Cometas y deseos - Paul Mosier - E-Book

Cometas y deseos E-Book

Paul Mosier

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Beschreibung

"Hoy es el primer día de clase y va a ser fantástico". Esto es lo que se dice Ele cuando entra en su nuevo instituto el primer día de curso. Pero cuando su padre va a recogerla a la salida de clase y le anuncia que Eco, su hermana pequeña, está enferma, el mundo se detiene. De repente, las clases, hacer nuevos amigos o jugar al tenis, todo lo que hasta ese momento era normal, pasa a un segundo plano. La familia al completo decide no venirse abajo y, con el grito de guerra: "¡Todos para uno, cuatro para uno!", apoyarse entre ellos para que Eco se recupere. En medio de esta situación, aparecerá Octavius, un nuevo compañero de clase, que entenderá como nadie la nueva realidad por la que pasa Ele. Gracias a él, sentirá el poder casi mágico de la familia y los amigos. "Directa y sincera. Positiva e inspiradora". Kirkus Review "Mosier escribe desde el punto de vista de la hermana mayor, lo que confiere una perspectiva fresca a la novela. Los detalles y los diálogos resultan creíbles y proporcionan a los estudiantes de los primeros cursos de secundaria una ventana empática para asomarse a una experiencia familiar cargada de sentimientos y profundamente personal. Una historia conmovedora." School Library Journal

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Seitenzahl: 245

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Título original: Echo’s Sister

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2019

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

www.harpercollinsiberica.com

© del texto: Paul Mosier, 2018

© de la traducción: Sonia Fernández-Ordás, 2018

© Publicado por primera vez por HarperCollins Publishers

 

Ilustración de cubierta: Sveta Dorosheva

Diseño de cubierta: Jessie Gang

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

 

I.S.B.N.: 978-84-17222-43-7

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Harmony Sea Mosier

 

 

1

 

HOY ES EL primer día de clase y va a ser fantástico.

Así lo creo mientras estoy sentada en la taza del baño del segundo piso de la Academia de Artes del Village, en la ciudad de Nueva York, repasando la página de mi pequeña agenda donde he escrito una lista de cosas para decir a mis nuevos compañeros. Seguro que las frases de mi lista, elaboradas con cuidado, dejan boquiabiertos a todos estos chicos nuevos.

Bueno, técnicamente no son nuevos. Tan solo lo son para mí. Toda la vida he ido a un colegio público, pero ahora estoy a punto de empezar la ESO en esta academia de artes privada.

Voy a hacer nuevos amigos muy diferentes siempre y cuando siga al pie de la letra la lista de cosas que debo decir y evite que la conversación se desvíe hacia derroteros peligrosos, como el dinero. En general, los alumnos de esta academia tienen mucho más dinero que mi familia. Nosotros apenas podemos permitirnos vivir en Manhattan, por mucho que mi madre sea una diseñadora de moda casi famosa. La mayoría de los padres de mis nuevos compañeros trabajan en Wall Street. Probablemente los traigan a clase en limusina, mientras que nuestro plan es que papá me acompañe andando todas las mañanas.

No entiendo muy bien por qué todo es tan caro en el centro, pues los apartamentos son diminutos y destartalados. Por lo menos el nuestro. Dice papá que la expresión correcta para caro, diminuto y destartalado es «con encanto». Y parece que mamá está de acuerdo. Supongo que nuestro barrio, que se llama Greenwich Village, es bastante coqueto, con árboles en las aceras y todo. Antes de que papá y mamá nos tuvieran a mí y a Eco –mi hermana pequeña–, quizá resultaba mucho más espacioso. Ahora somos cuatro personas apiñadas en un apartamento que a duras penas podemos permitirnos pagar y que, de ninguna manera, podemos permitirnos dejar.

Primero de ESO es el curso de la buena suerte, así que estoy segura de que la Academia de Artes del Village no va a venirse abajo, a pesar de tener ya ciento cincuenta años. Por lo menos mientras esté yo en primero, el curso de la suerte. Y la verdad es que esta academia no presenta ningún problema que no pueda arreglarse con una inversión de un millón de dólares en desinfectante. Sobre todo en los aseos. Este hecho ocupa un lugar central en mis pensamientos mientras sigo sentada en el inodoro repasando la lista de cosas que decir para causar una buena impresión a mis nuevos compañeros.

