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Mi adolescencia es el recuerdo de unos pocos veranos y una febril impaciencia por tener el pelo largo. Ni el palacio, ni las intrigas que rodeaban a la familia Griffin, ni los sueños que me persiguieron durante esa época, ni el modo en que cambié la mirada sobre mis padres, tendrían hoy esta nitidez sino lo hubiera conocido a él.
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Seitenzahl: 239
Veröffentlichungsjahr: 2014
Silvia Mongiardino nació en La Plata, provincia de Buenos Aires. Cuando era pequeña sus padres le regalaron una caja de lápices Caran D´Ache. Con los de colores comenzó a pintar paisajes y con el lápiz negro a escribir poemas. Ya instalada en Buenos Aires, donde reside actualmente, asistió a talleres de pintura y realizó varias muestras colectivas. Cursó estudios sobre religiones en la UCA, en el CEA y en el Seminario Rabínico. Sus libros son: Un Dios Compartido (2007), Como arena en la palma de la mano (2011) y Ojos de miel (2014).
¡Qué calor insoportable! Esa mañana de enero el campo era un infierno. Me levanté temprano y fui al encuentro de papá que me esperaba en el palenque.
Desde lejos, divisé el caballo de crines oscuras como mi pelo y mis ojos. Aceleré los pasos. Junto al potrillo estaban papá y William Thomas. Mientras lo acariciaba fascinada, caí en la cuenta de que un chico, apoyado en el alambre lindero, nos estaba mirando: una cicatriz atravesaba su mejilla derecha desde el pómulo hasta la comisura de la boca, como un fino latigazo. Ni el entusiasmo ni la emoción por el regalo impidieron que mis sentidos se dirigieran hacia ese extraño al que nunca antes había visto. Sus ojos no eran azules, no era muy alto ni tampoco muy lindo; sin embargo poseía algo único e irrepetible: la cicatriz. Con el tiempo uno puede olvidarse de una cara, de un gesto, pensé, pero de una cicatriz jamás.
—¡Bienvenido Guandapris, qué alegría volver a verte! ¿Cómo van esos estudios? —dijo William.
Guandapris respondió al saludo con adulta amabilidad. Lo miró sonriente y luego, como al pasar, a mí. La fuerza que me atraía hacia él no me permitía quitarle los ojos de encima. Me puse colorada porque me pareció que se había dado cuenta.
La voz de mi padre me trajo a la realidad y al regalo de crines oscuras.
—¡Qué sorpresa, eh! ¿A que no te lo esperabas?
—No, de verdad no me lo esperaba –contesté abstraída. Papá y William estaban tan entusiasmados con la sorpresa que decidieron ensillarlo para que lo probara. No tuvieron que ayudarme a montarlo, eso era algo que yo sabía muy bien.
—¿Qué nombre le vas a poner? …
—No sé papá… lo voy a pensar.
Lo cierto es que estaba totalmente distraída, siguiendo con la mirada al desconocido, que se alejaba. Hacía mucho calor, mi ropa estaba mojada y el pelo corto se me pegaba a la cabeza. Me imaginé fea, horrible y, por primera vez, eso me acomplejó.
—¿Usted es amigo de ese chico? —pregunté a William desde arriba del caballo.
—Sí, y también de Maximiliano, su papá. Son nuestros vecinos. Nunca los vemos porque la mayor parte del tiempo no están aquí. Su campo tiene muchísimas hectáreas. Por el monte de eucaliptos lindan con ustedes, conmigo por la Laguna Natividad ¡No te podés imaginar lo bella que es su estancia! ¿Verdad que es así don Poter?
—Usted sabe que a mí esa gente no me gusta… no sé cómo es la casa, ni me interesa— respondió papá, cortante.
William Thomas, como si no lo hubiera oído, siguió con la historia de los vecinos. Me contó que don Maximiliano Griffin era un hombre muy rico que repartía su vida entre Europa y este campo; que había quedado viudo con dos niños cuando aún eran muy pequeños. Su mujer, Natividad, había muerto en un accidente. El mayor de los hijos, Max, no parecía estar interesado en estas tierras ya que nunca venía: se quedaba en Inglaterra.
