Sin culpas ni límites - Juan Andrés Donnola - E-Book

Sin culpas ni límites E-Book

Juan Andrés Donnola

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Beschreibung

Alejandro es un muchacho de clase media. Hay una familia sacrificada detrás suyo en busca de que sus estudios de abogacía tengan éxito, pero su decisión es no estudiar más, y busca la manera más fácil de obtener su título. Su personalidad, comienza a cambiar bruscamente, para transformarse solo en una obsesión por obtener dinero fácilmente, en especial, cuando un hecho circunstancial se lo permite. Desde ese tiempo se producen actitudes en su manera de ver la vida y de materializar cualquier conducta. Sus objetivos lo fueron internando en un mundo distinto y desconocido. Sin darse cuenta se convierte en un verdadero psicópata, que no tiene sentimientos ni empatía. Solo pretende escalar en la riqueza, y cumple objetivos tomando decisiones con mucha perversidad y crueldad. No siente culpa por lo que hace, ni tampoco remordimientos hacia quienes debería agradecer su ayuda. Nada lo detiene. Para él los límites no existen. La trama se desarrolla en distintas partes del mundo, con acciones, e increíbles aventuras en una suerte casi insólita que desnuda, además, el submundo de cómo actúan ciertas organizaciones disfrazadas de legitimas empresas, que reconocen a sus miembros como meros servidores con la única garantía de continuar vivos.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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Juan Andrés Donnola

Sin culpas ni límites

Donnola, Juan Andrés Sin culpas ni límites / Juan Andrés Donnola. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4238-0

1. Novelas. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustraciones de tapa y de contratapa: Mariano Donnola

Índice

PARTE I - LA GÉNESIS

PARTE II - LOS PRIMEROS PASOS

PARTE III - LA INICIACIÓN

PARTE IV - EL TRANSPORTADOR

PARTE V - LA BÚSQUEDA

PARTE VI - DURO ASCENSO

PARTE VII - ¿REGRESO CON GLORIA?

PARTE VIII - LOS SUPRIMIDOS

PARTE IX - EL VIAJE

PARTE X - ¿SIN LÍMITES?

Doy gracias a Dios por la vida, y la gracia de hacerme feliz escribiendo…

Juan Andrés Donnola.

PARTE I

LA GÉNESIS

“El hombre es un animal que estafa, y no hay otro animal que estafe fuera del hombre…”.

EDGAR ALLAN POE

Eran las primeras horas de la mañana y en el edificio había una actividad plena. Ese enorme conglomerado de cemento se erguía gigantescamente en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires. Los primeros haces de luz ya penetraban por los distintos ventanales de los departamentos. Este lugar común le permitía a Alejandro estar cerca de todo, pero al mismo tiempo alejado de aquello que no quería escuchar y pretendía de alguna manera escaparse. No soportaba los reproches que partían de su familia respecto de cómo manejaba su vida, en especial sus estudios. Sobre este tema en particular tenía un permanente fastidio. Le era muy difícil enfrentar estas simples cuestiones, que en definitiva lo alejaban de una relación social normal.

Desde el interior de su residencia, se escuchaban los consabidos sonidos de las caminatas en los pasillos y las constantes charlas de personas que intercambian saludos, sin dejar de lado las breves opiniones sobre el tiempo. Era casi una rutinaria y permanente ceremonia. Luego, pasada esta furia inicial, todo parecía calmarse como volviendo del revuelo inquietante a una normalidad casi anunciada.

El día no era distinto a tantos otros que se repetían todas las mañanas. Todo ese movimiento lo fastidiaba mucho, porque interrumpían su sueño, y porque recordaba que tenía alguna actividad que cumplir y en muchos casos, no quería hacer.

La responsabilidad del mundo claudicaba ante él, por el hecho de no considerarse un igual, sino alguien distinto que parecía resquebrajarse al cumplir obligaciones. Tampoco se sentía merecedor de pasar por una rutina laboral o estudiantil, que no se ajustaba en absoluto a sus criterios de vida.

Para Alejandro, la vida estaba dividida entre los que bajaban la cabeza, y aquellos que la elevaban por sobre los demás, y desde allí, observaban un mejor panorama del mundo. La diferencia era radical. Los mejores dotados de inteligencia, aún sin estudio, podían obtener mucho más en términos económicos y de progreso, que aquellos que solo aceptaban lo que le daban o lo que podían lograr, aunque no les gustara lo que hacían. Estos eran los últimos según su escala de valores. Desde su particular visión era como observar una especie de zombis ciudadanos que pretendían llegar pero que no tenían una vida propia y solo transitaban el oscuro misterio de ocultar la cabeza y continuar en el laberinto del anonimato permanente.

Todos sus pensamientos pasaban por obtener una gran riqueza, de la más variada calidad, y que esta pudiera lograrse sin un sacrificio importante y menos aun estudiando, circunstancia esta última, qué se veía como obligado a lograr o tal vez aparentar, por diferentes motivos.

Este era hoy su presente, y no se detenía en lograr formas de allanar objetivos, porque los caminos deberían aparecer en algún momento en su dúctil perspicacia, de la manera más sorprendente. Era muy común en sus charlas de café con amigos, la idea de ¿hasta cuándo se podía sostener la rectitud que solo envolvía la pobreza en contraposición a la adrenalina del riesgo, pero en abundancia? Era como una lucha de las ataduras mentales, o de las culpas emocionales, que no menguaban su también, arrogante personalidad. Los medios para obtener esta “gloria del Reinado” como le gustaba llamar al éxito, debía ser un acto puro de razonamiento, alejado de los sentimientos y sin un envenenamiento de conciencia que solo lograra trabas u oscuros pensamientos que disminuían su ánimo.

El ascensor seguía golpeando con su sonido característico, marcando marchas y contramarchas de algo que estaba incorporado al mismo hábito que la ciudad. Estas acciones ya eran parte de la rutina de sus habitantes, donde la modernidad no podía dejar de acostumbrarlos.

El departamento era pequeño, nada especial, apenas superaba los cuarenta y cinco metros cuadrados. Una cama y mesita de noche, como mobiliario visible, orientada a una cocina chica, no muy alejada de una mesa de madera, que contenía los enseres propios de todo estudiante, con apuntes, libros y tasas de café a medio terminar.