Además de No menciones para nada el dinero, mi lista incluye No elogies la ropa de nadie. Todos llevamos el mismo uniforme, así que es obvio que sonaría absurdo. Y si elogiara la ropa de alguna chica también estaría elogiando la mía, lo que me haría parecer una creída.

Mi lista también dice No preguntes dónde están los baños. Esto será facilísimo de cumplir, puesto que ya estoy en uno. Lo único que necesito es recordar el camino de vuelta cuando salga. Sentarse en el inodoro es un buen ejercicio para poner en orden las ideas y hacer acopio de valor, siempre y cuando nadie tenga la impresión de que paso demasiado tiempo aquí metida, como si me ocurriera algo.

No es que me dé vergüenza, como si fuera la única persona que necesita usar el aseo. Lo que pasa es que en las películas y los dibujos animados los personajes nunca tienen que hacer pis. Así que resultaría incómodo si alguien se diese cuenta.

Uno de los puntos clave de la lista es No te presentes como Lucero,que es el nombre que mis padres eligieron para mí. Yo prefiero que me llamen Ele, la letra. Cuando las demás chicas lo oigan, creerán que me llamo Elle, con lo cual la primera impresión será que acabo de salir de las páginas de una revista de moda, aunque lleve la misma ropa que el resto de la academia.

Pero ¿será buena idea dar la impresión de que acabo de salir de las páginas de una revista de moda? Vuelvo unas hojas atrás para revisar un apunte anterior en mi pequeña agenda y lo añado a la lista de cosas que reconsiderar.

Al leer Lucero recuerdo que tengo que hablar con mi profesor de primera hora antes de que pase lista para que no me llame por mi verdadero nombre. Solo quedan tres minutos para que suene el timbre, así que tiro de la cisterna aunque no haya hecho pis para que las otras chicas que están en los lavabos no vayan a pensar que estaba allí encerrada sin hacer nada, como si fuese el vórtice mágico de un unicornio.

Antes de cerrar mi agenda, me doy cuenta de que lo único que he apuntado son cosas que NO tengo que decir, excepto ¡Hola!

Bueno, eso es bastante fácil de recordar.

¡Hola!

Tacho los signos de exclamación con el lápiz para no parecer demasiado impetuosa.

Hola.

De pronto me doy cuenta de que he dicho «Hola» en voz alta dos veces mientras repasaba la lista, así que ahora tengo que fingir que estoy hablando por teléfono para que las otras chicas que están utilizando el aseo no crean que soy una persona que se sienta en el inodoro y se saluda a sí misma, aunque sea justo esa la impresión que debo de estar dando.

–Sí sí, estoy en la academia, preparándome para mi primera clase. Ajá. Sí. Vale. ¿En serio? ¡No me lo puedo creer! Sí. Perfecto. Genial. Estaría guay. Vale. Ciao!

Quizá me he pasado con la conversación, que es del todo falsa. Mentalmente imaginaba estar hablando con Maisy, mi mejor amiga de mi antiguo colegio y de toda la vida, pero la verdad es que hace semanas que no hablo con ella porque se ha pasado en Francia casi todo el verano.

También quiero que Maisy crea que todo va a salir genial en mi nuevo centro y me ha costado trabajo que mi voz sonara convincente. Llevo algún tiempo preocupada pensando que lo mismo no hago nuevos amigos y estoy segura de que Maisy notará la preocupación al oír mi voz. Mis padres ni siquiera me dejan traer el teléfono a la academia, creen que soy única perdiendo cosas por ahí.

Por fin cierro mi pequeña agenda, la guardo en el bolsillo de la blusa y espero medio minuto para que a las otras chicas que están en los lavabos les dé tiempo de olvidarse de lo que acaban de oír. Me pongo en pie, me aliso la falda y la blusa del uniforme, me echo la mochila al hombro, descorro el pestillo y salgo con aire despreocupado.

Evito mirar a los ojos a las seis o siete alumnas que charlan delante del espejo mientras me lavo las manos. Dirijo una mirada rápida a mi cara, a mi pelo castaño claro y a mis ojos verdes, después me limpio restos de chocolate de la comisura de la boca, porque no estaría nada bien dar envidia a todo el mundo por haber desayunado un dónut de chocolate.

