Colmillo Blanco - Jack London - E-Book

Colmillo Blanco E-Book

Jack London

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Beschreibung

En las heladas tierras de Yukón, un cachorro de perro-lobo es adoptado por el indígena Nutria Gris, que le someterá a una vida dura en su campamento. Bautizado como Colmillo Blanco, crece y se convierte en un salvaje y mortal luchador. Pero su futuro cambiará cuando sea rescatado por un buscador de oro, que tratará de domesticarlo ¿Lo conseguirá? Colmillo Blanco se adentra en temas como la crueldad humana, la moral o el vínculo especial entre animales y seres humanos. Un clásico literario atemporal que ha atrapado a millones de lectores desde su publicación en 1906.

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Colmillo Blanco

Jack London

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 de la edición española traducida por Antonio Cunillera

y adaptada por Nacho Bárcena

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.

www.rialp.com

© Ilustraciones de Guillermo Altarriba

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6736-2

ISBN (edición digital): 978-84-321-6737-9

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6738-6

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

El autor y su obra

I. ¿Cuántos perros tenemos?

II. La loba

III. ¡Salvado!

IV. La loba y el tuerto

V. Los cachorros

VI. El lobezno gris

VII. El muro del mundo

VIII. La ley del sustento

IX. Los hombres

X. La esclavitud

XI. El vagabundo

XII. El camino de los hombres

XIII. El contrato

XIV. El hambre

XV. El enemigo de su raza

XVI. Smith, el bonito

XVII. El nuevo amo

XVIII. El reinado del odio

XIX. La primera derrota

XX. Cambio de dueño

XXI. El indomable

XXII. Una vida nueva

XXIII. Otra vez Smith el bonito

XXIV. El largo viaje

XXV. Las tierras del sur

XXVI. El dominio de los hombres

XXVII. La llamada de la selva

XXVIII. El lobo dormido

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

El autor y su obra

Comenzar a leer

EL AUTOR Y SU OBRA

John Griffith London, más conocido literariamente por Jack London, nació en San Francisco, en 1876, y murió en Glen Ellen, California, en 1916. Popular novelista norteamericano, se hizo famoso por sus narraciones sobre la vida en el Ártico, en especial por lo relacionado con los perros y los lobos.

Su espíritu aventurero le impulsó a alistarse como grumete a los dieciséis años en un velero que se dirigía a Japón. Esto dio nuevos alicientes a su vida y desarrolló en él su afán de escritor. Imbuido por estos deseos, cuando terminó su aprendizaje de grumete, se hizo cazador de focas en el mar de Bering y luego buscador de oro en Alaska, ampliando su visión de nuevas tierras y de nuevos espacios. Su experiencia, efectivamente, iba a servirle de mucho. Terminado su periplo de buscador de oro empezó a escribir sus novelas. Su estilo peculiar y su realismo le granjearon merecida fama.

Algunas de estas novelas de aventuras se inspiraron en recuerdos personales y contienen episodios autobiográficos. Entre sus más importantes obras figuran las siguientes: La llamada de la selva, 1903; El lobo de mar, 1904; Colmillo Blanco, 1907, que ahora ofrecemos a nuestro público juvenil; y Martín Edén, 1909. También en otras novelas prestó gran atención a las miserias sociales de su época. Por ejemplo, en El pueblo del abismo, 1903, y en El talón de hierro, 1908. Mencionamos finalmente una de sus obras, una especie de confesión autobiográfica, casi una novela de tesis. Su título es John Barleycorn, y se publicó en 1913. En cuanto a Colmillo Blanco, vamos a señalar que se trata de una gran novela que calará profundamente en el ánimo del lector.

La vida de Colmillo Blanco está descrita de forma magistral, y con tal minuciosidad que atrae y hasta conmueve. Todo en la novela tiene sus contrapuntos, sus momentos álgidos y bajos, concatenados con esa vida que fluye del animal desde sus primeros días hasta su madurez. Nos sentimos siempre muy cerca de él, tanto en sus desventuras como en sus momentos felices, tanto cuando acompaña a Nutria Gris como cuando es atormentado por Smith el Bonito. Y sus luchas contra los perros y contra los animales del bosque, sus victorias y sus derrotas, nos permiten ir observando sus instintos, sus reflejos, su modo de ser y de actuar. Colmillo Blanco no es ni perro ni lobo. Es un cruce de razas. Hijo de Kiche, la perra, y de Tuerto, el lobo, anidan en él impulsos y deseos contradictorios. Y cuando cae en manos de Weedon Scott, este consigue con su bondad que el animal sienta afecto por él y que salve su vida y la de su padre.

