedo es un sentimiento morbífico a medias; oprime de forma tal la maquinaria humana que o las facultades alcanzan súbitamente el grado máximo de fuerza o caen hasta el último grado de desorganización. A la fisiología la sorprendió durante mucho tiempo ese fenómeno, que desbarata sus sistemas y da al traste con sus conjeturas, aunque no por ello deje de ser sencillamente un rayo que le cae por dentro a la persona, aunque, como todos los accidentes eléctricos, sea peculiar y caprichoso en sus formas. Esta explicación se tornará vulgar el día en que los estudiosos admitan el gigantesco papel que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.
La señora Birotteau pasó entonces por algunos de los padecimientos, luminosos hasta cierto punto, que proceden de esas terribles descargas de la voluntad que un mecanismo desconocido desparrama o concentra. Así fue como, durante un espacio de tiempo cortísimo, si lo medimos con nuestros relojes, pero inconmensurable desde el punto de vista de sus veloces impresiones, aquella infeliz tuvo el monstruoso poder de emitir más ideas, de sacar a flote más recuerdos que, en el estado ordinario de sus facultades, habría concebido en un día entero. La dolorosa historia de aquel monólogo puede resumirse en unas cuantas palabras absurdas, contradictorias y desprovistas de sentido, pues tal fue el monólogo.
«¡No hay razón que pueda sacar a Birotteau de mi cama! ¿Habrá cenado tanta ternera que se encuentre indispuesto? Pero, si se hubiera puesto malo, me habría despertado. ¡En los diecinueve años que llevamos durmiendo juntos en esta cama, en esta misma casa, nunca se ha levantado sin decírmelo, el pobre corderito! Sólo faltó de esta cama para pasar la noche en el cuerpo de guardia.
¿Se metió conmigo esta noche en la cama? ¡Pues claro que se metió! ¡Dios mío, seré tonta!».
Volvió la mirada hacia el lecho y vio el gorro de dormir de su marido que conservaba la forma casi cónica de la cabeza.
«Pues entonces es que se ha muerto. ¿Se habrá matado? ¿Por qué? — siguió pensando—. Desde que lo hicieron teniente de alcalde hace dos años, está muy como no sé cómo. ¿Meterlo en cargos públicos no es, a fe de mujer cabal, algo lastimoso? Los negocios le van bien, me ha regalado un chal. ¿O será que le van mal? Bah, me habría enterado. ¿Puede saber alguien lo que tiene por dentro un hombre? Ni tampoco lo que tiene una mujer. Y no está mal que no se sepa. ¡Pero si hoy ha habido ventas por valor de cinco mil francos! Además un teniente de alcalde no puede decidir darse la muerte por su mano, está demasiado al tanto de las leyes. ¿Dónde se habrá metido?».
No podía ni girar el cuello, ni adelantar la mano para tirar del cordón de una campanilla que habría puesto en movimiento a una cocinera, tres dependientes y un mozo de almacén. Presa de la pesadilla, que se prolongaba en estado de vigilia, no se acordaba de su hija, que dormía apaciblemente en un cuarto contiguo al suyo cuya puerta se abría a los pies de su cama. Por fin gritó: «¡Birotteau!» y no recibió respuesta alguna. Creía que había voceado el nombre, pero sólo lo había pronunciado in mente.
«¿Tendrá una amante? Es demasiado inocente para eso —siguió pensando
— y, además, me quiere demasiado. ¿Pues no le dijo a la señora Roguin que nunca me había sido infiel, ni siquiera con el pensamiento? Si este hombre es la encarnación de la probidad en este mundo. Si alguien se merece el cielo es él. ¿Qué le puede contar a su confesor? Cositas de nada. Para ser monárquico, y sin saber por qué lo es por cierto, no le saca nada de lustre a eso de ser religioso. Pobrecito infeliz, se va a misa a las ocho, a escondidas, como si fuera a una casa de placer. Teme a Dios por el propio Dios; del infierno ni se acuerda. ¿Cómo iba a tener una amante? Se me separa tan poco de las faldas que me tiene aburrida. Me quiere más que a las niñas de sus ojos, cegaría por mí. En diecinueve años nunca ha dicho una palabra más alta que otra al hablarme. Me pone por delante de su hija. Pero ahí está Césarine… (¡Césarine! ¡Césarine!) Birotteau no ha tenido nunca un pensamiento que no me haya contado. Cuánta razón tenía cuando venía a El Marinerito y aseguraba que sólo podría conocerlo bien con el uso. ¡Y de repente ya no está!… ¡Qué cosa más extraordinaria!».
Volvió la cabeza trabajosamente y lanzó una mirada furtiva por el cuarto, colmado entonces de esos pintorescos efectos de la oscuridad que constituyen la desesperación del lenguaje y parecen corresponder sólo a los pinceles de los pintores de género. ¿Con qué palabras representar las pavorosas eses que hacen las sombras proyectadas, las fantásticas apariencias de las cortinas que el viento ahueca, los inciertos juegos de luz que lanza la mariposa hasta las arrugas del calicó rojo, las llamas procedentes de un copa cuyo centro rutilante parece el ojo de un ladrón, la aparición de un vestido arrodillado, todas las rarezas, en fin, que atemorizan a la imaginación en esos momentos en que sólo tiene fuerzas ya para notar los dolores y acrecentarlos? A la señora Birotteau le pareció ver una luz brillante en la habitación de paso para su cuarto y pensó de pronto en un incendio; pero, al ver un pañuelo rojo, que le pareció un charco de sangre vertida, no pensó ya sino en ladrones, sobre todo al querer hallar las huellas de una pelea en la forma en que estaban colocados los muebles. Al acordarse de la cantidad que había en caja, un noble temor extinguió los fríos ardores de la pesadilla y se plantó, en camisón, en medio del cuarto, para acudir en socorro de su marido, a quien suponía enzarzado con unos asesinos.
— ¡Birotteau! ¡Birotteau! —gritó por fin con voz cargada de angustia.Halló al perfumista en medio de la habitación contigua, con un alna en la mano y midiendo el aire, pero tan mal arropado en la bata de indiana verde con lunares de color chocolate que el frío le enrojecía las piernas sin que, por estar tan absorto, se percatase de ello. Cuando César se dio la vuelta para decirle a su mujer: «Bueno, Constance, ¿qué quieres?», tenía una expresión tan tremendamente pazguata, como les sucede a todos los hombres ensimismados en echar cuentas, que la señora Birotteau se echó a reír.
— ¡Dios mío, César, cómo se puede ser así! —dijo—. ¿Por qué me dejas sola sin avisarme? Casi me muero de miedo, no sabía qué pensar. Pero ¿qué haces ahí expuesto a todas las corrientes? Vas a coger un catarro tremendo.¿Me oyes, Birotteau?
—Sí, mujer. Ya voy —contestó el perfumista, volviendo al dormitorio.
—Venga, ven a calentarte y dime qué chifladura te ha entrado —añadió la señora Birotteau apartando las cenizas del fuego, que se apresuró a encender de nuevo—. Estoy helada. ¡Qué tonta! ¡Mira que levantarme en camisón! Pero es que de verdad pensé que te estaban asesinando.
El comerciante dejó la palmatoria encima de la chimenea, se envolvió en la bata y fue mecánicamente a buscarle a su mujer unas enaguas de franela.
—Toma, chatita, abrígate —dijo—. Veintidós por dieciocho —prosiguió, continuando con su monólogo—; podemos tener un salón espléndido.
— ¡Pero bueno, Birotteau! ¿Te estás volviendo loco? ¿Estás soñando?—No, mujer, estoy echando cuentas.
