Cinco letras para decir amor - Amy James - E-Book

Cinco letras para decir amor E-Book

Amy James

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Emily tiene veintisiete años y la sensación de estar atascada. Trabaja de recepcionista en un taller de coches cuando lo que realmente quiere es dedicarse a algo creativo. Sueña con la gran ciudad, pero vive en un pueblo diminuto de la Isla del Príncipe Eduardo. Sus compañeros hablan más de motores que de sentimientos, y su vida social brilla por su ausencia. Su única alegría diaria: el Wordle de The New York Times. Lleva más de 300 días sin fallar ni uno. Hasta que, un día, se queda en blanco. Le queda un intento. Sin más opciones, le pide ayuda al último al que querría acudir: John, su compañero más insoportable. Lo que empieza como un gesto desesperado se convierte en una conexión inesperada. Entre palabras y juegos, risas y silencios compartidos, Emily descubre que el amor puede aparecer en los lugares más insospechados. Una historia romántica entrañable y divertida en la que una pareja inesperada se enamora gracias al Wordle.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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A VECES, UNA SIMPLE PALABRA PUEDE CAMBIARLO TODO...

 

Emily tiene veintisiete años y la sensación de estar atascada. Trabaja de recepcionista en un taller de coches cuando lo que realmente quiere es dedicarse a algo creativo. Sueña con la gran ciudad, pero vive en un pueblo diminuto de la Isla del Príncipe Eduardo. Sus compañeros hablan más de motores que de sentimientos, y su vida social brilla por su ausencia.

 

Su única alegría diaria: el Wordle de The New York Times. Lleva más de 300 días sin fallar ni uno. Hasta que, un día, se queda en blanco. Le queda un intento. Sin más opciones, le pide ayuda al último al que querría acudir: John, su compañero más insoportable.

 

Lo que empieza como un gesto desesperado se convierte en una conexión inesperada. Entre palabras y juegos, risas y silencios compartidos, Emily descubre que el amor puede aparecer en los lugares más insospechados.

 

Una historia romántica entrañable y divertida en la que una pareja inesperada se enamora gracias al Wordle.

Amy James

Es autora de novelas románticas y de fantasía. Vive con su marido y su perro en la costa este de Canadá. Cinco letras para decir amor es su primera novela.

CAPÍTULO 1

Entre nosotros, siempre me han parecido condescendientes los crucigramas. Y sí, ya sé que son objetos inanimados y que no pueden ser condescendientes ni prejuiciosos ni soberbios, pero te juro que lo son. Todos esos irritantes espacios en blanco y esas definiciones pretenciosas que se ríen de ti mientras las miras con cara de estúpida. En plan: «ah, ¿no sabes quién es Deborah, de Suspense (1961)?, ¿y tampoco conoces una palabra de siete letras que significa “simplemente ser”? Pobre humana patética, ¿acaso te funciona el cerebro siquiera?».

En algún lado leí que hacer un crucigrama todos los días mejora la función cognitiva y disminuye la contracción cerebral (lo cual suena fatal, lo mires por donde lo mires), así que, hace más o menos un año, me descargué la aplicación de crucigramas del New York Times y decidí probar. Me levanté a las siete de la mañana, me senté junto a una ventana por la que entraba el sol (que también está demostrado que es bueno para la función cognitiva) y me decidí a hacer el intento. Pero… no pude. Literalmente, no descifré ni una respuesta. Hacía clic en una definición y luego en la siguiente, esperando ese momento de iluminación en el que por fin acertara. «Animal trabajador en una fábula clásica». Ni idea. «Autor de El lobo estepario». Nada. «Objeto que podría colocarse en bolsas plásticas». «Componentes del sistema inmunitario». «Unidad en un duelo». No, ni la menor idea.

Llamé a mi padre para pedirle consejo, porque sé que él hace el crucigrama todos los domingos, y me dijo que no me frustrara y que, cuanto más hiciera, más fácil me resultaría. Pero… ¿cómo? Un crucigrama no es como las matemáticas. No es como aprender cuánto es dos más dos y al día siguiente todavía recordar que es cuatro. Es más bien como aprender que esa medialuna blanca que tenemos en las uñas se llama lúnula y que al día siguiente te pidan que completes una cita de Benjamin Franklin. Una cosa no tiene nada que ver con la otra, ¿no?

Pero, de algún modo, debe ser que sí, porque millones de personas hacen crucigramas todos los días. Millones de personas van por la vida sabiendo qué palabra de siete letras significa «renunciar abruptamente» y quién es el presidente de Finlandia.

Sinceramente, no me extraña que no consiga un trabajo mejor…

El caso es que seguí intentándolo como dos semanas más, con la esperanza de pillarle el truco (o de que aparecieran definiciones más fáciles) y de que mi rutina matutina se transformara en una experiencia feliz y enriquecedora que mejorara mi cognición y evitara que se me encogiera el cerebro. Pero no fue así. Es más, hasta sentía que el cerebro se me estaba encogiendo más, como si se estuviera contrayendo por la estupidez o algo así.

Estaba a punto de rendirme y de volver a mi antigua rutina matutina —mirar vídeos de animales adorables en Instagram, darme cuenta de que estoy desperdiciando mi vida con el teléfono, ponerme a buscar trabajo desesperadamente y cambiar la tipografía de mi currículum por cuadragésima vez, como si ese fuera el secreto para conseguir una entrevista («¿Helvética? ¡Llamémosla!»)— cuando me topé con Wordle.

Las instrucciones eran tan sencillas que hasta yo, con el cerebro encogido, las pude entender. Te dan seis intentos para adivinar una palabra de cinco letras. Cuando eliges una letra, se pone gris, amarilla o verde. Gris quiere decir que la letra no está en esa palabra. Amarillo quiere decir que la letra está en la palabra, pero no en ese lugar. Verde quiere decir que está en la palabra y en el lugar correcto.

Parecía bastante fácil, así que me dije: «qué más da, voy a probar». Total, no podía ser más difícil que tratar de descifrar qué palabra de siete letras significa «nota de entrega que firma la persona que recibe una mercancía», así que probé. Y lo conseguí.

Era lo suficientemente fácil como para que no me dieran ganas de reventarme el teléfono contra el cráneo, pero lo suficientemente difícil como para tener que esforzarme un poco. Tuve algún tropiezo, como la primera vez que no logré adivinar y apareció la palabra LERDA en la pantalla (de verdad pensé que la aplicación me estaba insultando, hasta que me di cuenta de que LERDA era la respuesta de cinco letras); pero, después de un tiempo, le cogí el tranquillo. ¡Y fue muy emocionante! Esa oleada de satisfacción cuando adivinaba rápido, el subidón de adrenalina cuando acertaba en el último intento… Llevaba una racha de diez días hasta que KAYAK me hizo perder; luego, llegué a veintinueve días, pero se cortó con ARDID. Y después, de pronto, de alguna manera, llegué a tener una racha de cuarenta y nueve días y, cuando alcancé los cincuenta (con HURÓN), me puse a dar saltos de alegría.