A continuación recorro el pasillo a toda prisa, mientras procuro no levantar mucho los pies del suelo de madera para que no parezca que corro, aunque eso es prácticamente lo que hago. Luego entro en el aula 211 y me dirijo a paso ligero a la parte delantera de la clase, donde un hombre guapísimo espera de pie. Pero me da igual lo guapo que sea, porque los chicos no me impresionan.

–Hola –saluda.

–Hola –respondo.

Tiene el pelo ondulado y oscuro y una sonrisa de emoticono. Lleva coderas en las mangas de la cazadora.

–¿Estás en mi clase de primera hora?

–Sí –empiezo, y bajo la voz–. Y quería avisarle de que hay un error en mi nombre.

–¡Ah! ¿Y cuál es el error? –pregunta con la cabeza ladeada.

Me inclino más hacia él.

–En la lista pone que me llamo Lucero, pero en realidad me llamo Ele.

–¿Lucero? –repite en un tono demasiado alto.

Hago una mueca.

–Por favor, llámeme Ele cuando pase lista.

El hombre sonríe.

–¿Y si me limito a hacer como que miro a las estrellas y tú levantas la mano desde tu pupitre?

Intento no sonreír porque necesito que sea consciente de lo importante que es esto para mí.

–De acuerdo, señorita Ele –dice–. Por favor, tome asiento, ya es casi la hora de…

Lo interrumpe el sonido del timbre, largo y estridente. Sonríe y le devuelvo la sonrisa, no porque sea guapo y encantador, sino porque es lo que debe hacerse cuando alguien te sonríe.

Cuando me doy la vuelta, todos los pupitres están ocupados menos uno de la primera fila, que era precisamente donde menos me apetecía sentarme. Sería distinto si el último sitio libre estuviera en primera fila junto a la puerta, pero es que está justo en el centro, como si fuera el mascarón de proa de la clase.

–Este está libre.

Quien me lo indica es una chica sonriente que señala el pupitre a su derecha. El del mascarón de proa. Frunzo el ceño. No sé muy bien si está sonriendo porque es agradable o porque es cruel y plenamente consciente de que es el peor sitio de la clase.

Me siento en la silla, que está unida al pupitre de madera, y me hundo todo lo que puedo sin llamar la atención.

Superprofe se vuelve de espaldas a la clase y empieza a escribir en el encerado, que debe de ser tan viejo como el propio edificio. La tiza golpetea y chirría.

El hombre se gira de nuevo hacia nosotros y sonríe. Veo el nombre que ha escrito en la pizarra y me quedo boquiabierta. Oigo un murmullo general a mi espalda.

–Buenos días y bienvenidos a vuestra clase de literatura de primero de ESO. Soy el señor Desastre, una desafortunada herencia de mis antepasados, que se ganaban la vida buscando comida en las ciénagas de Centroeuropa. Por lo general, el anuncio de mi nombre es recibido con un coro de… –hace una pausa y me mira directamente con las cejas levantadas– carcajadas centelleantes como luceros. Así que preferiría que me llamarais señor D.

Se gira hacia el encerado y borra todas las letras de su nombre excepto la D.

Me enderezo en mi asiento. Definitivamente, este va a ser el mejor curso de mi vida, y –en el peor sitio o no– la clase de literatura de primero de ESO con el señor D va a ser mi favorita.

 

* * *

 

El resto de la clase de literatura va sobre ruedas. Empezamos con una unidad didáctica sobre Emily Dickinson, que quizá sea mi poetisa favorita. Sus poemas nunca te dejan de sorprender, aunque los hayas leído un millón de veces. Pero no dejo que nadie de la clase se entere de que ya los he leído un millón de veces, porque no estoy segura de si mis compañeros lo considerarán muy guay.

Suena el timbre y toda la clase se pone en pie entre ruidos de cremalleras de las mochilas y de las sillas contra el suelo de madera. Como estaba absorta en la explicación, soy la última en meter las cosas en la mochila y la última en salir del aula. Sonrío al señor D y me devuelve la sonrisa cuando salgo para enfrentarme al resto de mi primer día.

