Colmillo Blanco - Jack London - E-Book

Colmillo Blanco E-Book

Jack London

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  • Herausgeber: E-BOOKARAMA
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Publicada en 1906, "Colmillo Blanco" es una de las obras más célebres del escritor estadounidense Jack London.

La novela está ambientada en el Territorio del Yukón, Canadá, durante la Fiebre del oro de Klondike a fines del siglo XIX y narra la vida agreste y salvaje de una frontera que trasciende su mero carácter físico para convertirse en una encarnación del conflicto entre la naturaleza y el ser humano alienado en ella.
Un perro lobo salvaje que no conoce más leyes que las de la naturaleza, irá agudizando sus instintos de ferocidad o violencia a imagen y semejanza de los hombres en su proceso de domesticación. 

"Colmillo Blanco" es una novela complementaria (así como un reflejo temático) de " La llamada de lo salvaje", la obra otra obra maestra de London.

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Jack London

Colmillo Blanco

Tabla de contenidos

COLMILLO BLANCO

PRIMERA PARTE: LO SALVAJE

I . La pista de la carne

II. La loba

III. El aullido del hambre

SEGUNDA PARTE: NACIDO EN LO SALVAJE

I. La batalla de los colmillos

II. El cubil

III. El cachorro gris

IV. La muralla del mundo

V. La ley de la carne

TERCERA PARTE: LOS DIOSES DE LO SALVAJE

I. Los productores de fuego

II. El cautiverio

III. El paria

IV. El rastro de los dioses

V. El pacto

VI. El hambre

CUARTA PARTE: LOS DIOSES SUPERIORES

I. El enemigo de su raza

II. El dios loco

III. El reinado del odio

IV. En las garras de la muerte

V. El indomable

VI. El maestro del amor

QUINTA PARTE: DOMESTICADO

I. El largo viaje

II. En las tierras del sur

III. Las posesiones del dios

IV. La voz de la raza

V. El lobo durmiente

COLMILLO BLANCO

Jack London

PRIMERA PARTE: LO SALVAJE

I . La pista de la carne

A un lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas…, una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.

Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La escarcha cubría un hirsuto pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria, había sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja estrecha y larga, de forma rectangular.

Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles hasta helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.

Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, indomables, caminaban trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cristales de hielo, producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de espectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros novatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para mantener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el silencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos átomos, moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama externo e interno de los ciegos y enormes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego otra. Menguaba, cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido impulso hasta llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente hasta dejar de oírse. Aquello hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta vehemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento.

Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel silencio con la sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el sonido. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan de atravesar. Un tercer grito, contestación a los anteriores, resonó también en la misma dirección, pero más a la izquierda del segundo.

—Nos persiguen, Bill —dijo el hombre que iba delante del vehículo.

Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que realizó para hablar.

—La carne escasea —contestó su compañero—. Desde hace días no he visto ni un rastro de conejo.

No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento a los gritos de caza que continuaban resonando allá lejos, a su espalda.

Como había oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de abetos al borde del cauce, y allí acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de asiento y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruñían y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.

—Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan cerca de nosotros —comentó Bill.

Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la cafetera con un pedazo de hielo, asintió con la cabeza. No añadió una palabra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó a comer.

—Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo —contestó entonces—. Prefieren comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.

Bill movió dubitativamente la cabeza y objetó:

—¡Oh, no sé! ¡No sé!

Su compañero lo miró con aire de curiosidad.

—Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto.

—Henry —replicó el otro, mascando obstinadamente las habas que comía—, ¿te has fijado, por casualidad, en el modo que se revolvían los perros cuando les daba yo la comida?

—Sí, alborotaban más que de costumbre —contestó el interpelado.

—¿Cuántos perros tenemos, Henry?

—Seis.

—Bueno, Henry… —Bill se interrumpió un momento, como para dar mayor fuerza y énfasis a sus palabras—. Como íbamos diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqué yo del saco. Le fui dando uno a cada perro, pero al llegar al último, no me quedaba ya pescado para él.

—Es que contaste mal.

—Seis perros tenemos —insistió el otro tranquilamente—. Seis eran los pescados que yo saqué. Oreja Cortada se quedó sin el suyo. Volví al saco, cogí otro y se lo di.

—Pues no tenemos más que seis perros.