—Para andarte con bobadas deberías esperar por lo menos a que se hiciera de día —exclamó ella, atándose las cintas de las enaguas por debajo de la camisola antes de ir a abrir la puerta del cuarto en que dormía su hija.
—Césarine está dormida —dijo— y no nos oirá. A ver, Birotteau, habla.
¿Qué te pasa?
—Podemos dar el baile.
— ¿Dar un baile nosotros? ¡A fe de mujer cabal que estás soñando, amigo mío!—No sueño, cervatilla blanca. Atiende: se debe hacer siempre lo que es debido en lo tocante a la posición que se tiene. El gobierno me ha encumbrado, pertenezco al gobierno; nos vemos en la obligación de conocer bien su esencia y favorecer sus intenciones contribuyendo a su desarrollo. El duque de Richelieu acaba de conseguir que concluya la ocupación de Francia. Según el señor de La Billardière, a los funcionarios que representan a la villa de París nos incumbe, cada cual dentro del ámbito de nuestras influencias, celebrar la liberación del territorio. Demostremos un auténtico patriotismo que haga ruborizarse a esos sedicentes liberales, a esos malditos intrigantes, ¿no te parece? ¿Piensas que no amo a mi país? ¡Quiero probar a los liberales, a esos enemigos míos, que querer al rey es querer a Francia!
—Pero, hombre, ¿así que crees que tienes enemigos?
—Sí, mujer mía, tenemos enemigos. Y la mitad de nuestros amigos del barrio son enemigos nuestros. Dicen todos: Birotteau tiene suerte, Birotteau no es nadie, pero sin embargo ahora está de teniente de alcalde, todo le sale bien. Bueno, pues van a volver a quedarse de un aire. Vas a ser la primera en enterarte de que soy caballero de la Legión de Honor: el rey firmó la disposición ayer.
—Ah, pues entonces tenemos que dar un baile, amigo mío —dijo la señora Birotteau, muy emocionada—. Pero ¿qué es lo que has hecho tan bien hecho para que te den la cruz?
—Cuando me dio ayer la noticia el señor de La Billardière —siguió diciendo Birotteau, apurado—, yo también me pregunté, igual que tú, qué méritos tenía yo para eso; pero, según volvía, acabé por caer en la cuenta y por darle la razón al gobierno. De entrada, soy monárquico y me hirieron en Saint- Roch en vendimiario. Me parece a mí que algo querrá decir eso de haber empuñado las armas en aquellos tiempos por una buena causa, ¿no? Luego, según algunos negociantes, cumplí con mis cometidos de juez mercantil de forma satisfactoria para todos. Y, para terminar, soy teniente de alcalde, y el
rey concede cuatro cruces al cuerpo municipal de la villa de París. Tras pasar revista a las personas que, entre los tenientes de alcalde, podían recibir una condecoración, el prefecto me puso en la lista el primero. Y, además, el rey debe de conocerme: a Ragon tengo que agradecerle que soy proveedor suyo para esos polvos de empolvar el cabello que son los únicos que le gustan; somos los únicos que sabemos la receta de los que usaba la difunta reina, esa pobre, querida y augusta víctima. El alcalde me apoyó rabiosamente. ¿Qué quieres? Si el rey me concede la cruz sin haberle pedido yo nada, me parece que no la puedo rechazar sin caer en desconsideración. ¿Quise yo acaso ser teniente de alcalde? Así que, mujer mía, ya que vamos viento en popa, como dice tu tío Pillerault cuando está alegre, he decidido ponerlo todo en esta casa a tono con nuestra estupenda fortuna. Si puedo llegar a algo, me arriesgaré a convertirme en lo que Dios quiera que sea, subprefecto si tal es mi destino. Mujer, cometes una grave equivocación si crees que un ciudadano está en paz con su país después de haberse pasado veinte años despachando productos de perfumería a quienes venían a comprarlos. Si el Estado requiere el concurso de nuestras luces, se lo debemos dar, de la misma forma que le debemos la tasa de fincas, la de puertas y ventanas, etcétera. ¿Es que te apetece quedarte para siempre detrás del mostrador? Hace ya demasiado tiempo, a Dios gracias, que vives pegada a él. El baile será nuestra fiesta. Adiós a la venta al por menor; para ti se entiende. Quemo el rótulo de La Reina de las Rosas, borro del panel:
«César Birotteau, maestro perfumista, sucesor de Ragon» y pongo sin más:
«Perfumerías» en letras doradas grandes. Pongo en el entresuelo la oficina, la caja y un gabinete bonito para ti. Convierto en comercio la trastienda, el comedor y la cocina que tenemos ahora. Alquilo el primer piso de la casa de al lado y abro una puerta en la pared. Le doy la vuelta a la escalera, para dejar al mismo nivel las dos viviendas. Y tendremos entonces una casa grande amueblada divinamente. Sí, te remozo el dormitorio, dejo sitio para que tengas un saloncito, y le hago un cuarto bonito a Césarine. La dependiente que vas a coger, el encargado y tu doncella (sí, señora, vas a tener doncella) dormirán en el segundo. En el tercero, estarán los fogones, la cocinera y el mozo de cocina. En el cuarto, nuestro almacén general de botellas, cristal y porcelana. ¡El taller de las operarias en el desván! Los transeúntes no verán ya cómo se pegan etiquetas, se hacen bolsas, se escogen los frascos y se tapan las redomas. Eso estaba bien para la calle de Saint-Denis, pero no para la calle de Saint-Honoré, puaf, da muy mala impresión. Nuestro comercio tiene que ser opulento como un salón. Oye, ¿acaso somos los únicos perfumistas que gozamos de honores?
¿Es que no hay acaso fabricantes de vinagre y vendedores de mostaza que
tienen mando en la Guardia Nacional y están muy bien vistos en Palacio? Pues vamos a imitarlos, ampliemos el negocio y, al mismo tiempo, hagámonos un lugar en la sociedad elegante.
—Mira, Birotteau, ¿sabes lo que pienso cuando te oigo? Pues me pareces
un hombre que te andas complicando la vida. Acuérdate del consejo que te di cuando se habló de hacerte alcalde: ¡lo primero tu tranquilidad! «Vales para estar en candelero —te dije— tanto como un brazo mío para hacerle de ala a un molino. Las grandezas te perderán». No me hiciste caso y ha llegado la hora de perdernos. Para meterse en política, hace falta dinero. ¿Acaso lo tenemos? ¡Cómo! ¿Quieres quemar el rótulo, que costó seiscientos francos, y renunciar a La Reina de las Rosas, que es tu auténtico blasón? Deja a los demás que sean ambiciosos. Quien mete la mano en el fuego, la saca quemada.
¿O no? En estos tiempos la política quema. ¿Tenemos o no tenemos nuestros buenos cien mil francos invertidos aparte del negocio, la fábrica y el género? Si quieres que crezca tu fortuna, haz ahora como hiciste en 1793: la deuda pública está a setenta y dos francos; compra deuda. Tendrás diez mil libras de renta sin que esa inversión perjudique al negocio. Aprovecha el vuelco para casar a nuestra hija, vende el negocio y vámonos a tu tierra. ¿Cómo? Llevas quince años hablando sin parar de comprar Les Trésorières, esa finquita tan agradable, cerca de Chinon, en donde hay agua, prados, bosques, viñas y dos casas de labor arrendadas, que nos aportará mil escudos y que tiene una vivienda que nos gusta a los dos; todavía podemos conseguirla por sesenta mil francos. ¿Y el señor quiere ahora llegar a algo en el gobierno? Acuérdate de lo que somos: unos perfumistas. Hace dieciséis años, antes de que inventases la Pomada Doble de las Sultanas y el Agua Carminativa, si alguien te hubiera dicho: «¡Tendrá usted dinero bastante para comprar Les Trésorières!», ¿no te habrías puesto malo de alegría? Bueno, pues ahora puedes comprar esa hacienda que te apetecía tanto que la nombrabas cada vez que abrías la boca y estás hablando de gastarte en tonterías un dinero que ganaste con el sudor de tu frente, o de la nuestra, puedo decir, porque siempre he estado sentada tras ese mostrador, hiciera el tiempo que hiciera, como un infeliz perro en su caseta. ¿No valdrá más tener unas habitaciones en casa de tu hija, casada con un notario de París, y vivir ocho meses al año en Chinon que empezar aquí el cuento de la lechera? Espera a que suban los fondos públicos, le das ocho mil libras de renta a tu hija, nos quedamos nosotros con dos mil; y con lo que nos den por la venta del negocio podremos tener Les Trésorières. Y a tu tierra, gatito; nos llevaremos los muebles, que valen un dineral, y estaremos como reyes, mientras que aquí para aparentar se necesita lo menos un millón.
