Cielos clausurados - Alberto Rodríguez Andrés - E-Book

Cielos clausurados E-Book

Alberto Rodríguez Andrés

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Alguien ha cerrado el Cielo y ha tirado las llaves. Así las cosas, empiezan los atascos en el Más Allá. Dios no tendrá más alternativa que contratar al Diablo para que encuentre las llaves, sin tener ni idea de que ahora mismo se encuentran en un prostíbulo mexicano. El Diablo, por su parte, tendrá que aliarse con la única entidad que parece estar un poco de su parte: la Muerte. Una novela entre la fantasía y la ciencia ficción que da un vuelco a todas las creencias habidas y por haber, irreverente, mordaz y muy, muy divertida.

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Seitenzahl: 143

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Ähnliche


Alberto Rodríguez Andrés

Cielos clausurados

 

Saga

Cielos clausurados

 

Copyright © 2021 Alberto Rodríguez Andrés and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726948189

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Novela ganadora del

Premio UPC 2020

PRESENTACIÓN

MIQUEL BARCELÓ

En 1991 se celebraba el 20.º aniversario de la Universidad Politécnica de Catalunya (UPC) y se quiso aprovechar esa circunstancia para dar mayor alcance a algunas actividades ya habituales. El primerPremio UPC de Novela Corta de Ciencia Ficción fue convocado a finales de abril de 1991 y tuvo muy buena acogida. Se podía concurrir a él con obras escritas tanto en castellano como en catalán. El premio se convocaba abierto para que pudieran participar todas aquellas personas que presentaran una narración ajustada a las bases, que establecían, simplemente, la extensión (entre 75 y 110 páginas estándar de unos 2100 caracteres) y la temática: «narraciones inéditas encuadrables en el género de la ciencia ficción».

Las normas reservaban también la posibilidad de un premio especial para las narraciones presentadas por los miembros de la UPC (estudiantes, profesores y personal de administración y servicios).

Tras el éxito de la primera convocatoria, al año siguiente se decidió dar un paso adelante y, convocado también por el Consell Social de la UPC, con el respaldo del rector de la universidad, el doctor Gabriel Ferraté i Pascual, el Premio Internacional UPC de Ciencia Ficción adquirió en 1992 una nueva dimensión. A partir de ese año, el premio se hizo internacional, admitiendo también originales escritos en inglés y francés.

En el 2010, las condiciones de la crisis y la situación económica general de las universidades aconsejaron, para mantener la continuidad del Premio Internacional UPC de Ciencia Ficción, un radical cambio en su organización y remuneración. Por primera vez no hubo remuneración económica para los ganadores y, desde entonces, el premio devino bienal. Este año se ha vuelto a remunerar el Premio.

EL PREMIO INTERNACIONAL UPC DE CIENCIA FICCIÓN DE 2020

Se han presentado al concurso un total de 136 obras.

 

El jurado estuvo formado, como ya viene siendo tradicional, por Lluís Anglada, Miquel Barceló, Josep Casanovas, Jordi José y Manuel Moreno.

 

El contenido del acta con el fallo del jurado dice así:

El jurado del Premio Internacional Upc de Ciencia Ficción 2020, reunido en la sede del Consell Social el 8 de septiembre de 2020 para deliberar sobre la entrega de los premios, ha decidido otorgar:

Primer premio a la obra

 

CIELOS CLAUSURADOS,

de Alberto Rodríguez Andrés (España)

 

La mención especial a las obras

 

PÉNDULO,

de Carlos Rehermann (Uruguay)

OTRO DIOS CAPRICHOSO,

de Sergio Daniel Gant (Argentina)

 

La mención miembro UPC a la obra

L’EPÍLEG, de Berta Fitó Casas (España)

Y quiere hacer constar el éxito de participación en esta 25.ª convocatoria internacional (136 obras recibidas) y hacer mención de las siguientes obras por orden de apreciación:

NOCTÓPOLIS,

de David Luna Lorenzo (España)

 

OPERACIÓN MÍSTICO,

de Ardella Martín (España)

 

INCUBE,

de Blanca Pavón Castillo (España)

LA PUBLICACIÓN DEL PREMIO UPC 2020

Como en la edición anterior de 2018, la novela ganadora será publicada por Apache Libros tras un acuerdo del que la UPC y su oficina de publicaciones, Iniciativa Digital Politécnica, se siente orgullosa y muy satisfecha.

La novela ganadora de esta edición, Cielos clausurados, de Alberto Rodríguez Andrés, parte de una sorprendente premisa: san Pedro ha desaparecido y las llaves del Cielo se materializan en un sucio puticlub de Tijuana (sí, han leído bien). Así las cosas, Dios se ve obligado a (sub)contratar al Diablo por email... Ahí es nada.

Ciencia ficción irreverente y subida de tono, que provocará la carcajada (y quizás, el sonrojo) de más de un lector. Prepárense para conocer al Diablo, un individuo con mujer e hija, presidente y único empleado de Distribuciones Ibáñez que, lejos de exhibir su tridente y otros atributos, coge el metro a diario para ir a trabajar. Su búsqueda de las llaves del Cielo le llevará a establecer una alianza con la Muerte, en horas bajas por la situación. Y ambos, como en una apocalíptica buddy movie, recorrerán el mundo, camino de Chernóbil, para intentar revertir su pérdida. Y como trasfondo, una legión de muertos que no lo están tanto…

Una novela que supone un soplo de aire fresco en el panorama de la ciencia ficción actual, sin naves espaciales, alienígenas o inteligencias artificiales, y que no dejará a nadie indiferente.

Que ustedes la disfruten.

Miquel Barceló

We care a lot about you people

‘cause we’re out to save the world, yeah.

It’s a dirty job but someones gotta do it.

We care a lot, Faith No More

Y ya que caíste de este mundo

cargo una navaja, Dios mío, para ti.

Cuántas veces me mordiste

y cuántas veces yo me fui.

Asilos Magdalena, The Mars Volta

Toc, toc, toc.

Dios levantó la vista del cómic de Popeye que estaba leyendo. No era un toc, toc normal, era un toc, toc, toc, una tríada detocs. El tercertoc señalaba, rotundo, urgencia. «Se habrán equivocado», dijo Dios para sí, «algún serafín que se ha perdido y ha llegado hasta aquí pensando que es otro departamento». Volvió al cómic.

Las viñetas mostraban a una Olivia muy acatarrada a quien, con el fin de animarla, Popeye llevaba un ramo de flores. Para sorpresa del marino tuerto, alguien se le había adelantado, y había mandado a su amada un ramo mucho más grande y lustroso que el suyo. Celoso y contrariado, Popeye se acercaba a la tarjeta que acompañaba al ramo para leer en ella: «Esperamos que te recuperes rápido. Firmado: Los vendedores del centro comercial Sweet Heaven».

—Ja, ja, ja.

Qué gracia, qué risa.

Toc, toc, toc.

Otra vez.

Se oyó un murmullo cacofónico al otro lado de la puerta.

Algo pasaba de verdad.

Dios escondió el cómic en un cajón, suspiró y se quitó las gafas de cerca.

—Adelante —dijo.

La puerta se abrió. Era Gabriel, el arcángel. Entró en la estancia con rostro grave y se acercó al escritorio. Sus atléticos brazos sujetaban un desordenado montón de papeles, carpetas y documentos. El arcángel miró a Dios a los ojos, suspiró y masculló:

—Las puertas del Cielo están cerradas. Y no podemos abrirlas. San Pedro no está. Llevamos horas buscándolo, pero nada, no lo encontramos. Desde ayer no tenemos noticias de él. Tiene que estar fuera. Lo último que sabemos es que se le vio paseando con santa Febronia, pero, claro, a santa Febronia le cortaron la cabeza y las manos y no puede decirnos nada. —Gabriel cogió aire—. No hay copias de las llaves y…

—¿Cuál es el mayor problema al que nos enfrentamos? —le interrumpió Dios, levantando su sagrada mano, de todo creadora.

—Aparte de que no podemos salir de aquí y abrir la puerta —Gabriel resopló—, el mayor problema es que nadie va a poder entrar.

Dios apoyó los codos sobre la mesa y escondió la cabeza cana entre las manos. «Vaya diosecillo de mierda estoy hecho», pensó. Jamás le había ocurrido algo así. Una ola de culpa y vergüenza le surgió desde las tripas y lo inundó entero. «Aunque, claro», se dijo Dios, «si haces el mundo en siete días, es normal que algo se te escape».

Sacó la cabeza de entre las manos.

—¿Y no podemos desmontar la puerta? ¿O llamar a un cerrajero?

—San Baldomero, patrón de los cerrajeros, ya lo ha intentado. Y nada.

—¿Y volarla por los aires?

Gabriel negó con la cabeza.

—¿No hay ventanas? —preguntó Dios.

Gabriel rebuscó entre sus papeles, desenrolló un plano del Cielo y lo puso sobre el escritorio.

—Tampoco —respondió, volviendo a negar con la cabeza.

El Creador se levantó de su trono dorado con volutas y comenzó a dar vueltas por el despacho, cogidas las manos por la espalda, con la vista puesta en el mullido suelo de nubes.

—Jodido san Pedro —murmuró entre dientes—. Pero qué tío más tonto. Maldito borracho. ¿A quién se le ocurre…? ¿Tan difícil es poner una cuña en la puerta o dejar las llaves debajo del felpudo?

—¿Y tú —curioseó Gabriel— no puedes hacer nada? ¿No eres —una sonrisa infinitesimal, casi imperceptible, afloró en el rostro del arcángel— Todopoderoso?

Dios detuvo su paseo, mesó su barba y miró a su ayudante con unos ojos que pasaron, suavemente, de la ira divina a la derrota. Tras unos segundos de silencio en los que Gabriel permaneció impasible, Dios, con voz cansada, reconoció:

—Si fuera todopoderoso no habría necesitado un portero.

Y siguió con su deambular por la estancia.

—He revisado de cabo a rabo los Estatutos de la Creación y no está claro cómo proceder —dijo Gabriel—. No hay previsto protocolo alguno. Hay un vacío legal y estamos aquí encerrados. Nunca se ha contemplado nada parecido.

Dios se acercó a una vieja fotografía en blanco y negro colgada en la algodonosa pared y entrecerró sus ojos miopes. Era muy vieja. Viejísima. Era la primera fotografía. Tomada antes incluso de que existieran las cámaras fotográficas. En ella aparecía él en el centro, rodeado de sus ayudantes, todos sonrientes y cansados, después de haber terminado de crearlo Todo.

El Altísimo volvió a su escritorio y se sentó. Se puso las gafas, cogió su tarjetero rotativo y empezó a rebuscar entre sus contactos.

—Creo que solo nos queda una opción —resolvió, sin prever la rima—: la subcontratación.

El Diablo cogió el metro para ir a trabajar. El Diablo, que desde hacía cuarenta años respondía a un nombre parecido a José Antonio o Jesús Mari —pero que no era ni José Antonio ni Jesús Mari—, acababa de dejar a su hija de cinco años en el colegio. Seis paradas lo separaban de la oficina que compartía con otros autónomos en un barrio en el extrarradio de Madrid.

El Diablo era el propietario, presidente, director ejecutivo, responsable de ventas, contable, repartidor y único trabajador de Distribuciones Ibáñez S.A.U., una empresa de artículos promocionales casi siempre al borde de la quiebra. Por un precio de risa, el Anticristo estampaba el logo de cualquier marca, comercio, asociación de vecinos, equipo de futbito o lo que fuera sobre bolígrafos, libretas, mecheros, paraguas, tazas, gorras, chapas, camisetas y otros objetos. Tras ganar lo justo para sobrevivir, empleaba el resto de su tiempo en trabajar para los engranajes de la Realidad. Desde que al principio de todo fuera expulsado del Cielo y cayera en este mundo, su labor, según los estatutos del Acta Fundacional de la Realidad, consistía en: «por medio del movimiento de diferentes recursos y la implementación de estrategias sociales, mercantiles, comerciales, políticas, culturales y/o religiosas, influir subrepticiamente en la humanidad para contrarrestar el orden y la estabilidad, y así mantener la Entropía en constante movimiento y evitar el anquilosamiento de la Realidad».

Un treintañero melenudo y gordo, con bigote y perilla, camiseta negra con huesos y calaveras estampados y una cruz invertida colgada del cuello, entró en el vagón de metro. Una música a un volumen insano rebosaba de sus auriculares. Llevaba en el brazo un tatuaje de un macho cabrío sobre una estrella de cinco puntas.

El Diablo reprimió una carcajada. «Mira que eres tonto», pensó, «no has entendido nada». Y se escurrió dentro de la cabeza del mastuerzo metalero, donde dejó en bucle el irritante estribillo de una canción pop. Decía así:

Dámelo todo,

dámelo todo tú a mí,

oh, sí, nena,

yo soy tu papito,

es la noche del amor.

Belcebú volvió a la superficie. Era una agradable mañana de comienzos de junio. Poco a poco remitía la incómoda alergia que lo visitaba todas las primaveras. El esmirriado cuerpo que habitaba ahora tendría unos pocos días de descanso antes de que el verano madrileño estallara en toda su plenitud. A la vuelta de la esquina lo esperaban cuatro meses de asfalto ardiente, sudor, ronchas, quemaduras, pringosa crema solar, eczema y picotazos. Lejos quedaba el añorado otoño, con sus bajas presiones, sus tonos ocres y sus cielos inspiradores.

Caminó hasta la oficina. Al entrar, se cruzó con su compañera Asunción, que ya deambulaba por la estancia, pinganillo en la oreja, emitiendo a través de las ondas su arsenal de frases hechas, apelativos cariñosos y engañifas psicológicas. Asunción se dedicaba a la organización de despedidas de soltero y de soltera. Era capaz de, en tiempo récord, conseguir cualquier cosa: desde alojamientos a disfraces, desde tartas con forma de polla a drogas, desde prostitutas a abogados. Sin interrumpir su perorata, Asunción lo saludó con la mano. Le gustaba Asunción. Obviamente ella no lo sabía, pero su trabajo era fundamental para la Entropía.

En la primera de las mesas de trabajo estaba Guillermo —Willy—, de profesión escritor frustrado. Por una miseria, Willy redactaba lo que fuera: textos para webs de empresas, eslóganes para bolsas de patatas fritas, manuales de instrucciones de aspiradoras, etiquetas de vinos, horóscopos, esquelas… Hasta un conocido periódico local le encargaba cartas al director imaginarias para cuando quedaban huecos que rellenar. Willy bebía agua sin parar, como intentando ahogar algo que tenía dentro, algo que no quería que saliera a flote.

—Hola —lo saludó Willy, e intentó algo parecido a sonreir.

Al pasar a su lado, el Diablo aceleró el paso y se limitó a levantar una mano. Willy era un pozo negro de energía, un succionador de felicidad, un saco de ponzoña psíquica, un escombro vital. El contacto prolongado con él devenía en agotamiento mental, depresión y angustia. Willy, al igual que mucha gente, no tenía papel alguno en la Entropía, era mero residuo, zaborra existencial.

Detrás de Willy y delante de la mesa que ocupaba Satanás estaba Silvia, una joven diseñadora gráfica de pelos raros que siempre llevaba mitones. Cuando el Diablo pasó por su lado, Silvia, sin dejar de mirar la pantalla, emitió el silbidito con el que lo saludaba todas las mañanas. Era maja Silvia. Era como un dibujo animado japonés, era su preferida.

El Diablo se sentó en su puesto. Pulsó el botón de encendido del ordenador, que empezó a ronronear. A un lado de la pantalla tenía enmarcada una fotografía en la que salían él, su mujer y su hija en la playa dos veranos atrás. Él llevaba camiseta y gorra, por supuesto. Al otro lado del monitor tenía un portalápices de metal con un dibujo del pato Donald, en el que había varios bolígrafos, lapiceros, rotuladores y cosas así. Mientras la máquina arrancaba, abrió su agenda y fue a coger un bolígrafo, pero este se le escurrió y rodó por la mesa hasta caer al suelo.

Se agachó a cogerlo y, al levantar la cabeza, leve vahído de por medio, pudo ver de refilón a Silvia lanzando una pelotita de papel a la cabeza de Willy. Así de chistosa era ella.

El Diablo consultó en su agenda las tareas pendientes. Iba muy por debajo de los objetivos previstos. Su mente, otrora brillante, antaño uno de los grandes motores de la historia, llevaba tiempo en barbecho. Ninguna de las ideas que tenía últimamente se acercaba, ni de lejos, a su último éxito: el balconing. Hacía mucho que no ideaba algo tan decisivo como la rotonda. Conforme el mundo se volvía un lugar más cambiante, globalizado, sobreinformado y superpoblado, su influencia sobre la gente era cada vez menor.

El ordenador terminó de arrancar. El Diablo tecleó su contraseña, Luciferio123, y accedió a su cuenta de correo. Entre anuncios de alargamiento de pene, spam, notificaciones, ofertas de créditos, descuentos, promociones, préstamos y demás morralla, un email llamó su atención hasta el punto de que el agujero del culo se le contrajo de golpe.

Era un email de Dios.

Era un email de Dios con el asunto: Muy Urgente.

Hacía mucho que no hablaban. Varias vidas. Muchas vidas. Demasiadas. Había perdido la cuenta.

Conforme hacía clic y abría el correo su párpado izquierdo empezó a temblar.

Merche tiene los párpados pegados. Conjuntivitis, piensa. Hace un esfuerzo para abrirlos, pero no lo consigue. Intenta acercar las manos a su cara para despegarlos, pero no lo logra, sus brazos chocan con algo. «¿Estoy metida en el armario de la plancha?», se pregunta. Y se remueve en la negrura intentando abrir la puerta. Pero nada.

Nerviosa, Merche se agita hasta que… ¡Cotoclonc!

Siente un fuerte golpe y sale gateando de donde estaba encerrada. Oye gritos de espanto. Algunas son voces conocidas, como la de su madre, la de su hermana Marta, la de su sobrina Esther y la de Marisa, su compañera de trabajo, pero oye también otras que no consigue identificar. Torpemente se incorpora y, con los dedos, tira de sus párpados hasta que estos se despegan. Se esfuerza en enfocar y ve que no estaba metida en el armario de la tabla de planchar.