Cicatrices del amor - Anne Mather - E-Book

Cicatrices del amor E-Book

Anne Mather

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Beschreibung

Las cicatrices no estaban sólo en su cuerpo, sino en su alma… Isobel conoció al brasileño Alejandro Cabral en una fiesta en Londres. Tras una noche con él, se quedó embarazada y tuvo una hija, Emma. Tres años más tarde, tras recuperarse de un grave accidente de coche y quedarse viudo, Alejandro se enteró de que Isobel tenía una hija y decidió buscarla de nuevo. Para ello urdió un plan para atraerla hasta Brasil…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Anne Mather

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cicatrices del amor, n.º 1962 - diciembre 2021

Título original: The Brazilian Millionaire’s Love-Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-120-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUIÉN es ese hombre?

Sonia Leyton se acercó donde Isobel trataba de evitar que uno de los invitados, bastante borracho, echara otra botella de vodka en el ponche y le tocó el brazo.

–¿Quién es? –insistió Sonia–. Venga, tienes que saberlo. Tú lo has invitado.

–No, Julia lo ha invitado –le corrigió Isobel, logrando por fin quitar la botella a Lance Bliss y evitar que convirtiera el ponche ya de por sí cargado en pura dinamita.

–Eres una aburrida –murmuró el hombre, llevándose la botella abierta a la boca y dándole un generoso trago–. Anímate un poco. Esto es una fiesta.

–Pero no un velatorio –le respondió Isobel, consciente de dónde podía llevarle una ingesta tan importante de alcohol–. Si lo llego a saber.

–Aún no me has dicho quién es –protestó Sonia–. Aunque no lo hayas invitado, es tu apartamento. Tienes que saber quiénes son los invitados de Julia.

Isobel dejó escapar un cansado y largo suspiro y miró en la dirección que Sonia le indicaba, aunque no era necesario. Había reparado en el hombre en cuanto Julia le abrió la puerta. Sus miradas se encontraron brevemente, y ella se dijo que su reacción se debía a que el hombre no tenía aspecto británico. Pero lo cierto era que era el hombre más atractivo que había visto jamás.

Alto y moreno, probablemente más joven que Julia, con un pelo liso que le caía por la frente y le cubría el cuello. No sabía de qué color tenía los ojos, pero probablemente también serían negros, complementando las facciones duras y masculinas de su rostro.

En aquel momento el desconocido estaba apoyado con una mano en el alféizar de la ventana mientras en la otra sostenía una botella de cerveza, pero no parecía interesado ni en la cerveza ni en la fiesta, ni tampoco en la mujer que le pasaba un brazo por el hombro con gesto posesivo.

–No sé cómo se llama –dijo Isobel.

–Estoy bastante segura de que lo he visto antes –dijo Sonia decepcionada–. ¿Habrá sido la semana pasada, en la fiesta de los Hampden? –se preguntó en voz alta con gesto pensativo–. Oh, pero fijo que tú no lo sabes. A ti no te gustan las fiestas, ¿verdad?

–Como ésta no, te lo aseguro –respondió Isobel en tono seco, deseando no haber accedido nunca a la petición de Julia de celebrar su fiesta de cumpleaños en su apartamento.

–Bueno, en este caso tendré que ir a averiguarlo personalmente –comentó Sonia buscando un vaso y sirviéndose una generosa ración de ponche–. Hum, ¿no lleva alcohol? Está como aguado.

Isobel no se molestó en responder. Si a Sonia le parecía flojo, era porque estaba acostumbrada a tomar bebidas más fuertes. Y no sólo ella. Un buen número de los invitados parecían bastante borrachos, y quizá los ojos vidriosos y las risas desencajadas no se debieran únicamente al alcohol. La música desde luego estaba mucho más alta. Alguien había cambiado el rock and roll que Julia puso al principio por música rap, y al ver a los invitados moverse en la pista de baile, Isobel se sintió mayor, aunque ni siquiera se había portado de forma promiscua durante su adolescencia.