—Ahí era donde te estaba esperando, mujer mía —dijo César Birotteau—. Todavía no estoy tan tonto (¡aunque tú pienses que soy tontísimo!) como para no haber pensado en todo. Óyeme bien: Alexandre Crottat nos va como un guante para yerno, y se quedará con la notaría de Roguin. Pero ¿te crees que se va a contentar con cien mil francos de dote? Y eso suponiendo que nos quedemos sin todo nuestro haber líquido para darle una posición a nuestra hija, que es lo que pienso hacer. Preferiría no comer lo que me queda de vida más que pan solo y verla feliz como a una reina, la mujer de un notario de
París, vamos, como dices tú. Pues bien, cien mil francos, o incluso ocho mil libras de renta, no son nada para comprarle la notaría a Roguin. Este Xandrot, como llamamos al chico, piensa, como todos los demás, que somos mucho más ricos de lo que somos. Si su padre, ese agricultor poderoso que es más tacaño que un caracol, no vende tierras por valor de cien mil francos, Xandrot no será notario, porque la notaría de Roguin vale cuatrocientos o quinientos mil francos. Si Crottat no paga la mitad al contado, ¿cómo va a salir adelante? Césarine tiene que tener doscientos mil francos de dote; y yo quiero que nos retiremos como unos ricos burgueses de París, con quince mil libras de renta.
¿Qué tal? Si te hiciera ver todo esto tan claro como la luz del día, ¿no cerrarías el pico?
—Ah, si tienes un Potosí…
—Sí que lo tengo, cervatilla mía. Sí —dijo cogiendo a su mujer por la cintura y dándole palmaditas movido por un gozo que le animó por completo los rasgos—. No quise hablarte de este asunto antes de que estuviera en el bote; pero, la verdad, es posible que mañana lo deje rematado. Se trata de lo siguiente: Roguin me ha propuesto una especulación tan segura que va a entrar personalmente en ella con Ragon, con tu tío Pillerault y con otros dos clientes suyos. Vamos a comprar por las inmediaciones de La Madeleine unos terrenos que, según las cuentas que se echa Roguin, conseguiremos por la cuarta parte del valor que tienen que alcanzar de aquí a tres años, época en que ya habrán expirado los arrendamientos y podremos explotarlos. Entramos los seis con partes acordadas. Yo pongo trescientos mil francos para que me correspondan tres octavas partes. Si alguno de nosotros necesita dinero, Roguin se lo buscará a cuenta de la parte que le corresponde, hipotecándola. Para tener la sartén por el mango y saber qué tal se fríe el pescado, he querido ser propietario nominal de la mitad, que compartiremos Pillerault, el bueno de Ragon y yo. Roguin estará en el negocio con el nombre de un tal señor Charles Claparon, copropietario conmigo, que les hará, igual que yo, un documento secreto a sus socios. Las escrituras de compra se hacen por compromisos de venta sin firmar ante notario hasta que seamos los dueños de todos los terrenos. Roguin mirará a ver qué contratos hay que hacer porque no es seguro que podamos dispensarnos del registro y dejarles los derechos a quienes hagan ventas parciales; pero sería muy largo de explicar. En cuanto estén los terrenos pagados, sólo tendremos que cruzarnos de brazos y, dentro de tres años, tendremos un millón. Césarine habrá cumplido los veinte, venderemos el negocio y nos iremos entonces a la buena ventura, modestamente, camino del lujo y del boato.
—Sí, pero ¿de dónde vas a sacar los trescientos mil francos? —preguntó la señora Birotteau.
—No entiendes nada de negocios, gatita mía. Pondré los cien mil francos
que tiene en depósito Roguin, pediré un préstamo de cuarenta mil francos sobre los edificios y los jardines en que tenemos las fábricas, en el Faubourg du Temple, y tenemos una cartera de veinte mil francos. Faltan otros ciento cuarenta mil, por cuyo valor firmaré unos pagarés a orden del banquero Charles Claparon que aportará esa cantidad menos el descuento. Y ya están pagados nuestros cien mil escudos: quien paga en plazo nada debe. Cuando venzan los pagarés, los abonaremos con las ganancias. Si no pudiéramos saldar el débito, Roguin me proporcionaría fondos al cinco por ciento hipotecando mi parte de los terrenos. ¡Pero no nos harán falta préstamos: he inventado una esencia que hace crecer el pelo, un Aceite Comágeno! Livingston me ha instalado una prensa hidráulica para fabricar ese aceite con avellanas que, con una presión tan fuerte, soltarán todo el aceite en el acto. Dentro de un año, según mis probabilidades, habré ganado cien mil francos por lo menos. Estoy pensando en un cartel que empiece: «¡Abajo las pelucas!», y que causará una impresión extraordinaria. ¡Tú es que no te das cuenta de mis insomnios! Hace tres meses que me está quitando el sueño el éxito del Aceite de Macassar. ¡Quiero hundir el Macassar!
— ¿Y ésos son los maravillosos proyectos a los que andas dando vueltas en la cabezota desde hace dos meses, sin querer contarme nada? Acabo de verme como una mendiga en mi propia puerta. ¡Qué aviso del cielo! Dentro de una temporada, sólo nos quedarán los ojos para llorar. Nunca harás nada así mientras yo esté viva, ¿me oyes, César? Ahí debajo tiene que haber unas cuantas tretas de las que no te das cuenta, eres demasiado probo y demasiado leal para sospechar pillerías de los demás. ¿Por qué vienen a ofrecerte millones? Te quedas sin ninguno de tus valores, te arriesgas más allá de tus posibilidades y si tu Aceite no sale adelante, si no encontramos dinero, si el valor de los terrenos no se convierte en liquidez, ¿con qué harás frente a tus pagarés? ¿Con cáscaras de avellana? Para subir más en sociedad, ya no quieres que figure tu nombre, quieres quitar el rótulo de La Reina de las Rosas y, además, vas a hacer esos ringorrangos de carteles y de folletos en los que se verá a César Birotteau en los mojones de todas las encrucijadas y en todos los tablones, en los sitios en que se edifica.—Ay, no lo entiendes. Tendré una sucursal a nombre de Popinot, en alguna casa por los alrededores de la calle de Les Lombards, en donde pondré al chiquito este, a Anselme. Y así saldaré la deuda de agradecimiento que tengo con el señor y la señora Ragon al darle una situación a su sobrino, que podrá hacer dinero. Estos pobres Ragoninos me da la impresión de que llevan una temporada bastante apachuchados.
—Mira, esa gente anda detrás de tu dinero.
—Pero ¿qué gente, hermosa mía? ¿Tu tío Pillerault, que nos quiere como a los sobrinos de sus entretelas y cena con nosotros todos los domingos?