El olor a aceite quemado de la noche anterior todavía flotaba en el ambiente, y la luz del sol ya marcaba las cortinas dejando pasar una pequeña transparencia que era molesta para un adecuado sueño, en especial a quien se había acostado ya muy tarde en la madrugada.

Esto último lo molestó demasiado, y solo atinó a levantarse y correr la segunda cortina para que le diera más oscuridad y volver a acostarse, esta vez enredándose toscamente entre las sábanas.

El teléfono pronto marcó con un sonido suave pero envolvente la hora ´para levantarse, y lo apagó hasta con desprecio por tamaño atrevimiento, dándose vuelta tomando la almohada cubriendo su cabeza, al tiempo de recoger sus piernas casi tocando el pecho. Necesitaba retomar ese sueño perdido.

El teléfono volvió a sonar, y esta vez era una llamada. Logró poder observarlo de la mesita de noche, y lo acercó a su oreja, sin dejar de mantener los ojos cerrados.

—¿Sí?... ¡Ah! Mamá... ¡dime!

—¿No es hora hijo de que estés en la facultad?

—Y qué crees donde estoy, –dijo tratando de poner una voz aceptable y no de alguien que recién se despierta.

—¡Ah!, perdón hijo, no te molesto entonces.

—No importa vieja, después te llamo, ahora no puedo hablar fuerte... interrumpo la clase, –y cortó sin esperar otra respuesta.

Quiso seguir durmiendo nuevamente, pero ya no lo lograba con tantas interrupciones. Debía descansar pensó, y no lograba hacerlo.

Se levantó como dando tumbos en un tosco caminar, tratando de llegar al baño. Orinó largamente y se miró la cara en el espejo tratando de encontrar un rostro que lo dejara conforme como persona. No era su día pensó, y solo veía un ser trasnochado, como que trataba de estirar el tiempo tocándose las ojeras para ver si algún cambio le provocaba una mejor imagen de sí mismo. El timbre del departamento sonó, casi instantáneamente.

—¡Carajo! ¡Faltan los bomberos! –dijo en voz baja.

—¿Quién es? –expresó con algo de fastidio, elevando el tono de su voz.

—Soy yo... ¡Bochín! –acotó del otro lado de la puerta.

—¡Ah!, espera, ya te abro. –Sacó los dos pasadores de la puerta, y abrió la llave raudamente.

Ahí frente suyo estaba su amigo, apodado Bochín, un muchacho común, que hacía unos días había cumplido veinticuatro años De aspecto algo robusto, como rústico, y que usaba los jeans desflecados y deshilachados en las rodillas, con una remera roja que no lograba tapar del todo la barriga, es especial cuando se sentaba. Llevaba unos apuntes debajo de su axila. Se sentó, y se peinó el cabello hacia atrás como esperando alguna actividad de parte de su amigo.

—¿Qué pasa Bochín?, ¿qué haces tan temprano por acá?

—¿No dijimos que íbamos a estudiar, derecho procesal, hoy a la mañana en tu casa?

—¿Cuándo dijimos eso? –Trató de memorizar, mientras se rascaba la cabeza.

—¡Anoche... lo dijimos anoche! ¡Ahora no te acuerdas, pero fue anoche! En este mismo lugar. ¡Tú lo dijiste! ¡Eres de terror! ¿Te pegó algo?

—¡No, no me acuerdo!, porque en realidad tengo una negación bárbara. Lo que pasa es que... es que... ¡No quiero estudiar más! Estoy repodrido. ¡La Facultad me tiene las pelotas llenas! No me da ganas de seguir. ¡Quiero tirar todo a la mierda!

—Pero estás loco; si nos faltan dos años, bueno… o algo más, para ser abogados.

—¡Ah, mirá! qué grande, dirán. Ahí están los doctores Juan Carlos Vázquez, y Alejandro Rabel, “dos cráneos del saber” ¡Me haces reír, y no tengo ganas a esta hora!

—No sé cómo vas a justificarte con tus padres, que con mucho sacrificio te pagan los estudios, este departamento y todos tus gastos.

—No te preocupes por mí, de eso me encargo yo. De alguna manera saldré de este dilema. Estudiar, es para ¡volverte loco!, terminas siendo un tonto de los libros y después cuando tienes el título, a la gente le da lo mismo, cuando va a consultar a un abogado nadie pregunta por su título. Acaso te van a decir: “¿Doctor, me muestra primero su libreta de calificaciones y el diploma debidamente certificado?”.

—No entiendo. ¿Qué quieres decir con eso? Pero el titulo lo debes tener, de alguna manera, sino no puedes ejercer.

—Ahí, diste en la tecla... ¡Bingo Bochín! Ahora te estás dando cuenta.

—No, no entiendo un pito ¿qué quieres decir? Que el titulo te lo regalan porque te llamas Rabel.

—No... nadie me va a regalar nada. Esas cosas no te la envuelven para tu cumpleaños.

—¿Y entonces?

—¡Debo comprarlo, y listo!

—¡Ah, no!... En esa no me tengas de aliado. Yo no participo para ver la detención de un amigo. ¡Estás loco! ¡Vas a ir preso! ¡No sabes que existe la matriculación y el título es lo primero que te piden!

—Calma, después te lo explico. ¡Estás muy nervioso! ¡Qué me miras con esa cara de loco! Lo que en este país no se consigue con sacrificio, se consigue con artimañas. ¿Escuchaste?, el mundo es para los vivos. Los que caminan por la vereda rectamente, seguro se atropellan con alguna baldosa y se caen. Los que van por la calle en un auto, bueno y caro hacen lo que quieren y siempre tienen prioridad. Yo quiero ir en auto alejado de las baldosas.

—Ya que no quieres estudiar, yo en cambio digo que sí debo hacerlo. Bueno... me iré a clase, –expresó con cierto enojo Bochín, abrió la puerta, saludó y se fue.

—¡Dale perdedor!; haz lo que quieras... ¡Nunca me escuches! ¡Eh!

