Ojos de miel - Silvia Mongiardino - E-Book

Ojos de miel E-Book

Silvia Mongiardino

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Beschreibung

Isabel, la bella protagonista de esta historia, fue criada por su abuela en la ciudad de Londres. Siguiendo en mandato familiar comienza a estudiar leyes pero, a escondidas y para ganar dinero, trabaja como modelo publicitaria. Las joyas fabulosas y los trajes suntuosos de modistos célebres le sientan tan bien que al poco tiempo se convierte en una celebridad. Pero Isabel sabe que esa doble vida no le pertenece y siente el eco de una soledad incómoda, hasta que una tarde es testigo de un accidente que cambiará su vida. a partir de ahí emprenderá el camino hacia su verdadera vocación: entrará en contacto con personas muy diferentes, vivirá experiencias intentas y, siguiendo los pasos de un enigmático médico, conocerá el amor, la inseguridad y la libertad.

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Seitenzahl: 343

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Silvia Mongiardino

Ojos de miel

La distancia más corta pasa por las estrellas

Editorial Autores de Argentina

Mongiardino, Silvia Ojos de miel : la distancia más corta pasa por las estrellas . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2014.    

    E-Book.     ISBN 978-987-711-188-0               1. Narrativa Argentina. 2.  Novela. I. Título     CDD A863Editorial Autores de Argentina Mail: [email protected] Diseño de portada: Justo Echeverría
Maquetado digital: Marina Di Ciocchis

Índice

Capítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27AgradecimientosNota de la autora

1

 

Para tres amigas queridas que ya no están

Betina Edelberg, Graciela Castagnet, Zelmi Favarón

 

2

Capítulo 1

¿Cuándo terminarán con esta tortura?, se dijo Isabel.

Entornó las pestañas postizas, encandilada por la luz potente de los focos.

—A ver… tirá el pelo hacia un costado… —la melena espesa se derramó sobre su hombro—. Ahora, acercá el frasco de shampoo a tu cara… ¡con más naturalidad, preciosa!… sonreí… Incliná un poco la cabeza. Eso es, ahí va, relajate… ¡clic! 

—¿Terminamos?

—Todavía no. ¿Estás cansada? —le preguntó el fotógrafo.

—Un poco. Empezamos al alba —bostezó.                   

—Para las fotos de la semana que viene, cambiás el look. Me refiero al pelo ¿sabés?… Algo diferente —dijo Begonia, la asistente.

—¿Me lo van a teñir de otro color?

—No. Te lo van a cortar.

—¿A cortar?, ¿cuánto?

—Pidieron cortito.

—¿Quéeee? Si me eligieron porque lo tengo hasta la cintura.

—Así son los contratos. Después que firmás, ellos se apropian de todo.

—No puede ser. ¿Quién pidió que me lo cortaran?

—No sé, la orden vino de arriba.

—¿De arriba?

—De la agencia.

—Voy a hablar con ellos. Lo del pelo no lo habían mencionado.

—Mirá nena, si no vas a cortártelo mejor buscá tus cosas y no vuelvas a aparecer.

Hacía calor. Isabel caminó hasta el parque y se sentó a la sombra de los árboles. Hasta los nueve años, su madre, todas las noches antes de acostarla, se lo cepillaba con dedicación. “Esta cascada de luz es mi orgullo”, decía a la vez que le hacía una trenza para que no se enredara mientras dormía.

Recogió el pelo con las manos y se recostó. La humedad de la hierba le refrescó la nuca. Cerró los ojos y sintió que su madre le acariciaba la cabeza. Fue tan vívido que se incorporó y miró a su alrededor. Una mariposa revoloteaba en las flores. “Ya sé, no querés que me lo corte”.

Se calzó la mochila en la espalda y fue a esperar el autobús para ir a lo de su abuela Ellen.

 

3

Capítulo 2

Florencio D´Arcy, le pidió a su chofer que pusiera las valijas en el hall. Él iba a entrar directamente por el patio. Abrió el portón y el perfume de los naranjos y limoneros mezclados con el de los jazmines, lo envolvió. Mientras caminaba advirtió que había alguien sentado debajo de la pérgola. Lo reconoció enseguida, era Carlos Acosta. Se alegró. A pesar de la diferencia de edad (Charly era bastante menor que él) los unía una gran amistad.