¿Ragon, ese buen anciano, nuestro antecesor, que cuenta en su haber con cuarenta años de probidad y con el que jugamos la partida de boston? ¿O te refieres a Roguin, un notario, un hombre de cincuenta y siete años que lleva veinticinco en la profesión? Un notario de París sería lo más granado si no fuera porque toda la gente honrada vale lo mismo. ¡Si llegara el caso, mis asociados me echarían una mano! ¿Dónde está la conspiración, mi cervatilla blanca? Mira, tengo que decirte lo que te mereces. A fe de hombre cabal, que es un peso que llevo dentro. ¡Siempre has sido más desconfiada que una gata! En cuanto tuvimos dos perras nuestras en la tienda, ya pensabas que los parroquianos eran unos ladrones… ¡Hay que ponerse de rodillas a tus pies para rogarte que dejes que te hagan rica! ¡Qué poca ambición tienes para ser una hija de París! ¡Sin tus continuos temores no habría habido hombre más feliz que yo! Si te hubiera hecho caso, nunca habría seguido adelante ni con la Pomada de las Sultanas ni con el Agua Carminativa. La tienda nos ha dado de comer, pero esos dos inventos y nuestros jabones nos han dado los ciento sesenta mil francos que tenemos limpios. Sin mi genialidad, porque como perfumista tengo talento, seríamos unos minoristas y andaríamos a la cuarta pregunta para llegar a fin de mes y yo no sería uno de los negociantes notables que se presentan a la elección de magistrados del Tribunal de Comercio y no habría sido ni juez ni teniente de alcalde. ¿Sabes lo que sería? Pues un tendero como el bueno de Ragon, dicho sea sin faltarle porque respeto las tiendas, en ellas está lo mejor de nuestro oficio. Después de habernos pasado cuarenta años vendiendo artículos de perfumería, tendríamos, lo mismo que él, tres mil libras de renta; y al precio que están las cosas, que han subido el doble, tendríamos, igual que ellos, lo justo para vivir. (Cada día que pasa, se me oprime más el corazón al ver a ese matrimonio de viejos. Quiero tener las cosas claras y mañana me enteraré por Popinot de por dónde van los tiros). Si hubiera seguido tus consejos, como eres de felicidad sobresaltada y te preguntas si conservarás mañana lo que tienes hoy, no tendría crédito, no tendría la cruz de la Legión de Honor y no estaría a punto de convertirme en un político. Sí, sí, tú mueve la cabeza, pero si el negocio sale adelante puedo llegar a diputado por París. ¡Ay, si por algo me llamo César! ¡Todo me ha salido bien! Es inconcebible, de puertas para afuera todo el mundo me considera capaz, pero aquí la única persona a la que quiero agradar tanto que sudo sangre y agua para hacerla feliz es precisamente quien me toma por tonto.
En estas frases, aunque cortadas por pausas elocuentes y lanzadas como pelotas, como hacen todos cuantos adoptan una actitud recriminatoria, se traslucía un afecto tan hondo y constante que la señora Birotteau se enterneció para sus adentros; pero usó, como todas las mujeres, del amor que inspiraba para salirse con la suya.
—Bueno, Birotteau —dijo—, pues, si me quieres, déjame ser feliz a mi
aire. Ni a ti ni a mí nos dieron estudios, no sabemos hablar ni hacer zalemas como las personas de buena sociedad. ¿Cómo va a querer nadie que salgamos adelante en cargos del gobierno? ¡Yo donde seré feliz es en Les Trésorières! Siempre me han gustado los animales y los pajaritos, me pasaré la vida tan a gusto criando pollos y haciendo de granjera. Vamos a vender el negocio, vamos a casar a Césarine y déjate de Imógenos. Vendremos a pasar el invierno en París, en casa de nuestro yerno, y seremos felices; no hay nada en la política ni en el comercio que pueda cambiar nuestra forma de ser. ¿Por qué vamos a querer aplastar a los demás? ¿Es que no nos basta con el dinero que tenemos ahora? ¿Cenarás dos veces cuando seas millonario? ¿Necesitas a otra mujer que no sea yo? Fíjate en mi tío Pillerault, que se conformó sensatamente con su modesto haber y dedica la vida a las buenas obras. ¿Necesita acaso muebles suntuosos? Estoy segura de que me has encargado el mobiliario: he visto a Brachon por aquí y no era para comprar nada de perfumería.
—Pues sí, hermosa mía, ya te he encargado los muebles; las obras empiezan mañana y las dirige un arquitecto que me ha recomendado el señor de La Billardière.
— ¡Dios mío! —exclamó ella—. ¡Ten compasión de nosotros!—Qué poco sensata eres, cervatilla mía. ¿Vas a irte a enterrar en Chinon a los treinta y siete años, con lo lozana y lo guapa que estás? Yo, a Dios gracias, sólo tengo treinta y nueve. La casualidad me brinda una espléndida carrera; y yo voy y me meto en ella. Si no cometo imprudencias, puedo fundar una casa honorable dentro de la burguesía parisina, como pasaba antes, instaurar la dinastía de los Birotteau, igual que hay Keller, Jules Desmarets, Roguin, Cochin, Guillaume, Lebas, Nucingen, Saillard, Popinot, Matifat, que dejan su huella, o la dejaron, en sus barrios. ¡Hombre, por Dios! Si este negocio no fuera tan seguro como el oro en barras…
— ¡Seguro!—Sí, seguro. Hace dos meses que ando echando cuentas. Como quien no quiere la cosa, me he informado acerca de las edificaciones en las oficinas de la villa y preguntado a arquitectos y constructores. El señor Grindot, ese arquitecto joven que nos va a reformar el piso, está desesperado por no tener dinero para participar en nuestra especulación.
—Le saldrán encargos para edificar; os anima para sacaros los cuartos con engaños.
— ¿Se puede engañar a gente como Pillerault, como Charles Claparon y Roguin? Es una ganancia tan segura como la de la Pomada de las Sultanas, mira.—Pero, amigo mío querido, ¿qué necesidad tiene Roguin de especular si
cobra un sueldo por su cargo y tiene ya dinero? Lo veo pasar a veces, más abstraído que un ministro de Estado, con una mirada de disimulo que no me gusta nada. Anda ocultando cosas que lo preocupan. En los últimos cinco años se le ha puesto cara de libertino viejo. ¿Quién te dice que no hará mutis cuando haya agarrado vuestros fondos? Ya se han visto cosas de ésas. ¿Lo conocemos bien? Por mucho que lleve quince años siendo amigo nuestro, yo no pondría la mano en el fuego por él. Le huelen las narices, sabes, y no vive con su mujer; debe de tener amantes a las que paga y que lo arruinan. No se me ocurre otro motivo para esa melancolía. Cuando me estoy aseando, miro por las rendijas de las persianas y lo veo, de mañana, volver a pie a su casa.
¿De dónde vuelve? Nadie lo sabe. Me da la impresión de que es un hombre que le tiene casa puesta a alguien y gasta por su cuenta, y su señora por la suya. ¿Así es como vive un notario? Cualquiera que gane cincuenta mil francos y se le vayan sesenta en veinte años verá cómo se le acaba la fortuna y se encuentra en cueros como un san Juanillo; pero, como ya está acostumbrado a destacar, atraca a los amigos sin compasión; la caridad bien entendida empieza por uno mismo. Es íntimo de Du Tillet, el sinvergüenza ese de poca monta, nuestro antiguo encargado, no le veo nada bueno a esa amistad. Si no ha sabido calibrar a Du Tillet muy ciego está. Y, si lo conoce,
¿por qué lo mima tanto? Me dirás que su mujer está enamorada de Du Tillet. Pues, mira, no espero nada bueno de un hombre sin honra en lo tocante a su mujer. Y, para terminar, ¿tan tontos son los dueños actuales de esos terrenos que dan por cinco francos lo que vale cien? Si te encontrases con un niño que no sabe lo que vale un luis, ¿no se lo aclararías? A mí ese negocio vuestro me parece que es un robo, dicho sea sin ánimo de ofender.