Se preparó un café, se vistió y salió a la calle. El sol del otoño pareció golpearle la cara. Sintió algo de fresco y se puso una campera que llevaba en la mano. De inmediato se dirigió al Bar “Roberto”, que estaba a una cuadra y media de su departamento. Caminó pensativo y mientras lo hacía observaba a la gente que iba de un lado hacia otro. “Están como perdidos en sus pensamientos”, dijo para sí. Seguros apurados de no llegar tarde a sus trabajos. Nunca van a dejar de ser simples autómatas del vivir. Siempre igual, son los acostumbrados al aburrimiento. Lo peor es que muchos de estos nunca van a lograr superar la medianía de sus aspiraciones; son los eternos fracasados. Todo ello lo afirmaba desde su mismo interior, en ese paneo mental que había generado su pensamiento y que dejara la breve conversación con su amigo Todo su cuerpo se fortificaba con sus mismas convicciones. ¡No seré igual a esta clase de gente!, se juramentó por lo bajo.

Entró al Bar, que siempre fue de su agrado por su aspecto antiguo, no obstante tener también una inclinación personal y aquella calidad necesaria, para lograr generar ese submundo distinto de los llamados estudiantes. Este mostraba amplios ventanales que le daban un ingreso lleno de luz, y variados televisores en todos los sectores que pudieran imaginarse. Todo aquello generaba la impresión de tener el mundo en el mismo espacio, con las noticias, deportes o lo que sea, pero que nadie podía escuchar por los mismos ruidos del lugar, pero que lograban en su interior que la vida estuviera como activada en forma permanente. Esto era de su agrado, la vida en modo energía. Lo demás era chatura.

—Hola Ale, dijo uno de los mozos, ¿cómo andás?

—Espectacular, acotó. De diez… y mejorando cada día, agregó con la sonrisa que lo caracterizaba y que tanto rédito le había dado en todos los campos. Su simpatía parecía dejar abierta la puerta al diálogo con cualquier persona. Era su sello distintivo. La manera de ser una persona confiable que agradaba desde un primer vistazo. Siempre esta característica de su personalidad fue aprovechada por él y pretendía que la misma perdurara en los objetivos trazados. Era su sello de presentación, pero no reflejaba en mucho las demás características, que siempre trató de mantener ocultas, y que solo estaban centradas en su mismo yo.

En una de las mesas del lugar se hallaba Cintia, su novia. Una chica de clase media acomodada, que tenía tres años menos que Alex, y el visto bueno de sus padres que la veían con gran agrado por su suavidad, y porque entendían también que generaba en su hijo esas energías al estudio, y a la vida misma. La consideraban como el motor que parecía no tener Alejandro.

Su figura era agradable, aunque no deslumbraba como hubiera querido; más adepto a las mujeres que sobresalían de su ropa y mostraban el cuerpo de una manera deseable.

—Hola Ale, dijo con una sonrisa, al tiempo que acomodaba una silla al lado suyo. ¿Desayunaste? –Preguntó con amabilidad.

—Sí, gracias; pero voy a tomar otro café, e hizo una seña al mozo para ello.

—¿Tengo clase en media hora, y tú? –Dijo Cintia.

—Yo tenía, pero estuve estudiando toda la noche, y no me banco escuchar a la Dra. Esmeralda Sánchez, dando clases de procesal, porque me dormiría.

—¿Y qué vas a hacer entonces?

—Nada en particular. Volver a casa dormir dos horas y luego estudiar todo el día.

—¡Grande!, pichoncito. Así me gustas más, con esas ganas que pones al estudio. Yo no podría seguir si hubiera estudiado toda la noche. Tú tienes esa fuerza que me falta. Por eso ¡te quiero tanto! –agregó.

—Sí, es cierto, Soy un eterno sacrificado, tú lo ves. Mis viejos esperan mucho de mí, y no quiero un desencanto de ellos.

—Ah, me tengo que ir, dijo Cintia mirando el reloj, luego a la noche nos hablamos, dándole un beso rápido en los labios.

—Chau. Claro, luego nos hablamos. Alejandro quedó pensativo mientras saboreaba su café, y desde una mesa contigua a la suya, apareció como de la nada caminando un hombre con una Tablet en la mano que se dirigió directamente hacia el lugar donde estaba sentado.

—¿Puedo sentarme con usted?

—¿Usted? ¿No es Milton?, expresó mientras lo miraba detenidamente.

—Así es. Milton Uribe Condarco, para servirle –dijo extendiendo su mano que enseguida fue estrechada por Alex que sabía de esta persona, por Juanjo Flores, otro amigo, más conocido en la misma facultad como el “Pata” quien le había dado los datos de este personaje, con quien debía contactarse.

Milton era de nacionalidad boliviana, y radicado en Buenos Aires, hacía más de diez años. Un hombre de unos cincuenta años, que tenía siempre una sonrisa como dibujada en su rostro, pero que ello no le daba un premio a la simpatía, sino que lo ponía en una especie de expectativa fría y hasta si se quiere distante o siniestra; según se lo mirara.

Abrió la computadora, que parecía estar ya como encendida, y buscó luego de ponerse unas gafas de lectura que pendían muy cerca de su nariz, una serie de informaciones que estaban agregadas en distintos cuadros, y que en su mayoría contenían nombres y apellidos, además de identificación de universidades y de distintas facultades. También había en su pantalla algunos sitios remotos, que le otorgaban una suerte de alcance internacional a su “trabajo”.

—Esta es mi ayudamemoria, expresó, sin dejar de mirar la pantalla de su máquina personal, hasta que se focalizó en un sitio, y levantó la mirada hacia Alex.

—Yo le voy a pasar a su mail, toda la información que me tienes que dar, de tu identidad, Facultad a la que concurres, con la cantidad de materias aprobadas, año que cursas, etc., y luego de que lo hagas me lo reenvías nuevamente y yo me encargo del trabajo.

—Pero ¿cómo? ¿Cuál sería su trabajo?, dijo cerrando los ojos de un modo expectante.

—Bueno, este será mi trabajo y lo importante es que a más tardar en dos meses puedes tener el título de abogado refrendado por la propia Universidad a la que tú concurres. El título es de otro país, limítrofe, y tendrás que revalidar algunas materias acá, si es que lo quieres hacer...

—Bueno, pero… ¿cómo?, yo tengo que rendir para revalidar acá las materias que digan en la UBA. Ni loco… eso no lo hago.

—Esto es según el precio. Mira el trabajo puede salir ocho o diez mil, de acuerdo con el caso. Hablamos de dólares, por supuesto. Si el precio es el de diez mil, no tendrías que revalidar nada, porque de eso yo me encargo. Ahora si el precio es de ocho, tú tienes tu título, pero quedarás a disposición de las autoridades de la Universidad a ver qué deciden con la revalidación. ¿Entiendes?

