César Nadie - Juan Andrés Donnola - E-Book

César Nadie E-Book

Juan Andrés Donnola

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Beschreibung

Nadie, no es un apellido, ni siquiera un apodo, es la nada misma. Podría pensarse, en el mejor de los casos, que es un estado temporal del ser humano tratando de lograr aquello que pueda superar la propia opacidad para ser "alguien". Cesar vivió desde muy chico en la más absoluta pobreza. La villa de emergencia fue su hogar y también su lucha diaria, para sobrevivir. Ese camino transitado en la nada implica también el riesgo permanente de una fácil delincuencia o la insalvable droga como respuesta. Una vocación innata para ser médico siempre fue parte de su sueño. Sueño que nunca quiso abandonar, y esa misma aspiración lo llevó a insistir en lograr lo que imaginaba y los motivos para ello. Nada le regala la vida, donde las dificultades y peligros minan la misma capacidad para sostener la fuerza de su constancia. Buscar salir de la nada tampoco es sencillo, y alcanzar el llamado "alguien" es demasiado complejo en un mundo absorto por lo fácil, en el que se abandonan, en muchos casos, los valores de honestidad y de empatía social por un beneficio que favorezca. César Nadie es una ficción contemporánea, muy actual y demasiado real, donde se verán reflejadas muchas conductas vulnerables, pero también actos superadores y de valentía en donde la persona que puede acceder a ese "alguien", nunca ha olvidado que, en algún tiempo, y por diferentes razones de su vida, también fue nadie.

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Seitenzahl: 307

Veröffentlichungsjahr: 2025

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JUAN ANDRÉS DONNOLA

César Nadie

Donnola, Juan Andrés César Nadie / Juan Andrés Donnola. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-5878-7

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustraciones de tapa y contratapa: Mariano Donnola

marians.tattoo

Tabla de contenido

PARTE I - La Simiente

PARTE II - Los Brotes Del Camino

PARTE III - Crecimientos De Vida

PARTE IV - Crece O Mueres

PARTE V - ¡Lucha!... No Puedes Irte

PARTE VI - Vine para volver a irme

PARTE VII - Los Éxitos Del Miedo

PARTE VIII - Vientos De Cambio

PARTE IX - Solos y sin fronteras

PARTE X - Historia De Maldad

PARTE XI - Solo César

Agradezco a Dios por las fuerzas que impulsan mis ganas de escribir.

Siento profundamente que hacerlo es el arte de expresar los sentimientos que esconde el alma…

Juan Andrés Donnola

PARTE I

La Simiente

Una semilla no teme ni a la luz ni a las tinieblas, sino que usa ambas para crecer

ATSHONA DHLIWAYO

El viento frío se filtraba entre las maderas de la casa. Una construcción hecha de chapas y tablones de diferentes tamaños que remataba en un techo de zinc y tirantes que sostenían la endeble casa. Todo era parte de lo que en su conjunto se denomina en Argentina, villa de emergencia. Ese era el sitio donde se asentaba el hogar de César Pietro. Era la llamada Villa Llamas, y abarcaba un enorme sector en la zona sur de la ciudad. La comunidad, con los años y la pobreza, fue creciendo, rodeando incluso una próspera vecindad de clase media que nunca pudo apartarse de esta nueva geografía, generando numerosos conflictos que en muchos casos culminaban en graves enfrentamientos vecinales. De estos incidentes surgió, sin saber que, o quién fue su autor, un enorme incendio que le dio luego el nombre al lugar.

En esa villa vivía César, un niño de apenas ocho años, ya acostumbrado a la pobreza, pero, aun así, sentía especialmente el dolor de no tener perspectivas, de estar desposeído de muchas necesidades, o simplemente de levantarse sin saber si ese día tendría algo que saciara su estómago.

La tristeza se notaba en todos sus actos, en su andar, en sus actitudes, o en la manera de hablar, pero, en especial, en sus ojos. Decidió acurrucarse tratando de mantener el calor que le faltaba en esa cama de madera, apoyada sobre ladrillos de la última inundación, y contaba con muy pocas ropas de abrigo. Casi todos estos elementos eran lienzos, mantas roídas o telas de descarte que fueron encontrados en contenedores de la calle, lugares que acostumbraba a recorrer durante el día en busca de comida.

Su vida no era fácil, observando su situación, además, la familia en que le tocó nacer y vivir. Su padre estaba preso por homicidio en ocasión de robo, con destino desde un año atrás, en la cárcel de la ciudad de Coronda. Su madre, Elena, muy joven aún, tenía que atender además a su hermanita Aldana de tres años, y se encontraba transitando un embarazo de siete meses, que no le era fácil, porque debía cuidarse, y de hacer el mayor reposo posible.