— ¡Dios mío! ¡Qué peculiares son a veces las mujeres y cómo embrollan todas las ideas! Si Roguin no tuviera nada que ver en el asunto, me dirías:«Vaya, vaya, César; te metes en un negocio en el que no está Roguin. No valdrá nada». Y ahora que está ahí como una garantía, me dices…
—No, es un tal señor Claparon.
—Pero un notario no puede figurar nominalmente en una especulación.
— ¿Y entonces por qué hace algo que le prohíbe la ley? ¿A ver qué me contestas a eso tú que sólo haces lo que manda la ley?—Pero déjame que siga. ¿Roguin participa y dices que el negocio no vale nada? ¿Eso es sensato? Y además me dices: «Hace algo que va en contra de la ley». Pero aparecerá a las claras si es necesario. Y ahora me dices: «Es rico».
¿No podrían decir de mí otro tanto? ¿Sería de recibo que me dijesen Ragon y Pillerault: «Por qué se mete en este negocio si tiene más dinero que un tratante en cerdos»?
—Los comerciantes no tienen la misma posición que los notarios —dijo la
señora Birotteau.
—Y, para terminar, tengo la conciencia bien entera —dijo César, que seguía hablando—. Los que venden, venden por necesidad; no les robamos, como tampoco se roba a las personas a quienes se les compran rentas a setenta y cinco francos. Hoy compramos los terrenos al precio de hoy; dentro de dos años, la cosa habrá cambiado, como pasa con las rentas. Sepa usted, Constance-Barbe-Joséphine Pillerault, que nunca pescará a César Birotteau haciendo nada que vaya en contra de la más rigurosa probidad, ni en contra de la conciencia, ni en contra de la delicadeza. ¡Un hombre que tomó estado hace dieciocho años sin que se le pueda sospechar improbidad en su matrimonio!
— ¡Vamos, cálmate, César! Una mujer que lleva todo ese tiempo viviendo contigo conoce el fondo de tu alma. En fin de cuentas, tú eres el amo. Ese dinero te lo has ganado, ¿o no? Tuyo es y te lo puedes gastar. Aunque nos viéramos en la miseria más extremada, ni yo ni tu hija te haríamos ni un reproche. Pero óyeme bien: cuando estabas inventando tu Pomada de las Sultanas y tu Agua Carminativa, ¿qué arriesgabas? Cinco o seis mil francos. Ahora apuestas toda tu fortuna a una baza y no eres el único jugador, tienes socios que pueden salir más listos que tú. Da un baile, reforma el piso, gástate diez mil francos; no vale para nada, pero no es ruinoso. Pero al asunto ese de La Madeleine me opongo tajantemente. Eres perfumista, sigue siendo perfumista, y no revendedor de terrenos. ¡Las mujeres tenemos un instinto que no nos falla! Te he avisado; ahora haz lo que te parezca. Fuiste juez en el Tribunal de Comercio y estás enterado de las leyes; llevaste bien tu barca y te seguiré, César. Pero estaré temblando hasta que vea nuestra fortuna firmemente asentada y a Césarine bien casada. ¡Quiera Dios que mi sueño no fuera una profecía!Aquella sumisión contrarió a Birotteau, que recurrió a la inocente argucia que utilizaba en semejantes ocasiones.
—Mira, Constance, todavía no he dado mi palabra, pero es como si la hubiera dado.
— ¡Ay, César, ya está dicho todo, no se hable más! El honor pasa por delante del dinero. Venga, acuéstate, amigo mío, que se nos ha acabado la leña. Además, siempre estaremos mejor en la cama para charlar, si te apetece.¡Ay, qué sueño tan horrible tuve! ¡Dios mío, verse una a sí misma! ¡Pero si es espantoso! Césarine y yo haremos novenas a montones para que lo de tus terrenos salga bien.
—Desde luego que la ayuda de Dios no le viene mal a nadie —dijo muy serio Birotteau—. ¡Pero la esencia de avellana también tiene su poder, mujer mía! Hice este descubrimiento igual que, hace tiempo, el de la Pomada Doble de las Sultanas, por casualidad: la primera vez, fue al abrir un libro; y esta de
ahora al mirar un grabado de Hero y Leandro. Una mujer echándole aceite por la cabeza a su amante es de lo más tierno, ¿sabes? Las especulaciones más seguras son las que se basan en la vanidad, en el amor propio, en el deseo de figurar. Esos sentimientos no mueren nunca.
— ¡Ay, por desgracia, ya lo veo!—Hay una edad en que los hombres harían lo que fuera por tener pelo cuando ya no lo tienen. Los peluqueros llevan tiempo diciéndome que no sólo venden el Macassar sino también todos los mejunjes que hay para teñirse el pelo o que supuestamente lo hacen crecer. Desde que llegó la paz, los hombres andan mucho más detrás de las mujeres. Y a las mujeres no les gustan los calvos, ¿verdad, chatita? Así que la situación política explica la demanda de este artículo. Un compuesto que le conservara a la gente el pelo sano se vendería como el pan, sobre todo porque a esta esencia le dará seguramente el visto bueno la Academia de Ciencias. Mi buen señor Vauquelin a lo mejor me vuelve a echar una mano. Iré mañana a explicarle mi idea y le regalaré el grabado que, al fin, conseguí encontrar tras buscarlo dos años por Alemania. Precisamente en lo que está ahora es en analizar el pelo. Me lo ha dicho Chiffreville, que es socio suyo en la fábrica de productos químicos. Si mi invento va a tono con sus descubrimientos, mi Esencia la comprarán ambos sexos. Te repito que mi idea vale una fortuna. ¡Dios mío, me quita el sueño! Y, por ventura, el chico, Popinot, tiene el pelo más precioso del mundo. Con una señorita dependiente que tuviera el pelo largo hasta el suelo y que dijera, si es que se puede decir algo así sin ofender ni a Dios ni al prójimo, que el Aceite Comágeno (pues definitivamente va a ser un aceite) algo tiene que ver en el asunto, las cabezas de los que peinan canas se abalanzarían encima del producto igual que la pobreza sobre el mundo. Por cierto, preciosa, ¿y de tu baile qué? No es que sea yo mala persona, pero me gustaría encontrarme con ese bribón de Du Tillet que se da pisto con su dinero y siempre me da esquinazo en la Bolsa. Sabe que sé un detalle de él que no es nada bonito. Es posible que haya sido demasiado bueno con él. Qué curioso es, mujer mía, que siempre tengamos que pagar por las buenas acciones. ¡En este mundo, se entiende! Me he portado como un padre; no sabes todo lo que hice por él.
—Se me pone la carne de gallina sólo con oírtelo mencionar. Si hubieras sabido lo que pretendía hacer contigo, no te habrías callado lo del robo de los tres mil francos, porque he adivinado qué fue lo que pasó. Si lo hubieras mandado al Tribunal Correccional es posible que le hubieras hecho un favor a mucha gente.
— ¿Y qué pretendía hacer conmigo?—Nada. Si esta noche me estuvieras haciendo caso, te daría un buen consejo, Birotteau, que sería no tener nada que ver con ese Du Tillet tuyo.