—¡Tanto tiempo!, ¿que hacés por acá? ¿Cuándo llegaste a Sevilla?

—Vine de Buenos Aires por negocios y pasé a visitarte.

—Hola… —una voz se interpuso.

—Nicole, cuánto te extrañé. —Y mirando a Charly, agregó— ya lo ves, esta niña es la razón por la que no me muevo de aquí.

—¿Vos sos el famoso Charly amigo de papá?

—Sí, soy yo, pero vos cambiaste mucho, nunca te hubiera reconocido. ¿Cuántos años tenés?

—Diecisiete.

—Estás muy cambiada —se rió.

—Vos también estás cambiado, ahora parecés menos viejo que cuando me leías cuentos.

—¿Oíste Florencio?, según tu hija, parezco más joven que antes.

—Qué suerte tenés. A mí jamás me dijo algo así.

—Papá, no seas celoso —lo abrazó como al pasar. La pollera cortísima dejóa la vista unas piernas bien torneadas.

—Estamos en España. Esos pedacitos de tela no están bien vistos acá. Muestran demasiado —la retó su padre.

Nicole se movía con gracia. Era menuda, de pelo rubio y ojos claros. Esa mañana, había estado esperándolo ansiosa para ver qué le traería. Cuando sonó el timbre de la puerta, Amparo, la niñera, le avisó que no era su padre el que había llegado sino un amigo de él. Espió por la ventana. Hacía mucho tiempo que no veía a Charly pero lo recordaba muy bien. El hombre que paseaba por el jardín era el mismo que la sentaba en la falda y le contaba historias. Se miró al espejo y decidió cambiarse. Sabía que su padre no estaría de acuerdo con lo que iba a ponerse pero ya no tenía ganas de seguir vistiéndose como una niña.

— Florencio, se usan las minifaldas.

—No me llames así, soy tu padre.

—Un padre que tiene cientos de novias. ¿Querés saber algo?, —se dirigió a Charly— ellas, no yo, son la verdadera razón por la que no se mueve de aquí.

—¿Ah sí?, de lo que vengo a enterarme —miró divertido a su amigo.

—¡Hija, no me faltes el respeto! Buscá la valija Samsonite, lo que hay es todo para vos.

Los camisones y las robes no eran para su edad, pero le gustaron. El resto de la ropa era muy formal. Había talliers y camisas con volados de Chanel. Se probó las polleras. Todas le llegaban debajo de la rodilla.

Al rato regresó.

—Lo que trajiste es muy lindo, gracias, pero no quiero vestirme así.

—Más tarde hablamos Nicole. Ahora dejanos que estamos organizando un viaje a Londres.

—¿Se van a Londres?¿Cuándo?

—Pronto. Espero que no te moleste quedarte sola por unos días.

—No, no me voy a enojar si a cambio me traés algunas ropitas —requirió sugerente.

—¿Más trapos?

—Es que me gusta Mary Quant ¡su estilo es imbatible! Hace quince años que deslumbró a Londres con las minifaldas y todas seguimos usando su ropa. Es muy juvenil.

—De ninguna manera, es tan indecente como la pollera que llevás puesta.

—Pero… papá…

No la escuchó y siguió charlando con su amigo.

Ella giró sobre los talones y se fue a su cuarto. En un papel comenzó a detallar lo que quería que le trajera de la boutique de Mary Quant: medias estampadas, botas altas por encima de la rodilla, vestidos cortos, cinturones a la cadera, shorts, pantalones campana, tops, impermeables de colores chillones. Remarcó el esmalte azul y el delineador de ojos plateado. Estaba terminando la lista cuando se le ocurrió algo y bajó corriendo.

—¿Y si voy con ustedes? De paso las visito a Isabel y a abuelita Ellen. Hace tanto que no las veo. Decí que sí —le rogó, juntando las palmas de las manos.

Esa noche, ya en medio de la cena, Nicole le avisó a su padre que había hablado con la abuela y que estaba feliz por la visita. Él dijo que no era lo mismo ir solos, que estar preocupándose por ella.

 —Además, pronto comienzan las clases —agregó.