Y sí, ya te imagino poniendo los ojos en blanco, pensando: «¿Qué clase de perdedora se entusiasma tanto por una aplicación estúpida? ¿No tienes cosas importantes de verdad en tu vida? ¡Tienes veintisiete años, por el amor de Dios! ¿No tienes una carrera que construir o hijos adorados que mimar?». Y mi respuesta es: «Vete a hacer un crucigrama, sabelotodo. Seguro que es lo tuyo».

No, es broma. Tienes toda la razón.

Lo cierto es que no hay muchas cosas en mi vida en este momento. No tengo una carrera, solo un trabajo mal pagado como recepcionista en un taller mecánico y una licenciatura en ciencias que no me sirve para nada, porque durante el último año de universidad me di cuenta de que, en realidad, lo que quiero es dedicarme al arte. Y creo que no quiero tener hijos, por más que tuviera un novio para hacerlos o un salario que me permitiera pagar un tratamiento de fecundación in vitro o adoptar. Así que… bueno. No tengo mucho, pero tengo Wordle. ¡Y ya llevo una racha de trescientos días!

Esta mañana, he puesto PASTA como primera opción (estaba desayunando una pasta de chocolate y avellanas, no me juzgues). Ha sido una mala elección: todas las letras estaban grises. A continuación, he probado con RUIDO (inspirada por la mosca que no paraba de zumbar en la ventana), y la R y la I se han puesto amarillas. Después, me ha llamado mamá para hablar un rato antes de que ella y papá se fueran de vacaciones a Nueva Zelanda, así que ahora estoy tratando de adivinar la palabra en el taller. Y eso podría hacerme parecer una empleada irresponsable, pero espera a que te cuente un poco sobre mi trabajo.

En primer lugar, antes de que me preguntes, no, no me interesan particularmente los coches. Me presenté como candidata a este trabajo por una sola razón: estaba cerca de una casa preciosa con un alquiler baratísimo. Te explico: en mi último año de universidad, cuando me di cuenta de que quería trabajar en un campo creativo, como el cine o el arte, ya era demasiado tarde para arrepentirme y cambiar de especialización. Pero me dije «bueno, una licenciatura en ciencias no deja de ser un título. Podré conseguir algún trabajito o unas prácticas en el sector creativo. Seguro que mi pasión y mi entusiasmo compensan la falta de una licenciatura en artes». (Spoiler: no pasó).

El problema era que, cada vez que me ofrecía para un trabajo o unas prácticas, competía con personas igual de apasionadas y entusiastas que tenían claro lo que querían hacer desde que estaban en el útero, como corresponde, y no solo tenían títulos con todas las de la ley, sino que también habían hecho cosas artísticas impresionantes. Como la vez que me postulé a un puesto en una galería de arte en Toronto y terminaron contratando a una chica que había ganado un premio de fotografía juvenil de National Geographic. O la vez que presenté una solicitud para unas prácticas en un estudio de cine de Vancouver y se las dieron a un chico de veintiún años que había dirigido un cortometraje premiado. Y, la verdad, no los culpo por no elegirme; yo tampoco me habría elegido. Pero sentía que estaba atrapada en un círculo vicioso. No conseguía trabajo porque no tenía experiencia, y no conseguía experiencia porque no tenía trabajo.

Mientras tanto, para ganar algo de dinero, me presenté a algunos trabajos para personas recién licenciadas en Química (mi carrera), pero ahí me encontré con el problema opuesto: yo tenía el título y buenas calificaciones, pero nada de pasión ni entusiasmo. No quería ser química agrícola ni toxicóloga ni química de aguas (sea lo que sea eso), y no logré disimularlo lo suficiente como para pasar a una segunda entrevista.

Entonces, después de como cien rechazos (y dieciocho meses viviendo con mis padres en su apartamento diminuto en Halifax), ideé un nuevo plan: iba a volver a estudiar y hacer una carrera artística de verdad. Pero ya tenía una deuda de veintiséis mil dólares en préstamos estudiantiles por mi licenciatura en Química, y no tenía ni idea de qué especialización artística me interesaba seguir. Esta vez, quería elegir bien, y cada vez que pensaba que estaba segura («Escritura de Guiones para Cine y Televisión, ¡sí!»), me entraba la duda al comenzar a llenar el formulario de inscripción. ¿De verdad era lo que me apasionaba, o solo sonaba bien? ¿Y si terminaba sepultada bajo veintiséis mil dólares más de deuda sin obtener nada a cambio?

Lo pensé, me estresé y, mientras tanto, los pagos de los préstamos se acumulaban y la convivencia con mis padres se volvía cada vez más tensa. No es que me lleve mal con mis padres ni nada de eso, pero el espacio era bastante reducido y me sentía patética cada vez que me cruzaba con alguna vieja amistad y me preguntaba dónde estaba viviendo. Por eso, cuando una amiga de mi madre me dijo que su hermana estaba buscando a alguien para alquilar su casa en Waldon, en la Isla del Príncipe Eduardo, por menos que nada, fui de un salto al ordenador y me puse a buscar empleos por la zona. Y había ni más ni menos que dos: cocinera en un restaurante y recepcionista en un taller mecánico llamado Martin Auto.

Me presenté candidata a ambos y, después de una entrevista telefónica de diez minutos con el dueño del taller, Fred Martin —durante la cual no me hizo ni una pregunta y solo se quejó de la recepcionista anterior, que se había marchado sin previo aviso—, me contrató.

(Por suerte para la gente de Waldon, no me llamaron nunca del restaurante).

Trabajo en el taller de nueve a cinco, de lunes a viernes. Podría tratar de describírtelo, pero siento que sería una pérdida de tiempo. Súbete al coche y conduce hasta el taller mecánico que tengas más cerca y… ya lo tienes; es exactamente así.

En Martin Auto hay dos mecánicos (Dave, que es viejo y está obsesionado con los coches, y John, que es joven y está obsesionado con los coches), y solo se aceptan alrededor de diez trabajos al día. El dueño, Fred, ya no trabaja en el negocio, así que lo debo haber visto unas tres veces desde que empecé. Yo atiendo el teléfono, recibo y cobro a la gente, limpio la sala de descanso y vacío los cubos de basura. Y… eso es básicamente todo lo que hago.

Sin duda, el trabajo tiene varios aspectos positivos: me pagan lo suficiente como para ir saldando poco a poco mi préstamo estudiantil y es bastante tranquilo, así que tengo tiempo de sobra para jugar a Wordle e investigar el tema de las carreras artísticas. Y el pueblo de Waldon es muy bonito, con casitas de colores vivos desparramadas alrededor de un pequeño puerto pesquero, acantilados de arenisca roja al este y una extensa llanura de campos al oeste. El aire siempre huele a mar y, en primavera y otoño, me despierta el zumbido de los barcos langosteros en el puerto. Si yo quisiera vivir tranquila en un pueblecito, podría ser muy feliz aquí… ¡Un momento! Vivir. I y R.