—En cambio, para mí, Guandapris admira la soledad de nuestras pampas. Guanda… pris…
¡Qué sobrenombre más raro! ¿Cómo se llamará?
William se quedó un rato pensativo y después, como si hubiera leído mi mente, agregó:
—Se llama Ralph… Ralph David.
El nombre David me recordó la historia que nos habían contado en la clase de religión: David y Goliat. Entonces decidí cómo se llamaría el caballo.
Por la tarde quise encontrarme con Sarah, mi mejor amiga, y hablar urgente con ella. Si no le contaba las cosas que habían pasado esa mañana, sería como si nada hubiera sucedido. Mientras corría por el atajo que acortaba la distancia entre su casa y la mía, crucé a Sarah y casi sigo de largo.
Me miró sorprendida y alzó los brazos para detenerme.
—¡Eh Trixi! ¿Adónde vas con tanto apuro? ¡Ya sé que te regalaron un caballo!
Paré de golpe. Sin aire y jadeando, me acerqué a ella: ––Sentémonos y te cuento.
Que nos hubiéramos encontrado justo ahí, frente al tronco tirado al costado del camino, más que una casualidad parecía un designio: para nosotras ese tronco era un punto de encuentro secreto, un lugar donde nadie nos podía oír. En el afán por contarle, mis palabras salían disparadas una detrás de otra. Le hablé de Goliat y del momento en que vi al desconocido.
Sarah captó y procesó todos mis comentarios en un orden y entendimiento perfectos, típicos de nuestra edad. Al tiempo que me miraba afiló sus ojos claros y dijo:
—No abrevies, contame todo en detalle.
—Sí, te lo voy a contar, pero jurame que no vas a decir nada. Entonces le recordé el pacto que habíamos hecho el año anterior, mostrándole el cordón que las dos llevábamos al cuello: del mío colgaba la letra S y una margarita, del de ella la letra T y otra margarita igual.
—Las margaritas significan secreto —le insistí, sellando mis labios con el dedo índice.
Ansiosa, me refregué las manos transpiradas. Estaba por revivir cómo me había sentido cuando vi a Guandapris por primera vez. Hasta entonces, Sarah había sido mi confidente y consejera, ella me decía qué hacer ante una situación conflictiva y yo lo cumplía sin pensarlo dos veces. Siempre había resultado bien, confiábamos a ciegas la una en la otra. Miré mis manos e intuí que esto era distinto, aún seguía atrapada en el hechizo. No era como cuando me gustaba un chico en el colegio y corría a decírselo. No, esta vez el desconocido me había impactado de una forma hasta ahora ignorada por mí. Decidí no contárselo… Sarah, al verme callada, atacó.
—¿Qué pasó? Ya sé… te gustó Guanda.
—¡Nada que ver!
—Pensás que soy tonta… ¿Sino por qué le pusiste Goliat?
—Ya lo tenía pensado desde la clase de religión —mentí.
Me puse de pie y con gesto exagerado exclamé:
—¡Goliat! ¡Qué buen nombre para un caballo!
Sarah se dio cuenta de mi excusa.
—Mm… da la casualidad que Guanda se llama David —acotó afilando de nuevo los ojos—. Todos los Griffin se llaman David, es una tradición familiar.
Traté de llevar la conversación hacia otro lado.
—La verdad es que no sabía que se llamaba así. Tu papá dijo solamente Ralph. Y que tenía un hermano más grande… ¿Max?
—Sí… Max.
Sarah inspiró y contuvo el aire. Para llenar el silencio, dije: —Me parece que a vos sí te gusta alguien ¿Qué tal ese Max?
—Increíble Trixi —exhaló—. Estoy enamorada de él.
Su confesión, tan espontánea, me dejó helada. Me sentí una traidora por romper nuestro pacto de sinceridad y, además, dudar de ella. —¿De verdad estás enamorada de él?
—Lamentablemente.
—Lamentablemente… ¿Por qué?
—Porque no le gusta el campo y… bueno… no creo que venga más.
Tuve la sensación de que ocultaba algo. No quise insistir. Estábamos a mano. Su pelo rubio brillante, sus ojos y sus mejillas, de pronto perdieron color. Parecía que Sarah se había desteñido.
—Maximiliano David Griffin. Demasiado nombre para llevar a cuestas —agregó sin ganas.
Se levantó del tronco para irse al tiempo que me despedía con la mano.
Antes de que se alejara, en amistosa confesión, alcancé a gritarle:
—¡Sí… me gustó Guandapris!
Sarah apenas sonrió. Parecía que mi historia había perdido interés para ella en el mismo instante en que recordó a Max.
La familia Griffin no gozaba de la simpatía de mis padres porque tuvieran mucho dinero, sino porque los ignoraban. Jamás fueron invitados a ninguna de sus magníficas reuniones.
Como quería cruzarme con Guandapris, me pasaba dando vueltas por ahí. La tarde en que finalmente lo encontré estaba leyendo sentado sobre el pasto, en un claro del monte de eucaliptos. Me sobresalté al verlo. Mi primera reacción fue seguir de largo como si no lo hubiera visto, pero la atracción que sentía por él me hizo dejar de lado la timidez y saltar el alambrado.
Al verme, no pareció sorprendido. Hizo a un lado el libro y dijo:
—Si querés quedate, pero callada.
Callada. Para mí no podía existir mayor tortura.
Él siguió leyendo. De pronto, se puso de pie y se alejó algunos pasos. Sacó de su mochila una pequeña jaula de alambre, con unas piedritas adentro, que ató al extremo de una cadena. Las encendió. Cuando empezaron a humear un misterio oculto dibujó en su cara una tenue sonrisa. Después un exquisito aroma invadió el lugar. La irritación en los ojos no me acobardó y seguí tan quieta como una estaca.
Mientras balanceaba la jaulita de alambre, Guandapris desaparecía tras la cortina de humo que aumentaba por el movimiento pendular. En un momento me pareció que no estaba, que se había ido. Los rayos del sol se filtraban por entre los árboles y me mostraban, más allá de la humareda, una figura borrosa más alta y esbelta. Pero solo era el efecto de la luz. Cuando se despejó, él continuaba ahí parado. Le pregunté qué era lo que había estado haciendo al quemar esas piedras. Me contestó que no iba a explicármelo porque no lo entendería y agregó que no eran piedras, sino incienso.
—Incienso… ¿qué es?
—Otro día te cuento. ¿Cómo te llamás?
—Me llamo Beatrix Poter.
—¿Beatrix Potter? —preguntó sorprendido—. Ese es el nombre de una escritora inglesa, la autora de Peter Rabbit.
—Sí ya lo sé. Lo que pasa es que mi mamá la admiraba. Al casarse con un Poter no le importó que el apellido se escribiera distinto, que en vez de dos t tuviera una sola, porque sonaba igual. Así que me puso Beatrix. Cuando papá me anotó le agregó adelante Clara que, según él, es más femenino y musical. Mamá se enojó cuando lo supo y siempre me dijo Beatrix.
—Tu papá tenía razón. Pero bueno… te llamás Clara Beatrix Poter, es un nombre interesante. ¿Cuántos años tenés?
—Trece… ¿y vos?
—Diecisiete.
¡Qué grande! —pensé mientras miraba la llamativa cicatriz de su mejilla. Me moría de intriga por saber con qué se la había hecho, pero callé. Entendí que la charla pendía de un hilo. En cualquier momento se iba a hartar de mí y, con diplomacia, me diría adiós para siempre. No sabía de dónde sacar algún tema que pudiera interesarle. El silencio nos rodeaba. Seguro que si continuaba callada, como me lo había advertido antes, seguiría junto a mí en una especie de conversación telepática. ¡Claro, el silencio es lo que le gustaba!
Aproveché para disfrutar de su perfil, de su serenidad, de su pelo castaño, ni enrulado ni lacio, que tenía el largo justo para disimular la cicatriz, de sus aparentes ojos marrones, que escondían un tinte verdoso. Sin embargo, noté un rictus de preocupación en sus labios.
—Vamos Beatrix, se está haciendo tarde.
—Decime Trixi. Todos me llaman Trixi, ¡menos mamá!
—Bueno, vamos Trixi.
—Me intriga saber por qué te dicen Guandapris —solté las palabras de golpe.
—Preguntale a William, él me lo puso —sonrió divertido.
Me acompañó hasta muy cerca de casa y se quedó mirando mientras me alejaba. Como tengo la mala costumbre de dejar para último momento algo que quiero decir, me di vuelta y, tan fuerte como pude, le grité:
—¡Me debes el cuento del incienso!
Pero creo no me escuchó, porque estaba lejos. En realidad, más que por mala costumbre, le había gritado para tener la excusa de volver a verlo. El incienso o lo que fuera no me interesaba. Había algo tan especial en él… ¿estaría enamorándome como Sarah lo estaba de Max? A medida que me acercaba a casa sentía que no quería llegar, necesitaba más tiempo a solas conmigo misma, deseaba seguir disfrutando de los momentos pasados junto a él, revivir la humareda, el bosque de eucaliptos y su voz diciéndome: Clara Beatrix Poter, un nombre interesante.
Se acababa el mes de enero y no nos habíamos vuelto a cruzar. Para colmo de males, Sarah y su familia estaban de vacaciones. No tenía a quién preguntar acerca de los Griffin. Todos los días ensillaba a Goliat y salía con la esperanza de encontrar a Guanda por ahí.
A nuestro campo lo rodeaba un pintoresco cordón de sierras y valles. En invierno las sierras se cubrían de una fina capa de nieve y en primavera los valles estallaban de lavandas en flor. Esa tarde, con mi caballo, trepé las sierras tan arriba como pude. Me pareció ver a Guanda cerca de la laguna. Bajé con Goliat, literalmente volando. Él caminaba descalzo por la angosta playa de arena enlodada.
Cuando me vio, dijo:
—¡Por fin te encuentro! Te estuve buscando.
No podía salir del asombro: ¿Guandapris buscándome?
—¿A mí? —pregunté, como si no hubiera escuchado bien.
Bajé del caballo.
—Sí a vos, Clara Beatrix Poter…
Mi nombre, al que había odiado toda mi vida, era música en sus labios.
—… mañana me voy, quería despedirme.
—¿Y cuándo volvés?
—El año que viene.
El mundo se me vino abajo. Sentí que me desteñía igual que Sarah cuando le había nombrado a Max. Para retenerlo le dije:
—Me ibas a contar del incienso, ¿te acordás?
—No, no me acordaba. Pero tenemos un rato. Te cuento… Quedé extasiada con lo poco que oí de la historia. Cuando terminó, Guandapris se acercó, rozó mi mejilla haciendo en el aire ruido de beso, caminó hasta el auto y desde la ventanilla se despidió.
—¡Hasta dentro de un año… en este lugar! —me dijo.
Suspiré. Muy pronto comenzaría a soñar una vida con él.
A las dos semanas de su partida llegaron los Thomas de las vacaciones. Eso cambió mi estado de ánimo. Por más que no estuviésemos juntas, el hecho de saber que Sarah estaba en su casa me hacía sentir acompañada. Charlar con ella y andar a caballo eran mi máxima diversión.
Su papá, William, era nuestro profesor de inglés en el colegio y por eso lo llamábamos Mister Thomas. Simpático y cariñoso había contagiado con su manera de ser hasta al perro, el cocker spaniel blanco y negro de la familia.
Sarah tenía dos hermanas menores, Charlotte y Ana. Lo que más admiraba de las tres eran sus ojos, aunque nunca pude precisar el color exacto porque cambiaban según la hora del día. Los ojos claros siempre me han maravillado, tal vez porque los míos son negros y no varían. Las hermanas de mi amiga se autodefinían mis amigas chicas, por lo tanto yo pasaba a ser la amiga grande. Anita, de ocho años, nos jorobaba bastante y no sabíamos cómo escaparle. Siempre estaba alegre y ansiaba participar de nuestras conversaciones. A los doce años, Charlotte se perfilaba especial. Por el modo de caminar y hablar parecía una mezcla de bailarina clásica y princesa. Su porte y la manera de mover los finísimos dedos de las manos, hechizaban a quien la estuviera mirando. Me había dado cuenta que Charlotte observaba con mucha atención a Numa, mi único hermano, quien tenía muchísimo éxito con las mujeres. Un sueño imposible para ella. Mi hermano me llevaba cuatro años y a Charlotte cinco: ni siquiera la iba a mirar. Pero un día en que las tres fueron a casa, Numa entró al living y se sentó un rato con nosotras. Charlotte, estaba contándonos con pelos y señales una anécdota del colegio, se sonrojó pero continuó como si nada pasara. Mi hermano no se interesó en lo que Charlotte contaba, pero sí en ella. Noté que la observaba fascinado.
Los Thomas vivían en un cottage, una típica casa de campo inglesa, cubierta por una espesa enredadera. La puerta de entrada estaba pintada de blanco igual que los postigos de las ventanas del piso superior. En un premeditado desorden, típico de los jardines ingleses, se mezclaban flores, hierbas aromáticas y hortalizas. Por todos lados reinaba el buen gusto.
Esa tarde en que los Thomas volvieron el cocker vino a recibirme a toda velocidad y se tiró sobre mí reclamándome caricias.
—¡Sarah! ¿Estás arriba?
—¡Síii! —me contestó.
Subí con el perro enredado entre mis piernas. La habitación de Sarah era cálida y luminosa. Las sábanas de blanquísimo algodón apenas se diferenciaban de los muebles patinados en color beige claro. Ella estaba sentada en el medio de la cama rodeada por un cúmulo de fotos de las vacaciones en los lagos del sur. Me miró chispeante y preguntó:
—¿A que no te imaginás con quién nos encontramos?
—Con alguno de los pescadores amigos de tu papá.
—Tibio, tibio…
—Nunca voy a acertar… ¡dale Sarah decime!
—No vas a creerlo ¡Nos encontramos con los Griffin!
—¿Qué? —Me sorprendí— ¿Con los Griffin?
—Sí, con Guanda, su papá y Max… ¡Casi me muero cuando los vi!
—¿Pero no me habías dicho que Max nunca más volvería al campo?
—Es que él no pasó por el campo, viajó directo al sur a encontrarse con su padre y su hermano. Y con la excusa de que habían pescado una trucha enorme ¡les saqué una foto!
Sarah, entusiasmada, las revolvió hasta que escogió una.
—Acá está… mirala —me la pasó orgullosa.
Convencida de que iba a ver a Guanda, observé con atención al grupo, pero eran solo tres: Mister Thomas, el señor Griffin y un joven rubio de mirada triste.
—¿Este es Max? —pregunté señalándolo.
—Sí, ¿qué te parece?
—No me imaginé que fuera rubio igual que vos —contesté sonriente, intentando esconder mi desencanto.
—Va a ser aviador, ¿sabías? Ingeniería aeronáutica, eso es lo que estudia en Inglaterra. Me parece fascinante. ¿Te das cuenta Trixi? Lo vi nada más que una tarde y me siento brillar.
De verdad brillaba.
Cuando golpearon a la puerta del cuarto, las dos, en un acto reflejo, nos callamos. Apareció la mamá de Sarah, Débora, que nos invitó a tomar el té con tostadas de pan casero y mermelada de frambuesas.
—¡Mm…. que manjar! —respondí mientras marchaba detrás de Débora.
—Andá vos, yo voy en un ratito.
—Hasta que Sarah baje, tenemos tiempo de charlar. ¿Cómo la ves a tu amiga? Está interesada en Max Griffin, estoy segura aunque ella lo niegue. Ese joven no me agrada, tiene veinte años, es muy grande para ella. Además, después de la tragedia nunca volvió a ser el mismo. Imaginate, por aquella época era muy chiquito, tendría siete años. Lo de su madre lo marcó para siempre, se me parte el alma al pensarlo.
—Murió en un accidente, ¿no? —quise confirmar.