Colmillo Blanco ha conseguido al fin integrarse en la sociedad de «los animales llamados hombres» y respetar la ley por encima de todo. Con ello, el autor ha logrado plasmar en un lenguaje especial el contraste entre selva y civilización, la cara y la cruz de un animal, salido del cubil de sus antepasados, que hubiera podido ser lobo, pero que acabará siendo un perro fiel en todos los avatares de su existencia, plagada por otra parte de episodios tristes y felices, de dolores y de satisfacciones, de ansias homicidas y de ternura y bondad.

I. ¿CUÁNTOS PERROS TENEMOS?

Sobre la tierra reinaba un profundo silencio. Era como una desolación sin vida, sin movimiento, solitaria y fría. Nada más y nada menos que la selva, la selva boreal. A un lado y otro del río se extendía un bosque de coníferas. Poco tiempo antes, el viento había hecho que los árboles se desprendieran de su capa de nieve. Sin embargo, allí mismo, como un desafío, se encontraba la vida. Aguas abajo, por el río helado, un trineo tirado por perros de aspecto lobuno avanzaba despacio, muy despacio.

La erizada pelambre de los perros se hallaba recubierta de hielo. En cuanto salía de las fauces, el aliento se congelaba en el aire y se depositaba formando cristales sobre su piel. Los perros llevaban un arnés de cuero que los unía al trineo, el cual carecía de patines. El trineo estaba formado por una resistente corteza de abedul. La parte delantera era redondeada. De este modo impedía la carga de la nieve blanda que parecía oponérsele como un mar embravecido. Sobre el trineo se encontraba una caja de madera, de forma ovalada. Además, había otras cosas. Por ejemplo, mantas, un hacha, una cafetera y una sartén. Lo que más sobresalía era la caja, que ocupaba la mayor parte del trineo.

Delante de los perros avanzaba con lentitud un hombre, calzado con amplios mocasines. Detrás del trineo, otro hombre. Y en la caja ovalada yacía un tercer ser humano, vencido y derrotado por la selva. A la selva no le agrada el movimiento, para ella la vida es como un insulto, pues lo que vive se mueve y la selva siempre destruye cuanto goza de movilidad: hiela el agua y arranca la savia de los árboles y, además, aniquila al hombre y le obliga a someterse.

A pesar de ello, sin arredrarse en lo más mínimo, delante y detrás del trineo avanzaban los dos hombres que aún estaban con vida. Era imposible distinguir sus caras. Pestañas, mejillas y labios estaban cubiertos de cristales de hielo, que provenían de su propia respiración. Más que seres humanos parecían fúnebres figuras, sepultureros que asistían a un entierro. Y, sin embargo, eran hombres que avanzaban por aquellas tierras desoladas, perseverando contra el poder de un mundo extraño y carente de vida.

Ambos hombres permanecían silenciosos, ahorrando la respiración para el trabajo corporal. Todo a su alrededor era silencioso, un silencio opresor que afectaba a sus mentes y que les cargaba con el peso de una soledad infinita. Era una presión irresistible que vaciaba hasta su propia alma de cualquier idea o sentimiento. Aquellos dos hombres eran como manchas, finitas y limitadas, en el espacio. Pasaron varias horas. Palidecía la débil luz de aquel día corto y sin sol. De pronto, un débil grito lejano resonó en el aire. El grito se hizo más fuerte hasta alcanzar su nota más álgida. Persistió y luego se fue apagando. Este grito poseía una cierta tristeza y un tono de hambre. El hombre que iba delante volvió la cabeza y encontró los ojos de su compañero. Ambos intercambiaron, al unísono, un presentimiento. Poco después se oyó un segundo grito. Los dos hombres localizaron en seguida su origen. Se encontraba, sin lugar a dudas, detrás de ellos, en algún punto del desierto nevado que acababan de atravesar. Como si fuera una respuesta, sonó el grito por tercera vez, detrás de ellos.