La villa era su entorno, su hogar, su vida. Este era su único refugio que lo mantenía vivo, pero en condiciones casi infrahumanas, y la costumbre, de manera involuntaria de sostenerse en la absoluta indigencia, aun con su escasa edad. Las alegrías eran solamente cuentos que habían desaparecido de su vida como un imaginario que solo tenía cabida muy pocas veces, y cuando la situación cambiara.

Ese día no quería levantarse. No tenías ganas de hacerlo, mientras se acurrucaba con ganas. Sentía la necesidad de no tener que hacer todos los días una caminata de quince cuadras para llegar al merendero y tomar algo caliente. Se puso de costado y observó a su madre que lo miraba, en una cama igual que la de él. Ella abrazaba a su hermana como esperando que se levantara e iniciara el consabido camino. Necesitaba de César. Era hoy, su única ayuda.

—Aldana tiene hambre –le dijo en forma suave y tratando de no despertarla–. Se quejó toda la noche –agregó.

—Ya voy mamá –dijo César, sentándose en la cama, para tomar una campera que le quedaba grande y por ello siempre tenía que arremangarla de una manera especial.

—No te olvides de pasar por casa de tu abuela Rina, y dile si tiene harina o si ha hecho pan para hoy ¿Te vas a acordar?

—Sí, mamá, no me olvidaré –dijo mientras abrió la puerta sintiendo una andanada de frío en su rostro, que su rancho parecía cálido en relación con lo gélido que estaba el ambiente. Se acercó a una canilla que estaba cerca de su casa y que era usada por mucha gente, y se lavó la cara con agua helada. Un pañuelo usó de toalla y comenzó a caminar lo más rápido que podía.

El sendero era estrecho solo cercado por otros ranchos y algunos árboles de acacias o paraísos, que de vez en cuando hacían que el camino no fuera del todo recto. La mañana estaba aún muy oscura, y solo algunas luces encendidas que colgaban de las plantaciones hacían que pudiera observarse el lugar. César apretó con fuerza su campera poniendo las manos en sus bolsillos. Recordó de pronto, las advertencias de su madre respeto a la banda de los Willy o los Kelly, que disputaban el lugar y en donde muchos de sus integrantes regenteaban droga que vendían en especial de noche donde la policía nunca estaba presente o muchos de ellos eran simplemente soldaditos de custodia. Nunca dejaba de observar de tanto en tanto grupos de jóvenes que hacían fuego por el frío y fumaban yerbas de distintos tipos como la llamaban, sin dejar de lado la cocaína o simplemente el paco. Era común a su visión estas situaciones que lo acostumbraron a una realidad que era cotidiana.

—Oye pendejo, sintió al paso ¿Qué haces siempre tan temprano? –dijo uno que fumaba y le decían el tuerto, porque había perdido un ojo de una cuchillada hacía un año.

—Voy al merendero amigo –dijo César, conociendo la manera de tratarlos.

—Si quieres leche –respondió el tuerto–. Aquí nos sobra –ironizó tocándose las partes íntimas con una enorme carcajada que fue seguida por los otros que componían la ronda.

—Gracias –dijo César–. Chau, amigo –agregó, y apuró su andar, saludando con una mano. Sabía que las malas respuestas o ignorar a quienes les hablaban era una manera de evitar generar algún problema. Eso le había enseñado su abuelo, quien le decía siempre “si quieres esquivar un peligro, saluda y asiente con la cabeza sin responder” a ninguna agresión.

En media hora llegó hasta el merendero. Una construcción metálica con zinc abovedado que llamaban “Galpón de vida”, pero tuvo que esperar que abrieran. Ya en el lugar habían llegado unos cincuenta chicos que se fueron acercando con ansiedad a tomar algo caliente. Ellos se miraban y se saludaban porque todos sabían que estaban con el mismo problema, a pesar de su corta edad. Solo algunos mayores acompañaban a los más chicos, pero todo era un teatro vivo de la pobreza de quienes siempre han perdido ante la mirada ciega de los que debieron actuar y nunca lo hicieron. Se acercó Rosita hasta donde estaba César, una niña de su misma edad, que vivía cerca de ese lugar y desde hacía un tiempo, era su amiga. Apretó el suéter de lana y lo miró tratando de hacer una sonrisa opacada por el frío.

—¿Cómo estás César? –dijo con voz suave.

—Bien –dijo por contestar algo. La miró a los ojos y agregó–, con hambre –agregó casi susurrando.

—¿No comiste anoche? –preguntó ella como sabiendo que es lo que se sentía en esos estados.

—Y. Muy poco. Solo una sopa. No pudimos conseguir nada de carne.

—¿Y tú? –replicó.