¡Claro! Me doy una palmadita en la frente y deslizo el dedo sobre la pantalla para abrir Wordle. Escribo VIVIR y… ¡lo tengo! Las letras se van poniendo verdes una a una. ¡Ya llevo trescientos un días de racha! Mientras estoy haciendo un bailecito de celebración en la silla, suena la campanilla del taller y entra una anciana de cabello canoso y rizado. Tiene puesto un abrigo grueso, aunque hace bastante calor para ser mayo, y me resulta medio conocida, pero eso no significa nada; Waldon es un pueblo tan pequeño que prácticamente todos te resultan conocidos.

—Buenos días —le digo con amabilidad—. ¿Tiene cita?

Echo un vistazo a la agenda y me pregunto si será «Maud Williams, cambio de llantas, 9:30 a. m.». La mujer parece algo nerviosa.

—No, pero algo le pasa a mi coche. Está haciendo un ruido espantoso.

—Oh, vaya. —Le dedico una mirada empática—. ¿Ya nos ha traído el coche alguna vez? Dígame su nombre.

—Ethel Cox.

Escribo su nombre en el programa espantoso y viejísimo que usan en el taller para registrar a los clientes y abro su archivo.

—Vino el mes pasado. —Miro el recibo escaneado con los ojos entrecerrados, tratando de entender la letra de Dave—. Su coche ya daba problemas entonces, ¿verdad? —Los entrecierro un poco más—. Aquí dice que se escuchaba como un… chillido.

—Un chirrido —me corrige Ethel.

—¿Y lo arreglaron? —pregunto, dubitativa. Veo que Dave le cobró cuarenta dólares la última vez, pero no alcanzo a leer bien por qué.

—No, dijeron que no había ningún problema. Y después dejó de hacer ruido, así como si nada. Pensé que se había solucionado solo, pero ahora está haciendo un ruido distinto. —Ethel frunce el ceño—. ¿Podrían revisarlo hoy? Tengo partida de bridge en Charlottetown a las tres.

—Hoy estamos bastante tranquilos —le digo, apiadándome de ella. La pobre parece muy estresada—. Déjeme ver si puedo hacerle un hueco.

—Ay, gracias —me dice, y parece alegrarse.

Le sonrío y voy al garaje a buscar a Dave, que se encuentra junto al elevador hidráulico, donde está el coche de una de las abogadas del pueblo. Es un viejo Porsche que, al parecer, es muy especial o interesante o algo así. Dave y John se volvieron locos cuando ella lo trajo.

—Buenos días, Emily —me saluda Dave. Es un hombre blanco y alto de unos cincuenta y tantos, con el pelo canoso, hombros anchos y manos grandes y callosas. Está divorciado y tiene dos hijas adultas llamadas Analyn y Jenny. O, al menos, eso es lo que pude deducir de su página de Facebook. Dave no es de hablar de su vida personal.

—Buenos días —respondo—. ¿Tienes tiempo para un cliente más? Hay una señora con un coche que hace un ruido raro.

—Hoy no —dice Dave—. Quizá John pueda.

Me doy vuelta y reprimo un suspiro. Genial.

No es que me caiga mal John, es solo que…

Bueno, no. En realidad, es exactamente eso: John me cae mal.

Su nombre completo es John Smith (porque sus padres sabían lo aburrido que iba a ser de mayor, supongo) y tiene más o menos mi edad. Es medio atractivo, si te gustan los que ni se molestan en afeitarse y se creen demasiado cool para preocuparse por su ropa. Y debo admitir que, cuando lo conocí, pensé que quizá podría ocurrir algo entre nosotros, así que, durante mis primeras semanas trabajando aquí, me peinaba y maquillaba con esmero y trataba de pensar en temas de conversación interesantes para sacarle charla. El problema es que a John no le gusta conversar sobre temas interesantes. Ni sobre nada, la verdad. Por ejemplo, una vez entré a la sala de descanso y lo escuché hablando en portugués por teléfono. Entonces, cuando cortó la llamada, le dije, muy simpática y mostrando interés:

—No sabía que hablabas portugués.

Él me respondió «sip» y se puso a mirar su teléfono. Me quedé esperando a que añadiera algo más, pero cuando quedó claro que eso no iba a pasar, le pregunté:

—¿Aprendiste de pequeño o ya de adulto?

Pensaba hablarle de un estudio muy interesante que había leído acerca de cómo la edad afecta la capacidad de aprender nuevos idiomas. Y él, sin siquiera levantar la vista del móvil, me dijo:

—Mi madre es brasileña.

Yo ya lo sabía porque una vez que John se había ausentado unos días y Dave me había dicho que había ido a visitar a sus abuelos a Brasil, pero asentí como si acabara de enterarme.

—Vaya… Ojalá yo fuera bilingüe. Estoy tratando de aprender francés, pero es muy difícil. Tendría que haber hecho el programa de inmersión en francés cuando estaba en la escuela.

En respuesta, John movió la cabeza. Ni una palabra, ni un «mm» empático, solo un movimiento lento de la cabeza; como lo que haces cuando alguien te está fastidiando y tratas de que se dé cuenta. Tendría que haberme rendido en ese momento, pero todavía me parecía lo bastante guapo como para intentarlo una vez más. Así que le pregunté:

—¿En qué idioma piensas?

—¿Qué? —respondió, mirándome fijo.

—Es que… tengo curiosidad por saber en qué idioma piensas —le dije—. O sea, si aprendes dos idiomas cuando eres pequeño, ¿piensas en los dos o en uno solo? ¿O depende de la situación?

Entonces, él me miró fijo otra vez (con un atisbo de incredulidad, debo agregar) y luego se encogió de hombros:

—No sé.

Y ahí sí me rendí. Mira, no digo que fuera una manera superingeniosa de iniciar una conversación, pero al menos yo estaba tratando de llenar el silencio. John no ha tratado de iniciar una conversación conmigo ni una sola vez, excepto para preguntarme a qué hora viene un cliente. Y las veces que abre la boca, que son pocas, de lo único que habla es de coches. Incluso cuando él, Dave y yo estamos en la sala de descanso al mismo tiempo, no habla de otra cosa que no sean los coches que están en el taller o el coche que está arreglando con un amigo para llevarlo a la pista de carreras del pueblo. Y ni siquiera trata de incluirme en la conversación, como si diera por sentado que a mí no me interesa. Y… bueno, supongo que es verdad. Pero, en cualquier caso, es grosero y me resulta algo machista. Además, trata mal a los clientes, y por eso mismo me molesta tener que pedirle que atienda a esa señora.

—¿Qué ruido hace? —pregunta, sin ayudar mucho, cuando le digo lo del coche de Ethel.

—No me lo ha dicho —le respondo amablemente. Siempre soy amable con John. Cuando solo tienes dos compañeros de trabajo, no puedes darte el lujo de ser sarcástica con uno de ellos. Creo que John ni se imagina que me cae mal (y que no le importaría si lo supiera).