—Henry —continuó Bill como si tal cosa—, no diré yo que fueran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados.

Henry dejó de comer para echar una mirada por encima de la lumbre y contar los perros.

—Lo que es ahora, no hay más que seis —dijo.

—Yo vi al otro huir a través de la nieve —anunció Bill fríamente, pero con toda seguridad—. Yo vi siete.

Henry lo miró con lástima, diciéndole:

—¡Lo que yo me voy a alegrar cuando hayamos llegado al fin de este viaje…!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Bill.

—Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha puesto ya tan nervioso que empiezas a ver visiones.

—También a mí se me ocurrió la idea —contestó gravemente Bill—. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqué y observé las huellas. Entonces conté los perros y aún había seis. En la nieve han quedado todavía las pisadas. ¿Quieres verlas? Yo te las enseñaré.

Henry no contestó y siguió mascando en silencio, hasta que, terminada la comida, tomó una taza de café. Se secó la boca con el dorso de la mano y dijo:

—Pues entonces, tú crees que era… —un prolongado aullido, tan feroz como triste y que partía de aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo escuchó un momento y luego terminó la frase diciendo—: Uno de esos —al tiempo que acompañaba las palabras con un movimiento de la mano, señalando al sitio de donde el aullido provenía.

Bill asintió con la cabeza.

—Yo me inclinaría a creer esto antes que otra cosa —indicó—. Tú mismo observaste la barahúnda que armaron los perros.

Como un aullido sucedía a otro, el silencio de antes se había convertido en un vocerío de casa de locos. De todas partes se elevaban los gritos, y de tal modo impresionó aquello a los perros, que se apretaban, aterrorizados, unos contra otros, tan cerca de la lumbre que el pelo se les chamuscaba. Bill echó algo más de leña al fuego antes de encender la pipa.

—Me parece que no las tienes todas contigo —observó su compañero.

—Henry… —y aquí le dio Bill una chupada a la pipa, muy meditabundo, antes de seguir adelante—. Henry, estaba pensando en la condenada suerte que ha tenido ese y no llegaremos nunca a tener nosotros —al decirlo, señalaba con el pulgar al que iba en el ataúd que les servía de asiento—. Lo que es cuando tú y yo nos muramos, Henry, podremos darnos por satisfechos con que haya bastantes piedras sobre nuestro esqueleto para evitar que los perros nos desentierren.

—Pero es que nosotros no tenemos familia ni dinero y demás, como tiene él —objetó Henry—. Estos entierros a larga distancia son un lujo que ni tú ni yo podemos pagar, verdaderamente.

—Lo que no me cabe a mí en la cabeza, Henry, es que a un muchacho como ese, que era lord o cosa por el estilo en su país, y que nunca tuvo que preocuparse de provisiones, ni de mantas, ni de todas esas cosas, se le antojara venir a estas malditas tierras que son el fin del mundo… Eso es lo que no acabo de comprender.

—Y que si hubiera sabido quedarse en casa, bien podía haberse muerto de puro viejo —contestó Henry, compartiendo la opinión del otro.

Bill abrió la boca para hablar, pero se quedó sin hacerlo. En vez de ello, señaló hacia aquel espeso muro de sombras que parecía oprimirlos por todos lados. No se distinguía en la profunda oscuridad ninguna forma, pero sí un par de ojos que relucían como ascuas. Pronto, Henry indicó con un movimiento de la cabeza un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se había ido formando un círculo de relucientes ojos.

De vez en cuando, uno de aquellos se movía, o bien desaparecía para volver a aparecer después.

La intranquilidad de los perros había ido en aumento y huían, presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del tumulto, uno de los perros cayó rodando al borde mismo de la hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire olía a pelo quemado. El barullo hizo que el círculo de ojos se moviera con inquietud durante un momento y que se retirara algo; pero volvió a la misma posición de antes en cuanto los perros se apaciguaron.

—Henry, ¡qué desgracia que tengamos tan pocas municiones!

Bill había acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su compañero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abeto que habían esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gruñó y comenzó a desatarse los peludos zapatos.

—¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban?

—Tres —fue la contestación—. Y ojalá fueran trescientos. Entonces verían esos condenados para qué me iban a servir.

Amenazó con el puño y lleno de coraje a aquellos ojos que brillaban en la oscuridad y comenzó a acercar con cuidado a la lumbre sus zapatos para que se secaran.

—Lo que yo quisiera es que esta racha de frío se acabara —continuó—. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte grados bajo cero. Y lo que también quisiera es no haber emprendido nunca este viaje, Henry. Las cosas tienen mal aspecto. No las tengo todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que desearía es que hubiéramos terminado de una vez con todo esto, y estuviésemos ya sentados tú y yo junto al fuego en Fuerte Macgurry, jugando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.

Henry volvió a contestar con un gruñido y se arrastró para acostarse. Dormitaba ya cuando le despertó la voz de su compañero.

—Oye, Henry: a aquel otro que se acercó y cogió el pescado, ¿por qué no se le echaron encima los perros? Eso me está atormentando la cabeza.

—Sí, y demasiado dura ya la manía, Bill —contestó el otro medio dormido—. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de callar y duerme, que cuando llegue la mañana te habrá ya pasado todo. Es que estás mal del estómago: eso es lo que tienes.

Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de la hoguera fue amortiguándose y el círculo de ojos brillantes que la rodeaba se fue cerrando. Los perros se apiñaron atemorizados, gruñendo de cuando en cuando amenazadoramente, al ver que algún par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De pronto, fue tal el ruido que armaron, que Bill se despertó. Salió del lecho cautelosamente, como si no quisiera despertar a su compañero, y echó más leña al fuego. En cuanto se alzaron las llamas, el círculo de ojos se fue retirando. Miró él, como por casualidad, a los apiñados perros. Se restregó los ojos y volvió a mirarlos con mayor atención. Después se arrastró hacia el montón de mantas.

—¡Henry! —llamó—. ¡Henry!

Este lanzó una especie de gemido al despertarse y preguntó:

—¿Qué ocurre ahora?

—Nada…, que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos.

Henry se limitó a manifestar con otro gruñido que quedaba enterado, y al momento, vencido de nuevo por el sueño, roncaba ya.

Quien primero se despertó a la mañana siguiente fue él, que llamó a su compañero para que se levantara. Faltaban tres horas para que se hiciera de día, a pesar de ser ya las seis de la mañana, y en medio de la oscuridad, Henry comenzó a preparar el desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y dejaba listo el trineo para enganchar.

—Oye, Henry —preguntó de pronto—, ¿cuántos perros dijiste que teníamos?

—Seis.

—Pues no, señor —exclamó triunfalmente Bill.

—¿Otra vez siete?

—No, cinco. Uno ha desaparecido.

—¡Diablos! —gritó furioso Henry, abandonando sus quehaceres para ir a contar los perros.

—Tienes razón, Bill —confesó—. El Gordito se ha marchado.

—Se apartó un poco, y ha desaparecido para siempre.

—No es fácil que volvamos a verlo. De fijo que se lo han engullido vivo. Apostaría cualquier cosa a que aún gruñía cuando se lo tragaron. ¡El diablo se los lleve!

—¡Perro tonto! ¡Siempre fue así!

—Pero por tonto que fuera, no debía haberlo sido hasta el punto de ir a suicidarse de ese modo —miró a los demás perros del trineo con ojos escudriñadores que parecieron juzgar en un momento los rasgos más salientes de cada animal—. Apuesto —añadió— a que ninguno de estos haría lo que él ha hecho.

—Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre —dijo Bill, asintiendo a aquellas palabras—. Siempre me pareció que el Gordito no andaba bien de la cabeza.

Y ese fue el epitafio que inspiró la muerte de un perro en aquellas tierras del norte…; menos corto, por cierto, que el de no pocos hombres.

II. La loba

Tras desayunar y atar al trineo el ligero equipo, los viajeros volvieron la espalda al agradable fuego y se lanzaron a la plena oscuridad. Inmediatamente comenzaron a oírse aullidos impregnados de ferocidad y de tristeza, aullidos que, a través de las tinieblas y del frío, se llamaban y se contestaban unos a otros. Cesó toda conversación. La luz del día no apareció hasta las nueve. Hacia el sur, el cielo adquirió un color rosa pálido al llegar al mediodía, marcando el punto donde la redondez de la Tierra se interponía entre el sol meridiano y el mundo septentrional. Pero aquel rosado color desapareció muy pronto. La grisácea luz del día que quedó entonces duró hasta las tres, hora en que también desapareció repentinamente, y él manto de la noche ártica descendió, envolviendo la solitaria y silenciosa tierra.

Al llegar la oscuridad, aquellos gritos de caza que se oían a derecha e izquierda y hacia atrás fueron acercándose…, y tan cerca resonaron, que más de una vez una ráfaga de miedo hizo presa de los cansados perros, que se atropellaron con terror.

Aquello ocurrió una vez más mientras Bill y Henry ponían orden en la traílla, y el primero dijo:

—¡Ojalá levanten de una vez alguna pieza, vayan tras ella y nos dejen en paz!

—Ataca los nervios oírlos —observó Henry, asintiendo a lo dicho por su compañero.

No hablaron nada más hasta llegar al sitio donde acamparon de nuevo. Henry estaba agachado, añadiendo pedazos de hielo a la olla en que hervían las habas, cuando se sobresaltó al oír el ruido de un golpe, una exclamación de Bill y un agudo gruñido de dolor que partía del grupo de los perros. Se enderezó a tiempo para ver desaparecer un negro y confuso bulto que cruzaba entre la nieve y se perdía en la oscuridad. Luego vio a Bill, de pie en medio de los perros, entre triunfante y acobardado, sosteniendo en una mano un grueso garrote y en la otra la cola y parte del cuerpo de un salmón curado al sol.

—Se me ha llevado la mitad —dijo—, pero al menos he podido darle un buen porrazo. ¿No oíste el chillido?

—¿Y cómo era? —preguntó Henry.

—No pude distinguirlo bien. Pero tenía cuatro patas, boca y pelo, y en todo se parecía a un perro.

—Debe de ser un lobo domesticado…, supongo.

—Pues bien domesticado ha de estar el maldito, sea lo que sea, para venir aquí a la hora de comer y llevarse una ración de pescado.

Aquella noche, cuando acabaron de cenar y sentados sobre la caja rectangular fumaban sus pipas, el círculo de ojos brillantes se acercó mucho más que anteriormente.

—¿Por qué no levantarán esos una manada de antas o cualquier otra cosa y se irán tras ella, dejándonos tranquilos? —dijo Bill.

Henry asintió con una especie de gruñido en cuya entonación había algo que no era solo aprobación, y durante un cuarto de hora siguieron sentados y sin decir palabra. Henry miraba la lumbre fijamente, y Bill, aquel círculo de ojos que relucían en la oscuridad más allá de las llamas de la hoguera.

—¡Ojalá estuviéramos ya camino de Macgurry! —volvió a empezar el segundo.

—¡Cállate de una vez y deja de refunfuñar y molestarme! —exclamó enojado Henry—. Tú estás mal del estómago. Eso es lo que tienes. Trágate una cucharada de soda y verás cómo se te endulza el carácter y tu compañía resulta más agradable.

Al llegar la mañana, a Henry le despertaron todo un torrente de blasfemias que brotaban de la boca de Bill. Se apoyó sobre el codo para mirar a su compañero, que estaba de pie entre los perros, junto al fuego, al que había añadido más leña, con los brazos en alto en actitud indignada, y torcido el gesto de pura cólera.

—¡Hola…! ¿Qué te pasa ahora? —le gritó Henry.

—Que el Rana se ha ido.

—No puede ser.

—Te digo que sí.

Henry saltó de entre las mantas y se dirigió hacia los perros. Los contó con cuidado y unió sus maldiciones a las de Bill contra aquel poder de la vida salvaje que acababa de robarles otro perro.

—El Rana era el más fuerte de la traílla —afirmó Bill.

—Y este sí que no tenía un pelo de tonto —añadió Henry.

Y tales palabras fueron el segundo epitafio pronunciado en el espacio de dos días.

El desayuno resultó triste, y los cuatro perros que quedaban fueron enganchados al trineo. El día era una repetición de los anteriores. Los hombres se afanaron en caminar sin hablar sobre la tierra pelada. Nada interrumpía el silencio, excepto los aullidos de sus perseguidores, que, invisibles, iban siempre detrás de ellos. Al hacerse de noche, a media tarde, los gritos resonaron más cerca, según la costumbre, y el miedo volvió a apoderarse de los perros, que se alborotaban enredando los tiros y aumentando la depresión de los hombres.