A pesar de todo, ella tendría que continuar viviendo allí después de la fiesta, y era muy consciente de que sus vecinos no permitirían que la fiesta se desmadrara demasiado. Su vecina de al lado, la señora Lytton Smythe, ya había protestado por los coches que bloqueaban la entrada al garaje, y los dos médicos que ocupaban el apartamento debajo del de Isobel tenían pacientes que atender al día siguiente por la mañana.

Julia le había sugerido que los invitara a la fiesta, pero ella sabía que ninguno de ellos hubiera querido estar en aquel ruidoso y descontrolado acontecimiento.

Con un suspiro, Isobel salió del salón y se dirigió a la cocina. Allí la música no sonaba tan alta. Miró los restos de latas y botellas vacías, y al ver que ya era más de media noche, se preguntó cuándo querría su amiga terminar la fiesta.

Estaba cansada. Llevaba en pie desde las seis y media de la mañana, tratando de terminar un reportaje sobre un famoso maquillador que debía estar en la mesa de su editor a la mañana siguiente. ¿Por qué no habrían dejado la fiesta para el fin de semana?, se dijo. Pero era el treinta cumpleaños de Julia, y no pudo pedirle que lo cambiara de fecha.

Suspiró de nuevo al volverse, y quedó sorprendida al ver en la puerta al hombre por el que le había preguntado Sonia antes. Estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta, con unos vaqueros ajustados y una camisa de seda negra.

–Oh –exclamó ella sin saber cómo dirigirse a él. No sabía cómo se llamaba–. Hola, ¿necesita algo?

–Nao quero nada, obrigado –respondió él en tono grave y sensual–. No, no quiero nada –añadió en su idioma con suave acento extranjero–. La buscaba a usted.

–¿A mí?

Nada podía haberla sorprendido más. En general, Isobel tenía poco en común con los amigos de Julia. Julia y ella habían ido juntas a la universidad, pero estuvieron más de cinco años prácticamente sin verse, y cuando Isobel se mudó de nuevo a Londres reanudaron la amistad.

–Sim, a usted –dijo con una sonrisa que daba a sus palabras una intensa carga de intimidad–. Creo que está bastante aburrida con esta gente, igual que yo, ¿no?

Isobel frunció el ceño, pensando que a Julia no le haría ninguna gracia oír lo que acababa de decir. Llevaba toda la fiesta pendiente de él.

–Sólo quería… recoger un poco –dijo por fin, incapaz de creer que hubiera ido a la cocina a verla.

Por su aspecto, no parecía el tipo de hombre interesado en alguien tan normal como ella. Físicamente no estaba mal, pero desde luego no era una rubia de piernas largas y torneadas como Julia ni como Sonia.

–No creo que sea parte del servicio.

–Oh, no –Isobel tuvo que sonreír–. Éste es mi apartamento. Julia, su acompañante…

Le resultó bastante difícil describir su relación con Julia con aquellas palabras. ¿Por qué?, se preguntó, pero no dio con ninguna explicación racional convincente.

–Julia es amiga mía –terminó ella.

–Ah.

El hombre apoyó la cabeza en el marco de la puerta y le estudió con ojos entornados. Isobel vio que sus ojos tenían un cálido tono ámbar y unas pestañas negras y densas que le provocaron un estremecimiento por dentro. Entonces se dio cuenta de que era la primera vez que se sentía atraída por un hombre desde que David la dejó plantada.

El hombre se incorporó y entró en la cocina a dejar la botella de cerveza en la encimera.

–O sea, que usted debe de ser Isobel, ¿no?

–Sí –Isobel inclinó la cabeza, un tanto cohibida–. Isobel Jameson –titubeó un momento–. ¿Y usted es…?

–Me llamo Alejandro. Alejandro Cabral –dijo inclinando ligeramente la cabeza–. Muito prazer.

–Oh, hum, encantada.

A Isobel le sorprendió ver que él se acercaba a ella y le tendía la mano. No estaba acostumbrada a unas presentaciones tan formales, aunque al reconocer algunas palabras en portugués lo achacó al hecho de que debía de vivir en un mundo donde todavía se mantenían las tradiciones formales de otras épocas.