—¿Está fuera? —me pregunta, tras soltar un suspiro.

—Sí.

¿Dónde más iba a estar? Lo sigo hasta la recepción. Ethel está sentada en una de las sillas de plástico de la sala de espera.

—Él es John —le digo, porque él nunca se presenta—. Quizá pueda hacerle un hueco, pero quería saber…

—¿Qué ruido hace? —me interrumpe John—. ¿Lo oye todo el tiempo?

—Ay, pues… no sé —responde Ethel, un poco avergonzada—. Empezó la semana pasada.

—Pero ¿lo oye todo el tiempo? ¿Y es un chirrido o un traqueteo o… qué? —insiste él, con el ceño fruncido.

Contengo las ganas de poner los ojos en blanco. A esto mismo me refiero: John no les grita a los clientes, no los insulta ni nada por el estilo, pero es muy cortante e impaciente. Como si esperara que una mujer de setenta y cinco años entrara y dijera: «Buenos días, joven. Por desgracia, escuché un ruido que claramente sale del colector de escape, así que he pasado a ver si hace falta reemplazar la junta. Lo haría yo misma, pero, como una tonta, no sé dónde he metido la llave de torsión». De verdad.

—Es como un traqueteo —dice Ethel—. Tuve un Honda durante años y nunca me dio ni un problema, pero el año pasado tuve un accidente y tuve que comprar un Toyota usado porque la concesionaria de Honda cerró…

Nos empieza a contar una historia sobre su difunto marido, que no se llevaba bien con el dueño de la concesionaria de Toyota, y ahora ella entiende por qué, viendo que su coche nuevo no es ni la mitad de confiable que el anterior. Me doy cuenta de que John, a mi lado, está cada vez más irritado. Y bueno, sí, la historia es medio larga, pero es una anciana amable. No hace falta que le frunza el ceño de esa manera.

—Le voy a echar un vistazo —dice John con tono pesimista cuando ella por fin se calla—. ¿Las llaves están en el coche?

—No, las tengo yo. —Ethel rebusca en su bolso—. ¿Va a llevar mucho tiempo? Tengo partida de bridge a las tres.

—Depende de qué problema tenga —dice John, y se va sin ofrecer más información. Con el ceño fruncido, lo miro alejarse.

—¿Quiere que le pida un taxi y así espera en su casa? —le pregunto a Ethel.

—No, querida. Voy a esperar aquí, si no hay problema. —La mujer echa un vistazo al espacio diminuto. Básicamente, lo único que hay es mi escritorio y cuatro sillas de plástico espantosas—. No quiero molestar.

Le sonrío, y una emoción agradable me invade el pecho.

—No es ninguna molestia, de verdad.

CAPÍTULO 2

Ya que nos estamos sincerando, te voy a contar otro secretito: no tengo ningún amigo íntimo. Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero así es. No digo que no tenga amigos; sí que tengo. Tengo tres amigas de la universidad con las que hablo bastante a menudo y un buen número de conocidos del instituto y de la infancia con los que me comunico de vez en cuando. Pero ninguno de ellos es íntimo. Ya sabes a qué me refiero: a esas amistades mágicas entre adultos que ves en las series y en las películas, esas que van a almorzar juntas, comparten todos sus secretos y ayudarían a la otra a enterrar un cadáver si matara a alguien.

Ninguna de mis amigas de la universidad vive a menos de mil kilómetros de distancia, o sea que la posibilidad de ir a almorzar juntas es nula, y, si matara a alguien, la policía seguramente ya me habría arrestado para cuando llegaran ellas; o la familia de la persona asesinada me habría matado a mí para vengarse. Vaya, eso ha sonado un poco tétrico. Perdón.

El tema es que, si te pones a pensar en cómo hacen amigos los adultos, en general es a través del trabajo o por medio de sus hijos, o puede ser por algún interés en común, como un club de lectura, un deporte o algo así. Pero no hay muchas oportunidades de socializar en Waldon. Entonces, cuando vienen clientes como Ethel, que tienen que quedarse aquí mientras esperan a que les arreglen el coche, lo disfruto bastante. Sobre todo cuando son personas mayores, como la mayoría en Waldon. A la gente mayor le encanta charlar. Muchos piensan que es aburrido escucharlas, pero seguro que es porque no hacen las preguntas correctas. ¡Es increíble todo lo que se aprende haciendo las preguntas correctas! Pongamos a Ethel, por ejemplo. Me acaba de contar que nació en 1948 y que todavía recuerda el día que vio la llegada a la luna con su marido y sus hijos en su primera casa. Ella preparó guacamole y comieron pollo a la King (no, yo tampoco sé qué es).

Echo un par de cuentas rápidas y calculo que Ethel tenía veintiún años cuando lo de la llegada a la luna. A los veintiuno, tenía esposo, hijos y una casa. Yo a los veintiuno acababa de romper con mi primer novio de verdad y me pasé un mes bebiendo vino en la cama y maratoneando series de Netflix. Uf.

Ethel se queda casi una hora, y creo que disfruta de ese rato tanto como yo. Parece decepcionada cuando vuelve John, y directamente devastada cuando él dice:

—Tendrá que volver mañana. La suspensión está desgastada.

Ethel se queda mirándolo sin comprender. John nunca se molesta en explicarles nada a los clientes; solo da por sentado que ellos saben tanto como él de coches.

—¿La puede arreglar? —pregunta.

John asiente sin mirarla y, con gesto distraído, se limpia las manos engrasadas con un trapo todavía más engrasado.

—Pero hoy no. Vuelva mañana.

Contengo las ganas de hacer una mueca de fastidio. De verdad, ¿no podría mostrarse un poco más empático? La pobre Ethel frunce el ceño y sé que está preocupada porque se va a perder la partida de bridge. Estoy contemplando la posibilidad de ofrecerme a llevarla yo misma cuando suspira y dice:

—Bueno, supongo que voy a tener que ir con Shirley o Dotty.

—¿Quiere llamarlas desde nuestro teléfono? —le pregunto—. Tenemos la guía telefónica.

—No necesito la guía —responde Ethel, riendo—. ¡Hace cuarenta años que tienen el mismo número!

Esbozo una sonrisa algo falsa al pasarle el teléfono inalámbrico. Hasta Ethel tiene amigas íntimas. Si mata a alguien jugando al bridge, Shirley y Dotty la ayudarán a enterrar el cadáver y después la llevarán de regreso a casa para comer pollo a la King juntas.

John vuelve a desaparecer en el garaje y viene otro cliente a dejar su coche. Para cuando termino de atenderlo, una de las amigas de Ethel ya ha llegado a buscarla. Ella sonríe y me agradece la compañía antes de irse. Yo también sonrío y, cuando se va, me dejo caer algo pesadamente en la silla.

Necesito con urgencia distraerme de mis pensamientos sombríos, pero el teléfono del taller no suena en casi todo el día, y el resto de los clientes entran y salen sin intercambiar ni dos palabras conmigo. A eso de las tres, me llega un mensaje, y me estiro para agarrar el teléfono, agradecida.