Me deslizo sin hacer ruido entre las vitrinas de trofeos, que no tienen figuras de atletas porque la verdad es que en esta academia no se hace mucho deporte. Así que si sigo ganando torneos de tenis tendré que hacerlo en el club donde papá y mamá me apuntaron al empezar el verano. Por el contrario, las vitrinas de esta academia contienen fotografías en blanco y negro de profesores con corbata de lazo junto a alumnos de generaciones anteriores que ganaron decatlones académicos o becas artísticas y trofeos que no muestran balones, raquetas ni bates.

Vislumbro por el rabillo del ojo una vieja fotografía en la que sale mi padre de adolescente con pinta de pedante ante un lienzo enorme con un gran pincel en la mano, pero no me paro a observarla. Finjo no haber visto una foto de mi madre, guapísima, sonriendo junto a un maniquí vestido con uno de los primeros diseños que hizo en la academia. Finjo no ver estas cosas porque no quiero que nadie preste atención al hecho de que mis padres hayan estudiado aquí, pues entonces resultaría obvio que solo pueden permitirse el lujo de matricularme en esta academia gracias al descuento que se aplica a los hijos de antiguos alumnos. De todos modos, ya había visto las fotos cuando visité la academia en verano, así que mantengo la nariz apuntando al fondo del pasillo en dirección a mi siguiente clase.

El resto del día es casi perfecto. En matemáticas vamos prácticamente un año de retraso respecto a lo que había dado en el colegio el curso pasado, así que creo que voy a poder vivir de rentas.

En clase de historia hablamos de la civilización minoica, en la que los chicos de mi edad tenían que superar la prueba de saltar entre los cuernos de un toro como rito de iniciación. Creo que el profesor, el señor Grimm, quiere que nos demos cuenta de lo fácil que lo tenemos nosotros sin tener que saltar entre los cuernos de un toro para lograr un aprobado, y estoy segura de que va a ponérnoslo todo lo difícil que pueda. Pero estoy sentada al lado de una chica muy agradable que se llama Emy y que me invita a acompañarla a la cafetería durante el almuerzo, a cuarta hora.

Mamá me ha preparado la comida más rica del mundo: un bocadillo de mantequilla de almendras y mermelada de moras, ensalada de sésamo y unas rodajas de mango. Como con Emy en la cafetería de la planta baja, que tiene unos grandes ventanales a través de los cuales se ve pasar a la gente por la acera. Comparto el mango con Emy y recuerdo que debo ceñirme a la lista de temas de conversación que resultan más seguros. Pero la lista se amplía, porque Emy y yo nos hemos hecho inseparables. En cuanto llegue a casa llamaré a Maisy para contarle lo maravillosamente bien que está resultando todo y que he hecho una amiga nueva genial, pero que no debe preocuparse, porque Emy nunca ocupará su lugar.

En educación física marco un gol jugando al hockey, que jugamos en una calle festoneada de árboles mientras unas barreras de color naranja fosforito colocadas a cada lado nos mantienen a salvo del tráfico.

En ciencias, un chico moreno al que podría considerarse guapo –al menos, según el criterio de las chicas que se preocupan por esas cosas– no hace más que mirarme, lo cual no es malo, pero solo porque es mejor eso que el hecho de que nadie se fije en ti. O sea, los chicos a estas edades no pueden evitar ciertas cosas, y que uno de ellos se fije en ti significa que probablemente mi físico no sea espantoso.

A no ser, claro, que esté mirándome porque sí sea espantoso. Saco mi pequeña agenda, busco la página con las cosas sobre las que reflexionar y lo añado. Pero estoy casi segura de que está mirándome porque he activado su radar del coqueteo. A veces los chicos son tan despistados que no son capaces de apreciar imperfecciones graves. Como tener una oreja mucho más alta que la otra.

Supongo que es un detalle por su parte.

De hecho, tener una oreja más alta que la otra es una de mis imperfecciones graves. Esta lista también figura en mi agenda, pero intento no pasar mucho tiempo repasándola. Me mina la moral.

A séptima hora toca dibujo, la profesora es una mujer llamada señorita Número Uno que conoce a mi padre desde aquellos tiempos en que pintaba. La señorita Número Uno no me hace pasar demasiada vergüenza dando importancia al hecho de que conozca a mi padre. Es una suerte, porque es de esas personas capaces de hacerte pasar vergüenza, como suele ocurrir con los artistas. Tiene los brazos cubiertos de tatuajes y unos mechones de punta en su pelo negro que dan miedo; hoy se ha puesto unos vaqueros completamente salpicados de pintura para que todo el mundo sepa que es una artista de verdad. Mira de una manera que parece que está decidiendo si eres lo bastante interesante para plasmarte en un cuadro, a lo que cuesta un poco acostumbrarse.