—¿Esto es seguro?, ¿y tú cómo carajo lo haces?

—Es seguro, y lo mío es un secreto profesional que no te voy a decir nunca. Si lo tomas me lo dices o de lo contrario no se hace. ¡Ah!, si te arrepientes, por la razón que sea, y decides denunciar esta, digamos, “maniobra”, recuerda que nuestra conversación está grabada por mí, en el celular para la seguridad de los dos. Nadie hace cosas, o pide cuestiones diferentes y el único malo es que hace el trabajo. El otro también lo es. ¿No le parece? Para que alguien sea el malo de la ley, muchas veces se necesita otro malo que lo pide pero que se cree inocente. ¿Se entiende?

—Sí entiendo, Pero yo estoy decidido a hacerlo, dijo mirándolo seriamente a su interlocutor.

—Bueno, si es así, mándame al mail los datos pedidos, y debes adelantar dos mil dólares, para los gastos administrativos.

—¿Gastos administrativos?

—Bueno, Alex, debes saber que para que yo consiga esto debo pagar a quienes me lo proporcionan. Ello nunca es gratis. Hasta luego dijo, levantándose del lugar para saludarlo con un gesto cordial que su sonrisa permanente reflejaba y retirarse caminado en forma tranquila.

Alejandro Pidió otro café, y se quedó pensando, como queriendo desandar sus propias acciones, donde incluía las maneras de justificar lo que estaba haciendo, pero que, a pesar de esto, el hecho no le causaba vergüenza alguna. La decisión estaba tomada De pronto, esbozó una sonrisa como leyendo imaginariamente su tarjeta personal” Dr. Alejandro Rabel – Abogado”.

Salió del lugar, y volvió a su casa.

Ese día diez, ya del mes de junio, Alejandro se hallaba en la casa de sus padres. Al lugar llegó junto a su novia Cintia, como lo hacía siempre. Los domingos eran como ceremonias semanales para la familia Rabel. Una especie de encuentro descontracturado y necesario para entender el cariño que siempre le gustaba sostener a sus padres Mario Rabel y Ernestina Roble; pero también era una manera de disfrutar el día con una buena comida.

Para Alejandro, por el contrario, ir a la casa de sus padres, era como encontrarse atado o estúpidamente solo. Trataba de disimular su fastidio cuando realmente tenía que hacer algún pedido puntual, en especial a su padre que siempre parecía conseguir de un modo rápido.

En ese conglomerado de estados de ánimo, tampoco soportaba a su hermano menor, Leopoldo, de dieciocho años. Esa frialdad inquisidora lo ponía de mal humor y lo hacía explotar, en especial cuando su Madre lo llamaba cariñosamente bajo el apodo de “Poldito”, o “mi amor chiquito“.

Es que realmente le generaba rechazo, más aún, cuando éste cuestionaba su conducta, a la que criticaba sarcásticamente. En ocasiones lo ponía en evidencia con elocuente intencionalidad delante de otros familiares, diciendo que su hermano era un vago mantenido por sus “papis”, sin perjuicio que cuando se elevaba el tono la disputa le agregaba que además era un “estafador en potencia”.

Mario, el jefe de la familia, había logrado con el esfuerzo de tantos años de trabajo, como comerciante en el rubro tienda, hacer esa pequeña, pero linda casa en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Esta era el refugio que tenían para estar en familia, pero también era el orgullo de haber logrado tener hijos quienes fueron criados con una buena educación y para ello siempre predispuesto que esta fuera la mejor.

Domingos de por medio, este hogar, era visitado por la tía Rosa; hermana de Mario con quien tenía Alex –como lo llamaban– un gran acercamiento. Los dos parecían como grandes amigos porque ambos se confiaban secretos y muchas veces congeniaban en alguna infidencia que podía terminar con alguna risotada desenfadada y hasta subida de tono. Rosa era una mujer de cincuenta años, pero siempre ataviada y maquillada como de treinta. Había quedado viuda hacía un año de su marido Alberto fallecido en un accidente. Ella era de las personas, que dejaban a su paso el olor y la gracia de una mujer que no podía pasar desapercibida. Todo debía combinar no solo en su atuendo, sino en su maquillaje, y la risa debía fluir como parte de su festiva personalidad.

Siempre había mucha actividad en la casa, en especial, los fines de semana, donde vivía además su abuela, Matilda, madre de su padre quien siempre, y con suma tranquilidad parecía colmarlo de halagos o de consejos, según el caso.

Una mesa grande, con los ravioles calientes que hacía Ernestina en forma casera era la comida principal del domingo. Siempre ´pensó que su madre era una sacrificada, pero del mismo modo lo aburría, con su consabido temario de cuestiones, que solo parecían prolongarse en reproches para que su vida sea buena y no se pierda en los oscuros laberintos de la nada. Leopoldo era el único que festejaba con risas y miradas cargadas de picardía, las premisas genéricas de esta que estaban dirigidas para Alejandro, que hacía casi tres años vivía solo en el centro de Buenos Aires.

—¿Cómo están tus cosas, en la facultad?, preguntó su madre.

—Muy bien mamá, tengo exámenes libres la semana que viene, y estoy estudiando mucho.

—¡Ah! viste como Cintia, te ha contagiado ese espíritu del esfuerzo en el estudio, ¡qué buena chica es!, siempre tan estudiosa y dedicada. Tu padre está tan contento con ella.

Alejandro miró a su madre, y asintió solamente con su cabeza. No quiso, y prefirió dejar pasar lo que realmente pensaba. Si ellos están conformes, no quería entorpecer ese momento, pero su mirada de esta relación se parecía cada vez más a una conveniencia cómoda de estudiante y no a un cariño estable como pretendían entender.

En horas de la tarde luego del almuerzo, la situación no fue distinta de lo acostumbrado. Mario dormía su acostumbrada siesta; Ernestina limpiaba la casa que ya de por sí brillaba; y Cintia que aprovechaba el comedor para estudiar. Alejandro y su querida tía Rosa en el fondo conversando.

—¿Qué tal tía, cómo andas, hacía mucho que no te veía?

—Muy bien querido. Tú sabes que tu tía Rosa, siempre está bien. Pase lo que pase en mí vas a encontrar una postura de alegría o de humor. Así soy yo; tú me conoces.