—A ver si así os quedáis sujetos, ¡estúpidos! —dijo satisfecho Bill aquella noche, plantándose muy erguido después de terminar su tarea. Henry dejó lo que estaba cocinando para ver de qué se trataba. Su compañero no solo había atado a los perros, sino que lo hizo como suelen hacerlo los indios: con palos. A cada perro le había anudado una correa al cuello. A esta, y tan cerca del cuello que el animal no podía clavar allí los dientes, había atado un grueso palo de un metro o metro y medio de largo. El otro extremo del mismo quedaba asegurado, por medio de otra correa, a una estaca clavada en el suelo. Así el perro no podía ir royendo, hasta cortarla, la correa que estaba fija al primer extremo del palo.

Henry aprobó lo hecho con un movimiento de cabeza.

—Es lo único capaz de sujetar a Oreja Cortada —dijo—. Sus dientes cortan la correa como un cuchillo y casi con igual rapidez. Así, por la mañana no volverá a faltarnos ningún perro.

—Apuesto lo que quieras a que no —replicó Bill—. Si falta uno, me quedo yo sin café.

—Ellos saben que no estamos suficientemente preparados para matarlos —observó Henry, al llegar la hora de acostarse, señalando al círculo de relucientes ojos que les tenían puesto cerco—. Si pudiéramos mandarles un par de balas, nos mirarían con más respeto. Cada noche se acercan un poco más. Apártate algo de la lumbre para ver mejor y mira… ¡allí! ¿Ves aquel?

Durante cierto tiempo, los hombres se entretuvieron en observar el movimiento de confusos bultos casi al borde mismo de la hoguera. Mirando un rato fijamente a un par de aquellos ojos que brillaban entre las sombras, la forma del animal iba tomando cuerpo lentamente, y a veces hasta llegaban a verlo moverse.

Un ruido que partió del grupo de los perros llamó la atención de los dos hombres. Oreja Cortada lanzaba repetidos y breves quejidos, embistiendo cuanto le permitía el palo que lo sujetaba, hacia la oscuridad, y desistiendo de ello, de cuando en cuando, para atacar furiosamente a dentelladas el palo mismo.

—¡Mira, Bill! —dijo Henry en voz baja.

Iluminado por la hoguera, cuya luz le daba de lleno, se deslizaba cautelosamente un animal parecido a un perro. Se movía con cierta rara mezcla de recelo y de audacia, observaba con cuidado a los hombres pero concentraba principalmente la atención en los canes. Oreja Cortada se lanzó, todo lo que el palo le permitía, hacia el intruso, dando un ansioso quejido.

—Ese estúpido de Oreja Cortada no parece estar muy asustado —susurró Bill.

—Se trata de una loba —le contestó Henry del mismo modo—. Eso explica que el Gordito y el Rana se fueran. Ella es el señuelo de la manada. Sirve para atraer al perro, y luego se le echan todos encima y lo devoran.

La leña de la hoguera dio un chasquido. Uno de los troncos cayó rodando con estrépito y chisporroteo. Al oír el ruido, el raro animal saltó hacia atrás, desapareciendo en la oscuridad.

—Henry, he pensado una cosa —anunció Bill.

—¿Qué has pensado?

—Pues que a este fue al que le di yo el garrotazo.

—No me cabe la menor duda —repuso Henry.

—Y de paso quiero que conste también —continuó Hill— que eso de que este animal esté tan familiarizado con las hogueras de los campamentos es algo sospechoso e inmoral.

—La verdad es que sabe más de lo que cualquier lobo que se respete un poco debe saber —continuó Henry—. Un lobo que sabe cuándo ha de venir aquí para encontrar comiendo a la traílla tiene cierta experiencia.

—El viejo Villan tuvo una vez un perro que se escapó y se fue con los lobos —iba diciendo Bill como si estuviera hablando solo—. Puedo afirmarlo con seguridad. Lo separé de la manada de un balazo, en un prado donde van a pacer las antas más allá de Little Stick. Y Villan lloró entonces como una criatura. Tres años había estado sin verlo, según dijo. Todo ese tiempo estuvo con los lobos.

—Me parece que has dado en el clavo, Bill. En realidad, ese lobo es un perro, y muchas veces ha comido pescado antes de ahora, recibiéndolo de manos de algún hombre.