Tampoco señorita Número Uno es su verdadero nombre. Estoy casi segura de que se trata de un seudónimo para el mundo artístico. Lo más seguro es que se llame Betty Johnson o algo parecido. Pero es obvio que tiene mi apoyo incondicional si quiere que la llamen por un nombre distinto al que le pusieron. Lo entiendo perfectamente.

La señorita Número Uno nos manda hacer lo que ella llama «expresión libre sobre papel prensa» a la vez que mira por las ventanas del cuarto piso, que es la planta más alta de la Academia de Artes del Village. La dibujo mirando por la ventana, y mientras bajo la vista al papel y vuelvo a levantarla hacia ella, compone una pose. Está de perfil a contraluz, como el emperador Napoleón saboreando las mieles del triunfo en la portada de nuestro libro de historia de tercera hora. Mantiene la pose sin moverse como si fuera lo más natural del mundo, aunque sea yo la única que esté dibujándola y todos los demás eviten mirarla a los ojos. La dibujo a carboncillo gris oscuro y me queda bastante bien.

Pero empiezo a arrepentirme de mi elección cuando me doy cuenta de que tenemos que entregarle el trabajo para que lo evalúe. Quizá no fuera consciente de lo ridículo de su pose frente a la ventana, en cuyo caso probablemente no sea buena idea ser la primera en hacérselo ver. Cuando termino, dibujo una sonrisita para restar dramatismo a la pose y para que no piense que soy demasiado buena. Tampoco quiero llamar su atención como alumna particularmente aventajada.

Cuando suena el último timbre ya he recogido todo y estoy lista para irme. Dejo el trabajo encima de la mesa tal como nos indicó y salgo distraída al pasillo dejando atrás el olor a arcilla y a pintura al aceite de linaza.

Me siento como en un sueño. Ha sido el mejor primer día de clase de toda mi vida y va a ser un curso fabuloso.

Escruto el enjambre de alumnos que recorren el pasillo, bajan la ancha escalinata y se dirigen a la galería principal que conduce a la salida, pero no veo a Emy. Tampoco al chico que se quedó mirándome en clase de ciencias. Pero volveré a verlos mañana. Porque esta academia es ahora mi academia, y estos serán mis compañeros y amigos, cada día más.

Cruzo el umbral y salgo a la cálida tarde de septiembre. Bajo los escalones grises hacia la acera.

Mi padre está esperándome.

Me paro en seco.

–¿Qué haces aquí?

Esboza una sonrisa forzada y hace bascular su peso entre los talones y los dedos de los pies.

–Solo quería saber cómo había ido tu primer día.

Frunzo el ceño. Esto no formaba parte del plan. No tenía que venir a buscarme. Se suponía que iba a volver yo sola.

–¿Qué pasa? –pregunto.

Continúa el flujo de alumnos que salen de la academia. Una horrible sensación se apodera de mí, como si el cielo estuviera a punto de desplomarse.

–¿Qué? –insisto.

–Ven.

Tiende los brazos hacia mí para estrecharme contra su pecho.

2

 

PAPÁ ME LLEVA hasta un restaurante indio de comida rápida a media manzana de la academia. Mientras hace el pedido en el mostrador, me siento frente a la mesa de linóleo manchada de grasa y repaso en mi pequeña agenda la lista de malas noticias que probablemente tendré que escuchar tarde o temprano. Porque estoy más que segura de que voy a escuchar algo de lo que encierran esas líneas.

Soy muy aficionada a utilizar mi agenda para hacer listas. Mi padre dice que son mi singular intento de poner un poco de orden en un universo caótico. Lo que quiere decir con ello es que intento que este loco mundo sea algo menos loco. Al decir «universo», alza las manos como si estuviera dibujando unas comillas en el aire, porque cuando dice «universo caótico», se refiere a mi cerebro.