—Me parece que nos están buscando —dijo el hombre que iba al frente.

—Sí, eso creo —respondió el otro—. La carne escasea. Hace ya muchos días que no veo huellas de conejos por ninguna parte —añadió, cambiando de conversación.

—Tienes razón. Ya lo he observado.

Después ya no hablaron más, aunque siguieron atentos por si oían los gritos de caza. Desapareció la luz del sol y avanzaron con los perros hacia un grupo de coníferas en la orilla del río. Allí decidieron pasar la noche. El féretro les fue de mucha utilidad. Les sirvió de asiento y de mesa. Por su parte, los perros se agruparon lejos del fuego. Se enseñaron mutuamente los dientes y pelearon, aunque no demostraron ningún ansia de alejarse del improvisado campamento.

—Me doy cuenta, Harry, de que los perros quieren estar junto a nosotros —comentó Bill.

Harry asintió.

—Saben lo que hacen para estar seguros —dijo—. No hay duda de que les gusta más comer que ser comidos. Son perros muy astutos.

—No estoy tan seguro —repuso Bill, sacudiendo la cabeza.

Su compañero le observó con curiosidad.

—¡Caramba, amigo!

—¿Qué?

—Pues… que es la primera vez que te oigo decir que los perros no son astutos. Mejor dicho: que no estás seguro de que sea así.

—Bueno, es la primera vez y no será la última—afirmó Bill.

Empezaron a comer.

—Harry… —dijo Bill, Al cabo de un rato.

—¿Qué?

—¿Te fijaste cómo se alborotaron los perros cuando les daba de comer?

—Hicieron más ruido que de costumbre —dijo Harry.

—¿Cuántos perros tenemos? ¿Lo sabes? —preguntó Bill.

—Seis —contestó Harry.

—Bueno, verás… —y Bill se detuvo un momento, y luego continuó—. Sí, tenemos seis perros, pero el hecho es que tomé seis pescados de la bolsa, di uno a cada perro y me faltó uno.

—Vamos, hombre. Te habrás equivocado —dijo Harry.

—No, no. No me he equivocado —insistió Bill—. Seis perros y seis pescados. No hay error posible. Oreja se quedó sin pescado.

—Pero… tenemos seis perros, Bill.

—Quizá no todos fueran perros. Lo que sí es indudable es que había siete animales —aseguró Bill.

Harry dejó de comer y echó una mirada a través del fuego para contar los perros.

—Solo hay seis.

—Pero hace un momento vi a otro escapar a través de la nieve —dijo Bill con insistencia—. Vi siete perros.

—Mira, Bill —dijo Harry—, ¿sabes qué te digo?

—Tú dirás.

—Pues que me alegraré mucho cuando termine este viaje.

—No te entiendo, amigo. ¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Bill.

—Pues ni más ni menos que este cargamento se te ha subido a la cabeza y que empiezas a ver cosas imaginarias.

—¿Sabes? También yo pensé lo mismo —repuso Bill—. Por eso, cuando el animal echó a correr a través de la nieve, observé las huellas. Aún pueden verse en la nieve. Conté otra vez los perros y eran seis. Puedes comprobarlo.

Harry permaneció silencioso. Terminó de comer, se limpió los labios con la mano y dijo:

—Por lo que me has contado, tú crees que era uno de esos…

Un grito —más bien un aullido— interrumpió la frase. Provenía de algún lugar en la oscuridad.

—¿Uno de ellos? —insinuó Harry.

Bill hizo un gesto de asentimiento.

—Eso creo yo.

Siguieron los aullidos, que empezaron a transformar aquella soledad en un manicomio. Los perros se acurrucaban ahora, muertos de miedo, cerca del fuego. El calor casi les quemaba el pelo. Bill encendió la pipa y luego dijo:

—Me parece que el de la caja es más feliz que nosotros.

—Puede que así sea —repuso Harry—. El peligro nos acecha por todas partes.

—Lo que no puedo comprender es por qué este hombre, que en su tierra fue un lord o cosa parecida, y que nunca tuvo que preocuparse por la comida, viniera a esta tierra. Vamos, no puedo entenderlo —dijo Bill.

—Tienes razón. Habría llegado a viejo si se hubiera quedado en casa.