—¿Yo? –Abrió sus enormes ojos celestes, pensó un rato y dijo sonriendo–: Yo sí comí de todo. Primero una sopa de arroz, luego una enorme costeleta de carne con puré y un flan de postre. ¡Qué rico estaba! –Pasados unos segundos, lo miro nuevamente a César para que le prestara más atención, y agregó–: Después me despertó mamá –dijo riéndose. César también festejó la ocurrencia de su amiga.

Minutos más tarde se abrió el merendero. A todos los chicos le servían una tasa de mate cocido con leche y le daban dos biscochos. Ramona una de las encargadas de mayor edad, miró a César y Rosita que siempre se sentaban juntos, y les hizo una sonrisa.

—¿Cómo andan? –les dijo esperando una pronta respuesta.

—Bien –dijo César–, cuando comemos podemos pensar mejor –agregó afirmando el pensamiento, con una sonrisa.

—Yo también ando bien –agregó Rosita–, pero a mis padres no le alcanza para darnos la merienda.

—Hazme acordar César –interrumpió Ramona–, que te doy la leche para tu hermanita, mientras pasaba con la jarra humeante. César le alcanzó de inmediato un frasco que llevaba en el morral y esta se lo llenó totalmente. Mientras comían, las caras de los chicos empezaban a cambiar como el mismo día. Un sol que resurgía en el horizonte marcaba un camino de vida que había que recorrer, y la alegría inusitada de los niños le daba el marco necesario para volver a tener esperanza.

Horas más tarde, César llegó a la casa de su abuela Rina. Para ello tuvo que caminar unas veinte cuadras, que siempre las contaba, para que ese recorrido pareciera más corto. Cuando legaba al lugar le daba una gran alegría. No sabía explicarlo, pero siempre le había gustado la casa de su abuela materna. No era un rancho como el suyo sino una construcción de material y tenía lo necesario como para sentirse cómodo, especialmente cuando podía quedarse a dormir. Todo parecía estar en su lugar; un lindo jardín antes de la entrada, que era el lugar predilecto de Rina que cuidada las rosas y helechos que le daban un colorido especial haciendo reflejos con el fondo blanco de sus paredes. Todo ello, aunque nada especial, era la belleza que tanto admiraba. El terreno era amplio y seguía al final de la edificación como un regalo más, un espacio donde podía jugar o simplemente correr. Su abuelo Tomás, era un compañero de juegos y eso lo hacía sentirse bien. En algún momento su sonrisa de niño se hacía ver y disfrutaba de su compañía enormemente. Tomás era como el padre que nunca pudo tener, aun cuando su madre alguna que otra vez lo nombraba. Sabía que éste no era buena persona y que bebía demasiado y acostumbraba a pegar a su madre cuando su estado ya era evidentemente alcohólico.

—Solo te puedo dar dos varillas de pan y un paquete de arroz –le dijo Rina limpiándose las manos en el delantal que siempre tenía puesto a modo de uniforme.

—Está bien abuela, yo se los llevaré –acotó César.

—¿Cómo anda mamá? –preguntó mirándolo a los ojos.

—Está bien. Un poco cansada y me dijo que Aldana tenía hambre.

—Hay pobre pequeña, dijo en forma pensativa. Y Tú también debes tener –afirmó.

—Mira –dijo mientras buscaba en una bolsa–, acá tienes cuatro biscochos, llévalos también.

—Gracias abuela –dijo mientras le daba un cariñoso beso en la mejilla que hizo conmover a Rina.

El abuelo por su parte se acercó a él, le dio un cariñoso beso y le puso en su mano un billete diciéndole al oído que era para que comprara algo de carne. César se abrazó a su cintura en agradecimiento y se fue caminando rápido como acostumbraba a hacerlo. Luego de unos pasos, miró hacia atrás y los saludó nuevamente con la mano.

El camino era el mismo que siempre recorría César y los hacía más rápidamente porque pensaba en su madre y su hermana. Cuando llegó a su casa, vio que su madre tenía en los brazos a Aldana que sollozaba.

—Ah, por fin llegaste. Tu hermana tiene mucha hambre dijo y ya no sé cómo calmarla. –César le entregó lo que había traído mientras su madre se puso a calentar en una vieja cocina el contenido líquido que llevaba en el morral.

—Voy a comprar algo de carne mamá, el abuelo me dio algo de dinero –y salió sin esperar respuesta. Sabía que eso le alcanzaba para medio kilo y algunas verduras, y se dirigió a la despensa de la villa que estaba cerca. En su camino, volvió a encontrarse con el mismo grupo de muchachos que ya estaban totalmente drogados, y le decían cosas, algunas que ni siquiera se entendían, pero él no prestó demasiada atención y solo levantó su mano saludando. Ya no tenía el frío de la mañana. Había caminado demasiado y solo pensaba en comprar la carne, y cuando volvió entrego a su madre lo que iba hacer el alimento del día. La miró con cariño, y se puso contento al verla tratando de dar el mejor aprovechamiento a los alimentos.