–¿Cómo está? –preguntó ella ofreciéndole la suya, sin poder evitar sentir su cercanía.

–Muy bien, obrigado –respondió él tomándole la mano que le ofrecía y llevándosela a los labios.

Aunque Isobel medio esperaba que le diera un beso en los nudillos, Alejandro le volvió la mano y le depositó un beso en la palma. Por un momento, ella incluso creyó sentir la lengua masculina en su piel, aunque todo el incidente la dejó tan perpleja que bien podía habérselo imaginado.

Habría retirado la mano inmediatamente y se la habría frotado con la tela color crema de los pantalones, como si el beso nunca hubiera ocurrido, pero él no la soltó. En lugar de eso, continuó sosteniéndole la mano y mirándola intensamente a los ojos, desconcertándola por completo.

–Señor Cabral… –Isobel tenía la boca seca.

–Puede llamarme Alejandro –le interrumpió él con la voz ronca–, siempre y cuando me permita llamarle a usted Isobel. Es un nombre precioso. Mi abuela se llama Isobella, un nombre muy común en mi país.

Isobel se humedeció los labios secos con la lengua, moviendo la cabeza entre perpleja y frustrada. No sabía dónde había aprendido aquel hombre sus dotes de seducción, pero desde luego no en Inglaterra. Supuso que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y ella estaba a punto de cumplir treinta. Sin embargo, Alejandro le hacía sentirse inexperta y perdida.

–Puedes llamarme como quieras, Alejandro –dijo ella tuteándolo–, siempre y cuando me sueltes la mano –Isobel logró retirar la mano y forzó una sonrisa–. Supongo que no estás disfrutando de la fiesta, ¿no?

Él se encogió de hombros.

–¿Y tú? –preguntó él, sin hacer amago de separarse un poco–. ¿Por eso te escondes aquí?

–No me escondo –le aseguró ella con firmeza–. Si así fuera, diría que no lo estoy haciendo muy bien.

Alejandro la contemplaba con los ojos entrecerrados.

–Podríamos escondernos juntos –sugirió, estirando una mano y recorriendo con el dedo la curva del rostro femenino, desde el labio a la mandíbula–. ¿Te gustaría?

Involuntariamente, Isobel dio un paso atrás.

–No, no me gustaría –exclamó, impaciente con la situación y con su propia reacción.

A ella no le interesaban las relaciones de una noche. Que Julia se ocupara de satisfacerlo si quería, porque ella no tenía el menor deseo de liarse con nadie.

Al retroceder, Isobel tropezó con una caja vacía de cervezas en el suelo detrás de ella y, a punto de perder el equilibrio, intentó sujetarse a la encimera. Al hacerlo rozó sin querer los músculos firmes del torso masculino y al instante notó la misma oleada de calor que antes. En lugar de dejarse ayudar por él, se apresuró a apartarse.

–Creo que será mejor que vuelva la fiesta, señor Cabral –dijo ella, tratándolo de nuevo con más formalidad, para poner distancia entre ambos–. Estoy segura de que Julia debe de estar buscándolo.

–¿Y eso es importante? –preguntó él en un tono más íntimo todavía.

–Seguramente es muy importante para Julia –repuso Isobel quizá un poco demasiado tensa. Y quizá para relajar la situación, añadió–: Supongo que tienen muchas fiestas en Portugal.

–No, no soy portugués, soy brasileño –le informó él.

Isobel abrió la boca y por un momento se olvidó del tobillo, de la caja de cerveza y del equilibrio y con los ojos de par en par exclamó:

–¡Oh! ¡Qué fascinante! Siempre he querido viajar a Sudamérica. ¿Qué hace aquí, trabaja en publicidad?

–Nao, la publicidad no es lo mío.

–Ya –dijo Isobel, aunque para sus adentros pensó que era una lástima. Se lo imaginaba perfectamente saliendo con el torso desnudo de entre las olas del océano anunciando alguna colonia masculina–. ¿Y… a qué se dedica? –continuó ella, temiendo por un momento que le leyera el pensamiento–. ¿Está aquí de vacaciones?

–¿En el mes de noviembre? –se burló él–. No, no lo creo.

–Ah…

Bueno, tampoco le interesaba mucho, se dijo Isobel, sujetando la botella de cerveza que él había dejado en la mesa para tirarla. Pero la botella estaba medio llena y el líquido ámbar le empapó la blusa.

–¡Maldita sea! –exclamó–. Tenía que haberme dicho que no estaba vacía.

–Lo siento muchísimo –dijo Alejandro quitándole la botella de la mano y terminando de vaciarla en el fregadero. Después la miró a ella, primero a la cara y después a la tela húmeda que se le pegaba al cuerpo y marcaba el delicado encaje del sujetador–. Por favor, déjeme ayudarla. Le quitaré la blusa –dijo, moviendo los dedos hacia los botones.

Isobel lo miró incrédula y le apartó la mano.

–¿Qué hace? –protestó–. ¿Y si entra alguien?

Alejandro curvó los labios en una sensual sonrisa, y obedientemente apartó las manos y las apoyó en los hombros femeninos.

–¿Es el único motivo por el que quiere que me detenga? –preguntó mirándola a los ojos.

Isobel se dio cuenta de que estaba temblando, y eso la enfureció. Por el amor de Dios, ¿qué le pasaba? Ni siquiera cuando empezó a salir con David se sintió tan vulnerable. Ni tan excitada, reconoció.

–Será mejor que me suelte, señor Cabral –dijo poniéndose seria–. Me temo que se ha llevado una impresión equivocada.

–¿Y si no quiero? –murmuró él metiéndole los pulgares por el escote de la blusa.

–No creo que eso importe mucho –le espetó ella, negándose a dejarle ver lo mucho que la afectada–. No sé qué le habrá dicho Julia de mí, pero el sexo por el sexo no me interesa.

Eso pareció sorprender al hombre, pero no la soltó.

–A mí tampoco –le informó él–. Y Julia no me ha dicho nada de usted. Por muy sorprendente que parezca.

Isobel se ruborizó.

–Sólo quería decir…

–Sé lo que quería decir, querida –dijo él clavándole los ojos en la cara–. Pero no creo que sea virgen, ¿no?

Los dedos masculinos la apretaron un poco más, y ella contuvo el aliento.

–Estoy divorciada –le dijo ella–. Ahora por favor, suélteme.

–¿Le he ofendido? –preguntó él–. No era mi intención.

–¿No? –preguntó Isobel, pero en aquel momento lo que más le preocupaba era poner cierta distancia entre ellos. Sentir el aliento cálido del hombre en la sien y los dedos clavados en la carne la ponían en una situación demasiado vulnerable–. Sea lo que sea, no me interesa adular su vanidad.

–¿Mi vanidad? –repitió él divertido, sin soltarla–. ¿O sea, que cree conocerme?

–Creo que tiene demasiada seguridad en sí mismo –afirmó ella–. Pero tampoco creo que sea virgen.

Al oírla Alejandro sonrió dejando al descubierto una hilera de dientes blancos bajo el sensual contorno de los labios.

–Eso lo ha adivinado. Me he acostado con mujeres, sí. ¿Quiere saber cuántas?

–¡No! –repuso ella horrorizada.

–Me lo imaginaba –dijo él, y sin más bajó la cabeza y le atrapó el labio inferior con los dientes.

La mordisqueó despacio, y la sensación fue más de placer que de dolor. Con la lengua le acarició la boca, en una exploración erótica e inmensamente sensual, y después le cubrió la boca con la suya y le deslizó la lengua entre los dientes.

Deslizó una mano por el cuello femenino, e Isobel notó cómo los dedos le soltaban el pelo que llevaba recogido en un moño. Los mechones sedosos cayeron sobre sus hombros y él emitió un sonido que era una mezcla de triunfo y satisfacción.

Aquello no podía estar pasando, se dijo Isobel. David siempre le decía que era frígida, pero en brazos de Alejandro notaba cómo le ardía la sangre en las venas de deseo y excitación.