La lista empieza con Papá y mamá van a divorciarse, aunque lo más seguro es que lo mueva unos puestos abajo. Últimamente no han estado sometidos a ningún tipo de tensión, y llevamos una buena temporada sin noticias de que los padres de algún amigo vayan a divorciarse. No es que el divorcio de los padres de otros chicos me tenga que hacer pensar que los míos también vayan a hacerlo, pero así es como funciona mi cabeza.

La lista también incluye cosas como Maullidos ha gastado su séptima y última vida o La abuela ha pasado a la siguiente dimensión. Tanto Maullidos como la abuela son ya muy mayores, así que alguna de las dos cosas podría pasar en cualquier momento. Una de las cosas que estaba en mi lista era El abuelo se ha ido a criar malvas, pero está tachada porque ya ha sucedido. Hay algunas cosas que te preocupa que puedan pasar más de una vez, pero que una persona en particular se vaya a criar malvas no es una de ellas.

La muerte del abuelo fue terriblemente triste y me demostró que alguna de las cosas que te preocupan en efecto ocurren.

Me guardo la agenda en el bolsillo exterior cuando papá viene a sentarse conmigo a la mesa. Mientras esperamos que nos traigan el naan de ajo, bebo un sorbo de agua y sopeso cuál de las cosas en mi lista de malas noticias que espero escuchar va a revelarme de golpe.

–Este sitio ya existía en mis tiempos de estudiante –comenta papá–. Fue aquí donde le robé el corazón a tu madre, entre mordisco y mordisco de korma de verduras.

Sonrío, pero no soy capaz de imaginarme la escena. Estoy demasiado preocupada.

–Bueno, ¿qué tal tu primer día? –pregunta.

–Bien. ¿Me has traído aquí para contarme exactamente qué? –le espeto con cierta brusquedad.

Papá bebe un trago de agua sorbiendo con ruido. Lo miro y sonrío, a continuación levanto mi vaso y hago lo mismo. Lo hacemos de vez en cuando para reírnos. Siempre fantaseamos con ir algún día a una heladería o a un restaurante sea solo para pedir agua y luego sentarnos a hacer esta cosa repulsiva.

Una vez que se ha relajado un poco, ya está preparado para darme alguna mala noticia. Aparta el vaso hacia un lado y empieza:

–¿Te acuerdas de la última vez que llevamos a Eco al ortodoncista?

–Sí, claro que me acuerdo.

Qué alivio. Probablemente va a decirme que necesita aparato de dientes. Yo ya lo llevo y son muy caros. Con un poco de suerte, no desequilibrará demasiado el presupuesto para las próximas vacaciones.

–Vimos que los dientes delanteros estaban empezando a sobresalir. Y a montarse.

–Lo sé –respondo.

Uno de los empleados del restaurante –un hombre indio que lleva una casaca larga– se acerca con el naan. Reconoce a papá y se le ilumina el rostro.

–¡Tate! ¡Qué alegría verte! Esta preciosa jovencita sale a Grace en lo guapa, ¿no?

–¡Ja! Me alegro de verte, Hari. Es Ele, nuestra hija mayor. Ele, este es Hari.

–Encantada –saludo.

Hari sonríe y hace una leve inclinación.

–Me alegra volver a verte, Ele. Me acuerdo de cuando no eras más que un bebé en brazos de tus padres. ¡Pero ha pasado demasiado tiempo! Y espero verte más de ahora en adelante.

Papá hace un gesto en mi dirección:

–Estoy seguro de que se convertirá en una asidua, como sus padres.

Antes de retirarse, deja el naan encima de la mesa. Huele a gloria.

Papá carraspea.

–Bueno, volviendo al tema de los dientes de Eco, nos pareció que el ortodoncista era la persona adecuada adonde llevarla.

Asiento con la cabeza mientras corto una tira del tamaño de un mordisco del pan indio.

–Pero el ortodoncista nos derivó a una cirujana maxilofacial.

–Vaya –digo, mientras disfruto de un bocado delicioso.

–Que a su vez nos derivó a un especialista de garganta, nariz y oídos, que es adonde llevamos a Eco esta mañana.

–Si son especialistas, ¿no deberían elegir una sola especialidad? «Garganta, nariz y oídos» suena un poco a helado de tres gustos, que es el que siempre se termina pidiendo cuando resulta imposible decidirse.

Papá no sonríe.

–Y el otorrino nos mandó a urgencias.

–¿Adónde?