Tomó la bicicleta que le había regalado el abuelo para que la usara para ir a la escuela. Era bastante vieja pero lo suficientemente importante en su vida porque le permitía llegar a tiempo y sin gastos al lugar donde le gustaba estar. César pedaleaba todas las tardecitas de una manera rápida hasta llegar, mientras un carrito enganchado a la misma daba saltos detrás suyos, porque estaba vacío. Ya cursaba el tercer grado de la escuela primaria y siempre le gustaba aprender, en especial cuando trataban temas de biología o bien relacionado con el cuerpo humano. Su pensamiento era ser médico y salvar vidas, pero ello no se lo había comentado a nadie. Lo llevaba dentro suyo como un secreto. Siempre pensó en los motivos de tomar esta decisión por su madre, que tuvo una larga enfermedad hacía unos años y pudo sobrepasarla gracias a las indicaciones de un médico, llamado Rodríguez Carlos, quien luego de un tratamiento permitió que se pudiera recuperar. Era algo que le había marcado su vida. Saber cómo se puede ayudar, sanando a otra persona.

La calle estaba como siempre atestada de vehículos, y de peatones que querían cruzar, lo que dificultaba por la hora su tránsito hacia su destino. No obstante, siempre buscaba la manera de lograr llegar sin contratiempos. La escuela Torcuato Sánchez, era parte de su hogar.

En dicho establecimiento también tomaba la merienda; hecho que le daba nuevas energías, aunque él dejaba la mitad de ello para su hermana Aldana, y la maestra lo sabía.

—¿Cómo anda tu madre? –le preguntó Lorena, su maestra, esperando una pronta respuesta.

—Creo que bien; pero no puede hacer esfuerzos por su embarazo –agregó.

—¿Ella se hace los controles? –volvió a interrogarlo.

—No lo sé señorita. Ella de vez en cuando va al médico de la mutual que está sobre la avenida. –Lorena lo miró con cierta tristeza y le dijo, como sacándolo del tema que no quería o le dolía contestar, que era muy buen alumno; que siguiera de esa manera.

A la cinco de la tarde, había terminado la jornada estudiantil. César de nuevo en la calle se sacó el delantal que lo acomodó dentro de su mochila, y se montó en su bicicleta tirando del carrito en busca de los contenedores de basura. Hacia una recorrida que abarcaba las mismas cuadras y en donde había vecinos de la escuela que lo conocían y lo saludaban y algunos le daban algún paquetito con comida que preparaban para cuando él pasara.

—Toma César –dijo una señora de edad que de tanto en tanto le regalaba algo–. Deberías estar ya en tu casa. Has salido de la escuela y es hora de volver.

—Gracias Antonia decía con una sonrisa que se hacía sentir profundamente. No sabe lo que esto es para mi familia. Algún día se lo devolveré. Usted es muy buena.

—No me debes nada. Me has pagado con tu alegría –agregó emocionada.

César siguió en su búsqueda por una hora más, y luego de recoger algunas cosas retomó el regreso a su casa.

Ya era casi de noche cuando ingresó a su hogar, y apoyó la mochila sobre una silla.

—César, debes buscar leña para el brasero –dijo su madre–, o de lo contrario nos moriremos de frío esta noche.

Así lo hizo, haciendo una recorrida en la zona hasta encontrar algunos troncos caídos que podían servir para el fuego y los acercó al lugar donde su madre preparaba el fuego. De pronto sintió que golpeaban la puerta.

—¿Quién es? –dijo Elena con voz firme.

—Soy yo, Ernesto, el dirigente social. Debo decirte algo –acotó.

Elena abrió la puerta y estaba parado Ernesto, una persona de unos cincuenta y algo de años que tenía puesta una pechera celeste que decía Obreros de la Villa.

—Toma este es tu número. Mañana debemos marchar a Promoción Social y es importante que estemos todos para hacer sentir nuestro reclamo. Tú ya sabes que al que falta sin justificativo se les dan opciones a otros necesitados. Tú eres una privilegiada de tener ese dinero todos los meses, que siempre te viene bien. Sabes que detrás de ti hay una cola que reclama lo que tú tienes. Bueno, hay que ser despierta, no lo pierdas por tus hijos –agregó–. ¡Ah! El micro estará en la avenida esperando hasta las ocho horas. ¿De acuerdo?

—Sí, claro –dijo Elena con una tenue voz, y cerró la puerta cuando se fue.