—¿Pronto?, falta un mes. —Se echó el pelo hacia atrás, levantó el mentón y dirigiéndose a Charly, dijo—: ¿a vos qué te parece la idea?

Charly había estado observando el ímpetu con que la joven intentaba convencer al padre. El revoleo de la melena y el gesto altanero lo habían dejado pasmado y se sobresaltó por la pregunta inesperada

Al ver que él no le respondía, ella insistió.

—¿Te parece una idea descabellada?

Charly titubeó.

—Nicole, basta de pedir opiniones. No vas a venir ¡te guste o no!

Al ver que su pedido había sido rechazado, ella bajó la vista y no habló durante toda la cena. Florencio se fue a buscar los cigarrillos y le dijo a su amigo que lo esperaba en el jardín para tomar el café. Nicole siguió inmóvil con la mirada fija en el mantel.

Charly se levantó de la mesa y la saludó sonriente pero ella no contestó. Al salir encontró a Florencio fumando pensativo.

—Entiendo que esté enojada con el mundo. Hace diez años que Karen murió y yo no logro reponerme. Imaginate ella. No puede soportar que las cosas no le salgan como quiere y, menos aún, que me aleje de casa.

—Es comprensible, tendrá miedo de perderte también a vos.

—Por eso, cuando me voy, la llamo todos los días y le traigo montones de ropa.

—¿Y la hija de Enrique? ¿Cómo es? A ella el accidente la dejó huérfana.

—¿Isabel? Mamá la crió muy bien. Siempre fue muy estudiosa, se recibió con las mejores notas. Pero ahora nos está trayendo bastantes problemas —resopló.

—¿Por qué?

—Después te cuento. ¿Así que te quedás una semanita más? Qué bien, hay unas señoritas que quisiera presentarte —dijo Florencio y lanzó una carcajada.

A la semana siguiente, mientras se preparaban a viajar sin ella, Nicole se encerró en su cuarto y no bajó a despedirlos. ¡Ya me las pagará! se dijo, a la vez que tiraba la lista de ropa al cesto de los papeles. Si mamá viviera las cosas serían distintas. Es decir, si papá no la hubiese obligado a subir al auto las cosas serían distintas. Nunca lo voy a perdonar.

Unos golpes suaves en la puerta la sacaron de sus pensamientos. Segura de que era Amparo, dijo que no tenía ganas de ver a nadie.

—Soy Charly, vengo a despedirme ¿puedo pasar? —y entró—. Podés encargame a mí la ropa y trato de convencer a tu padre —le sugirió sonriente.

—¡Eh!…no, gracias —respondió, confundida por el ofrecimiento.

—¡Vamos Charly! —chillaron desde el hall de abajo.

—Florencio se impacienta. ¡Ya voy! Bueno, entonces hasta la vuelta —la besó en el cachete y bajó apurado las escaleras.

Nicole se llevó la mano a la mejilla. Sacó la agenda del fondo de un cajón y escribió: Hoy papá viajó a Londres y, a pesar de mis ruegos, no me llevó. La semana pasada me trajo una valija llena de ropa. Las polleras no me gustaron. Me llegan por debajo de la rodilla, son muy largas, parezco una vieja. Al mismo tiempo que la valija llegó CarlosAcosta. Antes de partir, subió especialmente a despedirse de mí.

 

4

Capítulo 3

Los hermanos D´Arcy habían sido amigos y compinches desde la infancia. Enrique, el mayor, se había casado con Chábeli Mendes una amiga de la facultad de abogacía y a los doce mesestuvieron a Isabel. Florencio, el menor, conoció a Karen Hansen y pronto los siguieron en el altar. Dos años después llegó Nicole.

Aquella mañana radiante, los dos matrimonios habían proyectado hacer un picnic con las chiquitas en el delta del Río de la Plata, a las afueras de Buenos Aires. Estaban cargando en el baúl una pequeña heladera con refrescos, un termo con café, pan, fiambres y chocolates, cuando la niñera les avisó que Nicole no se sentía bien. Isabel se encaprichó porque no quiso ir sin su prima y también se bajó del auto. Karen, preocupada por el malestar de su hija, insistió en quedarse pero Florencio la disuadió: andá con ellos, Nicole pronto va a sentirse mejor y después los seguimos. Tal como lo había supuesto, antes de la media hora Nicole estaba bien. Subió a las chicas a la camioneta y partieron cantando canciones infantiles. De repente, el tráfico se atascó. Florencio bajó a ver qué pasaba. Hubo un choque, le dijo el policía. Esas palabras iban a destrozar su vida. Según las pericias posteriores, luego de esquivar a un camión, el auto se había ido a la banquina dando tumbos. Su mujer, su hermano y su cuñada, murieron en el acto. Él mismo les había insistido para que no lo esperasen. Se sintió culpable, prometió criar a su hija con extrema dedicación y a Isabel, su sobrina, con los principios sólidos de su hermano.

Ellen, la madre de Enrique y Florencio, era joven aún cuando sucedió la tragedia y debió dejar su casa en Londres para ir a Buenos Aires a criar a sus nietas. Es una locura separarlas, repetía. Se quedó hasta que Nicole, con once años, estuvo en condiciones de vivir sola con su padre. Entonces regresó a su casa en Londres llevándose a Isabel que estaba por entrar al colegio secundario.Un par de años después el Banco adonde trabajaba Florencio lo trasladó a Sevilla.

 

5

Capítulo 4

—¿En qué hotel nos alojamos?

—En uno muy bueno cerca de Mayfair. Pero primero vamos a verla a mamá así me saco el compromiso de entrada —explicó Florencio—. Va estar encantada con tu visita, te tiene mucha simpatía.

—Es mutuo, Ellen me parece muy agradable.

Florencio frenó de golpe, hizo una maniobra rápida para parar junto a la vereda y se agarró la cabeza.

—No lo puedo creer, su cara en avisos comerciales. Y, para colmo, con el pelo cortado como varón. Esa que ves —señaló un enorme cartel sobre la avenida— es Isabel la hija de Enrique. ¡Por Dios!

Con el ceño fruncido y pésimo humor, manejó apuradísimo por las calles intrincadas. Paró en la casa de su madre, encajó la trompa del auto en el garaje y comenzó a tocar bocina. Ellen dejó lo que estaba haciendo y corrió a abrir las puertas. Florencio entró el auto acelerando exageradamente.

—Bienvenido Charly, hacía mucho que no nos veíamos. Estás igual que siempre.

—También vos, Ellen —se besaron.

Ella los invitó a pasar al living. Le anunció a Florencio que había preparado su plato preferido, milanesas.

—No parecés muy contento. ¿Por qué tenés esa cara?

—¿Por quién va a ser?, por tu nieta. Esta vez se le fue la mano y a vos también.¿Cómo le permitiste hacer esas fotos? Te desconozco, antes no eras así. Está saliéndose de los carriles y no lo puedo permitir. Cuando me contaste que la habían llamado para hacer desfiles de moda, ya no me gustó. ¡Y ahora esto!

—No seas tan duro, me hacés acordar a un amigo de tu padre que le arruinó la vida a la hija por haber sido demasiado estricto.

Dejaron de discutir ante la súbita aparición de Isabel que los observaba apoyada en el recodo de la puerta del living. Con los brazos abiertos se dirigió a Florencio que, al verla tan parecida a su hermano, olvidó por un momento el enojo y la abrazó. Los ojos de Isabel se detuvieron en el desconocido. Su tío los presentó. Entonces ella se sentó en el mismo sillón de su abuela intuyendo que se avecinaba un problema.

Ellen les propuso ir a almorzar.

Charly Acosta palmeó el hombro de su amigo para que se tranquilizara y dejara el sermón para otro momento. Pero fue inútil. Lo primero que hizo Florencio al sentarse fue sacar el tema. Ellen meneó la cabeza con gesto de resignación.

—¿Por qué se te ocurrió cortar así tu lindísimo pelo?

Con voz serena pero firme, Isabel le respondió:

—O me lo cortaba o me quedaba sin trabajo.

—No puedo creer lo que oigo. Estás estudiando derecho y, seguramente, serás una abogada tan talentosa como tu padre. Un abogado amigo de él, el que tiene el estudio en la City, está reservándote un lugar. ¿Vas a tirar todo por la borda? Estás flaca y ojerosa, ¿comés?

Haciendo oídos sordos a lo de “flaca ojerosa”, Isabel se defendió.

—Yo sigo asistiendo a clase. Aunque no sé hasta que punto me interesa estudiar esa parva de leyes que para lo único que sirven es para sacarle dinero a la gente.

—Me extraña lo que decís. Tu padre era un hombre honrado y un abogado excelente que jamás le sacó un peso a nadie. Londres está empapelada con tu cara y eso, a él, no le hubiera parecido bien. Terminá de una vez por todas con ese disparate que llamás trabajo. No entiendo qué necesidad tenés de andar sacándote fotos por ahí.

—Sí, tío, necesito trabajar. Papá murió a los cuarenta y tres años y no era un hombre de dinero.

Ellen, le explicó a Florencio que lo que Isabel hacía no tenía nada de malo, al menos en Inglaterra, que él estaba influenciado por los españoles que eran muy cerrados y todo les parecía mal. Para cambiar de tema, le ofreció de postre flan casero.

—Gracias, se me fue el hambre —miró de reojo a su sobrina.

—¿Charly querés? —lepreguntó Ellen.

—Por supuesto, ¡tiene una pinta!

—¿Y vos, querida?

Isabel negó con la cabeza.

A Florencio no le quedaron dudas de que su sobrina estaba al borde de la anorexia, pero no lo dijo. Se sentía demasiado enojado para hacerlo. Miró el reloj. Esperó impaciente a que Charly terminara de tomar el café para irse con cualquier excusa.

Paradas en la puerta de calle, a medida que el auto se alejaba, las dos saludaron con la mano esperando que desaparecieran de una buena vez. Luego Isabel subió a su cuarto. En la mochila agregó las fotocopias sobre jurisprudencia, se puso las botas con suela de goma, agarró el casco y se fue al garaje a buscar la moto. Esa mañana, por expreso pedido de Ellen, la había escondido detrás de la heladera en desuso y la había cubierto con una lona. Le avisó a su abuela que se iba porque tenía una sesión de fotos.

La moto era de color rojo. Se la había comprado con el dinero del primer contrato importante que tuvo: el que le costó el pelo. Era pequeña y de baja cilindrada. Gracias a ella llegaba puntual a todos lados.

Esa tarde, en una avenida, se encontró con un atolladero de autos. La razón del atasco era una mujer que yacía ensangrentada sobre el asfalto. Mucha gente la rodeaba. Con la sirena al máximo y las luces girando enloquecidas, paró una ambulancia y salió un enfermero. Advirtió que nadie la moviera y lo primero que hizo fue asegurar el cuello con una minerva.

Atraída por lo que estaba sucediendo bajó de la moto como una autómata y se instaló al lado de la mujer. El enfermero, que acababa de colocar una sonda en el brazo de la accidentada, se dio vuelta hacia Isabel y, en muda súplica de colaboración, puso en sus manos el frasco de suero y le indicó que lo mantuviera en alto. Orgullosa por haber sido elegida, lo sostuvo con firmeza.

—Doctor, por acá —el enfermero lo condujo junto a la mujer tirada en la calle.

Isabel observó con qué serenidad el médico de chaqueta blanca le tomaba el pulso, la auscultaba y hacía intentos por reanimarla.

El enfermero colocó a la accidentada sobre una camilla que quedaba a ras del piso. Una vez que afirmó el cuerpo con las cuerdas de seguridad, la cubrió con una manta y accionando un mecanismo, levantó la camilla.

—Por favor, no sueltes el suero —le dijo el doctor en tono cordial pero terminante.

Isabel alzó la vista y chocó con unos ojos transparentes que la miraban agradecidos. Rápidamente introdujeron a la mujer en la ambulancia, ella entregó el suero, cerraron las puertas y partieron a toda velocidad mientras el ulular de la sirena se perdía en medio del ruido del tráfico.

De repente, recordó la sesión de fotos. Trepó a la moto y arrancó.

—Hace más de una hora que te estamos esperando —la reprendió Begonia.

—Perdón, es que…

—¡Estás llena de sangre! ¿Chocaste?

—Esteee… sí, con una bicicleta —mintió para justificar la tardanza y agregó— no se preocupen, la sangre no es mía es del ciclista que apenas si se cortó el brazo pero la herida le sangró muchísimo. Yo no me lastimé sólo tengo unos rasguños.

Isabel les relató en detalle el supuesto choque.

—¡Qué barbaridad! Te podrías haber matado.

Ella les dijo que se daría una ducha rápida y que en un minuto estaría lista para el peluquero y la maquilladora. Salió apurada hacia el baño. Antes de entrar se dio vuelta y agregó que por suerte a la moto no le había pasado nada.

—¿A quién le importa la moto, primor? —dijo Begonia.

Debajo de la ducha, se puso a cantar. En vez de estar agotada estaba radiante y feliz de haber auxiliado a la desconocida.

Con la salida de baño ribeteada en seda y una toalla en la cabeza a modo de turbante, se sentó frente al espejo. El peluquero, le hizo un jopo lacio que caía hacia un costado y le enmarcó los pómulos con patillas largas y finas. La maquilladora le cubrió el cuello, el escote y parte de la espalda con base color piel. Con esmero le pegó, una por una, las pestañas postizas y le pintó los labios de rosa pálido. De un estuche, sacó un fabuloso par de aros de brillantes que hacían juego con el collar.

 —Esto vale una fortuna —comentó asombrada.

La vestuarista venía sosteniendo en alto, para no arrastrarlo, un exquisito modelo de gasa negra con una pollera vaporosa larga hasta el piso, en tanto que Begonia traía un par de guantes largos, unas medias de seda y zapatos de taco altísimo. Isabel se calzó las medias con delicadeza para no engancharlas.

—¡Miren lo que son mis manos!, no pude sacarme la grasa de la moto.

—Menos mal que el vestido va con guantes —Begonia los sacudió en el aire.

—Pasame el corpiño —le pidió Isabel.

No lo iba a necesitar. El vestido tenía el corsé incorporado. Le dijeron que se sacara la salida de baño así la ayudaban a ponérselo. Era evidente que para el grupo que la rodeaba no existía el pudor pero ella no lograba acostumbrarse a eso. Dio la espalda al peluquero, al fotógrafo, a los iluminadores y, roja de vergüenza, se lo puso a la vista de todos. Frente a ella, había un espejo enorme. Se impactó al ver el espléndido vestido y el brillo fabuloso del collar y de los aros. Pero, sobre todo, quedó fascinada con su propia imagen.

—¿Te enamoraste de vos misma, verdad? —dijo, Tony, el fotógrafo—. Parece que es inevitable. Se hipnotizan. Más de una ha caído en la trampa. Por eso lo importante es que cuides tu espíritu más que tu aspecto. Ahora a trabajar. A ver…necesito la misma cara de boba que pusiste cuando te miraste al espejo.

—¿Así? —se sintió una idiota.

 —Perfecto…ahí va…

 Siguió obedeciendo las indicaciones como si fuera una marioneta. Pensó que tal vez, algún día, se convertiría en alguien vacío sin cuerpo ni ideas, cristalizada para siempre en la mueca estática de una foto. Esa representación de sí misma le hizo lanzar una carcajada nerviosa.

—No te rías, estás arruinando el clima —protestó el fotógrafo—. ¡Vamos! faltan pocas tomas. A ver… bajá el mentón… entorná los ojos.

Isabel acataba las órdenes, haciendo buches para contener la risa. Se había tentado y no podía parar.

—Basta, suspendamos —intervino Begonia—así no puede continuar trabajando. Está pasada de revoluciones.

—Lo siento pero tenemos que seguir sino mañana habrá que armar la ambientación de nuevo. Tráiganle café y algo de comer.

Acercaron un sillón, le sacaron los guantes y cubrieron el vestido fastuoso para que no se manchara. No era tan linda. Sin embargo, los rasgos de su cara se habían organizado entre si de una manera perfecta. Hasta su modo principesco se reflejaba en las fotos.

Esta chica llegará a ser una súper modelo y entonces algún magnate la cautivará para mostrarla como un trofeo, Tony se lamentó. Luego, en aras de distenderla, se acercó y le dijo:

—El collar de esmeraldas de Bulgari, con el vestido rojo que usarás mañana, va a lucir estupendo. Eso si, nada en las orejas. ¿Y qué vamos a hacer con tus manos?, me canso de decirles que son fundamentales en una modelo. Esta noche las sumergís en agua con limón y lavandina para blanquearlas.

—¿Con lavandina?

—Sí, es una receta antigua pero eficaz. La uñas no importan, que te las pongan postizas. ¿Terminaste de comer? ¿Estás para seguir poniendo cara de boba?, —le hizo un guiño.

Isabel asintió sonriente.

—Llamá a tu abuela y decile que aún estamos trabajando. Que no se preocupe, que puedo llevarte cuando terminemos.

—¿Y la moto?

—La dejás acá. Mañana te mandamos un taxi.

Era de noche y había poco tráfico. Iban charlando sobre la producción de ese día. Hacía mucho tiempo que a Isabel le daba vueltas la idea de que Tony tuviera una sexualidad distinta. Lo interrogó sin disimulo, tantas horas de trabajo juntos habilitaban cierta honestidad.

—¿Sos homosexual?

Él dio un respingo. No se esperaba semejante pregunta.

—¿Lo parezco?

—No.

—¿Entonces, por qué me lo preguntás?

—Porque nunca trataste de seducirme.

—¿Es obligatorio?

Ella se sonrojó por la estupidez que acaba de decir.

—Jamás me involucro con las mujeres con las que trabajo, por muy bellas que sean. Menos aún, si tienen la edad de mi hija.

—¿Tenés una hija de diecinueve?

—De veintitrés.

—Nunca me lo hubiera imaginado. Sos tan joven. ¿Cuántos años tenés?

—Pocos para ser padre y suficientes para sacar fotos buenas. Ella quiere ser fotógrafa, por ese famoso mandato familiar. Reconozco que tiene más talento que yo en lo que a moda se refiere. Pronto comenzará a trabajar conmigo. Cuando esté preparada, voy a dejarle mi lugar.

—Y entonces, ¿qué vas a hacer?

—Me iré por el mundo a inmortalizar lo que me interesa realmente. Sueño con recorrer lugares remotos y fotografiar a la gente. Me gustan los rostros fuertes, las caras llenas de arrugas. Quisiera conocer Bolivia y el norte de Argentina.

 Isabel lo escuchaba absorta. Acababa de descubrir un Tony insospechado.

—Yo soy argentina.

—Ah, como Begonia.

—¿Vos, de dónde sos?, pronunciás las eses como los españoles.

—Estoy contagiado por mi familia que son andaluces, pero nací en Bogotá. ¿Has visto que horrible suena el inglés en mi boca? Cuando hablo, la españolada se cuela entre mis dientes y los delicados londinenses se tapan los oídos para no escucharme. ¡Como si ellos no hablaran un pésimo castellano! —movió la cabeza de un lado al otro—. ¿Sabés que tengo un amigo que vive en Etiopía y siempre me dice que vaya? Un día de estos le hago caso y desaparezco.

—¿Es fotógrafo?

—No, colabora con la MSF.

Observó la mirada interrogante de Isabel y agregó:

—Seguro que nunca oíste nombrar esa organización porque no lees los diarios igual que mi hija. Eso está muy mal, no se puede vivir alejado de lo que pasa en el mundo. Son las siglas de Médicos Sin Fronteras. —Apretó el freno— llegamos.

Al entrar a su casa, Isabel fue directo a la cocina a preparar un bol con agua, limón y lavandina. Sentada en el sillón del saloncito de abajo, sumergió las manos durante un rato largo y se relajó. Una alegría fugaz la había invadido al escuchar las palabras “médicos sin fronteras”. Le habían sonado parecidas a “Legión Extranjera” e igual de románticas. Recordaba muy bien a aquella unidad de elite del Ejército Francés en Argelia, creada en 1830, porque en el último año del colegio había tenido que preparar una clase especial sobre el tema. La Legión Extranjera, había sido la vía de escape ideal de ladrones, aventureros, hombres despechados por amor y hasta criminales, ya que los reclutados podían alistarse sin dar su verdadera identidad. Las historias ocultas de sus soldados generaban un aura de misterio y romanticismo.

Más tarde subió a su cuarto. Estaba rendida. Se desvistió y se derrumbó en la cama. Sacudió los pies hasta que las botas volaron por el aire. Sin dejar de pensar en el médico que había visto esa tarde, se quedó dormida en bombacha y remera.