–A urgencias.

–¿Por unos dientes torcidos? –Estoy a punto de dar otro mordisco al naan, pero lo dejo en el plato–. ¿Por qué?

Papá se aclara la garganta.

–Hay algo creciendo en su boca que está empujándole los dientes hacia delante.

–¿Qué quieres decir con algo?

–Un tumor.

–¿Un tumor?

–Sí. –Escoge un trozo de naan y se lo lleva a la boca. Me doy cuenta de que está intentando restarle importancia, como si pudiera pronunciarse la palabra «tumor» y a continuación disfrutar de un trozo de naan como si nada–. Así que la han ingresado en el hospital.

–¿Por qué?

Traga y bebe otro sorbo de agua.

–Para hacerle pruebas. Hay tumores de todo tipo. Así que quieren averiguar qué es y, luego, decidir qué deben hacer con él.

Lo observo tomar otro trozo de naan. Él me observa a su vez.

–No te preocupes –dice con una sonrisa totalmente forzada–. Todo va a salir bien.

Asiento en silencio.

No pienso añadir esto, ni ninguna de sus posibles consecuencias, a la lista de malas noticias que puedo recibir. Eco solo tiene seis años. A veces es un poco pesada, pero cuando lo pienso, es prácticamente la hermana pequeña que yo deseaba. Ni siquiera voy a ponerme a pensar en qué tipo de malas noticias puedo esperar, porque no va a ocurrir nada de eso. Eco va a ponerse bien.

Solo tiene seis años.

 

* * *

 

–Bueno, ¿qué tal tu primer día de clase?

Creo que papá vuelve a preguntarme por las clases de camino a casa porque no quiere que siga haciéndole preguntas sobre Eco. Pero supongo que habría preguntado por las clases igualmente, sobre todo al tratarse de mi primer día en la academia.

–Bien. –Había sido genial, pero lo he bajado de categoría.

–¿Has hecho algún amigo?

–Miles. –Quizá solo una, la verdad, pero papá preferirá oír que fueron miles.

–¿Qué tal la clase de dibujo?

–Bien. Decir que la señorita Número Uno es rarita es quedarse corta. Siempre está posando. Posa entre indicación e indicación. Y hace poses largas mientras trabajamos. Así.

Me paro en medio de la acera e inclino el cuerpo, giro el cuello y apoyo la palma de la mano en la frente.

Papá suelta una risita.

–La misma señorita Número Uno de siempre.

–¿De qué la conoces, papá?

Da una patada a una piedrecita.

–Del mundillo artístico. Ella es pintora, yo fui pintor.

–Tú sigues siéndolo.

Se encoge de hombros.

–Si tú lo dices… Pero ahora no pinto.

–¿Sabe que soy tu hija? Creo que me miraba de una forma extraña. Como si estuviera intentando decidir si quería pintarme.

–Bueno, ella sí es pintora. No me he puesto en contacto con ella. Quizá lo dedujo por el apellido. –Ve otra piedrecita y calcula los pasos para poder dar otra patada–. Y porque te pareces a tu madre, a quien también conoce. También es posible que creyeras que te miraba de forma extraña aunque yo no la conociera.

Me vuelvo hacia él.

–¿Porque soy el tipo de chica que piensa que todo el mundo la mira de forma extraña?

Sonríe y empieza a subir los escalones de entrada a nuestro edificio de piedra arenisca.

–Quizá porque tiende a mirar a la gente de forma extraña.

Introduce el código de seguridad en el teclado y empujo la puerta. Subimos los dos tramos de escaleras que conducen a nuestro piso de dos dormitorios.

–La señorita Número Uno es famosa en el mundillo artístico por sus excentricidades –explica–. La academia le tolera un montón de rarezas porque para ellos es buena publicidad que forme parte del claustro.

Llegamos a nuestra puerta, una de las dos que hay en la tercera planta. Saca la llave del bolsillo y la abre.

La luz blanca y verde del salón nos da la bienvenida. Blanca por las paredes y verde por el árbol que crece en la acera y tapa la ventana.

Mi lista de aspectos atractivos de nuestro piso, casi al principio de mi pequeña agenda, dice algo así:

 

Uno: Situado casi en el Village. (Prácticamente. Apenas exageraba cuando dije que vivíamos en Greenwich Village).

Dos: