Chispas de pasión - Michelle Celmer - E-Book

Chispas de pasión E-Book

Michelle Celmer

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Beschreibung

Cuando Sierra Evans dio a sus gemelas en adopción, no esperaba que la tragedia las dejara a cargo de su tío, un millonario playboy. No se detendría ante nada para proteger a sus hijas… aunque eso significara hacerse pasar por la niñera perfecta con un gran secreto. El exjugador de hockey y empresario Coop Landon sabía cuándo alguien mentía. Y estaba claro que su nueva niñera no quería su dinero ni su fama. Estaba más que dispuesto a descubrir lo que se proponía, especialmente cuando la seducción era la estrategia perfecta. Sin embargo, la verdad les podría costar muy cara.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Michelle Celmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Chispas de pasión, n.º 8 - agosto 2018

Título original: The Nanny Bombshell

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-685-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AQUELLO no iba bien.

Por haber sido defensa central y capitán del equipo de los Scorpions de Nueva York, Cooper Landon era uno de los héroes deportivos más queridos de la ciudad. Su carrera como jugador de hockey siempre había sido su gran baza.

Hasta aquel día.

Miró por la ventana de la sala de reuniones del despacho de su abogado, en Manhattan, y contempló el tráfico deslizándose lentamente por Park Avenue. La calle estaba atestada de gente que realizaba sus actividades cotidianas: hombres de negocios que paraban un taxi, madres que empujaban un cochecito.… Tres semanas antes, él era como ellos e iba por la vida sin darse cuenta de que su mundo podía derrumbarse con inusitada rapidez.

Un accidente estúpido le había arrebatado la única familia que tenía: su hermano, Ash, y su cuñada, Susan, habían muerto, y sus pequeñas sobrinas eran huérfanas.

Apretó los puños y trató de reprimir la ira que sentía ante tamaña injusticia.

Le quedaban sus sobrinas. Aunque las habían adoptado, Ash y Susan las querían como si fuesen suyas. En aquel momento estaban a cargo de él y estaba decidido a darles la vida que su hermano hubiera deseado. Se lo debía a Ash.

–Entonces, ¿qué te parece la última? –le preguntó Ben Hearst, su abogado, mientras tomaba notas sobre las candidatas a niñera que habían visto esa tarde.

Coop se volvió hacia él, incapaz de ocultar su frustración.

–No le confiaría ni a mi hámster.

Al igual que las otras tres mujeres a quienes habían entrevistado, a la última candidata le interesaba más hablar de su carrera como jugador de hockey que de las mellizas. Había conocido a millones como ella, mujeres que trataban de conseguir un marido famoso. Aunque en otro tiempo él hubiera disfrutado de ser el centro de atención y probablemente se hubiera aprovechado de ello, en aquellos momentos le resultaba molesto. No lo veían como el tutor de dos niñas preciosas, sino como un trozo de carne. Acababa de perder a su hermano y ninguna de las candidatas a niñera le había dado el pésame.

Llevaba dos días realizando entrevistas improductivas y comenzaba a creer que no encontraría una niñera adecuada.

Su ama de llaves, que le había estado ayudando de mala gana con las mellizas, había amenazado con despedirse si no encontraba a alguien que las cuidara.

–Lo siento –dijo Ben–. Supongo que deberíamos haber previsto que sucedería esto, pero creo que te va a gustar la siguiente.

–¿Está cualificada para el trabajo?

–Más que cualificada –le entregó a Coop el currículum–. La he dejado para el final.

Sierra Evans, de veintiséis años. Había estudiado Enfermería y trabajaba de enfermera infantil.

–¿En serio? –preguntó Coop a su abogado.

Este sonrió y asintió.

–Yo también me he quedado sorprendido.

La mujer estaba soltera, no tenía antecedentes penales; ni siquiera una multa de aparcamiento. Parecía perfecta.

–¿Dónde está el truco?

Ben se encogió de hombros.

–Tal vez no lo haya. ¿Estás listo para conocerla?

–Adelante –respondió Coop mientras sentía renacer en él la esperanza.

Ben pidió a la recepcionista, a través del interfono, que dejara pasar a la señorita Evans.

La puerta se abrió y la mujer entró. Coop se percató inmediatamente de que era distinta a las otras. Vestía un uniforme de trabajo y zapatos cómodos. Tenía una altura y un aspecto normales, y no había nada que la hiciera destacar, salvo la cara.

Sus ojos castaños eran tan oscuros que parecían negros y tenían un aire asiático. Tenía una boca grande de labios gruesos y sensuales y, aunque no llevaba maquillaje, no lo necesitaba. Tenía el pelo negro, largo y brillante, recogido en una cola de caballo.

–Disculpen por el uniforme, pero vengo directamente del trabajo –dijo ella con voz ronca.

–No pasa nada –le aseguró Ben–. Siéntese, por favor.

Ella lo hizo y dejó el bolso. Coop la observó en silencio mientras Ben le hacía las preguntas de rigor, a las que ella contestó mirando a Coop de vez en cuando, pero con la atención centrada en Ben. Las otras candidatas habían hecho preguntas a Coop tratando de que interviniera en la conversación. Pero la señorita Evans no trató de flirtear con él ni de insinuársele. Tampoco sonrió de forma deslumbrante ni dijo que estuviera dispuesta a hacer cualquier cosa para conseguir el empleo. De hecho, evitó mirarle a los ojos, como si su presencia le pusiera nerviosa.

–Entenderá que este puesto implica vivir en la casa. Será responsable de las mellizas las veinticuatro horas del día y librará de once de la mañana a cuatro de la tarde los domingos, y un fin de semana al mes de ocho de la mañana del sábado a ocho de la tarde del domingo –dijo Ben.

–Entiendo.

Ben se volvió hacia Coop.

–¿Quieres añadir algo?

–Sí –se dirigió directamente a la señorita Evans–. ¿Por qué quiere dejar su trabajo de enfermera para ser niñera?

–Me encanta trabajar con niños, como es evidente –afirmó ella con una sonrisa tímida y bonita–. Pero hacerlo en la unidad de cuidados intensivos neonatales es muy estresante y te agota en el plano emocional. Necesito un cambio de ritmo y también tengo que reconocer que me atrae la idea de vivir en el lugar de trabajo.

–¿Por qué?

–Mi padre está enfermo y no se vale por sí mismo. El sueldo que me ofrecen ustedes, y no tener que pagar alquiler, me permitiría ingresarlo en una residencia de lujo.

Él se quedó sin habla durante unos segundos porque era lo último que esperaba oír. No conocía a nadie dispuesto a dedicar una cantidad tan grande de su sueldo a cuidar a un progenitor. Hasta Ben parecía sorprendido.

Coop no encontraba motivo alguno para no contratarla inmediatamente, pero no quería precipitarse. Se trataba de las niñas, no de su propia conveniencia.

–Quiero que se pase por mi casa mañana y conozca a mis sobrinas.

Ella lo miró esperanzada.

–¿Significa eso que tengo el empleo?

–Me gustaría ver cómo se relaciona con las niñas antes de tomar una decisión. Pero, para serle sincero, es usted la candidata mejor cualificada de las que hemos visto hasta ahora.

–Mañana es mi día libre, así que puedo ir a su casa cuando quiera.

–¿Le parece a la una, después de que las niñas hayan comido? Soy novato en eso de cuidarlas, así que tardo bastante en bañarlas, vestirlas y darles de comer.

Ella sonrió.

–Me parece bien.

–Ben le dará la dirección.

Este se levantó y la señorita Evans lo imitó, agarró el bolso y se lo colgó del hombro.

–Otra cosa, señorita Evans –dijo Coop–. ¿Le gusta el hockey?

Ella vaciló.

–¿Es un requisito necesario para el trabajo?

–Claro que no –contestó él tratando de no sonreír.

–Entonces, no. No me gusta mucho el deporte. Aunque hasta hace poco, mi padre era muy aficionado al hockey.

–Entonces, ¿sabe quién soy?

–¿Hay alguien en Nueva York que no lo sepa?

–¿Puede ser eso un problema?

–No entiendo qué quiere decir.