—Mamá –dijo César–. ¿Por qué tienes que ir a las manifestaciones siempre?

—Es que si no voy me quitan el pago.

—Eso no es justo, mamá. ¿Y por qué te pagan entonces? –agregó.

—No lo sé. Nadie lo sabe, solo porque somos pobres y ellos te ayudan con eso, pero debes hacer lo que te dicen.

—Dime mamá no sería mejor trabajar. Yo no digo ahora que estás esperando un hermanito.

—No hagas tantas preguntas hijo. Eres muy chico, agregó como dando por terminado el tema Ya sabrás todo lo que debes saber a su tiempo. Ve a calentar un poco de agua así te lavas y estás limpio para cuando te acuestes.

—Está bien Mamá –dijo cesar, mirando a su madre que no quiso responderle. La vio triste. Nunca estaba del todo contenta. Siempre estaba sola, junto a ellos y con los miedos de no tener que darles de comer, o de protegerlos Por ello él se sentía responsable de traer algo todos los días. Era chico para escuchar respuestas, pero grande para hacer lo que deberían hacer los grandes, pensó De algo estaba seguro, a pesar de su corta edad, no quería tener esa vida futura. Le daba dolor sentir la tristeza que se repetía en su familia todos los días de la misma forma, sin revelarse, sin tener alternativas distintas, sin poder salir y emprender una actividad que no fuere esperar un regalo que en realidad no hacía nada para cambiar sus vidas.

Cenaron el arroz que trajo de la casa de sus abuelos Miró a su madre y a su hermana y sintió tristeza por ellas. Pensó en él mismo y sintió que aún era muy chico. Quizás su madre tenía razón.

La tarde estaba llegando a su final, cuando llegó Elena a su casa llevando alzada a Aldana. Se sentó en una silla agotada de la jornada que fuera casi obligada a participar, y se quitó las zapatillas. Le dolían los pies de haber caminado tanto. Observó si estaba César en la casa, y aún no había llegado. Miró sobre la mesa y había un morral con un litro de leche y dos panes con una nota que decía “para Aldana y Mami”. Elena se sintió conmovida al ver esa escena y sin querer brotaron de sus ojos unas lágrimas. Ella era una persona de ocultar sus sentimientos y enseguida se las secó con las manos.

—Pasa algo mami –le dijo Aldana, que notó una reacción distinta en su madre.

—No. nada hija, es que me entró una basurita en el ojo. ¿Quieres tomar la leche? –agregó inmediatamente.

—Sí, mamá –dijo rápidamente y se sentó en una silla.

Ambas disfrutaron de un té con leche con pan y guardaron una porción para César que tardaba en llegar a su casa. Elena miró un reloj que colgaba en una de las paredes y que le había regalado su padre en el cumpleaños, y vio que ya eran las veinte y quince. La demora la preocupaba, porque siempre llegaba dos horas después de salir de la escuela buscando cosas en los contenedores y algunas veces antes de ese tiempo. Trató de pensar en que seguramente se entretuvo mucho en la casa de sus abuelos, o que la bicicleta se había roto. No quería entender nada distinto y menos preocupar a Aldana. Se puso a limpiar la casa, que era la manera de tener ocupada la cabeza en algo y no asociar sus temores con algo malo. Siendo las veinte unas horas, se asomó a la puerta de su casa y vio que Virginia su vecina pasaba.

—Hola, Virginia –le dijo–. ¿Me prestarías tu celular para hacer una llamadita?

—Claro, Elena –dijo inmediatamente y se lo dio en la mano–. Cuando termines alcánzamelo por favor.

Enseguida llamó a la casa de sus padres.

—Hola, Papá –dijo nomás reconoció su voz.

—¿Qué pasa hija?, me asustas.

—No papá no pasa nada. Es que aún no llegó César. ¿Estuvo hoy con ustedes?

—No, no vino para nada hoy. Aunque algunas veces nos saltea, porque sabes él busca siempre algo para la casa.

—Es que me preocupa su tardanza papá. Y yo no sé por dónde andará.

—No te preocupes tanto Elena, él sabe cuidarse.

—Si sabe, pero es un niño –dijo con voz firme, pero denotando una gran angustia.

—Está bien dijo tratando de contener sus nervios. Cuando aparezca le diré a mi vecina que te mande un mensaje que ya está en casa.

—Ok. Tranquila hija, César es un hombrecito. Cualquier cosa vamos para allá –agregó.

El tiempo no parecía transcurrir, Elena no dejaba de mirar la puerta de calle mientras trataba de hacer dormir a Aldana. Los sonidos de la villa no le ayudaban demasiado. Era como sentir en forma permanente distintas conversaciones, gritos, ladridos de perros, y ruidos de diferentes vehículos que pasaban por la avenida y que hacían que ese lugar fuera una constante alarma solamente habitual para quienes ahí vivían. De pronto la puerta se entornó e ingresó César con una herida en el pómulo y totalmente sucio.