—Sí querida, si se puede decir accidente. Lo que sucedió esa tarde fue confuso. Dicen que la señora Griffin salió corriendo de su casa hacia la laguna. Max, que andaba jugando por ahí, intentó seguirla pero como había oscurecido no pudo ver que la madre se había internado en el agua. Algunas personas dijeron que…
—¡Mamá! ¿Podés callarte? Son chismes, no hay que repetirlos —dijo Sarah, parada debajo del dintel de la puerta que daba al comedor. Débora intentó justificarse y apaciguar el enojo desmedido de su hija agregando:
—Tal vez tengas razón, tal vez sean sólo chismes. Voy a ocuparme de tus hermanas. Ustedes continúen con el té.
Nos quedamos solas. Sarah tenía la cara congestionada y parecía molesta hasta con mi presencia.
—No hablemos del tema ––le dije temerosa—. Lo que pasó, pasó más allá de lo que diga la gente. Max no está acá y no escuchó lo que tu mamá contaba. No te preocupes, de mí no saldrá. Para tranquilizarla, la estaba engañando: lo primero que tenía pensado hacer era preguntarle a Numa cuál era la verdadera historia de la mamá de Guanda.
En cuanto llegué a casa fui a buscar a mi hermano. Lo encontré en el campo, aunque parezca mentira, jugando a las escondidas con su halcón. Le atraía todo lo relacionado con la naturaleza, pronto partiría a la ciudad para hacer el ingreso a la carrera de geología. Me había dicho que su facultad funcionaba en un Museo de Ciencias Naturales atiborrado de esqueletos de animales prehistóricos y de momias. Me parecía apasionante.
—¡Cuidado Trixi! Mirá que tengo puestos los guantes de cuero. No te acerques demasiado, con las garras te puede lastimar. ¡Esperame ahí!
Lo encerró y se quedó mirándolo.
—Estoy preocupado —dijo—, no sé qué va a pasar cuando me vaya. Papá me prometió cuidarlo, pero no es fácil: son especies rapaces. Hay que sacarlos al campo de tanto en tanto para que ellos mismo busquen sus presas. ¿Sabías que los halcones tienen una vista privilegiada?
En el primer silencio que se produjo me apresuré a decir:
—¿Qué sabés del accidente de la mamá de los Griffin?
—¿El accidente de quién?
—De la mamá de los Griffin —repetí subiendo la voz.
—¡Ay, Trixi! ¿Por qué te interesa algo que pasó hace tanto tiempo?
—Porque quiero saber lo que sabe todo el mundo, menos yo.
—Fue un hecho extraño. Cuando esa señora desapareció en la laguna era todavía muy joven y, según dicen, muy linda. Por eso, la gente del lugar empezó a decir que ella corría al encuentro de alguien que la esperaba en un bote en medio de la oscuridad.
—¿Y ese alguien? ¿Quién era? —pregunté.
—No sé.
—Sí, lo sabés y no me lo querés decir.
—De verdad no sé. Pero si lo supiera, no te lo contaría —y agregó—, suficiente para vos chiquita.
Me hizo un guiño cómplice y caminamos a casa.
Mamá estaba leyendo en la galería que daba al pequeño jardín, que tanto cuidaba. No nos llevábamos bien, discutíamos por todo o casi todo. Jamás estaba de acuerdo con mi peinado, ni con mi ropa, ni con mis actitudes. Según ella, yo la trataba muy mal. Para mí ella me trataba peor. Aunque reconocía sus virtudes, me molestaba que fuera distante, que nadie le viniera bien y que sólo tuviera una amiga, Azucena Mayer, la viuda de un médico judío. Juntas habían estado pupilas en un colegio de monjas. Mamá, a pesar de ser una católica practicante, estaba abierta a otras maneras de pensar. Azucena tenía una hija mayor que yo, Rajel, con la que no nos entendíamos: a ella no le interesaba hacerse amiga de la hija de una amiga de su mamá y a mí tampoco. Tardaría mucho en descubrir su atrayente personalidad.