— ¿Y no le extrañaría muchísimo a la gente ver que no invito a mi casa a un encargado al que avalé para los primeros veinte mil francos con los que empezó los negocios? Anda, hagamos el bien por sí mismo. Además, Du Tillet a lo mejor se ha enmendado.—Habrá que poner toda la casa manga por hombro.
— ¿A qué viene eso de manga por hombro? Lo haremos todo con muchísimo orden y concierto. ¿Se te ha olvidado ya lo que acabo de decirte de la escalera y del alquiler de la casa de al lado, que tengo ya hablado con Cayron, el de la tienda de paraguas? Tenemos que ir juntos mañana a ver al señor Molineux, su casero, porque tengo mañana tantas gestiones como si fuera un ministro…—Me tienes la cabeza mareada con esos proyectos tuyos —le dijo Constance—; me armo un lío. Y además, Birotteau, me estoy quedando dormida.
—Buenos días —contestó el marido—. Oye, te digo buenos días porque ya es por la mañana, chatita. ¡Ay, si está traspuesta ya mi mujercita! Te haré riquísima, sabes, o dejaré de llamarme César.
Pocos instantes después, Constance y César dormían a pierna suelta.
Una rápida ojeada a la vida anterior del matrimonio ratificará las ideas que debe sugerirnos el amistoso altercado de los dos protagonistas de esta escena. Al describir los hábitos de los minoristas, el anterior esbozo aclarará, por lo demás, por qué singulares casualidades César Birotteau era teniente de alcalde y perfumista, ex oficial de la Guardia Nacional y caballero de la Legión de Honor. Al arrojar luz sobre lo recóndito de su forma de ser y el motor de su grandeza, podremos comprender de qué forma los percances comerciales que las cabezas sólidas superan se convierten en catástrofes irreparables para los ingenios menguados. Los acontecimientos nunca son absolutos, sus resultados dependen por completo de los individuos: la desventura es un estribo para el genio, una piscina para el cristiano, un tesoro para el hombre hábil y un abismo para los débiles.
Un aparcero de los alrededores de Chinon, Jacques Birotteau de nombre, casó con la doncella de una dama en cuya casa vendimiaba; tuvo tres varones, su mujer murió en el parto del tercero y el pobre hombre no le sobrevivió mucho tiempo. La señora estaba encariñada con la doncella; crio con sus hijos al mayor de los hijos del aparcero, que se llamaba François, y lo metió en un seminario. Tras ordenarse sacerdote, François se escondió durante la Revolución y llevó la vida errante de los sacerdotes no juramentados, a quienes acosaban como a fieras y, como poco, guillotinaban. En el momento en que empieza esta historia era vicario en la catedral de Tours, ciudad de la
que no había salido sino una vez para ir a ver a su hermano César. El barullo de París aturdió de tal forma al buen sacerdote que no se atrevía a salir de su cuarto, llamaba a los birlochos coches de medio punto y se asombraba de todo. Tras una semana de estancia regresó a Tours prometiéndose no volver jamás a la capital.
El hijo segundo del vendimiador, Jean Birotteau, fue para la milicia y no tardó en alcanzar el grado de capitán en las primeras guerras de la Revolución. Durante la batalla del Trebbia, Macdonald pidió hombres de buena voluntad para barrer con una batería; el capitán Jean Birotteau se presentó con su compañía y lo mataron. No cabe duda de que el destino de los Birotteau era que los oprimiesen los hombres o los acontecimientos en cualquier parte adonde fueran.
El hijo pequeño es el protagonista de esta escena. Cuando, a los catorce años, supo ya César leer, escribir y de cuentas, se fue de su tierra y vino a París en busca de fortuna con un luis en el bolsillo. Al recomendarlo un boticario de Tours, entró como mozo de almacén en el comercio de los señores Ragon, perfumistas. Poseía Cesar a la sazón un par de zapatos con puntera de hierro, un calzón y unas medias azules, un chaleco de flores, una chaqueta de labriego, tres camisas de buen retor y la garrota para el camino. Llevaba el pelo cortado igual que los monaguillos, pero tenía sólidas espaldas de hombre de Turena; en ocasiones cedía a la pereza imperante en la comarca, pero la compensaba con el deseo de hacer fortuna; carecía de ingenio y de estudios, pero poseía rectitud instintiva y delicadeza de sentimientos, heredada de su madre, persona que, según expresión de la zona, tenía un corazón de oro. César estaba mantenido, cobraba seis francos al mes y dormía en un jergón en el desván, al lado de la cocinera; los dependientes, que le enseñaron a empaquetar, a hacer recados, a barrer la tienda y la calle, se rieron de él al tiempo que lo formaron para el servicio que le correspondía, ateniéndose a los hábitos de los comercios que incluyen las bromas como principal elemento de instrucción; los señores Ragon le hablaban como a un perro. Nadie se fijó en el cansancio del aprendiz aunque al llegar la noche le doliesen espantosamente los pies, que se resentían de los adoquines, y tuviera los hombros destrozados. Aquella dura práctica del cada cual para sí, el evangelio de todas las capitales, hizo que a César le pareciera muy dura la vida de París. Por las noches, lloraba acordándose de Turena, en donde el campesino trabaja a gusto, en donde el albañil pone una piedra con toda la calma, en donde la pereza y la tarea se unen en sabia mezcla; pero se quedaba dormido sin que le diera tiempo a pensar en salir huyendo, pues tenía recados que hacer por la mañana y obedecía a su deber con el instinto de un perro guardián. Si, por azar, se quejaba, el encargado sonreía con expresión jovial.
—Ay, muchacho —le decía—, no todo es de color de rosa en La Reina de
las Rosas y aquí no atamos a los perros con longanizas; primero hay que ir buscarlas, y además hay que tener con qué prepararlas.
La cocinera, una picarda gruesa, se quedaba con los mejores bocados y no le dirigía la palabra a César más que para quejarse del señor Ragon, o de la señora, que no le dejaban nada que sisar. A finales del primer mes, la muchacha tuvo que quedarse en casa un domingo y trabó conversación con César. Ursule lavada le pareció encantadora al pobre mozo para todo, quien, si no hubiera mediado la casualidad, habría encallado en el primer escollo oculto en su carrera. Como todos los seres carentes de amparo, se enamoró de la primera mujer que lo miraba con amabilidad. La cocinera tomó a César bajo su protección y de ahí se derivaron unos amores secretos de los que los dependientes se rieron de la forma más despiadada. Dos años después, la cocinera dejó a César con toda felicidad por un joven insurrecto de su patria chica que se escondía en París, un picardo de veinte años que era dueño de unos pocos arpendes de tierra y consintió en que Ursule lo casara con ella.
Durante esos dos años, la cocinera alimentó muy bien a su querido César, le explicó varios misterios de la vida parisina, haciéndosela analizar desde abajo, y, como era celosa, le inculcó un hondo horror por los lugares de perdición cuyos peligros no le parecían desconocidos. En 1792, los pies del traicionado César estaban ya hechos a los adoquines; los hombros, a los cajones; y el ánimo, a lo que él llamaba las burradas de París. En consecuencia, cuando Ursule lo abandonó, no tardó en consolarse, pues aquella mujer no había satisfecho ninguna de las ideas instintivas de César en cuestión de sentimientos. Lasciva y ruda, santurrona y ladrona, egoísta y bebedora, ofendía el candor de Birotteau sin brindarle perspectiva alguna. A veces al pobre niño le dolía ver que lo unían los lazos que más fuertes les parecen a los corazones ingenuos a un ser con quien no simpatizaba. Al tiempo que quedaba dueño de su corazón, creció y llegó a la edad de dieciséis años. Su ingenio, que habían desarrollado Ursule y las burlas de los dependientes, lo llevó a estudiar el comercio con una mirada en que la inteligencia se ocultaba tras la simplicidad: observó a los parroquianos; pidió, cuando había un rato libre, explicaciones acerca de la mercancía, y conservó en la memoria qué categorías había y dónde se colocaban; llegó un día en que supo mejor que los recién llegados los artículos, los precios y las cantidades; los señores Ragon se acostumbraron a recurrir a él.
