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Un escándalo... y un ultimátum de boda Kate estaba empeñada en proteger a su hermana de cualquier posible escándalo, y Javier Montero era el único hombre que podría ayudarla a evitarlo. Pero él quería algo a cambio. Como responsable del imperio familiar, necesitaba una esposa... y Kate era la candidata perfecta. No era nada fácil negociar con un hombre tan sexy e impetuoso como Javier. Así que, cuando le propuso que se casara con él, Kate supo que estaba a punto de convertirse en una novia por chantaje.
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Seitenzahl: 160
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Kim Lawrence
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Chantaje a la novia, n.º 1378 - agosto 2015
Título original: The Blackmailed Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6849-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Tras cruzar las imponentes verjas, Javier enfiló por el serpenteado camino de entrada, bordeado de olivos, hacia la torre morisca que se erguía contra el paisaje montañoso. Estacionó el Mercedes junto a un destartalado Escarabajo que más parecía chatarra entre los lujosos coches.
Así que Serge aún no había logrado que Sarah se deshiciera de su viejo vehículo. Aunque era una mujer tolerante, de buen carácter capaz de hacer cualquier cosa por su marido, tenía unas cuantas debilidades que defendía a toda costa.
Javier seguía soltero aunque no le faltaba la compañía femenina. Sin hacer demasiado esfuerzo, más bien ninguno, siempre estaba rodeado de atractivas mujeres, pendientes de sus palabras; pero ninguna le había interesado de forma especial entre sus numerosas admiradoras. Nunca se le había pasado por la mente pensar que cuando la descubriera, si llegaba a suceder, tal vez ella no mostraría el menor interés en él.
Y entonces había conocido a Sarah.
En la actualidad tenía treinta y dos años y no daba nada por sentado y, según le gustaba pensar, se había vuelto más perspicaz respecto a las mujeres; tal vez demasiado, según el criterio de su abuelo que deseaba ver al heredero de su elección felizmente casado.
Javier podría haber optado por lo fácil y haber elegido una consorte adecuada, una mujer de su misma clase social, capaz de enfrentar el desafío de formar parte de una de las familias más adineradas de Europa, como su padre lo había hecho. Y ese era el problema, porque cada vez que Javier se sentía tentado a elegir el camino más fácil, se le aparecía el fantasma de la desastrosa unión de sus padres.
Antes de abandonar la propiedad familiar en Andalucía para viajar a Mallorca, su abuelo le había dado un ultimátum.
–¡Cásate antes de mi muerte o le dejaré todo a Raul o a uno de los otros! –Felipe Montero había amonestado dramáticamente a su nieto favorito.
La reacción instantánea de Javier se había manifestado en un arranque de ira ante el nada sutil chantaje del abuelo. ¿Es que lo conocía tan poco como para imaginar que podía comprarlo?
Se volvió hacia Felipe orgullosamente, pero lo que vio en el arrugado rostro del anciano le hizo morderse la lengua.
Javier no se hacía ilusiones acerca de lo que su abuelo era capaz de hacer; sin embargo, taimado como era, sus manipulaciones nunca habían sido tan crudas, y más significativo aún, nunca había visto el miedo retratado en su rostro.
–Todavía te queda mucha vida por delante.
Felipe sonrió.
–No, no viviré mucho tiempo. Los médicos me han dado seis meses a lo sumo.
Javier quiso decirle que eso no podía ser posible; sin embargo, como buen conocedor de la naturaleza humana, no lo hizo. Se limitó a asentir con la cabeza. No quería insultar a su abuelo poniendo en duda tan grave pronóstico.
–¿De qué se trata?
–Cáncer. La maldita enfermedad ha invadido mis pulmones. Así que ya no vale la pena dejar esto –dijo al tiempo que aspiraba con fruición el humo de su cigarro–. Y no se lo digas a nadie. Si la noticia se supiera, la compañía perdería millones y no me cabe la menor duda de que todos empezarían a tratarme como a un viejo chocho –añadió con un temblor en la voz.
–Nadie hará eso.