 

[3:06] Mamá: ¡Nos vamos a Nueva Zelanda! Ya estamos embarcando.

 

«¡Buen vuelo!», le respondo. Viajan con otra pareja, Abe y Ann, y se van a ir seis semanas. Mis padres conocen a Abe y Ann desde antes que yo naciera y, ahora que están todos jubilados, se pasan el día viajando a lugares increíbles, como Costa Rica, Suiza y Sudáfrica. A este paso, yo no voy a tener con quién juntarme cuando esté jubilada y voy a tener que adoptar un montón de gatos; lo cual suena muy bonito, pero no puedes irte de vacaciones a Costa Rica con un montón de gatos, ¿no?

Me vuelve a sonar el teléfono, que aún tengo en la mano.

 

[3:08] Mamá: Pregunta tu padre si has tenido noticias de ese estudio de cine de Calgary.

 

Se me hace un nudo desagradable en el estómago.

 

[3:08]: Todavía nada

[3:09]: Quizá tarden un poco

 

Eso no es del todo cierto. Hace un par de semanas, me postulé para unas prácticas en un pequeño estudio de cine independiente y, a la semana, me dijeron que no había quedado seleccionada. Pero yo ya les había hablado a mis padres del puesto y les había dicho que me parecía el trampolín perfecto para entrar en la industria porque la publicación decía claramente: «Pueden presentarse personas con y sin experiencia».

 

[3:09] Mamá: ¡Ojalá digan algo pronto!

[3:09] Mamá: Voy a poner el teléfono en modo avión. ¡Te quiero!

[3:09]: Yo también te quiero!

 

Dejo el teléfono con un suspiro. Tendría que dejar de contarles a mis padres todos los trabajos a los que me presento como candidata, pero no quiero que piensen que he dejado de intentarlo. Ellos jamás me han dicho que estén decepcionados por el modo en que han ido las cosas, pero creo que, en el fondo, es un poco así. Por ejemplo, una vez mi madre estaba hablando con una amiga suya en la cocina y, sin querer, escuché la conversación. La amiga le preguntó algo así como: «¿En qué anda Emily últimamente? ¿Sigue haciendo sustituciones?». Y cuando mi madre le confirmó que todavía estaba con trabajos temporales, la amiga chasqueó la lengua, como lamentándose, y dijo: «Siempre ha sido una chica muy inteligente». No me acuerdo bien qué le respondió mi madre —creo que fue algo como: «Todavía está viendo qué hacer»—, pero sí me acuerdo de su tono. Como si, por dentro, estuviera de acuerdo con su amiga; como si no quisiera admitirlo, pero, en el fondo, supiera que yo estaba desperdiciando mi potencial. Por eso siempre les hablo, a ella y a mi padre, de todos los puestos a los que me postulo, aunque en todos terminen rechazándome. Bueno, todavía estoy «viendo qué hacer» y sé que voy a encontrar el trabajo de mis sueños. Algún día, la amiga de mi madre le preguntará en qué ando, y ella podrá decir: «¿Emily? Está haciendo tal y tal cosa. Ay, sí, ¡le encanta!». Este taller mecánico y Waldon son cosas temporales; una parada en el camino que me llevará al trabajo de mis sueños. A la vida de mis sueños. Una vida en la que me siento feliz, realizada y tengo amigas íntimas con quienes compartir esa felicidad.

En un impulso, abro el chat grupal que tengo con mis tres amigas de la universidad. Nosotras cuatro realmente teníamos una de esas amistades mágicas que se ven en la tele. Nos conocimos durante la semana de orientación y fuimos prácticamente inseparables durante los siguientes cuatro años. En casi todas las fotos que tengo de la universidad, estamos las cuatro juntas: amontonadas en las gradas alentando al equipo de hockey de la universidad, posando en los escalones de la biblioteca con diademas de brillantitos a juego (estábamos pasando por una fase de fanatismo con Gossip Girl, ¿vale? Y nunca he dicho que fuéramos de las populares). Si yo hubiera matado a alguien en la universidad, sin ninguna duda ellas me habrían ayudado a enterrar el cadáver. Si no tenían demasiada resaca por haber estado de fiesta la noche anterior, claro.

Desde entonces, nos hemos mantenido en contacto, pero nuestras vidas tomaron rumbos distintos: Divya volvió a la India un tiempo y ahora vive en Toronto con su prometido, al que conoció en la Facultad de Derecho; Fallon y su marido fundaron una empresa de venta de zumos prensados en frío y ahora tienen cuatro tiendas en Canadá, y Martha se mudó a Maine, de donde es su esposo, y está esperando su tercer hijo.

Miro los últimos mensajes —un debate sobre si Martha debería ponerle Harold al bebé o no (yo voté que no porque me imaginaba a un bebé perturbador con cara de viejo, arrugas y monóculo)— y empiezo a escribir.

 

[3:36]: Os echo de menos, chicas! Planeemos un viaje de reencuentro un día de estos

 

La verdad, no tengo dinero para un viaje en este momento, pero, si compras con anticipación, a veces se consiguen vuelos desde Charlottetown a Toronto por menos de cien dólares.

Nadie responde de inmediato, pero eso no es raro. Almuerzo en mi escritorio mientras busco información sobre una licenciatura en Estudios Clásicos. Creo que me veo haciendo eso; me gusta mucho la historia romana. O, por lo menos, me gustó mucho un pódcast sobre Julio César que escuché la semana pasada. Y seguro que con ese título podría conseguir trabajo en una galería de arte. Me imagino caminando por una galería, con el cabello recogido en un moño, una falda larga rozándome los tobillos, mis tacones repiqueteando sobre el suelo de mármol, hablando con alguien de… lo que sea que hablen los empleados de las galerías de arte. Estoy escribiendo en el buscador «¿qué hacen los que trabajan en galerías de arte?» cuando me suena el teléfono.

 

[3:38] Fallon: Sería muy divertido!

 

Divya responde un momento después. Es un gif de un grupo de chicas bailando. Me pongo a buscar precios de vuelos en el teléfono.

 

[3:39]: Quizá nos podríamos ver en Toronto en septiembre!

[3:40] Fallon: En esa fecha es la apertura de la nueva tienda en Calgary

[3:40] Fallon: Quizá el año que viene!

[3:41] Divya: Yo voy a estar demasiado embarazada en septiembre! Jaja

 

Me quedo mirando el mensaje, perpleja. ¿Divya está embarazada?

 

[3:41] Martha: Guau!!!! Felicidades!!!!

 

Respondo lentamente.

 

[3:41]: Guau! Te felicito!

[3:42] Martha: Para cuándo tienes fecha?

[3:42] Divya: El 30 de septiembre

 

¿El treinta de septiembre? O sea que está…. embarazada de cinco meses si no me fallan las cuentas. Me pregunto por qué no nos había contado nada.

 

[3:43] Fallon: Qué locura

[3:43] Martha: Ya tienes una buena entrenadora de parto?