—Y si se presenta la ocasión, este lobo, que no es lobo, sino perro, no será pronto más que un montón de carne —afirmó Bill—. No podemos permitirnos el lujo de perder más animales que los que hemos perdido.

—¡Pero si no tienes más que tres cartuchos! —objetó Henry.

—Esperaré hasta que el tiro sea seguro —fue la contestación que obtuvo.

Por la mañana, Henry renovó el fuego y preparó el desayuno; le acompañaban los ronquidos de su compañero.

—Dormías tan a pierna suelta que no quise cometer la crueldad de despertarte antes —le dijo Henry al llamarle para que fuera a desayunar.

Bill empezó a comer, somnoliento aún. Observó que su taza estaba vacía y comenzó a buscar la cafetera. Pero esta estaba fuera del alcance de su mano y al lado mismo de Henry.

—Oye, Henry —le dijo como riñéndole suavemente—, ¿no te has olvidado de algo?

Miró este a un lado y a otro, buscando con gran cuidado, y movió negativamente la cabeza. Bill le tendió entonces su taza vacía.

—No hay café para ti —le anunció Henry.

—¿Se ha acabado?

—No.

—¿Crees que no me conviene para la digestión?

—No.

De pronto, la sangre se le subió a Bill a la cabeza y le coloreó fuertemente el rostro.

—Pues entonces ya estás tardando demasiado en darme alguna explicación —dijo.

—El Zancudo se ha ido —le contestó Henry.

Sin precipitarse, con aire de persona que admite con resignación una desgracia, Bill volvió la cabeza y, desde el sitio donde estaba sentado, contó los perros con cuidado.

—¿Cómo fue? —preguntó con apatía.

Henry se encogió de hombros.

—No sé. La única posibilidad es que Oreja Cortada le haya roído las correas y lo haya dejado suelto. Él mismo no podía hacerlo: eso con seguridad.

—¡Mal bicho! —Bill hablaba grave y lentamente, sin dar rienda suelta a toda la rabia que le devoraba—. ¡Claro! Como no pudo desatarse él mismo, se decidió a hacerlo con el Zancudo.

—¡Bueno! Ese ha acabado de padecer. Me parece que a estas horas estará ya digerido y dando vueltas por ahí, repartido en veinte vientres de otros tantos lobos —ese fue el epitafio que Henry dedicó al último de los perros que habían perdido—. Toma café, Bill —añadió.

Pero Bill movió la cabeza negativamente.

—Toma, hombre —insistió Henry levantando la cafetera.

Bill retiró su taza vacía.

—Que me ahorquen —dijo— si lo tomo. Dije que me quedaría sin él si se perdía otro perro, y no lo quiero.

—Mira que está riquísimo… —indicó el otro para tentarle.

Pero Bill era terco, y tragó el desayuno en seco, ayudándose solo con el buen golpe de maldiciones murmuradas a media voz contra Oreja Cortada por la mala partida con que acababa de obsequiarlos librando al otro perro.

—Lo que es esta noche, los ato a distancia para que no puedan acercarse uno a otro —aseguró Bill mientras los dos hombres volvían a reanudar su camino.

Habían andado poco menos de cien metros cuando Henry, que iba delante, se agachó y recogió algo con lo que había tropezado. En la oscuridad no podía verlo, pero supo lo que era por el tacto. Lo arrojó hacia atrás, de modo que primero dio contra el trineo y luego saltó hasta los peludos zapatos de Bill.

—Podría ser que te hiciera falta —dijo.

Bill lanzó una exclamación. Era lo único que había quedado del Zancudo: el palo que sirvió para atarlo.

—Se lo comieron con piel y todo —fue su comentario—. El palo está tan limpio y desnudo como si no se hubiera tocado. Se han comido hasta las correas de los extremos. Están hambrientos, los malditos, y me parece que tendremos ocasión de saberlo tú y yo antes de que terminemos este viaje.

Henry se rió con aire de desafío.

—Los lobos no me han seguido nunca hasta ahora —dijo—; pero por cosas peores he pasado sin que perdiera por ello la salud. Se necesita algo más que un puñado de esa peste de animales para acabar con este tu afectísimo servidor, Bill, hijo mío.

—No sé, no sé —murmuró Bill con expresión siniestra.

—Bueno, pues ya lo sabrás cuando lleguemos a Macgurry.

—No me entusiasma mucho esto —insistió Bill.

—Lo que te pasa es que estás muy pálido y necesitas quinina —replicó en tono enigmático Henry—. Voy a darte una buena dosis en cuanto lleguemos a Macgurry.

Bill manifestó, refunfuñando, su disconformidad con el diagnóstico, y luego se quedó callado. El día resultaba como todos los demás. Llegó la claridad a las nueve. A las doce, el lado del horizonte se coloreó un poco al influjo del invisible sol, y luego comenzó la gris frialdad de la tarde que debía hundirse en la noche tres horas después.

A continuación de aquel vano esfuerzo del sol para mostrarse, sacó Bill el rifle de entre las correas que lo sujetaban al trineo y dijo:

—Tú sigue, Henry, que yo voy a ver… lo que voy a ver.

—Mejor sería que no te separaras del trineo —le objetó su compañero—. No tienes más que tres cartuchos, y nadie sabe lo que puede ocurrir.

—¿Quién es ahora el gruñón, tú o yo? —preguntó triunfalmente Bill.

Henry no contestó y continuó solo, aunque no sin lanzar frecuentes miradas de ansiedad hacia atrás, hacia la gris soledad por donde acababa de perderse su compañero. Una hora después, gracias a haber tomado por el atajo las curvas que el trineo tuvo que describir, llegó Bill.

—Andan esparcidos y en un amplio radio —dijo—. Al mismo tiempo que nos siguen, van al ojeo de alguna pieza que puedan levantar. ¡Claro! De nosotros están seguros, pero saben que han de esperar aún. Mientras tanto, se contentarán con cualquier cosa de la que puedan echar mano.

—Querrás decir que se figuran estar seguros de nosotros. Supongo que no habrán probado bocado en algunas semanas, excepto lo que les han proporcionado el Gordito, el Rana y el Zancudo, y son ellos tantos que no les tocaría mucho a cada uno. Están tan flacos que sus costillas parecen un enrejado y el vientre se les ha subido hasta plegárseles al espinazo. Están furiosos, te lo aseguro. Acabarán por volverse rabiosos, y entonces, ¡mucho ojo!

Tres minutos después, Henry, que iba ahora detrás del trineo, lanzó un sordo silbido de alerta. Bill se volvió y miró, después de lo cual paró los perros silenciosamente. A reta guardia, desde la última curva que habían dejado y siguiendo sus mismos pasos, visible por completo y sin recatarse lo más mínimo, iba trotando, como escapado, un animal peludo. Seguía el rastro con el hocico. Tenía un trote especial. Parecía que se deslizara y adelantaba sin el menor esfuerzo. Cuando ellos se paraban, se detenía él también, levantando la cabeza y mirándolos fijamente, venteando con ahínco para estudiarlos por medio del olfato.

—Es la loba —dijo Bill.

Los perros se habían echado en la nieve y, dejándolos, Bill retrocedió para unirse a su amigo al lado del trineo. Juntos observaban vigilantes el extraño animal que había estado persiguiéndolos durante días enteros y al que se debía ya la pérdida de la mitad de la traílla.

Después de examinarlos con todo cuidado, trotó algo más, unos cuantos pasos. Repitió lo mismo varias veces hasta que al fin quedó ya a unos pocos centenares de metros. Entonces se paró, con la cabeza enhiesta, junto a unos abetos, y mirando y olfateando, estudió el equipo de los hombres, que lo observaban también. Los contemplaba de un modo raro, pensativo, al estilo de como suelen hacerlo los perros; pero en todo aquel interés, en toda aquella atención, no había nada de la perruna afectuosidad. Era producto del hambre, y resultaba tan cruel como sus propios colmillos, tan sin piedad como el hielo.

Para ser un lobo, resultaba muy grande. Era uno de los mayores ejemplares de su raza.

—Lo menos tiene cerca de cuatro palmos de alto —comentó Henry—. Y apuesto a que no anda muy lejos del metro y medio de largo.

—¡Qué color más raro para un lobo! —observó Bill—. Es la primera vez que veo un lobo rojo. Casi me parece de color canela.