El día en que la terrible leva del año II vació el comercio del ciudadano Ragon, César Birotteau ascendió a segundo encargado, aprovechó la circunstancia para conseguir un sueldo de cincuenta libras mensuales y se sentó a la mesa de los Ragon con alegría inefable. El segundo encargado de La Reina de las Rosas, que tenía ya seiscientos francos, tuvo un cuarto donde colocar como es debido, en los muebles que ansiaba hacía tanto, las prendas
que había ido juntando. Los días de décadi, ataviado como los jóvenes de la época, a quienes la moda imponía que hicieran alarde de modales violentos, aquel campesino dulce y modesto mostraba un aspecto que lo hacía cuando menos igual a ellos y así fue como superó las barreras que, en otros tiempos, la domesticidad habría alzado entre la burguesía y él. A finales de ese mismo año, lo pusieron en la caja, por su probidad. La imponente ciudadana Ragon se ocupaba de la ropa blanca del encargado y ambos comerciantes fueron cogiéndole confianza.
En vendimiario de 1794, César, que tenía cien luises de oro, los cambió por seis mil francos de asignados, compró rentas a treinta francos, las pagó la víspera del día en que se admitió en la Bolsa la escala de desvalorización y se guardó el título de renta con inefable dicha. A partir de ese día, estuvo pendiente del movimiento de los fondos y de los asuntos públicos con secreta ansiedad que lo hacía vibrar cuando oía los reveses o las victorias que marcaron aquel período de nuestra historia. El señor Ragon, ex perfumista de Su Majestad la reina María Antonieta, confió en aquellos momentos críticos su apego por los tiranos derrocados a César Birotteau. Aquella confidencia fue una de las circunstancias capitales de la vida de César. Las charlas vespertinas, cuando ya estaba cerrado el comercio, la calle en calma y la caja hecha, convirtieron en un fanático a aquel hijo de Turena que, al hacerse monárquico, cedía a sentimientos innatos. El relato de las virtuosas acciones de Luis XVI, las anécdotas con las que el matrimonio encumbraba los méritos de la reina, exaltaron la imaginación de César. Ante el espantoso destino de aquellas dos cabezas coronadas, que habían cortado a pocos pasos de la tienda, se le rebeló el corazón sensible y le entró odio por un sistema que no tenía inconveniente alguno en derramar sangre inocente. Los intereses comerciales le hacían ver la muerte del comercio en los máximos y en las tormentas políticas, que siempre son enemigas de los negocios. Y como perfumista de pro, aborrecía, por lo demás, una revolución que peinaba a todo el mundo a lo Tito y suprimía el cabello empolvado. Como sólo la tranquilidad que depara el poder absoluto puede darle la vida al dinero, se hizo un monárquico fanático. Cuando el señor Ragon lo vio con la disposición adecuada, lo ascendió a encargado y lo impuso en el secreto de la tienda La Reina de las Rosas, algunos de cuyos parroquianos eran los activos y abnegados emisarios de los Borbones y por donde pasaba la correspondencia del oeste con París. Con el arrebato de la fogosa edad juvenil, electrizado por sus relaciones con los Georges, los La Billardière, los Montauran, los Bauvan, los Longuy, los Manda, los Bernier, los Du Guénic y los Fontaine, César se metió de cabeza en la conspiración con que los monárquicos y los terroristas unidos arremetieron el 23 de vendimiario contra la agonizante Convención.
A César le cupo el honor de luchar contra Napoleón en las escaleras de Saint-Roch y lo hirieron nada más empezar el asunto. Sabido es cómo acabó el
intento. El ayudante de campo de Barras salió de su oscuro anonimato y a Birotteau lo salvó el suyo. Unos cuantos amigos trasladaron al belicoso encargado a La Reina de las Rosas en donde se quedó escondido en el desván; la señora Ragon lo curó y nadie se volvió a acordar de él por ventura. César Birotteau no había tenido sino un relámpago de coraje militar. Durante el mes que estuvo convaleciente, pensó muy en serio en la ridícula alianza entre la política y la perfumería. Siguió siendo monárquico, pero decidió ser lisa y llanamente un perfumista monárquico, sin volver a comprometerse nunca más, y se entregó en cuerpo y alma a lo suyo.
Tras el 18 de brumario, los señores Ragon, desesperando de la causa monárquica, decidieron dejar el ramo de la perfumería y vivir como buenos burgueses, sin volver a meterse en política. Para recuperar la inversión hecha en el negocio tenían que dar con un hombre con más probidad que ambición y con más sentido común de a pie que capacidad; Ragon propuso, pues, la operación a su encargado. Birotteau que, a los veinte años, contaba con mil francos de renta de los bonos del Estado, se lo pensó. Lo que ambicionaba era irse a vivir cerca de Chinon cuando alcanzase los mil quinientos francos de renta y el primer cónsul hubiera dado firmeza a la deuda pública al afirmarse él en las Tullerías. ¿Por qué jugarme tan honrada y sencilla independencia en los azares del comercio?, se decía. Nunca había creído ganar una fortuna considerable con esas oportunidades que no se buscan sino durante la juventud; pensaba por entonces en casarse en Turena con alguna mujer tan rica como él para poder comprar y cultivar Les Trésorières, una finca pequeña que llevaba codiciando desde que tenía uso de razón, que soñaba con ampliar, a la que sacaría mil escudos de renta, y en donde llevaría una vida felizmente ignorada. Estaba a punto de rechazar la oferta cuando el amor le cambió de pronto las decisiones y multiplicó por diez las cifras de su ambición.
Desde que lo había traicionado Ursule, César había sido muy formal, tanto por temor a los peligros que, en amores, pueden acechar en París cuanto por culpa de sus obligaciones. Cuando nada hay que alimente las pasiones, se transforman en necesidad; el matrimonio se convierte entonces para las personas de la clase media en una idea fija, pues no tienen sino esa forma de conquistar a una mujer y hacerla suya. En ese punto estaba César Birotteau. En La Reina de las Rosas todo le tocaba al encargado: no tenía ni un momento para la diversión. Cuando se lleva una vida así, las necesidades son aún más imperiosas: en consecuencia, el hecho de conocer a una joven hermosa, en la que un encargado libertino apenas si se hubiera fijado, iba a producir gran efecto en César, que era tan formal. Un hermoso día de junio, cuando llegaba a la isla de Saint-Louis cruzando el Pont-Marie, vio a una joven de pie en la puerta de una tienda sita en el ángulo del Quai d’Anjou. Constance Pillerault era la encargada de un comercio de novedades llamado El Marinerito, el primero de la serie de comercios que, a partir de entonces, se han abierto en
París con más o menos rótulos pintados, banderolas al viento, tenderetes repletos de chales en equilibrio, corbatas colocadas como castillos de cartas y otros mil atractivos comerciales, precios fijos, bandas, carteles, ilusiones y efectos ópticos en tan consumado grado de perfección que los escaparates de las tiendas se han convertido en poemas comerciales. La baratura de todos los objetos conocidos por Novedades que había en El Marinerito lo puso increíblemente de moda en el lugar de París menos propicio a la moda y el comercio. Aquella encargada era a la sazón de belleza reputada, como lo fueron más adelante la Guapa Bodegonera del Café des Mille-Colonnes y otras cuantas pobres mujeres más que hicieron alzarse más caras jóvenes y viejas hacia las cristaleras de las modistas, los figones y los comercios que adoquines hay en las calles de París. El encargado de La Reina de las Rosas, que vivía entre Saint-Roch y la calle de La Sourdière y sólo se dedicaba a la perfumería, no sospechaba la existencia de El Marinerito, pues los comercios pequeños de las calles de París son bastante ajenos entre sí. César quedó tan preso de la belleza de Constance que entró vehementemente en El Marinerito para encargarse seis camisas de lienzo, cuyo precio discutió un buen rato haciendo que le desenrollasen grandes cantidades de piezas, ni más ni menos que una inglesa en vena de regateo (shopping). La encargada se dignó atender a César al darse cuenta, por algunos síntomas de todas las mujeres conocidos, de que venía más por la vendedora que por lo vendido. Le dictó nombre y dirección a la encargada, que, tras la venta, mostró gran indiferencia por la admiración del cliente. Al pobre hombre le había costado muy poco ganarse los favores de Ursule y había seguido siendo más simple que un cordero; el amor le dio aún más simpleza, no se atrevió a decir ni palabra y quedó, por lo demás, demasiado deslumbrado para fijarse en la despreocupación que sustituía a la sonrisa de aquella sirena mercantil.