Los dos hombres observaban el muro de oscuridad que les rodeaba. En aquella espesa negrura solo se veía un par de ojos que llameaban como carbones encendidos. Luego vieron otro par, y otro… Era un círculo de ardientes ojos que relucían como ascuas. Los perros estaban inquietos. De pronto echaron a correr hacia el fuego, como enloquecidos.

—Nos hemos quedado sin municiones! —dijo Bill.

—¿Cuántos cartuchos nos quedan? —preguntó Harry.

—Solo tres —respondió Bill—. Si tuviéramos trescientos… Ya les enseñaría yo a esos…

Y el hombre amenazó con el puño hacia el círculo de ojos brillantes.

—Es verdad, Bill. Con trescientos cartuchos nada tendríamos que temer.

—Y también me gustaría que no hiciera tanto frío —dijo Bill—. Hace ya dos semanas que estamos a cincuenta grados bajo cero.

—Así es.

—Lo que yo querría es no haber iniciado este viaje, Harry. No me siento bien. Daría todo lo que tengo por estar en el fuerte McGurry, al lado del fuego y jugando a las cartas.

Harry contestó con un gruñido, y se metió en la cama. Empezaba a dormirse cuando le despertó la voz de su amigo.

—Una cosa me preocupa, Harry.

—¡Vamos! Di. Tengo sueño.

—Ese que se llevó el pescado…

—¿Qué? ¿Qué pasa con ese? —inquirió Harry.

—¿Por qué no lo atacaron los perros? No lo comprendo…

—¡Bah! Déjalo ya y no pienses. Te conviene dormir. Mañana te sentirás mejor.

—No sé…

—¿Sabes qué te digo? Tú lo que tienes es acidez de estómago. Esta es tu preocupación.

Se durmieron uno al lado del otro, cubiertos con la misma manta. El fuego se apagó y el círculo de ojos brillantes se hizo más estrecho. El ruido llegó a ser tan intenso que Bill se despertó. Con cuidado, y para no interrumpir el sueño de su compañero, echó más leña al fuego y los ojos se alejaron. Entonces miró hacia los perros y los examinó atentamente. Luego se arrastró hacia donde dormía su compañero.

—¡Harry! ¡Harry!

—¿Qué ocurre ahora?

—Pues que hay otra vez siete perros. Acabo de contarlos —afirmó Bill.

Harry recibió la noticia con un gruñido que se transformó en un ronquido.

A las seis de la mañana los dos hombres se disponían a desayunar.

—¡Escucha, Harry! ¿Cuántos perros decías que teníamos? ¡Vamos! ¡Dilo!

—Seis. Tenemos seis perros —contestó su compañero, malhumorado.

—No es verdad. Estás en un error.

—Sí, ya sé que anoche dijiste que había siete.

—No, no hay siete. Hay cinco. Uno ha desaparecido.

—¡No me hables más de los perros! —gritó Harry, furioso. Contó los animales y dijo, ya más calmado—. Perdona, Bill. Tienes razón. El Gordito ha desaparecido.

—Siempre fue un perro muy tonto —dijo Bill.

—Por muy tonto que sea, no hay perro que se escape en busca de una muerte cierta.

—No creo que los otros perros le imiten —comentó Bill.

Este fue el epitafio de Gordito, un perro muerto en las tierras boreales.

II. LA LOBA

Una vez hubieron desayunado y atado al trineo todo el equipaje, los dos hombres se alejaron del fuego y avanzaron en la oscuridad. Seguían oyéndose los gritos de tristeza salvaje.

—Quizás encuentren caza en otra parte y nos dejen tranquilos —dijo Bill.

—Eso querríamos… Es que esos gritos le ponen a uno la carne de gallina —repuso Harry.

Ya no hablaron más hasta que se detuvieron para descansar.

Harry se dispuso a preparar la comida. De pronto le sobresaltó el ruido de un golpe, una exclamación de Bill y un ladrido de dolor que partía de entre los perros. Entonces vio una forma confusa que desaparecía a través de la nieve y se refugiaba en la oscuridad.

—Estuve a punto de atraparlo —anunció Bill, con aire triunfal, pero también con pena—. De todos modos, le aticé un buen golpe. ¿Oíste un aullido?

—¿Qué aspecto tenía?