 

Ella y Divya se ponen a hablar de entrenadoras de parto un rato (no puedo evitar imaginarme a una entrenadora de hockey furiosa que le grita al obstetra desde el lado de la cama del hospital: «¿A eso llamas epidural? ¡Te voy a mostrar lo que es una epidural!») y, cuando dejan de hablar del tema, vuelvo a intentarlo.

 

[3:47]: Con más razón, organicemos un viaje de reencuentro! Podemos ir a conocer al bebé!

 

Durante un minuto, nadie dice nada.

 

[3:48] Divya: Sí, estaría bien!

[3:48] Fallon: Sería divertido

[3:49] Martha: Ya has conseguido una buena guardería, Divya?

 

La charla sobre el jardín de infancia se extiende. Trato de volver a la conversación original, pero no tengo nada que agregar. Cuando la conversación se va apagando, propongo hacer una videollamada grupal algún día, y Divya y Martha aceptan con tanto entusiasmo que sé que nunca va a pasar. Fallon ni siquiera responde. Estoy bastante segura de que ha abandonado la conversación en cuanto han empezado a hablar de guarderías. Se ha quejado conmigo más de una vez de que a Martha solo le interesa hablar de sus hijos. Y eso es cierto, pero a Fallon solo le interesa hablar de su negocio. Y, como yo no tengo nada interesante que decir ni sobre hijos ni sobre negocios, la mayoría de mis conversaciones con ellas son unilaterales. Y mis charlas con Divya suelen ser bastante superficiales. Ella no puede hablar sobre su trabajo porque su bufete maneja casos muy delicados, y, como no tenemos muchas cosas en común, no nos queda otra que limitarnos a algunos intercambios impersonales: «¿Cómo va todo?». «Muy bien, ¿tú qué tal?». «No me puedo quejar. ¡Te queda hermoso ese corte de pelo!». «¡Gracias!». Apoyo el teléfono sobre el escritorio con un suspiro. Seguramente sea mejor así; la verdad es que no puedo pagarme un viaje en este momento.

La tarde se me hace eterna. Practico un poco de francés con una aplicación gratis para aprender idiomas (en secreto, sueño con vivir en París algún día; será tal como en Emily in Paris, solo que voy a tratar de no ser tan insoportable) y organizo mi escritorio y limpio las ventanas. Ya desesperada, hasta voy al garaje para ver si Dave o John quieren que prepare café (no quieren).

Justo antes del cierre, John viene a la recepción con un cliente. Están discutiendo por… no sé qué. Algo que le pasa al coche del tipo. El cliente, un señor mayor, parece acalorado, y John habla con tono tajante, impaciente.

—No sé qué quiere que le diga —dice.

—Bueno, gracias por nada —ladra el hombre, con el rostro encendido, y se va hecho una furia.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto.

—¿Eh? —John me mira y pestañea, como si no se hubiera dado cuenta de que estoy sentada aquí. (Lo hace todo el tiempo. Solo trabajamos tres personas en el taller, y yo soy una de ellas. ¿Tan difícil es recordarlo?)—. Ah. Nada.

¿Nada? ¿Un cliente se va furioso y dice que no es nada? ¿De verdad no le importa? ¿O piensa que soy demasiado estúpida para entender la discusión? De pronto, estoy furiosa y, sin poder evitarlo, le digo de mala manera:

—Deberías tratar mejor a la gente.

—¿Qué? —me dice, mirándome otra vez con esa cara. No parece ofendido, solo un poco sorprendido, y eso me hace enfadar todavía más.

—Eres grosero con los clientes —le digo.

—Ah. —Mira hacia la puerta y vuelve a mirarme, como si estuviera atando cabos—. Ese tipo es un imbécil.

—Sigue siendo un cliente —respondo—. Si quieres que siga viniendo…

—No quiero —dice John, y me mira como preguntando «¿ya está?».

—Ethel no es imbécil y con ella también fuiste grosero —digo, apretando los puños.

—¿Quién?

—¡Ethel! ¡La señora de la suspensión desgastada! —exclamo. Es la única manera de que John recuerde a los clientes: por los fallos que tienen sus coches.

—Ah —responde, totalmente impávido. Y después—: ¿A qué hora tengo clientes mañana? Tengo que hacer algo temprano.

Me dan ganas de gritar de frustración. Es como tratar de discutir con una pared; una pared sosa y aburridísima cubierta de anuncios de coches.

—A las nueve y media —respondo entre dientes.

—Vale —dice, y se va.

Se ha terminado la conversación, supongo. A las cinco, cierro la parte delantera del negocio y enfilo hacia casa. John y Dave todavía están haciendo ruido en el garaje, pero ya aprendí a no esperar a que terminen. Conduzco de mal humor. Estoy tan desanimada que ni siquiera ver mi casa me levanta el ánimo. Quizá no soy imparcial, pero estoy bastante segura de que es la casa más bonita de toda la isla. Si te mostrara una foto, seguro que me darías la razón. Está un poco alejada de la carretera, hay dos árboles enormes y frondosos en el patio delantero que la ocultan un poco, y tiene un gran patio trasero que desciende hacia el puerto. Las paredes son blancas, y las molduras de las ventanas y el techo de metal son del mismo tono verde oscuro. Tiene tres habitaciones, dos baños y un despacho, lo que la hace aproximadamente mil millones de veces más grande que cualquier otra casa que podría alquilar con mi sueldo actual. Los dueños están pasando una temporada en su apartamento de Nuevo México, y desde ya te digo que el día que me digan que debo irme me encontrarás llorando desconsoladamente en el baño.

Aparco en la entrada y bajo a revisar el buzón, y me quedo haciendo tiempo un ratito por si la anciana que vive al lado me ve y quiere salir a charlar. Después de varios minutos infructuosos, me rindo y entro. Me pongo ropa cómoda y deambulo sin rumbo por la casa. Podría preparar la cena, pero no tengo mucha hambre. Podría salir a correr, pero siento todo el cuerpo muy pesado, como si pesara una tonelada. Podría tomar una copa de vino, pero me preocupa estar convirtiéndome en una de esas personas que beben solas demasiado a menudo, y las nuevas directrices sobre el consumo de alcohol en Canadá (¿¡dos copas por semana!?, ¿a qué sádico se le ha ocurrido una cosa así?) me ponen un poco nerviosa. Tomo el teléfono para llamar a mis padres y recuerdo que están en un avión yendo a algún lado y que no podré contactar con ellos durante seis semanas.

Al final, me acurruco en el sofá, pongo Ana de las Tejas Verdes (la original de 1985, que ya he visto como cincuenta veces desde que me mudé a la Isla del Príncipe Eduardo) y lloro un poco cuando Matthew muere al final. Solo porque es una película triste, ¿vale? Por nada más.

CAPÍTULO 3

Muy bien. Un nuevo día. Aquí vamos.

El sol brilla, los árboles están empezando a florecer y, como diría Ana de las Tejas Verdes, cada día es un nuevo día, sin errores. (Creo que lo que dijo en realidad fue «todavía sin errores», pero no me gusta tanto esa versión; parece como si los errores fueran inevitables).