—Que te ha pasado hijo –dijo Elena que lo abrazó inmediatamente–. ¿Estás herido?

—Fue la barra del Keli, que me querían cobrar peaje y yo les dije que no tenía una moneda y me golpearon, me robaron la bicicleta y el carrito.

—Ven por favor que te voy a limpiar ese golpe en la cara. ¿Tienes otras heridas?

—No mamá, es que me hice el desmayado y no siguieron golpeándome. Solo me robaron.

—¿Y por qué tardaste tanto en volver?

—Es que los seguí, me escondí por un tiempo detrás de unos árboles y pude saber el lugar que escondieron mis cosas, que es un galponcito donde pude meter la mano por debajo de una chapa y sacar la mochila con los útiles de la escuela. Las otras cosas no.

—Mañana voy a pedírselo a ese Kelly, ladrón de mierda –agregó la madre ofuscada.

—No, mamá. No hagas eso. Son peligrosos. Tienen armas son capaces de matarte o de tomar venganza, sí los culpas. Es una banda y la mayoría son soldaditos narcos.

—Iré a la policía entonces –acotó Elena sin dejar de sostener su enojo.

—Mamá. La policía no entra en la villa, y menos por una bicicleta de un chico. No quieren líos.

—Mira lávate lo mejor que puedas y mañana veremos que hacemos. No pueden salirse con las suyas –agregó su madre.

César se quedó pensando cuando se acostó. No sabía, por su edad como resolver esta situación. Ya le había dicho a su madre como intentaría recuperar las cosas, pero no la había convencido, y no observaba otras alternativas distintas que pudieran tener éxito. Para él, eran muy importantes esos pequeños objetos, que eran parte de su vida. La escuela y el trabajo que había tomado de juntar cosas. Se dio vuelta para el otro lado de la cama y su madre lo observaba.

—Me haré acompañar por el abuelo Tomás –dijo repentinamente.

—Tú no harás nada, agregó ella. Espera para ver que haremos mañana. Ya se me ocurrirá algo, mientras le hacía señas con el dedo en la boca para que no despertara a su hermana.

El cansancio lo abatió definitivamente, y sus ojos no pudieron mantenerse abiertos. Solo un sueño fugaz apareció en el subconsciente y lo mantuvo en vilo. En él pudo recuperar sus pertenencias del lugar donde sabía que estaban, pero alguien de la banda lo vio pasar con su bicicleta. Desde ese instante no dejó de pensar únicamente en las represalias, en especial en su madre y hermana. Un miedo atroz se apoderó de su pequeño cuerpo, y comenzó a pedalear con todas sus fuerzas. Debía llegar a su casa lo más rápido que podía y veía que las ruedas de su biciclo se hundían, haciendo saltar por los aires bocanadas de tierra y escombros que no le permitían avanzar. Su desesperación fue en aumento y la transpiración corría por su frente haciendo que abriera los ojos como queriendo limpiar su visión. Ya no podía más con sus fuerzas, y solo atinó a gritar de lo más profundo y con todas sus ganas, pero nadie parecía escucharlo. Sintió de pronto que le tocaban el hombro.

—César, hijo, estás soñando. ¡Cálmate! –le dijo la madre.

—Sí, mamá. Fue solo un sueño, no te hagas problemas.

La noche se hizo larga y ya en el amanecer como siempre debió hacer la rutina acostumbrada yendo hasta el merendero. Temió encontrarse con la banda del Kelly, pero también dudaba de que estos estuvieran sobrios o normales o simplemente se hubieran ido a dormir. En el trayecto se desvió una cuadra donde estaba el galpón que él había visto sus cosas. Miró a los costados y nadie estaba en el lugar. La puerta de zinc y maderas solo estaba atada con una cadena. Y de pronto, sin pensar demasiado ni tener en cuenta las advertencias de su madre la abrió y observó sus cosas a las que tomó rápidamente. Volvió a cerrar la puerta, y salió raudamente con su bicicleta y carrito rumbo al merendero, mientras en su camino el carro saltaba de un lado al otro, y su corazón se agitaba por el esfuerzo y el miedo. En minutos llego al lugar, pero estaba muy agitado. Trató de calmarse, respirando profundamente.

—Qué te pasa dijo Rosita. ¿Quién te corre? –Pudo explicarle en voz baja lo que había sucedido, mientras ella hacía caras de asombro y sorpresa.

—Es que te irán a buscar, César. Son personas malas. ¿Qué harás entonces?