—No pude verlo. Parecía un perro —comentó Bill.

—Sería un lobo domesticado.

—Sí, muy domesticado… Reunirse con los perros a la hora de repartir la comida y llevarse su pedazo de pescado… ¡Es increíble!

Aquella noche, al terminar de comer, el círculo de brillantes ojos se acercó aún más que antes.

—Si descubrieran algún rebaño de renos nos dejarían en paz —dijo Bill.

—Tal vez…

—Me gustaría estar ante el fuerte McGurry.

—¡Cállate de una vez! —gritó Harry—. Ya te dije que tienes acidez, nada más que eso. Tómate una cucharada de soda y ya verás cómo te pones bien en seguida. Entonces serás un compañero más sociable.

Al amanecer, Harry despertó sobresaltado. Bill se encontraba entre los perros, junto al fuego, y no paraba de gritar.

—¿Qué sucede ahora?

—Rana ha desaparecido —repuso Bill.

—¿Rana? No, no puede ser.

—Sí, te digo que Rana no está aquí.

Harry se acercó a los perros y los contó cuidadosamente. Comprobó que su compañero tenía razón.

—Rana era el más fuerte de todos —comentó Harry.

—Y no era ningún tonto —agregó Bill.

Desayunaron de muy mal humor. Después, ataron los cuatro perros restantes al trineo, y prosiguieron la marcha a través de la superficie de aquel mundo helado. Solo rompían el silencio los aullidos de sus perseguidores, que se mantenían invisibles a su retaguardia.

A media tarde, cuando se hizo oscuro, los animales que les perseguían se acercaron más a ellos.

Bill ató a los perros con mucho cuidado, mientras Harry preparaba la cena.

—Haces muy bien, Bill. Es la única forma de que no escapen.

—Puedes estar seguro de ello. Si alguno desaparece, me quedaré sin café.

—Estos malditos saben que carecemos de municiones —precisó Harry mientras se acostaba señalando hacia el círculo de ojos brillantes.

—Tienes razón. Si pudiéramos mandarles un par de tiros nos tendrían un poco más de respeto —comentó Bill—. ¿Te has fijado? Cada noche se acercan más…

Un ruido que provenía de los perros atrajo la atención de los dos hombres. Oreja emitía ladridos cortos y luchaba con su palo, como si deseara lanzarse hacia la oscuridad.

—Fíjate, Bill! —murmuró Harry.

A plena luz del fuego se deslizaba un animal parecido a un perro. Oreja se estiró hacia el intruso y ladró ansiosamente.

—Oreja no parece estar muy asustado —dijo Bill en voz baja.

—No hay duda. Es una loba —repuso Harry—. Eso explica la desaparición de Gordito y de Rana. La loba es el cebo. Atrae afuera a los perros y entonces sus compañeros los devoran.

Restalló el fuego. Un leño se deshizo con un gran chisporroteo. Entonces aquel extraño animal desapareció de un salto en la oscuridad.

—¡Harry! —exclamó Bill.

—¿Qué?

—Me parece que fue a ese a quien di con el palo. Estoy convencido.

—Seguro —repuso Harry—. No me cabe la menor duda.

—Debo decirte que la familiaridad de ese animal con los campamentos y el fuego es muy sospechosa —habló Bill en tono solemne.

—Desde luego, sabe mucho más de lo que debería saber un lobo decente. Un lobo que se acerca cuando se da de comer a los perros debe de haber tenido amplias experiencias —comentó Harry.

—El viejo Villan tuvo una vez un perro que se escapó y se fue a vivir con los lobos —explicó Bill—. Yo lo maté de un tiro y el viejo Villan lloró como un niño. Se trataba de su perro, y llevaba tres años sin verle.

—Sí, Bill. Esa loba tiene sangre perruna. Seguro que más de una vez habrá comido pescado de las manos de un hombre.

—Si puedo atraparla te aseguro que no hará más daño. No podemos permitirnos el lujo de perder más animales.

—¿Y cómo vas a matarla? Solo tienes tres cartuchos —repuso Harry.

—Esperaré hasta tenerla a buen tiro.

Por la mañana, Harry avivó el fuego y preparó el desayuno, mientras su compañero roncaba a pierna suelta. Al cabo de un rato despertó y vio que su taza estaba vacía.

—¿No te has olvidado de algo, Harry?

—Hoy no tomarás café.

—¿Es que ya no queda? —preguntó Bill ansiosamente.

—Sí. Aún queda —repuso Harry.

—¿Entonces?

—Ha desaparecido Veloz. ¿Te acuerdas? Hiciste una apuesta —comentó Harry.

—¿Cómo ocurrió?

—No lo sé. Quizás Oreja le haya soltado. Él no pudo hacerlo. ¡Vamos! Tómate el café. Solo ha sido una broma…

—No, no. Dije que no lo tomaría y mantengo mi palabra —afirmó Bill.

—Es un café muy bueno —insistió Harry.

Pero Bill era terco y no probó el café.

—Esta noche les ataré de tal modo que no estén al alcance los unos de los otros —dijo Bill cuando se pusieron en camino.

Habían recorrido un buen trecho, cerca de media milla, cuando Harry recogió algo del suelo. Era el palo al que habían sujetado a Veloz.

—Es todo lo que queda de él —comentó Bill—. Estos animales nos van a dar mucho quehacer. Tienen un hambre de todos los demonios.

—Es la primera vez que los lobos me persiguen de este modo. Sin embargo, las he pasado peores y aún vivo —dijo Harry—. Hace falta algo más que eso para liquidarme.

—No lo sé, no lo sé… —murmuró Bill con un tono de mal agüero.

—Hablaremos con calma cuando lleguemos al Fuerte McGurry.

—Si es que llegamos… —repuso Bill.

—Pero ¿qué te pasa ahora? Veo que pierdes el coraje. Lo que te hace falta es una buena dosis de quinina. Te la daré en cuanto lleguemos al fuerte.

—¡Bah! —exclamó Bill, y no dijo más, tal vez un poco contrariado por las palabras de su compañero.

La jornada fue como todas. A las nueve de la mañana era de día. A las doce, el sol invisible calentaba el horizonte. Tres horas más tarde sobrevino la sombra nocturna.

Bill sacó el rifle del trineo.

—Sigue adelante y no te preocupes —dijo a su amigo—. Yo sé lo que tengo que hacer.

—No te apartes mucho del trineo. Piensa que solo tienes tres cartuchos y nadie sabe lo que puede ocurrir —dijo Harry.

—¿Quién está perdiendo el coraje ahora? —exclamó Bill.

Harry no replicó, y siguió adelante con el trineo. De vez en cuando echaba ansiosas miradas hacia atrás, hacia la oscuridad gris en la que había desaparecido su compañero.

Una hora más tarde regresó Bill.

—Están esparcidos por una región muy amplia —explicó—. Se mantienen a nuestro alrededor, mientras cazan lo que pueden. Están seguros de nosotros, pero saben que tienen que esperar.

—¿Crees que están seguros de nosotros? —inquirió Harry, un poco nervioso.

—Algunos están muy flacos —repuso Bill, sin hacer caso de la insinuación de su amigo—. Creo que no han comido en varias semanas, excepto nuestros tres perros, que no son mucho para tantos. Diría que están completamente desesperados, locos de hambre… Me dan miedo.

Poco después, Harry, que marchaba detrás del trineo, silbó por lo bajo. Bill volvió la cabeza, observó y detuvo a los perros. Tras el trineo, saliendo del último recodo del camino, trotaba una forma peluda y grácil. Se detuvo en cuanto ellos dejaron de avanzar.

—Es la loba —dijo Bill.

Ambos hombres examinaron atentamente al animal que les había perseguido durante varios días y que tenía en su haber la destrucción de la mitad de sus perros.

La loba les miraba con ojos extrañamente astutos, como si fuera un perro, pero en su picardía no había nada de la afección del can. Era una astucia que provenía del hambre, tan cruel como sus propios colmillos.

—Presenta un color raro para pertenecer a la raza lobuna —observó Bill—. Nunca he visto una loba de color rojo. Parece casi canela.

Bill se equivocaba. El animal no tenía este color. Su pelo era el que corresponde a un lobo, predominando el gris, aunque con un leve y sorprendente tono rojizo que aparecía y desaparecía casi como una ilusión visual.

—Apostaría que es un verdadero perro de trineo —dijo Bill—. Y no me extrañaría nada que empezase a mover la cola.