La confusión de ella hizo que Coop se sintiera idiota por habérselo preguntado. ¿Estaba tan acostumbrado a que las mujeres lo adularan que ya lo esperaba? Tal vez él no fuera su tipo, o tuviera novio.

–No importa.

–Quería decirle que lamento mucho lo de su hermano y su esposa. Sé lo duro que es perder a un ser querido.

A Coop se le hizo un nudo en la garganta. Le había molestado que las demás no se lo hubieran dicho, pero que lo hiciera ella lo incomodó, tal vez porque pareciera que hablaba en serio.

–Gracias –había sufrido ya demasiadas pérdidas. Primero, sus padres cuando tenía doce años y después, Ash y Susan. Quizá fuera el precio que tenía que pagar por la fama y el éxito.

Cuando ella se hubo marchado, Ben le preguntó:

–¿Crees que esta servirá?

–Está cualificada y parece que necesita el empleo. Si les gusta a las niñas, se lo ofreceré.

–También es agradable a la vista.

–¿Crees que, si encuentro a una niñera que valga la pena, voy a arriesgarme a estropearlo teniendo una relación sentimental con ella?

Bueno, tal vez un mes antes lo hubiera hecho. Pero todo había cambiado.

–Las prefiero rubias –prosiguió.

Además, para él, la prioridad era cuidar de las niñas y educarlas como hubieran querido sus padres. Se lo debía a su hermano ya que, cuando sus padres murieron, Ash solo tenía dieciocho años, pero dejó su propia vida en suspenso para cuidar a Coop, que, al principio, no le había puesto las cosas fáciles. Se sentía confuso y herido, perdió el control y estuvo a punto de convertirse en un delincuente juvenil. El psicólogo de la escuela le dijo a Ash que su hermano necesitaba dar salida a la ira de forma constructiva y le sugirió que hiciera deporte, por lo que Ash lo apuntó a hockey.

A Coop no le interesaban los deportes, pero se adaptó al juego inmediatamente y pronto superó a sus compañeros de equipo, que llevaban jugando desde que podían sostenerse en unos patines. A los diecinueve años, los Scorpions de Nueva York lo seleccionaron.

Pero una lesión de rodilla, dos años antes, había acabado con su carrera deportiva. Sin embargo, gracias al consejo de su hermano, había invertido de forma inteligente, por lo que tenía una fortuna que nunca pensó en llegar a poseer. Sin Ash, y lo que se había sacrificado por él, no hubiera sido posible. Por eso tenía que saldar su deuda con él, aunque no podía hacerlo solo por falta de preparación. No sabía cuidar a un niño. ¡Si hasta dos semanas antes no había cambiado un pañal en su vida! Sin la ayuda de su ama de llaves, hubiera estado perdido. Si la señorita Evans era adecuada para el trabajo, no se arriesgaría a estropearlo acostándose con ella.

Era terreno prohibido.

 

 

Bajando en el ascensor, Sierra Evans suspiró aliviada. Las cosas habían ido muy bien y estaba segura de que el trabajo sería tan bueno como el que tenía.

Era evidente que Cooper Landon tenía cosas mejores que hacer que cuidar de sus sobrinas. Aunque a ella no le gustaban los chismorreos, su comportamiento y reputación de mujeriego eran inquietantes. No era ese el ambiente ideal en que ella desearía criar a sus hijas.

«Sus hijas».…Últimamente había vuelto a considerarlas suyas.

Ya que Ash y Susan no estaban, ella las salvaría, las cuidaría y querría. Era lo único que importaba en aquel momento.

Salió a la calle y se dirigió al metro.

Dar en adopción a las mellizas había sido la decisión más difícil de su vida, pero sabía que había sido lo mejor, ya que carecía de recursos económicos, además de tener a su padre enfermo, para cuidarlas. Sabía que Ash y Susan les darían todo lo que ella no hubiera podido.

Un día, viendo en el telediario la noticia de un accidente aéreo, se dio cuenta de que hablaban de ellos. Presa del pánico, fue cambiando de canal en busca de más información, aterrorizada por que las niñas hubieran estado en el avión.