Me preparo un café y una tostada crujiente con mantequilla de cacahuete, me siento a la mesa de la cocina y abro Wordle. Día trescientos dos, allá vamos. Empiezo con LISTA. Lista para un nuevo día. La A está verde. La L está amarilla, y las otras, grises. Mmm. MUELA. Si sigo comiendo tantos dulces, me va a dar dolor de muela (y no voy a tener dinero para pagar el dentista porque me lo habré gastado todo en dulces. Ah, la ironía). Rayos. La L sigue estando en el lugar equivocado, y no he acertado ninguna. Bueno. Voy a cambiar de estrategia. Necesito eliminar otras letras.

FLOJA. No tengo que ceder a la sensación de estar en la cuerda floja. Bueno, ahora la L está en el lugar correcto, pero las demás letras siguen grises. Al menos ya he descartado muchas opciones. Sé que no hay otras vocales, solamente la A, así que tiene que aparecer más veces.

A y L. L y A. CLARA, escribo. Me gustaría tener la mente más clara. ¡Ajá! La C y la R están grises, pero las demás letras están verdes. ¿Será LLANA? No, un momento, ya sé que no lleva L al principio. «Alagar» sin hache es una palabra, ¿no? ¿Algo de lagos? ALAGA. Mierda, mierda, mierda. Sí existe, pero está mal, y ahora solo me queda un intento. _LA_A. ¿Por qué hay tantas palabras que podrían ser? ¿FLAMA? No, no lleva F ni M. ¿PLATA? No, no lleva T.

Vamos, cerebro. Piensa. Cierro la aplicación un momento y dejo que mi cerebro divague. Reviso mis correos electrónicos (nada), mi cuenta bancaria (¡ja!), la nueva aplicación de citas que estoy probando. ¡Vaya! Hay un mensaje.

Lo abro con un poco de nervios. Lo que tiene la Isla del Príncipe Eduardo es que es muy idílica y hermosa, pero solo hay ciento cincuenta mil habitantes, más o menos, y estoy bastante segura de que el ochenta por ciento tiene más de sesenta años. Así que es un poco arriesgado tratar de usar una app de citas aquí. Los últimos que me mandaron mensajes eran cincuentones y, o sea… quizá eran encantadores y seguro que a otras personas no les molesta la diferencia de edad, pero yo tengo una regla: si están más cerca de la edad de mis padres que de la mía, los rechazo amablemente.

Pero este tipo, el que me ha mandado un mensaje, parece bastante joven. Miro su perfil: se llama Arjun, tiene veintinueve años, trabaja de ingeniero en Charlottetown… su película favorita es La jungla de cristal (es una respuesta tan común que la app quizá debería ponerla por defecto en los perfiles de hombres). Su foto de perfil no es muy nítida, pero definitivamente se ve guapo, con el pelo corto y oscuro y una sonrisa muy simpática. Lo mejor de todo es que no me ha mandado nada raro ni vergonzoso, solo un mensaje normal: «Hola, ¿cómo estás?». Con un cosquilleo de nervios agradable, le mando un mensaje. Y, para cuando me sirvo la segunda taza de café, ¡ya ha contestado!

Nos mensajeamos un rato (lo de siempre: «un placer», «¿cómo va el día?», etc.) y lo hago reír, o, al menos, escribe «jaja» cuando le digo que pienso que La jungla de cristal debería ser la opción por defecto en los perfiles de hombres. Charlamos un rato sobre películas (me cuenta que estaba indeciso entre La jungla de cristal y El lobo de Wall Street, y argumento que Origen es la actuación más icónica de Leonardo DiCaprio) y, en media hora, ya pactamos una cita para mañana por la noche en Charlottetown.

Me visto para ir a trabajar, cantando alegremente por lo bajo, y pienso que un día de estos tendría que hacer un maratón de películas de Leonardo DiCaprio. Podría mirar El lobo de Wall Street, Origen, Shutter Island, y algunas de las más viejas como La playa y Titanic… Un momento. La playa. PLAYA.

Es arriesgado porque es mi última oportunidad, pero tomo el teléfono, abro Wordle, escribo las letras… ¡y es esa! ¡PLAYA! ¡Esa es la respuesta! Hago un bailecito en mi habitación. ¡Trescientos dos días! ¡Solo me faltan sesenta y tres para llegar al año!

Dejo de bailar de golpe: la verdad es que sesenta y tres días son un montón de días. ¿Y si mañana me toca una palabra muy rara, como XENÓN o ZAFRA? Si pierdo después de trescientos dos días… Bueno, no va a pasar nada, supongo; pero me voy a sentir muy decepcionada. Tomo mi bolso y salgo para el coche. Mi vecina, la señora Finnamore, está regando las plantas del jardín, vestida con unas botas de goma y un albornoz rosa.

—Buenos días, señora Finnamore —la saludo.

—Buenos días, querida —responde.

La señora Finnamore es muy dulce. Me ha invitado a tomar el té un par de veces desde que me mudé aquí y, a cambio, yo trato de estar atenta por si necesita algo. Creo que a veces se olvida de que tiene ochenta y ocho años, y la pesco tratando de levantar una bolsa de veinte kilos de sustrato ella sola o tratando de limpiar las canaletas sin que nadie le sostenga la escalera.

—Voy a ir a hacer la compra más tarde —le digo—. ¿Necesita algo?

—No, gracias.

La saludo con la mano otra vez y me subo al coche, tarareando. Hoy estoy decidida a estar contenta. El día ya es mejor que ayer, ¿no? He resuelto el Wordle ¡y mañana tengo una cita! Es emocionante. Bueno, bastante emocionante. Vale, diría que estoy noventa y cinco por ciento emocionada y cinco por ciento aterrada. Y ya sé que «aterrada» parece una palabra fuerte, pero tratar de conocer gente a través de aplicaciones de citas es medio raro; como si participaras de un rito social extraño llamado «la primera cita». Llegas, intercambias comentarios amables, hablas de esto y aquello, comes algo, quizá te ríes un poco, pero toda la situación es como estar en una entrevista laboral. Una entrevista rara en horario nocturno, para un puesto en el que a veces tendrás que trabajar desnuda.

Y tú y tu cita sabéis por qué estáis ahí, pero no lo decís explícitamente y, al final, siempre hay un momento incómodo en el que te dan ganas de soltar: «Muy bien, gracias por venir. Vamos a revisar tus referencias y ya te llamaremos». Y eso suponiendo que te toque un chico agradable, y no uno que quiera convencerte de ir a su casa para tener sexo. ¿Y podemos hablar de eso un segundo? Porque el tema no es solo que resulta muy molesto tener que inventar excusas para sacarte de encima a los tipos insistentes (porque, si tratas de decirles la verdad —que no te interesa—, o se ponen a la defensiva y se cabrean o directamente se vuelven desagradables), sino que, a veces, la idea de tener una aventura de una noche sí me resulta atractiva. Veo a un tipo en la aplicación que es guapísimo, pero que a todas luces no es para proyectar una relación a largo plazo, y pienso: «oye, quizá debería tener una cita con él, pasar una noche divertida y listo». Pero ese es el problema con los hombres: una no quiere tener sexo esporádico con los que están en la aplicación solo en busca de sexo esporádico, pero los que son majos no van a presionarte para tener sexo, o sea que queda en ti proponerlo, y yo nunca he estado tan segura de mí misma como para hacer algo así.