—Sí, te veo muy bien. Siempre te veo bien, desde chico que lo pienso; es más, hasta tienes mejor cuerpo que la que está estudiando en la Sala. –Esto último lo dijo en un tono menor y con una mirada que buscaba la complicidad.

—¡Vamos Alex!, soy tu tía. Ella es una chica joven y buena, es muy importante ello.

—¡Dale con que es buena! ¡Dale con que es buena! Igual a lo que dice Mamá. Es buena sí, pero a mí no me sirve eso. –La miró fijamente a la tía y agregó: –En realidad, a mí me gustan las chicas malas; este último concepto lo expresó con una sonrisa que dejaba observar su mismo pensamiento, y que provocara una risa mayor de su tía.

—¿Tus estudios cómo andan?

—Mejor que los de Cintia. Ella estudia mucho, pero sabes, es como dura de la cabeza. No sé si entiende demasiado. Entre nosotros tía, es como medio pelotuda para mi gusto.

—No digas eso, que puede escucharte. –Lo miró a Alejandro a los ojos y se sonrió nuevamente, pero esta vez con una risa suave como descargando toda esa fuerza que realmente tenía la apreciación que había hecho su sobrino.

De pronto apareció en el lugar su padre, y se puso a tomar mates solo en el lugar.

—No convido porque sé que a mí me gustan amargos dijo y Uds. son personas de café, agrego riéndose.

—Ah, papá, debo decirte que voy a necesitar un dinero extra, en estos días.

—Ah, sí ¿por qué?

—Es que como estoy estudiando mucho para poder rendir las materias que me quedan lo antes posible, lo estoy haciendo con profesores particulares que me cobran y mucho.

—Bueno el estudio tiene sus sacrificios. El de los hijos que lo hacen, y el de los padres, que siempre deben ayudar, ¿No es cierto hermanita?, agregó, con una sonrisa mirando a Rosa que ella no dejó de corresponder.

—Después te llamo Papá, y te digo cuanto es lo que debo y lo que debo pagar en estos meses para poder sacar esto adelante.

—Bueno como quieras hijo. Yo siempre estoy aquí dijo.

—Ah Alejandro, acotó su padre, hablando de la universidad, me olvidé de decirte que la otra tarde, llamaron de la Facultad. Era según dijo un tal Milton, que preguntó por ti, y me dijo que quería comunicarse contigo.

—Bueno padre, Si tiene mi teléfono esa persona, no sé ¿por qué llamó acá?

—No sé. Será porque no te encontró, y logró este número.

Horas más tardes, todos se saludaron y se despidieron del lugar con los deseos de felicidad que siempre lo hacían. Cintia y Alejandro partieron rumbo a Buenos Aires. Ambos vivían cerca, pero lo suficientemente alejado de sus actividades familiares. Ese era el punto que Alejandro refería a sus amigos, como modo seguro de no sentirse acorralado. El frío se había intensificado caída la tarde y alguna brisa parecía presagiar un invierno que se acercaba.

Ya en su departamento, tomó el teléfono, lo revisó detenidamente y no encontró ninguna llamada de Milton, para ubicarlo. Tampoco había mensajes de WhatsApp ni mail, lo que le llamó la atención del motivo de la llamada a la casa de sus padres. Casi sin pensarlo marcó el número de Milton y lo llamó.

—¿Hola, sí, ¿quién habla?

—Habla Alejandro Rabel... Milton

—¿Qué tal, ¿cómo le va?

—Bien... estoy esperando lo prometido por usted.

—Ah, lo del título dices.

—Por supuesto.

—Sí... sale la semana que viene, pero debo decirte que salió un poco más caro.

—Pero ¿por qué?

—Es que los que trabajan en eso han aumentado su costo; es lo que me dicen.

—¿Y cuánto más caro?, refirió Alex en un tono de voz un poco mayor.

—Son dos mil más. Yo no genero los precios. Es el mercado el que me dice cuánto sale ahora, no soy yo ¿entiendes?

—¿Dígame, Milton, usted llamó a casa de mis padres?

—No, para nada.

—Entonces ¿quién es el que llamó mencionando su nombre?

—No sé, desconozco. Seguramente son los que están trabajando en esto, y tienen todos los datos que estarán corroborando. No fui yo –agregó.

—¡Ah! Debemos encontrarnos porque me tienes que firmar un pagaré por el monto del resto de la operación.

—Pero ¿para qué? Yo le voy a pagar y usted lo sabe.

—Alejandro, yo trabajo para una empresa, y es exigencia de esta que firmes un pagaré por el monto, que romperé en tu cara cuando pagues, ¿entiendes?

—Está bien. ¿Me avisa con un mensaje?

—Así lo haré; que tengas un buen día, acotó mientras cortaba.

Alex, luego de cortar la comunicación, se quedó magullando un enojo que no podía ocultar.

—¡Pedazo de caradura! Hijo de mil..., decía en voz baja. ¡Le debo encima firmar un pagaré!, ¡qué ratas inmundas que son... dicen que son una empresa! Tomó una botella de wiski y se sirvió en un vaso, se acercó a la heladera para agregarle dos cubitos de hielo. Se sentó en el sofá nuevamente mientras saboreaba la bebida, y decidió llamar a Cintia.

—Hola pichoncito, cómo estás, se escuchó del otro lado de la línea.

—Bien querida. Muy bien. Te llamaba para decirte que en los próximos diez días tengo tres exámenes en materias libres, procesal penal, derecho administrativo y quiebras; así que me voy a encerrar entre estas cuatro paredes, y no voy a atender el celu a nadie, salvo a ti por supuesto.

—Estás loco, ¿cómo haces para estudiar tres materias a la vez?

—Es pura técnica, acotó restándole importancia, pero debo concentrarme y no ser molestado... en lo posible.

—La verdad, eres un genio… Yo no podría, no me da la cabeza.

—Bueno, vos también eres muy inteligente. Hoy se lo decía precisamente a la tía Rosa. Como eras tú realmente, una chica que tiene... que tiene, eso... que a otros le falta.

—¡Qué bueno eres...! Ella también es una persona buena, y yo la quiero mucho.

—Así es. Nos vemos amor. Un beso –dijo Alejandro y luego de escuchar su saludo cortó.