A las siete de la mañana siguiente, se confirmó que las niñas se habían quedado con la familia de Susan. Sierra se echó a llorar de alegría, pero pronto se dio cuenta de la situación. ¿Quién se haría cargo de ellas? ¿Se quedarían con la familia de Susan o vivirían en un orfanato?

Contactó con su abogado inmediatamente y, al cabo de varias llamadas, se enteró de que Cooper sería su tutor. ¿Cómo era posible que Ash lo hubiera elegido? ¿Qué interés podían tener dos bebés para un exjugador de hockey, mujeriego y juerguista?

Pidió a su abogado que hablara con él de parte de ella, sin mencionar su nombre, porque suponía que estaría más que dispuesto a devolvérselas a su madre biológica. Sin embargo, Cooper se había negado.

Luchar por su custodia sería una batalla legal larga y costosa. Pero como sabía que Cooper indudablemente necesitaría ayuda y estaría encantado con alguien con su experiencia, consiguió una entrevista para el puesto de niñera.

Sierra se dirigió a Queens en el metro. Normalmente, iba a ver a su padre los miércoles, pero al día siguiente tenía una cita con Cooper.

En la estación tomó un taxi a la residencia de tercera categoría donde su padre llevaba viviendo catorce meses. Saludó a la enfermera de la recepción, que le contestó con un gruñido.

Odiaba que su padre tuviera que estar en aquel horrible lugar, cuyos empleados eran apáticos y dispensaban un trato casi criminal a los ancianos, pero era lo único que el seguro cubría. Su padre había perdido la capacidad de actuar, salvo en lo referente a las funciones corporales más básicas. No hablaba, apenas reaccionaba a los estímulos y se le alimentaba por medio de una sonda. Aunque el corazón le seguía latiendo, era cuestión de tiempo que dejara de hacerlo. Podía ser cuestión de semanas o de meses; no había forma de saberlo. En una buena residencia, estaría bien atendido.

–Hola, Lenny –Sierra saludó al compañero de habitación de su padre, un veterano de guerra de noventa y un años que había perdido el pie derecho y el brazo izquierdo en la batalla de Normandía.

–Hola, Sierra –contestó él alegremente, sentado en una silla de ruedas.

–¿Cómo está mi padre hoy? –le desgarraba el corazón verlo en aquel estado, un espectro de lo que había sido, del padre cariñoso que las había criado a ella y a su hermana, Joy, sin ayuda de nadie.

–Hoy ha pasado un buen día –dijo Lenny.

–Hola, papá –lo besó en la mejilla y, aunque estaba despierto, no la reconoció. En los días buenos, estaba tranquilo y dormía o miraba el sol que entraba por las rendijas de la persiana. En los días malos se quejaba, no se sabía si de dolor. Pero esos días lo sedaban.

–¿Cómo está tu hijo? Ya debe de tener edad de ir al colegio.

Sierra suspiró. A Lenny le fallaba la memoria. Recordaba que había estado embarazada, pero había olvidado que había dado en adopción a las mellizas, además de confundirla con otra persona que tenía un niño. Y en vez de volvérselo a explicar una y otra vez, le seguía el juego.

–Crece muy deprisa.

Y antes de que Lenny pudiera preguntarle nada más, anunciaron por el intercomunicador que era la hora del bingo.

–Tengo que irme –dijo Lenny–. ¿Quieres que te traiga una galleta?

–No, gracias.

Cuando se hubo marchado, Sierra se sentó en el borde de la cama de su padre y le tomó la mano.

–Hoy me han hecho la entrevista –le dijo, aunque no creía que la entendiera–. Ha ido muy bien y voy a ver a las niñas mañana. Sé que piensas que no debería meterme en esto y confiar en el juicio de Ash y Susan, pero no puedo. Tengo que asegurarme de que las niñas estén bien y, como no puedo hacerlo como su madre, lo haré como su niñera.

Y, si eso implicaba sacrificar su libertad y trabajar para Cooper Landon hasta que las niñas dejaran de necesitarla, estaba dispuesta a hacerlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A LA una y seis minutos del día siguiente, Sierra, muy nerviosa, llamó a la puerta del piso de Cooper. Apenas había dormido esa noche. Aunque sabía que, al firmar los papeles de adopción, renunciaba a volver a ver a sus hijas, había conservado la esperanza, pero no esperaba verlas antes de que fueran adolescentes y hubieran decidido conocer a su madre biológica.