Una vez, traté de pedir consejo a mis amigas, pero ninguna había usado una aplicación de citas y no entendían bien de qué estaba hablando. Fallon conoció a su marido, Ethan, haciendo un máster (los dos eran los mejores alumnos de la clase, muy a lo Ana de las Tejas Verdes y Gilbert Blythe) y se casaron después de la graduación. Los padres de Divya la emparejaron con Ishaan, pero ellos ya se conocían desde hacía años por sus familias, y además estudiaban Derecho en el mismo lugar. Y Martha conoció a su marido, Jason, cuando estábamos en la universidad y, para cuando nos graduamos, ya estaba casada y esperando su primer hijo. Cuando traté de contarles lo complicado que era usar aplicaciones de citas, sus respuestas fueron:

 

Divya: Dios, parece terrible

 

Cierto, pero no muy útil que digamos.

 

Fallon: No necesitas un hombre! Además, no quieres tener tu carrera encaminada primero?

 

También cierto, también no muy útil. Yo ya sé que no necesito un hombre, pero me gustaría tener uno y, a este paso, si espero a que mi carrera esté «encaminada», voy a tener setenta y cinco años.

 

Martha: Hay algún filtro para ver si quieren tener hijos?

 

Lo cual es una pregunta válida, supongo, pero creo que también es la respuesta menos útil de las tres. Una vez le dije a Martha que creo que no quiero tener hijos, y ella negó con la cabeza y me dijo «date tiempo», y después me contó por enésima vez que ella pensaba que no quería tener hijos hasta que conoció a Jason y que, en cuanto le pidió matrimonio, ella de pronto tuvo la certeza desde el fondo de su alma de que estaba lista para ser madre.

No digo que no me pueda pasar lo mismo algún día, pero me molesta un poco que me diga esas cosas. Así como Fallon está convencida de que la vida sin una carrera no tiene sentido, Martha está convencida de que la vida sin hijos no tiene sentido. Entonces, supongo que mi vida es un sinsentido por partida doble, porque no tengo ninguna de las dos cosas. Es un sinsentido-sinsentido. Sinsentido al cuadrado.

No, basta, Emily. Niego con la cabeza con firmeza, como si pudiera alejar los pensamientos negativos de una sacudida. No voy a permitirme hundirme otra vez en la miseria; hoy va a ser un buen día.

Analyn, la hija de Dave, está saliendo del aparcamiento cuando llego al trabajo. La saludo con la mano con entusiasmo y bajo la ventanilla para poder hablarle. Tengo una especie de flechazo con Analyn. Es un poco mayor que yo —tiene treinta y algo, creo— e, investigando en Facebook, descubrí que fue a una escuela de cocina en Francia y que ahora tiene el restaurante con mejores reseñas de Summerside. En secreto, tengo la fantasía de que un día entrará en el taller, nos pondremos a hablar y nos haremos buenas amigas. El problema es que las oportunidades de que eso pase son prácticamente nulas, ya que trabaja como un millón de horas por semana y seguro que ya tiene miles de amigas.

—¡Buenos días, Analyn! —la saludo alegremente.

—Buenos días —me responde, saludándome con la mano.

Luego sale a la carretera y se aleja. Pero no pasa nada. De todos modos, tengo que entrar en el taller y ponerme a trabajar.

Respondo un par de mensajes del contestador y limpio la capa de mugre de la ventana que parece haber vuelto a salir de la noche a la mañana, y luego limpio los grifos del baño, plagados de huellas negras, la marca registrada de Dave y John. No sé cómo lo soportan. Yo ni siquiera trabajo en el garaje y aun así me voy a casa con manchitas de aceite y grasa en la ropa. (Pero ¿qué digo? Seguro que ni se dan cuenta).

John llega unos minutos pasadas las nueve, después de ese «algo» misterioso que tenía que hacer esta mañana, y va directo al taller sin detenerse en la recepción. La mañana pasa bastante rápido, como nunca, con bastantes llamadas telefónicas y clientes que entran y salen. Ninguno se queda a charlar, pero hay una clara sensación de alegría en el aire. Es el día más bonito desde que empezó la primavera. El cielo está de un color azul radiante y oigo a los pajaritos cantando afuera. Es como si el mundo entero estuviera conspirando para ponerme de buen humor. (Y sí, obviamente soy consciente de que el clima no tiene ninguna relación con mi vida, pero déjamelo pasar, ¿vale?).

A la hora del almuerzo, me siento en la sala de descanso y saco mi «lista para el trabajo de mis sueños» escrita a mano. Es una lista que empecé a redactar hace un tiempo, con todos los requisitos que tiene que cumplir el trabajo de mis sueños. Hasta ahora, dice esto:

 

1. En una gran ciudad (como Nueva York, París, Londres)

 

Este ítem es muy importante. No me malinterpretes, los pueblecitos me parecen encantadores, pero quiero estar en un lugar vibrante; un lugar donde pueda conocer gente increíble e ir a galerías de arte y obras de teatro, un lugar donde pueda ser parte de algo importante, un lugar donde realmente pueda hacerme un nombre.

 

2. En un área creativa

 

Este también es muy importante. No sé por qué decidí especializarme en ciencias, dejando de lado que sentía que era lo que tenía que hacer.

Todos mis profesores de secundaria siempre me decían lo mismo: yo era una chica muy inteligente, tenía un futuro brillante por delante. Las chicas inteligentes con futuros brillantes no malgastaban su potencial en cosas tan inestables y hedonistas como el arte.

Todavía no tengo claro en qué área creativa me gustaría trabajar, pero no me cierro a ninguna opción: estoy atenta a prácticas en cine, fotografía, historia del arte… cualquier cosa relacionada con la creatividad. Si tengo la mente abierta, sé que el trabajo perfecto aparecerá algún día.

 

3. Presencial

 

Este lo añadí después de la pandemia del COVID-19. En ese momento, estaba con un par de trabajos temporales en Halifax, y todos pasaron a ser virtuales. Obviamente, tuve mucha suerte de trabajar online en lugar de que me despidieran, pero eso me enseñó que no sirvo para trabajar desde casa. Está bien de vez en cuando, claro, pero a mí me gusta ver gente todos los días. Y me gusta tener una excusa para vestirme bien (y no solo de la cintura para arriba).

Esos tres son los que tengo hasta ahora, los requisitos innegociables, pero hoy he agarrado el bolígrafo y he añadido un cuarto ítem.

 

4. Sueldo de seis cifras