En la mirada que intercambiaron ambos hombres había una promesa silenciosa.
–Si realmente te preocupas por mí, demuéstramelo –Felipe lo provocó con astucia–. Cásate con Aria,… ella está enamorada de ti.
Javier respondió con una risa irónica.
–Nunca te das por vencido, ¿verdad?
Si alguna vez se casaba no lo haría con alguien que lo amara, alguien a quien pudiera dañar, como su padre lo había hecho con su madre.
Su madre, frágil criatura, nunca había entendido que lo único que se esperaba de ella era que siempre luciera atractiva, criara bien a su hijo, se comportara como una perfecta anfitriona y fingiera no enterarse de las infidelidades conyugales de su marido.
–Esto no es para reirse, Javier. La continuidad, los lazos consanguíneos son importantes: necesitas tener hijos.
–Lo siento, pero no puedo.
La idea de perder su herencia no atemorizaba a Javier. Incluso hasta le habría gustado aceptar ese desafío. Tal vez era más valioso saber que todo lo conseguido en la vida se debía al propio esfuerzo más que a la suerte de haber nacido en el seno de una poderosa dinastía.
La riqueza tenía sus privilegios, pero a Javier le habían enseñado que también exigía grandes responsabilidades.
En ese momento, Felipe escrutaba la expresión inflexible en la cara de su nieto con creciente frustración.
–Supongo que tu negativa se debe a esa rubia tonta que Serge te arrebató bajo las narices. No me mires tan sorprendido –rio–. ¿Crees que soy tonto? Si quieres mi opinión, habría sido una relación desastrosa –añadió. Javier se tragó la rabia con dificultad–. Demasiado dulce y maleable. Necesitas alguien con más temperamento.
–Como Aria –cortó Javier secamente
–Bueno, tampoco tiene que ser precisamente ella –concedió con un gruñido–. Pero si quieres ser mi heredero tendrás que casarte, y pronto.
–No deberíamos discutir…, no ahora…
–¿Y por qué tenemos que cambiar la costumbre de toda una vida? Si empiezas a estar de acuerdo conmigo, la familia va a sospechar que algo malo sucede y no seré capaz de resistir el trato amable de todo el mundo –se estremeció el anciano.
La combustible relación de Javier con su abuelo a veces era conflictiva aunque la familia no comprendía el profundo respeto que los combatientes sentían el uno por el otro.
–Lo siento.
–Eres un idiota testarudo –despotricó el anciano.
Hombre de extraordinaria autodisciplina, Javier apartó los asuntos personales de su mente y bajó del lujoso Mercedes.
Hacía muchísimo calor en Mallorca ese mes de julio, pero apenas lo notó.
Echó un vistazo a su costoso pero discreto reloj metálico y asintió: todavía le sobraban unos cuantos minutos. Para su mentalidad, la puntualidad era simplemente cuestión de buena educación.
A medida que avanzaba por la entrada trasera del gran edificio de piedra, su experto ojo crítico no encontró ninguna imperfección en los deliciosos jardines colgantes y en la arboleda de las amplias áreas verdes. La zona de la piscina estaba casi desierta, con unos pocos turistas tendidos bajo el fiero sol del mediodía mallorquín.
–¿Lo has visto? –cuchicheó emocionada una turista que salía de la piscina a su marido adormilado–. Es Javier Montero –añadió sin dejar de observar al hombre alto que, vestido con un exquisito traje de corte impecable, estrechaba amablemente la mano a un jardinero de edad antes de continuar su camino.
–Veo que se te cae la baba, Jean. Piensa, mujer, ¿que tendría que hacer aquí Javier Montero?
–¿Y por qué no? –replicó ella al tiempo que, con un movimiento de la mano, abarcaba los extensos campos que circundaban la gran casa de campo mallorquina del siglo XIII con su torre árabe–. Es el dueño de este lugar.
Enclavado en la Sierra de Tramontana, el exclusivo hotel era un refugio para personas que deseaban retirarse a un lugar que combinara un ambiente histórico con instalaciones modernísimas, alta cocina mediterránea y atención esmerada del personal.