Sin embargo, allí estaba, apenas cinco meses después, a punto de que llegara el gran momento.

Una mujer abrió la puerta. Sierra supuso que sería el ama de llaves, a juzgar por el uniforme que llevaba. Tendría sesenta y muchos años.

–¿Qué desea? –preguntó la mujer con sequedad.

–Tengo una cita con el señor Landon.

–¿Es usted la señorita Evans?

–Sí.

La escudriñó de arriba abajo, hizo un mohín y dijo:

–Soy la señora Densmore, el ama de llaves del señor Landon. Llega usted tarde. Le advierto que, si consigue el trabajo, la falta de puntualidad no se le tolerará.

Sierra no entendió cómo no iba a ser puntual si iba a vivir en la casa, pero no dijo nada.

–No volverá a suceder.

–Sígame.

El frío recibimiento del ama de llaves no consiguió disminuir la emoción de Sierra. Le temblaban las manos mientras pasaban del vestíbulo a un espacio habitable ultramoderno y abierto. Las mellizas estaban al lado de una fila de ventanales con vistas a Central Park parloteando y dando manotazos a los juguetes.

¡Cómo habían crecido! Y estaban muy cambiadas. Si las hubiera visto en la calle, probablemente no las habría reconocido. Tuvo que morderse los labios para no romper a llorar. Se obligó a no moverse mientras anunciaban su llegada, cuando lo que quería hacer era correr hacia sus hijas y abrazarlas.

–La de la izquierda es Fern –le informó la señora Densmore sin el más mínimo afecto en el tono de voz–. Es la más chillona y exigente. La otra es Ivy, la más tranquila y astuta.

¿Astuta? ¿A los cinco meses? Parecía que a la señora Densmore no le gustaban los niños.

Así que no solo iba a tener que vérselas con un atleta ególatra y juerguista, sino también con un ama de llaves autoritaria y criticona. ¡Menuda diversión!

–Voy a buscar al señor Landon –dijo la señora Densmore.

Sola por primera vez con las niñas desde su nacimiento, Sierra se arrodilló a su lado.

–Cómo habéis crecido y qué guapas estáis –susurró.

La miraron de forma inquisitiva con los ojos azules muy abiertos. Aunque no eran idénticas, se parecían mucho. Las dos tenían el pelo negro y liso de su madre, así como sus pómulos, pero no presentaban ningún otro rasgo chino de los que ella había heredado de su abuela. Tenían los ojos de su padre y los dedos finos y largos.

Fern soltó un grito y le tendió los brazos. Sierra deseaba abrazarla con todas sus fuerzas, pero no sabía si debía esperar a que llegara Cooper. Con lágrimas en los ojos, agarró la manita de la niña. Las había echado mucho de menos y sintió unos enormes remordimientos por haberlas abandonado y puesto en aquella situación. Pero no volvería a dejarlas, y se ocuparía de que se criaran bien.

–Quiere que la tome en brazos.

Sierra se giró y vio a Cooper. Estaba descalzo, con la camisa por fuera de los vaqueros y las manos metidas en los bolsillos. Tenía el pelo húmedo y despeinado, como si se lo hubiera secado, pero no peinado. No se podía negar que era atractivo, con los ojos azul claro y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Incluso resultaba atractiva su nariz, ligeramente torcida. Pero los atletas no eran su tipo. Prefería a los estudiosos o a los hombres con una profesión.

–¿Le importa que lo haga?

–Claro que no. De eso se trata en esta entrevista.

Sierra sentó a la niña en su regazo. Fern se fijó en la cadena de oro que le colgaba del cuello e intentó agarrarla, por lo que Sierra se la metió debajo de la blusa.

–Es muy grande.

–Pesa unos siete kilos, creo. Recuerdo que mi cuñada decía que tenían un tamaño normal para su edad. No sé lo que pesaron al nacer. Me parece que hay un cuaderno por algún lado con toda la información.