—He pensado llevárselo a mi abuelo para que me pinte la bicicleta y el carro, y así no se darán cuenta de que es la que le falta.

—Es una buena idea –dijo Rosita–. Aunque estos, capaz que ni se dan cuenta de lo que le falta. Siempre están drogados –agregó con mucha naturalidad

—Sí, puede ser, pero no puedo estar con esa intriga de no saber si saben, se acuerdan o qué. Mamá dijo que no hiciera nada y yo la recuperé sin su permiso. Seguro se enojará conmigo. No debí hacerlo.

—Ya está hecho dijo Rosita. Ahora tendrás que ver lo que harás.

César se quedó como mirando la nada. No sabía qué hacer, aunque ya había hecho gran parte para recuperar esos objetos que eran parte de su vida. No podía entender el contrasentido de estar escapando por algo que era suyo. Sentirse culpable siendo inocente. Era un juego que podía resolverlo un adulto, pero era muy difícil siendo un niño.

Después de la escuela pasó por la casa de sus abuelos y le contó a Tomás la verdad y este compartió la idea de pintar la bicicleta y el carrito, haciéndole algunas reformas rápidas que cambiaran su aspecto.

—Ten cuidado. Ya te pegaron una vez para robarte. ¿Qué le dijiste a la gente del merendero?

—Que me había golpeado con una rama, solo Rosita sabe lo que pasó.

—Ah. Rosita esa chica amiga tuya. Es muy buena.

Los abuelos le dieron un beso, como siempre Tomás le puso unos pesos en la mano y tres panes que había hecho Rina.

—Gracias abuelos. Los quiero mucho –agregó y les dio un beso.

Los ojos de Tomás y Rina de pronto se llenaron con lágrimas de alegría, mientras César emprendía su vuelta a la casa. Este siguió el sendero que siempre hacía en el interior de la villa, pero haciendo un pequeño desvío tratando de no encontrarse con la banda de Kelly. En minutos llegó a su casa y se sobresaltó al observar algunas personas en el frente de su rancho. Pudo distinguir a medida que llegaba a su vecina y amiga de su madre, Virginia.

—¿Qué está pasando? –dijo César con cierto temor.

—Ven niño dijo otro vecino, no te alarmes, es que tu madre está descompuesta y la vamos a llevar al hospital. Yo la llevaré porque las ambulancias no quieren entrar a la villa.

—Pero ¿qué tiene mamá? –dijo al borde de las lágrimas.

—Nada de lo que no pueda curarse. Son dolores del mismo embarazo –le explicó mientras le tocaba el cabello. Pero César se acercó a su madre que estaba sentada en una silla.

—¿Mamá, ¿qué te pasa? –dijo.

—No lo sé, tengo algunos dolores en el vientre, pero estaré bien. Cuida a tu hermana y avísales a tus abuelos, que a mí me llevan al Hospital Clemente Fernández. Quédate tranquilo.

César quedó tomado de la mano de su hermanita Aldana lloraba con desconsuelo porque la madre no estaba bien y debía alejarse de la casa. La llevó dentro nuevamente calentó la leche para que pudiera desayunar. Le dio un pan y le pidió a Virginia si podía avisarle a su abuelo Tomás para que viniera a la casa. En unas horas los abuelos ya estaban en el lugar. César le pidió a Tomás que lo llevara al hospital para ver a su madre. Y así lo hizo. Tomaron ambos el micro que los dejaba a unas cuadras del nosocomio con la idea de que encontrarla mejor a Elena.

El día seguía frío y un viento surcaba con cierta intensidad del sector sur, lo que presagiaba que el resto de la jornada se mantendría en esas condiciones. César tenía apoyada la cara en el vidrio del micro mirando hacia el exterior. Todos sus pensamientos fluyeron de una manera muy rápida. No veía bien a su madre desde hacía un tiempo. Estar embarazada no le permitía trabajar en casas de familia como personal de limpieza y eso se notaba en el hogar. Sentía también el dolor al pensar que su madre aún conservaba amor por quien era su padre, que estaba en la cárcel e iba a tener un hijo de quien no la respetaba e incluso le había pegado. No entendía las razones del cariño hacia él, quien no era un ser empático y querible. Le daba miedo pensar que algún día pudiera aparecerse o hacerle algo a su madre.

—¿Tienes frío? –le dijo el abuelo a César, que lo observó con su mirada perdida, pero este solo sacudió su cabeza y se mantuvo en sus pensamientos.

—Algo abuelo, luego agregó, pero no te preocupes es porque estoy sentado quieto. Cuando camino se me va el frío.

Tomás se sacó la bufanda y se la puso a César alrededor del cuello.

—Con esto estarás mejor –le dijo mientras lo abrigaba–. Le diré a la abuela que te teja una acotó como para seguir sosteniendo el diálogo, que ya se había terminado por el silencio de los pensamientos..

Los días pasaban rápidamente. Tomás o Rina iban al Hospital Clemente Fernández como una rutina diaria. Todo indicaba que la recuperación de Elena era larga y difícil. Había perdido su embarazo, pero tenía una infección que la mantenía en constante cuidado. Todo era reserva en casa de sus abuelos. Nadie le contaba a César la verdadera situación de su madre, y él sentía ese ocultamiento con miedo, pero a la vez, sabía que alguien mayor lo resguardaba. Ello lo hacía sentir niño, con derecho a ser protegido, y no como un “adulto” de ocho años que debía enfrentar las angustias, pero que no le permitían transitar como tal, por su edad.

Todas esas noches se acostaba en una cama limpia y bien tendida y disfrutaba de la compañía de sus abuelos que siempre los atendían y le daban las comidas necesarias para sentirse bien. Ya hacía casi un mes que no iba por el merendero, solo a la escuela, y no permitían que anduviera juntando cosas en los contenedores.

Esa noche se durmió profundamente. De pronto su mente se introdujo en un largo sueño recordando a su madre, cuando, apenas un año atrás, le había presentado a una persona que había llegado a la casa, diciéndole que era su padre. Tiempo después, pensaba, se había enterado de que su llegada era solamente por un fin de semana en una de las llamadas “salidas transitorias”, que les daban a los presos de vez en cuando.

—Hola nene, soy Ezequiel Noriega, tu padre. ¿Creo que tu madre te lo habrá contado?

—Sí –dijo César sin dejar de mirarlo. No le dio a primera vista una buena sensación aun cuando sus modales habían sido correctos respecto de su trato. Había algo que no entendía, solo presentía extrañeza en su manera de mirar y de actuar. Sus ojos le daban miedo, porque se fijaban en un lugar y quedaban como paralizados por algunos segundos, como si el pensamiento estuviera focalizado en otro sitio y estos fueran solamente una parte de su integridad que debía solo mostrar. De esa manera, nunca estos representaban una actitud cariñosa o de condescendencia hacia quienes iban dirigidos.

—Toma –le dijo casi en forma imperativa–. Ve al almacén y compra comida para esta noche. Algunas hamburguesas, papas, un jugo y dos cajitas de vino tinto –agregó mientras sacaba del bolsillo unos billetes que estaban apretados y se los daba a César. Este los tomó y se quedó unos instantes pensando.

—¿No tienes hambre acaso? –agregó en otro tono de voz–. ¿Me has entendido, o debo repetirlo? –terminó diciendo, mostrando esos ojos que parecían fijarse en él, pero que en realidad estaban mirando la nada–. Arranca de una vez –acotó finalmente señalando con su dedo la puerta, ante la mirada distante de su madre que no dijo nada y se quedó callada como si esa manera de ordenar fuera la misma normalidad.

Nada de lo que hacía ese hombre lo satisfacía a César. No lograba entenderlo y menos empatizar con sus acciones en especial, se sentía absorto por desconocer el motivo de que su madre estuviera con él. Ella parecía otra persona. Era como una espectadora muda que no se atrevía a contrariarlo. Pensó que le tenía miedo, hecho que le daba enojo pero que asimismo lo intranquilizaba. No podía entender que ese fuera su padre. Desde muy chico fue criado por su madre y abuelos, y Tomás era a quien él reconocía como su real padre, no obstante ser su abuelo. Hizo las compras tal cual lo mandaron y volvió a su casa y dejó todo sobre la mesa. Recordó que el abuelo le dijo que cuando viera a su padre lo reconociera como tal y que le hiciera caso en lo que le decía, pero en cambio su abuela pensaba que no era buena persona y que era peligroso y se lo hizo saber con un “Debes tener cuidado”.

La cena no tuvo demasiadas alternativas, pero su padre tomaba vino cada rato y ello lo incomodaba porque sabía, aun con su corta edad, que no era bueno hacerlo de esa manera. Así se lo habían enseñado sus abuelos.

—Oye, César, debes hacerme caso cuando yo te doy una orden –dijo de improviso–. ¿O acaso eres un maleducado? –agregó notándose que la bebida estaba haciendo efectos. César no respondió y siempre miraba a su madre, que mantenía el silencio como nunca.

—No puede ser que cuando yo venga a casa, nadie se comporte bien –volvió a decir en un tono más elevado de voz, mientas sorbía otro vaso de vino–. ¡Y de eso la culpa la tienes tú! –dijo mirándola a Elena con cierto enojo. Es una casa sin rumbo, y ustedes son los que viven aquí.