Él se movió, apretándola contra la encimera, pegando el cuerpo duro y firme contra el suyo. El beso se hizo más intenso y él, sujetándola por las caderas, la pegó plenamente contra él, mostrándole cómo la deseaba.

–¿Se puede saber qué narices estáis haciendo?

Isobel oyó la exclamación como a lo lejos, pero su significado no quedó claro hasta que unas uñas afiladas se le clavaron en el brazo y alguien la apartó de Alejandro.

Entonces vio a Julia, y sintió una inmensa vergüenza. Sí, sin duda acababa de perder el juicio por completo.

–Julia –dijo volviéndose hacia ella–. No es lo que crees.

–¿Ah, no? –Julia no parecía muy convencida–. ¡Cielos, tienes la blusa empapada!

–Es cerveza –reconoció Isobel–. Me la he tirado por encima sin querer.

–Y por lo visto no es lo único –repuso Julia con amargura–. Creía que éramos amigas, Issy.

–Lo somos…

–¿Estás borracha o que? Dios, ¿es que no hay bastantes hombres en la fiesta para que tengas que tirarle los tejos a mi pareja?

–Julia…

Alejandro había escuchado la conversación en silencio, pero ahora intervino.

–He venido a la fiesta solo, Julia –le dijo con frialdad–. Yo seré muchas cosas, pero no soy tu pareja.

–Por favor…

Isobel intentó de nuevo intervenir, pero no se atrevió a mirar a Alejandro. A pesar de todo, se dio cuenta de lo quieto que estaba, de que se había metido las manos de dedos largos en los bolsillos de atrás de los vaqueros.

–¡Hemos venido juntos! –exclamó Julia mirando a Alejandro–. No estarías aquí si yo no te hubiera invitado.

–No sabía que la invitación incluía ningún tipo de compromiso por mi parte –repuso él–. Te estás poniendo en ridículo, Julia. No necesito tu permiso para hablar con la señorita Jameson.

–¿Hablar? ¿A eso llamas hablar? ¡Cuando he entrado, le tenías la lengua metida hasta la garganta!

–¿Y eso qué tiene que ver contigo? –dijo él–. Será mejor que nos dejes, Julia. No necesitamos carabina, ya somos mayorcitos.

–Hum, quizá será mejor que el señor Cabral se vaya –dijo Isobel sin mirarlo–. Se está haciendo tarde.

Isobel oyó su brusca inhalación de aire al oírla.

–¡No puedes decirlo en serio! –exclamó él con dureza.

–Claro que sí –intervino Julia sin darle tiempo a responder–. Eso es lo que quiere decir exactamente –añadió con aire triunfal–. Adiós, Alex. Te veré la semana que viene.

Los ojos de Isobel pasaron del rostro de Julia al de Alejandro. ¿Qué significaba eso?

Pero él ya se dirigía hacia la puerta, y por un momento ella pensó que se marcharía sin decir nada.

Sin embargo, al llegar a la puerta se detuvo y sujetó el marco con la mano.

–Esto no ha terminado, Isobel –le informó en voz baja, aunque ella no supo si era una promesa o una amenaza–. Volto mais tarde.

¿Y qué narices significaba eso?, pensó ella.

–Boa noite, señoras. Buenas noches.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TRAS la partida de Alejandro, en la cocina se hizo un tenso silencio. Por fin Julia dijo:

–No ha estado mal, ¿eh?

Isobel apretó los labios.

–Prefiero no hablar de ello, si no te importa –dijo, y echó una ojeada al reloj–. Es tarde, y quizá sería una buena idea poner punto final a la fiesta. Ya son más de la una y…

–¿No lo dirás en serio? –Julia la miró boquiabierta–. Issy, la fiesta acaba de empezar. Oye, porque hayas perdido la cabeza y hayas querido enrollarte con Alex, no voy a enfadarme contigo. Somos amigas desde hace mucho…

Isobel levantó una mano para interrumpirla.

–¿De qué lo conoces? ¿Y por qué has quedado con él la semana que viene?

–Oh –Julia sonrió con altivez–