Naturalmente que esa combinación era muy cara, pero no más que los otros dos hoteles que los Montero poseían en la isla.
–Claro que sí –dijo el marido–. Este hotel y sabe Dios cuántos más en el mundo, aparte de la compañía aérea, los caballos de carreras y los intereses inmobiliarios. ¿Existe algo donde los Monteros no hayan puesto un dedo…? –se preguntó con envidia–. Aunque dudo que alguien como Javier Montero se preocupe personalmente de la administración de sus hoteles –declaró antes de dormirse otra vez.
En eso tenía razón. Javier desplegaba sus talentos en otras actividades.
Muy pronto en curso de su carrera, Javier había desplegado una notable habilidad para detectar recursos mercantiles inexplotados. Cuando un proyecto presentaba dificultades, ya fuera por conflictos laborales o disputas legales, Javier era la persona más indicada para solucionarlas.
Javier había tenido que viajar rápidamente a la isla debido a la información que en ese instante endurecía sus facciones naturalmente severas, aunque extremadamente atractivas, mientras llamaba a la puerta de roble macizo del despacho de Serge.
El fornido hombre que se encontraba tras el escritorio parecía incluso más alto que él.
–¡Javier! –Serge se levantó con una sonrisa de bienvenida y ambos hombres se estrecharon las manos y luego se abrazaron–. Hace tiempo que no nos veíamos.
–Es verdad –respondió Javier con una sonrisa–. ¿Como está el pequeño Raul y… Sarah?
Nadie que hubiera visto sonreír al Señor Hielo, como solían llamarlo, habría adivinado su dificultad para pronunciar ese nombre–. ¿Dónde está? He visto su coche…
–Se estropeó la última vez que estuvo aquí –admitió su amigo con tristeza–. Puedes reírte, Javier, pero no eres tú el que termina empujando ese maldito trasto. Aparte de su testarudo e irracional cariño por ese vieja lata con ruedas, Sarah está muy bien, aunque tu ahijado no nos deja dormir por las noches.
–Has hecho unas discretas indagaciones sin que yo te lo pidiera, ¿verdad?
–Todo lo que yo pueda hacer por ti es poco comparado con lo que te debemos, Javier. Aunque sé que no te gusta que lo diga.
–Tú no me debes nada. En cuanto al otro asunto –dijo cambiando abruptamente de tema–, ¿estás seguro, Serge?
Serge Simeone suspiró con una mirada preocupada.
–Me temo que sí. Los informes que te envié son auténticos.
–¿Y sabes quién es?
–Un tal Luis González, un camarero que trabaja aquí. Es joven, de unos veinticinco años. Llegó al comienzo de la temporada.
–¿Referencias? –preguntó Javier, controlando su impaciencia.
–Falsificaciones impecables.
–¿Nadie más implicado, a niveles más altos?
Serge negó con la cabeza.
–Bueno, al menos ya es algo –comentó Javier con una expresión inescrutable.
Cuando se había enterado de que un empleado del hotel que poseían en la costa vendía drogas a los huéspedes, Javier, que no quiso arriesgarse a comprometer a ningún miembro del personal, prefirió acudir a alguien en cuya integridad confiaba plenamente.
–¿No has llamado a la policía todavía?
–Me pediste que esperara. ¿Qué vas a hacer, Javier?
El aristocrático rostro largo y angular de Javier había adquirido la consistencia del mármol. Serge sabía que Javier simpatizaba muy poco con el uso de la droga como pasatiempo, y menos aún con los traficantes, a raíz de que su hermana menor casi había perdido la vida a causa de su adicción.
–Vamos a hacerle una visita a Luis.
–¿No puede ser tan malo, verdad? –había dicho Kate Anderson antes de que su hermana le entregara las fotos silenciosamente. Luego intentó disimular su conmoción al observar las fotografías un tanto desenfocadas. De inmediato se dio cuenta de que no se trataba solo de un par de fotos de una chica sin sujetador en la playa, de las que incluso sus padres, tan conservadores, se habrían reído–. Podría ser cualquier persona, ¿no? –gruñó al tiempo que se las devolvía. Intentaba desesperadamente quitarle peso a la situación. Susie, tras romperlas, las arrojó al suelo.