Estuvo ocho días yendo todos los atardeceres a apostarse delante de El Marinerito, mendigando una mirada igual que un perro mendiga un hueso a la puerta de una cocina, indiferente a las burlas que se permitían los dependientes y las señoritas, apartándose humildemente para no molestar a los compradores o los transeúntes, pendiente de las menudas revoluciones de la tienda. Unos días después, volvió a entrar en el paraíso donde estaba su ángel, no tanto para comprar pañuelos cuanto para hacerle saber una idea luminosa.
—Si necesitara artículos de perfumería, señorita, yo podría proporcionárselos —dijo, según le abonaba el importe.
Constance Pillerault recibía a diario esplendorosas proposiciones en las que nunca se mencionaba el matrimonio; y, aunque tenía tan puro el corazón como blanca la frente, tuvieron que transcurrir seis meses de avances y retrocesos, durante los que César dejó constancia de su incansable amor, hasta que se dignó dar acogida a las atenciones de César, pero sin querer
pronunciarse; prudencia esta que le aconsejaba la infinita cantidad de sus devotos servidores, comerciantes de vinos al por mayor, ricos dueños de cafés y otros, que le ponían ojos tiernos. El enamorado había buscado apoyo en el tutor de Constance, el señor Claude-Joseph Pillerault, a la sazón ferretero en el Quai de la Ferraille, de cuya existencia había acabado por enterarse dedicándose a ese espionaje subterráneo que distingue al amor verdadero. Lo rápido de esta narración nos obliga a silenciar los goces del amor parisino cuando interviene la inocencia, a callar esas prodigalidades propias de dependientes: melones primerizos, cenas exquisitas en Vénua tras las que venía un espectáculo, jiras campestres en coches de punto los domingos. César no llegaba a guapo, pero no había nada en su persona que impidiera que lo amasen. La vida en París y en un comercio oscuro había acabado por atenuarle la bermeja tez de campesino. La abundante cabellera negra, el cuello de caballo normando, los miembros grandes, el aspecto sencillo y probo, todo contribuía a una predisposición favorable. El tío Pillerault, a quien correspondía velar por la dicha de la hija de su hermano, se informó y dio el espaldarazo a las intenciones del mozo de Turena. En 1800, en el lindo mes de mayo, la señorita Pillerault se avino a casarse con César Birotteau, quien se desmayó de gozo el día en que, en Sceaux y bajo un tilo, Constance-Barbe- Joséphine lo aceptó por esposo… «Hijita —dijo el señor Pillerault—, te llevas un buen marido. Tiene el corazón ardiente y sentido del honor: es franco como la luz del día y formal como un Niño Jesús; el rey de los hombres, vamos». Constance renunció sinceramente a los brillantes destinos con los que, como todas las dependientes de comercio, había soñado alguna vez: quiso ser una mujer honrada, una buena madre de familia y se tomó la vida ateniéndose al religioso programa de la clase media. Dicho papel, por lo demás, encajaba mucho mejor con sus ideas que las peligrosas vanidades que seducen a tantas jóvenes imaginaciones parisinas. Constance, que era de inteligencia limitada, entraba dentro de ese tipo de pequeña burguesa que no atiende a sus tareas sin cierta dosis de mal humor; que, de entrada, rechaza lo que desea y se enfada cuando se la toma al pie de la letra; cuya inquieta actividad abarca la cocina y la caja, los asuntos de mayor gravedad y los zurcidos que no se notan en la ropa blanca; cuyo amor es gruñón; que no concibe sino las ideas más simples, la calderilla del ingenio; que opina de todo y le tiene miedo a todo, lo calcula todo y está siempre pensando en el porvenir. Su belleza fría pero cándida, su aspecto enternecedor, su lozanía impidieron a Birotteau fijarse en unos defectos que, por lo demás, compensaban esa exquisita probidad propia de las mujeres, un sentido del orden excesivo, la afición fanática al trabajo y la genialidad para la venta. Constance tenía a la sazón dieciocho años y once mil francos. César, a quien el amor inspiró la ambición más extremada, compró el negocio de La Reina de las Rosas y se lo llevó a las inmediaciones de la plaza de Vendôme, a una casa muy hermosa. Sólo contaba veintiún años, estaba
casado con una mujer a la que adoraba, tenía un comercio pagado en sus tres cuartas partes, por lo que tenía que ver, y vio, el porvenir de forma halagüeña, sobre todo si echaba cuenta del camino recorrido desde el punto de partida. Roguin, el notario de los Ragon, que había redactado el contrato matrimonial, le dio sabios consejos al reciente perfumista y le impidió que acabase de pagar el negocio con la dote de su mujer. «Quédese con fondos para emprender algunas operaciones buenas, muchacho», le dijo. Birotteau miró al notario con admiración, adquirió el hábito de consultarlo y trabó amistad con él. Igual que les sucedía a Ragon y a Pillerault, tuvo tanta fe en la condición de notario que por entonces se puso por entero en manos de Roguin sin permitirse ni una sospecha. Merced a ese consejo, César, provisto de los once mil francos de Constance para empezar a meterse en negocios, no habría cambiado a la sazón su haber por el del primer cónsul, por muy deslumbrante que pareciera el haber de Napoleón. Al principio, Birotteau sólo tenía una cocinera y vivía en el entresuelo, encima de la tienda, algo así como un cuchitril que había decorado bastante bien un tapicero y en donde los recién casados iniciaron una perpetua luna de miel. La señora lucía maravillosamente tras el mostrador. Su célebre belleza influyó muchísimo en la venta y los elegantes del Imperio no hablaban sino de la guapa señora Birotteau. Aunque a César lo acusaban de monárquico, la gente hizo justicia a su probidad; algunos comerciantes del vecindario envidiaron su dicha, pero se lo consideraba digno de ella. El tiro que le habían pegado en las escaleras de Saint-Roch le dio reputación de hombre que tenía que ver con los secretos de la política y también de hombre valeroso, por más que no tuviera coraje militar alguno en el corazón ni idea política alguna en el cerebro. Contando con esos datos, los honrados moradores del distrito lo nombraron capitán de la Guardia Nacional, pero anuló ese nombramiento Napoleón, quien, según Birotteau, le guardaba rencor por su encuentro de vendimiario. César consiguió entonces sin mayor coste un viso de perseguido que le prestó interés desde el punto de vista de la oposición y le dio cierta notoriedad.
Tal fue la estrella de aquel matrimonio constantemente feliz en cuanto a los sentimientos, al que sólo alteraban las ansiedades comerciales.