—Están por comenzar las clases —dijo mamá— tendríamos que comprar algunos útiles y renovar lo que te queda chico. No te olvides que cumplís catorce años y es la edad del estirón físico y mental. Vas a empezar a ir a fiestas vas a tener tu primer noviecito…
Escuchar esa frase, tu primer noviecito, y ver la sonrisa de mamá, me puso de mal humor. Era demasiado. Para no pelearme, le pregunté:
—¿Qué es el estirón mental?
—Es lo mejor de la adolescencia. A esa edad nuestra mente se abre para siempre. De pronto entendemos el dolor de la pobreza, la humillación, la injusticia; no solo la nuestra sino también la de los demás. El estirón mental es tener en cuenta el corazón de los otros. Entonces, ya estamos listos para enamorarnos…
Mamá nunca me había hablado de esta manera tan pausada, tan sabia, sin enojarse. Estuve a punto de confesarle, orgullosa, que estaba enamorada de Guanda. Pero sin darme tiempo, ella continuó:
—… cuando nos enamoramos es porque alguien nos deslumbra y proyecta tanta luz sobre nosotros que nos encandila. Sabés, hija, las palabras deslumbrar, encandilar y engañar son sinónimos. El enamoramiento nos hace ver virtudes que no son tales y nuestro amado puede convertirse, de la noche a la mañana, en un engaño. Lo que nos atraía de él se deshace y desaparece como las cenizas de un papel quemado. De todas formas, siempre vale la pena correr el riesgo.
¡Así que mi mamá gruñona daba clases sobre el amor! Quedé maravillada. De repente la vi distinta, más linda, más joven y seductora. Hoy la victoria es tuya, Victoria, pensé. Así se llamaba mamá. Su nombre para mí era deslumbrante porque sonaba a éxito, a fama. Dos cosas que yo tenía pensado alcanzar.
El comienzo de las clases significaba para mí la inminencia del invierno, aunque todavía no hiciera frío. Mis compañeros eran los mismos del año anterior. También la rutina, pero con más para estudiar. En el colegio me pasaba horas enteras pensando en Guanda. Cuando escribía su nombre sentía un placer indescriptible. Intentaba combinaciones arriesgadas que enseguida tenía que borrar para que nadie las leyera: Guanda y Trixi, Clara Beatrix Poter de Griffin, Guandapris… ¿Por qué Mister Thomas le había puesto Guandapris?
Este cariño triste, y apasionado, y loco, me lo sembré en el alma para quererte a ti. No sé si te amé mucho… no sé si te amé poco; pero si sé que ya nunca volveré a amar así. Desde chica me gustaba leer poesía, las aprendía de memoria y, casi siempre, las evocaba en las clases que no me interesaban. ¡Qué aburrida la profesora de matemáticas y qué lío álgebra! Te digo adiós, y acaso, con esta despedida mi más hermoso sueño muere dentro de mí… Pero te digo adiós, para toda la vida, aunque toda la vida siga pensando en ti. ¿Y si alguna vez Guanda me decía palabras como éstas? Tuve un mal presentimiento.
Los días transcurrían lentos, entre cabalgatas y alguna que otra fiesta con mis compañeros. Las vacaciones de invierno pasaron heladas y sin ninguna emoción. Otra vez al colegio y de nuevo a los madrugones oscuros y fríos con guantes y gorro de lana. Una mañana vi en los árboles los primeros brotes: era el signo que anunciaba la primavera… y la primavera al ansiado verano. Me sentía más linda y alegre. Una tarde, al salir de la escuela, Sarah me dijo que su papá iría a lo de los Griffin. Me preguntó si quería ir con ellos ¡Qué nervios!
—¿Y cuándo vamos?
—Mañana, sábado.
—¿A qué hora me pasan a buscar? —Iba a necesitar tiempo para arreglarme, aunque sabía que Guanda no estaba, porque ir a su casa era como encontrarme con él.
—A eso de las once. ¿Qué tal el programa que te organicé?
—¡Genial!, ¿cómo voy a compensártelo?
—Ya voy a encontrar la manera…—me amenazó sonriente.
Fui a casa. Me sentía etérea y de buen humor. Abrí el ropero.
¿Qué me puedo poner? ¡Ya sé! Algo parecido a un equipo de montar: un suéter, jeans y botas. Es lo que mejor me queda.