Sin embargo, las hermanas sabían que ese gesto desafiante era inútil mientras los negativos no estuvieran en su poder.
–¡No es cualquiera, soy yo!¡Tienes que ayudarme, Kate! Tienes que hacer algo –exclamó Susie con una expresión que reflejaba su fe ciega en la habilidad de su hermana para sacarla del problema en que se encontraba. Después de todo, lo había hecho con éxito durante los últimos veinte años–. No puedes permitir que papá y mamá se enteren….me moriría…
Kate pensó que era más probable que eso le ocurriera si los padres le cortaban su generosa asignación de dinero.
–Eso sería… desagradable –admitió Kate al tiempo que pensaba en la cara de sus padres al contemplar las fotos de su hija menor semidesnuda. No quería pensar en las consecuencias si caían en manos de la prensa. Pensó en varios periódicos sensacionalistas que estarían encantados de publicar fotos comprometedoras de la hija del juez de un tribunal de justicia.
–¿Y qué pasaría si le envía las fotos a Chris? Nunca creerá que yo no dormía con Luis.
–¿No lo hacías?
–¿Lo ves? Hasta tú lo crees. Luis era solo una diversión, solía acompañarme a las discotecas, era simpático… Tú no me crees –acusó de repente–. Puedo decir…
–Te creo. Ahora cállate, Susie. Estoy pensando –rogó Kate al tiempo que se concentraba en el problema.
La arruga entre las pobladas cejas que, igual que las pestañas, eran oscuras en contraste con el cabello rubio ceniza que ambas hermanas habían heredado de la madre, se profundizó mientras los dientes blancos y parejos mordían el labio inferior.
A diferencia de su hermana, los rasgos de Kate no eran del todo simétricos; la boca era demasiado grande y la nariz aquilina nunca había inspirado a ningún hombre. Los castaños ojos almendrados, sin duda lo mejor de su rostro, desgraciadamente a menudo se escondían tras unas gafas redondas con montura de metal.
Con o sin gafas, la primera impresión que la gente se llevaba de Kate Anderson era la de una mujer joven, de despierta inteligencia y agudeza, e inagotables reservas de energía.
«Susie se parece a mí; Kate es la más juiciosa». Kate había perdido la cuenta de las veces que había oído a su madre defender ante la gente sus supuestas deficiencias. «Lo que le falta en apariencia le sobra en personalidad», afirmaba su padre, más benevolente.
Kate había aprendido a convivir con esas certeras valoraciones. La sensatez le había proporcionado un estilo de vida que disfrutaba, aunque solo ocasionalmente. Al ver el modo en que los hombres reaccionaban cuando Susie entraba en una habitación, deseaba no haberse encontrado entre las del montón que esperaban adquirir alguno de sus atributos, como el sex-appeal.
Kate se acomodó en la silla de mimbre y alzó las rodillas hasta la barbilla. Su irritación salió a la superficie.
–¿Qué diablos te llevó a relacionarte con ese hombre? Se supone que estás comprometida con Chris. ¿Marchan bien vuestras relaciones o estás reconsiderando tu decisión?
–Kate, no empieces otra vez con eso de que soy demasiado joven para casarme –rebatió Susie con el ceño fruncido–. No soy como tú. No quiero una carrera, y el hecho de estar comprometida no impide que me pueda divertir de vez en cuando –anunció con un brusco movimiento de su rubia cabeza.
Esa actitud no impresionó a Kate. Sabía que su hermana era voluntariosa, pero distaba mucho de ser insensible como pretendía aparecer.
–¡Divertirse! ¿No podías haberte dedicado a jugar al voleibol en la playa?
–Si hubieras venido la semana pasada como dijiste, no habría estado tan aburrida –dijo con una sonrisa llorosa.