Siguió tomando su wiski, y puso música en su departamento. Los domingos a la noche tenía como una costumbre obligada y afianzada desde hacía tiempo en su personalidad, jugar al póker por dinero. Siempre lo hacía, y su suerte había sido algo esquiva en los últimos tiempos. Miró la billetera, y vio que tenía quinientos dólares Única moneda permitida en las partidas. Siempre la reunión era a partir las veintitrés horas en la casa de Torcuato Roldán; también amigo suyo e hijo de un industrial que vivía en un barrio cerrado en Pilar, y que tenía todo lo indispensable para parecer un garito profesional sin serlo.

Tomó unos fiambres de la heladera y se preparó un enorme sándwich, que seguía acompañando con el wiski que tenía ya servido.

El reloj marcaba el horario indicado cuando Alejandro junto a Bochín se encontraban en Pilar. Una finca de dos plantas con un excelente espacio y una construcción moderna impecablemente pintada y restaurada con todo aquello necesario para los fines de semana. Una sala de juegos donde se encontraba una mesa de póker con su paño verde y una lámpara que marcaba sobre ella una luz excelente, dejando de lado las expresiones de los jugadores, y diseñada para que la partida tuviera la concentración necesaria.

—¡Hola muchachos! –dijo Torcuato.

—¿Cómo andas? –Saludaron Alejandro y Bochín con la misma expresión de familiaridad que lo hacían habitualmente.

—¿Quiénes están? –Preguntaron al entrar.

—Está el “Gaby” Carriles y Alfred Pendino.

—¡Grande!, acotó se va a poner bueno. Recordó en un instante a Gaby quien tenía pretensiones igual que él de hacer dinero en poco tiempo y por ello apuraba el estudio, aunque no le había ido tan bien en los últimos exámenes. Siempre decía ya vendrán tiempos felices, cuando desde su mochila sacaba un porrito que encendía en lugares abiertos, hecho que siempre criticaba Alex, que fumaba, pero de manera tradicional y con cigarrillos del mercado.

Por su parte Alfredo Pendino, era hijo de un empresario del calzado, cuyo fin en el estudio era solamente tener un título, pero que siempre pensaron sus amigos no utilizaría ni ejercería nunca.

Por su parte, Torcuato era de esas personas que le gustaba agasajar a sus amigos, y trataba de tener todo lo adecuado para que nadie se fuera insatisfecho del lugar. También estudiaba derecho, pero la situación era distinta a la de Alejandro, porque sus padres, que le permitían todo y ponían la riqueza a sus pies, controlaban minuciosamente la carrera de este. Todo podía fallar menos, el título que debería exhibir socialmente. Eran las reglas del juego. Él estaba siempre muy bien vestido, y su metro ochenta y cinco de altura, le otorgaba una presencia adecuada en su entorno de amigos, que lo aceptaban además por su generosidad y su ascendencia sobre las mujeres, donde siempre se lo veía muy bien acompañado.

Entraron a la Sala, que impresionaba por sus paredes rojas y grises en su parte inferior y ambientada con aire acondicionado o calefacción central según el caso, y música de fondo en un nivel muy bajo para no distraer a los jugadores. Sobre uno de los costados de la mesa, una enorme barra con bebidas de todo tipo que iban a matizar la velada que ya se anunciaba como de buen nivel.

En el lugar había dos enormes sillones de tres cuerpos cada uno, separados por una mesita ratona, lugar donde se hallaba sentada una mujer, a la que no habían visto antes. Por lo menos no lo recordaba Alejandro que miró a Bochín como buscando alguna relación de esta con el juego, pero sin encontrar respuesta. La misma estaba vestida con una minifalda blanca y una blusa púrpura con un escote prolongado, que parecía tener como remate sus piernas cruzadas que aparecían muy atractivas con tacos finos de largas puntas. Su mirada resaltó como profunda a la vez de sensual y seguía a los que habían ingresado al lugar como queriendo integrarse al escenario y no pasar desapercibida.

—¿Quién es ella?, preguntó Alejandro a Torcuato en tono bajo.

—¡Ah!, ¿la mujer? Sí, es solamente una Paid Lamon...

—¿Es una qué?, ¿Paid lamon?, pero ¿a quién se le ocurrió?

—A nadie, dijo Torcuato. Así le ponemos a este, llamemos operativo, nada más… Paid, porque debes pagar y Lamon porque luego de pagar si quieres, la montas.

—¡No me digas! Es muy gracioso, expresó esbozando una amplia sonrisa.

—Quédate tranquilo, que es todo discreción. Es más cuando sale de aquí ella no conoce a nadie. Somos para ella un número de teléfono. Si la quieres para relajarte un ratito te sale cincuenta dólares los quince minutos.

—¡Hoy parece que hay noche completa!, agregó Alejandro en forma festiva.

—Así es, tu amigo Torcuato está en todas. Si alguno de nosotros por ahí no le va bien en la partida puede relajarse y listo. Se va más calmo a su casa.

—¡Grande genio! –Acotó Alejandro.

Todos se concentraron luego en su partida de póker. En donde Alejandro, se olvidaba del tiempo y solía abstraerse de otras cuestiones cuando lo hacía. En tanto su amigo Bochín decidió no jugar esa noche, ya había invertido cincuenta dólares en la mujer que lo deslumbraba.

El humo de los cigarrillos flotaba sobre la lámpara de la mesa, como acompañando la velada que tampoco era de las mejores para Alejandro. Ya había bebido mucho y cerca de las cinco de la mañana no se encontraba en condiciones aceptables, y solo admitía una justa decisión, la de ir a dormir.

Horas más tarde, solo recordaba como su amigo lo había depositado en su cama vestido quedándose dormido profundamente. Tenía la sensación de flotar en una nube que se desplazaba a gran velocidad y no permitía detenerse ni hablar con nadie.

De pronto el teléfono sonaba insistentemente rompiendo la tranquilidad de su cuarto. Eran ya las cuatro de la tarde, y apenas pudo ver que el que llamaba era Milton. Tomó el móvil y lo acercó a su oreja.

—¡Sí!

—¡Ah! Milton habla. Creía que estabas dormido porque no atendías.

—Sí… algo de eso; es que anoche dormí mal.

—Bueno escúcheme. Quiero verlo esta noche en el restaurant “La estancia del Sabor”, ¿sabes dónde es?

—Sí lo conozco.

—A las veintiuna, lo espero. Trae el dinero que falta, así no firmas el pagaré. Ya tengo la documentación.