No era ciertamente así. Su pelaje resultaba, en realidad, el de un verdadero lobo. El color dominante era el gris, pero mezclado con un matiz rojo pálido, un matiz engañador que tan pronto aparecía como desaparecía, que semejaba más bien una ilusión óptica, pues a veces era gris claro y a veces surgían en él reflejos de un rojo vago, inclasificable entre los colores acostumbrados del lobo.

—Todo su aspecto es el de un indómito perrazo de trineo —afirmó Bill—. No me extrañaría que empezara a mover la cola.

—¡Hola, salvaje! —le gritó—. Ven aquí, tú, como te llames.

—No te teme ni pizca —dijo Henry, riéndose.

Bill le amenazó con la mano, riñéndole a gritos; pero el animal no dio muestras de atemorizarse lo más mínimo. La única alteración que en él notaron fue que se puso más alerta que nunca. Los miraba con aquella despiadada atención hija del hambre. Ellos eran carne, y él estaba hambriento; su deseo hubiera sido echárseles encima y devorarlos, si se hubiese atrevido a hacerlo.

—Mira, Henry —dijo Bill, bajando inconscientemente la voz hasta que parecía un susurro, porque a ello le impulsaba la idea que se le había ocurrido—, tenemos tres cartuchos, pero el tiro es blanco seguro. Imposible errarlo. Se nos ha llevado a tres de nuestros perros, y hora es ya de que esto se acabe. ¿Qué te parece?

Henry asintió, como dándole permiso. Bill sacó el rifle de entre las correas del trineo cautelosamente. Iba a echárselo a la cara; pero no llegó a apoyarse la culata en el hombro. En el mismo instante, la loba dio un salto hacia un lado, apartándose del camino, y desapareció tras un grupo de abetos.

Los dos hombres se quedaron mirándose. Henry se contentó con silbar significativamente.

—¡Debía haberlo pensado! —exclamó Bill, reprendiéndose a sí mismo mientras colocaba el rifle en su sitio.

—¡Claro! Un lobo que es bastante listo para mezclarse con los perros a la hora de la comida ha de saber para qué sirven las armas de fuego. Créeme, Henry, y no lo dudes: ese animal es la causa de todo lo que nos pasa. Si no fuera por él, por esa loba, aún tendríamos nuestros seis perros, en vez de los tres que nos quedan. Y no lo dudes tampoco: yo voy a acabar con ella. Sabe demasiado para que se deje tirar a pecho descubierto, pero la cazaré al acecho. Caerá en la emboscada o dejaría yo de ser quien soy.

—No te apartes mucho al intentarlo —le previno su compañero—. Si a la manada se le antoja tomarte por su cuenta, los tres cartuchos te servirán de tan poco como tres voces que dieras en el mismo infierno. Esos condenados animales están hambrientos, y si les da por perseguirte, acaban contigo, Bill.

Aquella noche, los dos amigos acamparon temprano. Tres perros no podían arrastrar el trineo tan aprisa ni durante tantas horas como cuando eran seis, y daban ya claras señales de estar rendidos. Los hombres se acostaron pronto, después de cuidar Bill de que los perros quedaran atados y a distancia uno de otro para que no pudieran roer las correas del vecino. Pero los lobos iban atreviéndose a acercarse, y más de una vez despertaron a nuestros viajeros. Tan cerca los tenían, que los perros comenzaron a mostrarse locos de terror, y fue necesario ir renovando y aumentando de cuando en cuando el fuego de la hoguera, a fin de mantener a aquellos merodeadores a mayor y más segura distancia.

—Varias veces he oído contar a los marineros cómo los tiburones siguen a los barcos —observó Bill al volver, arrastrándose, a echarse en las mantas, después de una de estas ocasiones en que fue preciso añadir leña a la hoguera.

—¡Bueno…! Pues los lobos son los tiburones de la tierra. Ellos saben mucho mejor que nosotros lo que hacen, y si siguen nuestra pista de este modo, no será para que el ejercicio les conserve la salud. Acabarán por apoderarse de nosotros. Seguro que nos cazan, Henry.

—Lo que es a ti, te tienen medio cogido desde el momento en que hablas así. Cuando un hombre dice que lo van a devorar, ya está andado la mitad del camino que conduce a ello. Y tú estás medio devorado. Solo por hablar tanto de lo que nos va a pasar.