—De lo que estoy seguro es de que no tiene ni pizca de miedo —repuso Harry.

—Me quedan tres cartuchos, Harry. Y debo matar a ese animal.

Harry asintió, y Bill sacó el rifle del trineo. Apuntó, pero en aquel momento la loba se echó a un lado del camino, y se ocultó entre los árboles.

—Debí habérmelo imaginado —dijo Bill—. Esa loba conoce las armas de fuego. Pero no escapará. Estaré al acecho y la mataré.

—No te alejes mucho cuando intentes hacerlo —le advirtió Harry—. Si los lobos te atacan, los tres cartuchos no servirán de nada.

Aquella noche apenas durmieron. Aumentaba la audacia de los lobos. Se acercaban tanto, que los perros parecían enloquecer de terror. Era necesario echar de vez en cuando más leña a la hoguera para mantener a prudente distancia a los audaces merodeadores.

—Presiento que no saldremos de esta, Harry.

—¡Deja de lamentarte y duerme!

Pero Harry pensaba en su compañero. «Está terriblemente asustado. Mañana tendré que animarle un poco».

III. ¡SALVADO!

El día empezó bien. Ningún perro había desaparecido durante la noche. Iniciaron la jornada con un ánimo bastante optimista. Bill parecía haber olvidado sus fúnebres presentimientos. Hasta bromeó con los perros cuando estos volcaron el trineo al mediodía en un sitio bastante malo del camino. Los dos hombres trataban de enderezarlo, cuando Harry se dio cuenta de que Oreja intentaba huir.

—¡Aquí, aquí! —gritó poniéndose en pie y tratando de cortar el paso al perro. Pero el animal no hizo caso a su amo. Corrió a través de la tierra cubierta de nieve. Allí afuera le esperaba la loba. Los primeros compases fueron de jugueteo. El perro avanzaba y la loba retrocedía. Ella parecía sonreírle, mostrando los dientes de una manera más agradable que amenazadora.

Oreja trató de oler el hocico de la loba, pero esta se retiró de nuevo, juguetona y tímida. De pronto, el perro se dio cuenta de su error, pero ya era demasiado tarde. Dio la vuelta y emprendió la carrera hacia el campamento tan rápido como pudo, pero una docena de lobos, grises y flacos, le cortaron la retirada. En ese momento, desaparecieron la timidez y las ganas de jugar de la loba. Rechinando los dientes se arrojó sobre Oreja. El perro esquivó el mordisco y cambió de dirección en su ansia de alcanzar el trineo. Cada vez aparecían más lobos, que se sumaban a aquella caza furiosa.

—No pienso aguantar esto —gritó Bill.

—¿A dónde vas? —preguntó Harry con ansiedad.

—Si puedo evitarlo, no devorarán a nuestro perro.

Con el rifle en la mano, Bill se dirigió hacia el bosque de arbustos con la intención de asustar a los lobos y salvar al perro.

—¡No te arriesgues, Bill! ¡Cuidado!

Harry se sentó en el trineo y esperó. Ya no veía a Bill. De pronto oyó un disparo y luego otros dos. Su compañero no tenía más cartuchos. Oyó entonces ladridos. Reconoció la voz de Oreja, que gritaba de dolor y de terror. Eso fue todo. Cesaron los ladridos, y se hizo otra vez el silencio.

Harry siguió sentado en el trineo. No hacía falta que fuera a ver lo sucedido. Lo sabía. Se levantó y sacó el hacha. Enganchó los dos perros —los últimos— al trineo y se pasó por los hombros una de las correas, para ayudarles. Anduvo muy poco. Al anochecer se apresuró a acampar y recogió un poco de leña, dio de comer a los perros, preparó su comida y cenó. Luego hizo la cama bien cerca del fuego. Sin embargo, no iba a poder dormir en aquella cama improvisada. Antes de que cerrara los ojos los lobos ya se habían acercado demasiado y habían formado un estrecho círculo. Su única salvación era mantener el fuego vivo, y para ello debía permanecer en vela. ¿Podría resistirlo? De vez en cuando, sacaba astillas ardientes del fuego y las arrojaba a los lobos. Estos se alejaban, pero regresaban al poco tiempo.