—Está bien trataré. –Dijo Alex, que cortó el teléfono y se quedó pensando.

Minutos después con una ducha bien caliente, trataba de sacarse la resaca de la noche anterior. Se puso una enorme toalla encima de sus hombros luego de salir del baño y observó detenidamente su teléfono. Nadie a excepción de Milton lo había llamado, y decidió mandarle un mensaje a Cintia por WhatsApp.

“Estudié toda la noche hasta recién. Voy a dormir una siesta de aquellas, te quiero”, “Dale pichoncito. No sé dónde sacas tantas fuerzas. Yo también te quiero. Besos”, respondió casi al instante.

Ya en el anochecer de ese día, su organismo estaba de nuevo en un estado aceptable. Cerca de las veinte horas ya se había vestido para encontrarse con Milton. Un pantalón color caqui, y una camisa impecablemente blanca, le dieron la prestancia necesaria para estar en el lugar indicado. Su padre le había dado días antes, los diez mil dólares que faltaban para completar el pago, por lo que se sentía, con ganas y en condiciones de enfrentar esta nueva etapa. Se perfumó, mientras silbaba por lo bajo; alisó su cabellera rubia de la mejor manera. El espejo observaba esta vez una cara distinta, pensó. Estaba feliz. Sonreía mientras se miraba desde distintos ángulos.

—Dr. Rabel... pase por favor, decía, sin dejar de mirarse. Tomó una campera y las llaves del auto de Cintia para salir del departamento.

En veinte minutos llegó al restaurante. Las luces de la calle chocaban con las propias del lugar que le daban como un color muy particular. El lugar contaba con distintos ventanales observándose personas que animadamente comían o departían en gestos de amabilidad. Las paredes de un blanco impecable resaltaban y reflejaban el sitio haciéndolo acogedor. Una puerta doble de madera y vidrio, en su ingreso permitía verificar las reservas de los comensales. Alejandro observaba desde ese lugar si podía ubicar a Milton.

—Sr. ¿tiene reserva?, preguntó una chica rubia que hacía de encargada.

—No sé... Fíjese por favor si está hecha una reserva a nombre de Milton.

—A ver. Sí, está acá, por favor entre, está al fondo cerca de uno de los ventanales, le indicó mientras otra señorita muy bien vestida lo acompañaba donde se encontraba Milton.

—Hola, dijo, Milton con esa sonrisa dibujada, y que quedaba a interpretación libre de quien fuera su receptor. Siéntate. Me tomé el atrevimiento de pedir una parrillada. Hacía mucho que no la como en este lugar. ¿Tú eliges el vino? ¿Te parece bien?

Alejandro se sentó, mirando a su alrededor, tratando de entender la tranquilidad de Milton, que actuaba como si ello fuera tan natural. Para este todo era como vender un mero objeto. Trató de encontrar el contexto adecuado de esa situación afirmando en su interior que ello era necesario pasar para lograr el objetivo final que buscaba. En definitiva, su posición era adecuada pensó, y este personaje será uno de los tantos que pueden estar en sus decisiones.

—Todo está bien Milton, elige también el vino, expresó Alejandro en forma natural encontrando el punto de relajación que necesitaba para poder cenar.

El encuentro no tuvo mayores matices, fuera de las expectativas propias de ese título que iba a recibir, así de la noche a la mañana.

—La documentación ha salido completa, expresó Milton, mientras saboreaba una costilla como a él le gustaba, a punto. –En menos de dos meses ya está tu título. ¿Era lo pactado, ¿no?

—Sí, así fue el trato, replicó lacónicamente.

—Escúcheme. Una vez que lo tengas deberás dejar pasar el resto del año para que puedas justificar ante propios y extraños, que ya eres abogado. A todos les debes decir que rendiste muchas materias libres y que estás muy adelantado. De vez en cuando deben verte en la facultad, con algún libro. Visita la biblioteca. Comenta que te falta poco para recibirte siempre ¿Entiendes? En marzo del año que viene está arreglado que tengas una jura en el Colegio de Abogados, y desde allí podrás matricularte. –Todo lo que le decía Milton era seguido con mucha atención por Alejandro. –Brindemos por tu éxito como abogado, dijo Milton mientras levantaba una copa de vino cabernet Ruttini que siempre le gustaba saborear en ocasiones como esta donde cerraba un negocio.

—A tu salud Alejandro. –Dijo mostrando la copa para chocarla.

—A la suya, dijo este, y ambos golpearon levemente el cristal.

Milton sacó de una carpeta una serie de papeles prolijamente acomodados en folios y que no era otra cosa que la documentación que indicaba que había cursado las materias de la carrera de abogacía, y en tanto que catorce de ellas fueron hechas en la República de Bolivia. Materias que fueron revalidadas en Buenos Aires lo que lo transformaban en un novel profesional del derecho.

Por su parte, Alejandro, le entregó un sobre de madera, que Milton tomó y solamente lo observó abriéndolo, entendiendo que era el dinero pactado.

—Cualquier duda, me llamas, dijo Milton. ¿No quieres postre, todo está pago?

—Este es el postre, dijo con alegría Alejandro, mostrando los documentos logrando que Milton esbozara esa sonrisa que nunca entendió si era de alegría, satisfacción o vaya a saber de qué estado.

—Lo saludo con alegría, se le ocurrió decir, estrechando la mano de Milton. Hasta luego, agregó al tiempo que se levantaba, con una sonrisa que mantuvo desde que salió del restaurante hasta su casa. Ya contaba con lo que era su título, y por ahora el gran tesoro, que necesitaba su vida. Ya había logrado su premio, aunque solo era un estudiante.

En la misma facultad, días después, se había encargado de comentar asiduamente las muy pocas materias que le faltaban para culminar su carrera.

En los mismos claustros, se lo veía, con apuntes, o simplemente leyendo en la biblioteca, hecho que le daba la garantía de estar inmerso en el mundo estudiantil.

Esa mañana, casi en vísperas de fin de año, se encontró como otras veces con su novia Cintia, a quien la tenía informada de sus enormes avances en el estudio.

—Me quedan dos materias, dijo Alex, al tiempo que tomaba un cortado junto a ella en el bar de siempre.

—¡Qué bárbaro! No dejo de sorprenderme cómo has podido rendir tantas materias en tan poco tiempo. Tienes una memoria prodigiosa la verdad, ¿qué alegría para tus padres, ¿no?

