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Colmillo Blanco es el título de una novela del escritor estadounidense Jack London (1876-1916). La historia transcurre en el Territorio del Yukón, Canadá, durante la Fiebre del oro de Klondike a fines del siglo XIX, narrando el camino hacia la domesticación de un perro lobo salvaje. La historia empieza antes del nacimiento de Colmillo Blanco, con dos hombres y su equipo de perros de trineo que están viajando para entregar un ataúd en un remoto poblado llamado Fort McGurry, situado en la zona alta del Territorio del Yukón, Canadá. Los hombres, Bill y Henry, son acosados por una gran manada de lobos hambrientos durante varios días. Finalmente, luego que todos los perros han sido devorados por los lobos y Bill en un ataque de locura persigue a la loba que guiaba a los lobos al momento del ataque, cuatro trineos encuentran a Henry tratando de escapar de los lobos; la manada se dispersa al oír el gran grupo de personas que llegan...
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Jack London
COLMILLO BLANCO
COLMILLO BLANCO
PRIMERA PARTE
I La pista de la carne
II La loba
III El aullido del hambre
SEGUNDA PARTE
I La batalla de los colmillos
II El cubil
III El cachorro gris
IV La muralla del mundo
V La ley de la carne
TERCERA PARTE
I Los productores de fuego
II El cautiverio
III El paria
IV El rastro de los dioses
V El pacto
VI El hambre
CUARTA PARTE
I El enemigo de su raza
II El dios loco
III El reinado del odio
IV En las garras de la muerte
V El indomable
VI El maestro del amor
QUINTO PARTE
I El largo viaje
II En las tierras del sur
III Las posesiones del dios
IV La voz de la raza
V El lobo durmiente
Aun lado y a otro del helado cauce de erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos hacia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.
Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La escarcha cubría un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era despedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jaeces* de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria*, había sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arriba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja estrecha y larga, de forma rectangular.
Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lucharía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles - hasta helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más inquieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la cesación del mismo.
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