Susie era muy capaz de dar vuelta a las cosas de modo que la responsabilidad última recayera sobre ella. Realmente era una chica imposible, pensó con triste afecto.
–Tenía que trabajar, y tú lo sabes.
–¿Trabajar? –bufó con enojo–. Solo piensas en eso. No me extraña que Seb te haya dejado. Perdóname, fue un comentario malintencionado –añadió con una mueca contrita–. Pero, incluso antes de que Luis apareciera, estas eran unas vacaciones infernales con papá y mamá deseando que los acompañara todos los días a visitar iglesias horribles y esas cosas. Siempre dije que a nuestra edad unas vacaciones familiares eran un problema.
–Pensé que habías cambiado de opinión cuando supiste que papá las pagaría –Kate no pudo evitar el comentario.
–Y agradezco a Dios que no reservaran hotel en ese horrible lugar en las montañas que a ti te gustaba tanto. Allí lo único que se podía hacer era contemplar cómo crecía el césped.
–Y tampoco había un Luis.
–Realmente, Katie –empezó Susie precipitadamente–, en cuanto a las fotos… Pienso que tal vez le echó algo a mi bebida cuando estábamos en la piscina. Apenas pude regresar a mi habitación. Me sentía tan mareada y solo había bebido una copa de vino blanco…
–¡Qué sórdido! Debemos llamar a la policía –exclamó Kate con repugnancia.
–¡Ponte seria, Kate! –rebatió Susie con desdén–. Podría darme de patadas. Normalmente soy muy cuidadosa en cosas como esas. Nunca dejo mi vaso en una mesa; siempre lo llevo conmigo. Y desde luego nunca acepto una copa de un hombre que no conozco…
–Desde luego –respondió Kate con voz débil.
A ella nunca se le habría ocurrido ser tan precavida como su hermana, aunque la verdad era que nunca había tenido una cita con un extraño. Sus pretendientes siempre habían sido amigos de sus propios amigos o compañeros de trabajo.
–Lo que realmente me sorprende es que nunca intentó tocarme. Lo que le interesaba era el dinero de papá y no mi persona.
–¡Gracias a Dios por eso!
–Me siento como una tonta. Ya empezaba a pensar cómo deshacerme de él diplomáticamente. Pensaba que estaba loco por mí. Dios, Kate. ¿Y ahora qué voy a hacer?
–No te aflijas Susie, todo saldrá bien. ¡Eso espero! –dijo Kate al tiempo que pasaba un brazo alrededor de los hombros temblorosos de su hermana y cruzaba los dedos a la vez.
–¿Entonces me prestarás dinero para pagarle? –Susie alzó la cara y la miró ansiosamente.
–No le vamos a dar ni un centavo. Conseguiré las fotos y los negativos.
–¿Pero cómo?
–Bueno, todavía no lo he pensado –admitió la hermana, con franqueza.
–Escucha, Kate. No creo que sea una buena idea. Quiero decir que Luis no te las va a entregar. Además, lo he visto hablar un par de veces con unos tipos de aspecto sospechoso. Realmente pienso que él mismo puede ser muy malo. Te digo con sinceridad que en parte me sentí atraída por eso… por la cosa peligrosa –añadió con una sonrisa turbada–. Sabes a qué me refiero –dijo al tiempo que la veía acomodarse las gafas en la nariz–. No, no creo que lo entiendas. Sé que piensas que soy un animal egoísta pero incluso no podría dormir si a ti te pasara algo.
–No te inquietes. No tengo intenciones de dejar que me hagan daño –afirmó Kate al tiempo que le limpiaba la nariz con un pañuelo de papel.
Kate había esperado una hora en la oscuridad vigilando la casa del personal hasta que estuvo segura de que no había nadie.
Cuando intentó abrir la puerta se sintió presa de los nervios; los fuertes latidos de su corazón apagaban cualquier otro sonido.
No recordaba haberse sentido tan asustada, ni siquiera la primera vez que tuvo que comparecer ante un tribunal de justicia como abogada recién licenciada.