—claro, esta va a ser una sorpresa inolvidable para ellos. Ahora en febrero rindo Agrario e Internacional privado y listo.

—Bárbaro, yo también estoy orgulloso de ti, amorcito, agregó mirándolo cariñosamente a los ojos.

—Debo irme a estudiar amor. ¿Nos llamamos luego?

—Claro, pichoncito. Te quiero, agregó.

—Yo también.

Se dieron un beso y Alex se fue del Bar, caminando animadamente, mientras el sol del verano parecía instalarse definitivamente en la ciudad que ya había levantado una singular temperatura. Sin darse cuenta en pocos minutos, había llegado a su departamento, al que había limpiado el día anterior cuidadosamente. Prendió el aire acondicionado, para lograr un mejor clima y se sentó en el sillón mirando su teléfono.

Mientras lo hacía, recordó a Loreta, al ver su agenda, una chica de muy buenas curvas, según su visión, que vivía en el mismo edificio dos pisos arriba. En esa mirada que recorría su memoria, la había visto en el supermercado hacía apenas una semana atrás. Ella buscando algún producto de las góndolas, donde se le habían caído dos latas de su propio carrito, que Alex gentilmente levantó del suelo y las depositó en el lugar donde correspondía estar.

Ella agradeció, con una sonrisa, que permitió a Alex inmediatamente conversar sin desaprovechar la posición en que se encontraba porque de las especulaciones e impacto visual original sabía demasiado. Su sonrisa cautivante no dejó de brillar en esa ocasión.

—¡Ah!, claro... ahora me acuerdo, tú vives en el mismo edificio que yo, se le ocurrió decir.

—¿El de calle Talcahuano, te refieres?; dijo ella, con una mejor familiaridad.

—Claro, agregó Alex, yo vivo en el cuarto piso departamento C, ¿y tú?

—No... yo vivo dos pisos más arriba en el A, acotó sin dejar de mirar las estanterías.

—Claro, claro, yo creo haberte visto en la zona también. ¿Eres del lugar?

—No, nací en Entre Ríos, me casé acá, y ahora vivo en la ciudad.

—¿No estudias derecho?.

—No, ingeniería industrial. Una carrera relativamente nueva pero que tiene futuro.

—¡Ah! tu marido es ingeniero seguramente.

—No... nada de eso. Él también es de Entre Ríos y trabaja para un laboratorio de productos farmacéuticos.

—¡Qué interesante, un primo hermano en un tiempo estuvo dedicado a ello! –dijo Alejandro, tratando de sacar la conversación a un estadio diferente para que no pareciera un flirteo. Sabía perfectamente las reglas del acercamiento y entendía que la mejor manera de hacerlo era dejando espacios de naturalidad que pudieran ser entendidos como la normalidad social de personas que intercambian expresiones, sin un objetivo predestinado.

—Bueno, siempre es necesario tener vecinos, que uno conozca para cualquier eventualidad ¿No es cierto? Hoy día debemos estar atentos y ayudarnos en lo que podamos.

—Claro, dijo ella, y siguió con su actividad.

—Ah, escúchame, te dejo mi teléfono por si necesitas algún día algo. Soy Alejandro Rabel.

Ella se detuvo y marcó en su celular el número como Alejandro Rabel vecino, en tanto que también dejo el suyo con su nombre Loreta–vecina. Se saludaron y continuaron ambos haciendo compras en el lugar. No obstante, la formalidad Alejandro sintió ese contacto como una atracción que pensó podría ser mutua.

Su pensamiento volaba a mucha velocidad, y esa mujer lo atraía físicamente. Algo debía hacer para calmar esta ansiedad. Todo era posible, pero no le gustaba aparecer como un ridículo rechazado por alguien. Su orgullo personal lo ponía siempre en un plano especial. Siempre se consideró un exitoso de la vida, y en estas cuestiones estaba convencido que había dado un gran paso, pero debía actuar con soltura y mucho sigilo dejando que su ansiedad no actuase repentinamente para arruinar la fiesta.

Decidió al día siguiente llamarla para hacerle un pedido vulgar de azúcar y poder salir de su departamento, con una azucarera en la mano a su encuentro. Siempre el pedido de alguna cosa a un vecino conocido es una señal de convivencia ciudadana. No había originalidad en esto pensó, pero, podía tener efectos posteriores. Quería verla nuevamente y analizar su posición en la cuestión.

Golpeó la puerta del departamento, y esperó ser atendido.

Esta en segundos se abrió y ella se encontraba con un paquete en la mano.

—Toma Alejandro, yo tengo más en casa, le dijo rápidamente, mientras le acercaba un paquete de azúcar.

—Gracias, yo luego te lo devolveré. Agregó mirando que Loreta actuaba con mucha naturalidad.

—De nada, dijo ella con una sonrisa más empática.

—¡Ah! –dijo... mirándola con una sonrisa–, no quieres cenar en casa, un día de estos. Una comida de amigos, donde vendrán otras personas. Siempre se forman grupos que nos reunimos los sábados a la noche con alguna excusa. Nada raro. Solo música y buena comida.

—No sé qué decirte; recuerda que no vivo sola.

—Cierto... bueno, ven con tu marido. Me lo presentas y listo. ¿Trabaja todos los días él? ¿Hasta los sábados?, preguntó.

—A veces sí y otras no, depende de la zona que le toque.

—Bueno, yo te aviso, y cuando quieras nos juntamos, sin compromiso. Gracias por el azúcar, dijo con su mejor sonrisa y se retiró del lugar.

Cuando volvió a su departamento, se quedó pensando en la situación personal de esta mujer. Sabía que debía conquistarla de alguna manera. De la forma que le gustaba, y con los medios que fueran posibles. Ya era una presa para seguir. El motivo aparecía incierto, porque a pesar de tener un cuerpo apetecible, había algo que lo inquietaba, y lo llenaba de intrigas respecto de su verdadero rol, de esposa o pareja. Alejandro la observaba muy natural y desenvuelta, como despreocupada del resto de los problemas y no podía desentrañar a qué se debía.

Se fue inmediatamente hasta la portería, en planta baja, y llamó a Julio, el portero.

—Sí Alejandro ¿cómo le va?

—Muy bien, quería que me dieras de ser posible, una información que necesito.

—Si está a mi alcance, dijo esbozando una sonrisa.