 

6

Capítulo 5

Ellen la despertó para avisarle que un taxi la estaba esperando. Se le había hecho tarde. Saltó de la cama y comenzó a vestirse. Justo en ese momento sonó el timbre del teléfono. Debía ser Begonia, preocupada porque no llegaba. Atendió y se apuró a decir:

—Ya salgo para allá.

—¿Para adónde?

 —¿Nicole?

—Si, yo. ¿Viste? El antipático de papá no quiso llevarme. ¡Lo odio!

Isabel escuchó una bocina insistente.

—¡Ellen, decile al taxi que ya voy!

—Cuánto alboroto ¿Qué pasa?

—Es que en este instante me estoy yendo a trabajar.

—Tenía tanto para contarte… —suspiró.

—Llamo esta noche sin falta y me lo contás. Te dejo con Ellen.

—Qué tal mi chiquita —dijo al levantar el tubo—. Hola… hola…

Nicole había cortado. No tenía ganas de hablar con su abuela. Últimamente, cuando protestaba contra su padre, Ellen le decía que si Florencio se ponía un poco rígido era porque debía actuar como papá y mamá a la vez. Que, con diecisiete años, ya tenía edad suficiente para comprender lo que él había sufrido la pérdida de Karen. Que si tenía algún festejito era lo normal en un hombre. La palabra “festejito”, que Ellen usaba para justificar los romances de su hijo, le caía muy mal. Seguramente ya se había olvidado de Karen y estaría deseando que Florencio volviera a casarse. Pero ella, a su mamá, no iba a reemplazarla jamás.

Especulando con el supuesto accidente del día anterior, al llegar al estudio Isabel dijo:

—Perdón, se me hizo tarde. No podía levantarme, me dolía todo.

Nadie pareció escucharla. Estaban muy ocupados terminando de dar los toques finales a la ambientación. Entró al camarín, se desnudó y se envolvió con la misma salida de baño con ribetes de seda del día anterior. Fue hacia el lugar adonde el peluquero y la maquilladora la esperaban. Una vez arreglada, la manicura la ayudó con las medias de nylon y los zapatos para que las uñas postizas no se arruinaran. Resignada a que la vieran casi desnuda, se quitó la bata. La vestuarista le puso un modelo de Dior y le abrochó el collar de esmeraldas de Bulgari.

—Vení mirate, —dijo Begonia— estás para cortar el aire de cualquier mortal.

—¡Impresionante! —exclamó Tony, a quién en general nada le impresionaba.

Ese día la sesión de fotos parecía no terminar nunca. De repente, alguien se les acercó para informar que el peluquero se sentía mal. Estaba recostado sobre un diván de utilería, pálido y asustadísimo. Uno de los iluminadores pidió a Begonia que llamara a Urgencias y siguieron trabajando.

Primero llegaron dos enfermeros que se dirigieron al hombre recostado en el sofá. Unos minutos después de ellos entró el doctor Morgan que, ante la visión de la mujer vestida de rojo que resplandecía en medio de los focos, quedó petrificado Pero no tuvo otra opción que acercarse alpaciente y revisarlo.

—Vayan saliendo para el hospital —le dijo a sus ayudantes— ingresen al enfermo en terapia y háganle los análisis de rutina. No se olviden de avisar a la familia. Enseguida voy para allá.

Después se quedó observando la sesión fotográfica, algo que nunca antes había visto. No le quitó los ojos de encima a Isabel. Cuando vio que el fotógrafo le desprendía el collar, pensó que sin nada ese cuello era aún más atractivo.

Begonia, al ver que el médico se había quedado, se acercó para saber más acerca de la salud de Telis, el peluquero.

—Si no surge algún inconveniente, en un par de días estará trabajando. —Luego se despidió y, antes de irse, le preguntó:

—¿Puede ser que a la modelo la conozca de algún lado?

—¿De algún lado? —Begonia repitió asombrada— ¡Londres está empapelada con su cara!

—Ah… —dijo. Y se fue, sin hacer más comentarios. No lo podía creer. Era la dueña de la cara que él se paraba a admirar en los afiches.

—Por fin terminamos. —Y, dirigiéndose a Isabel, Tony agregó—: tus ojeras están violetas, te merecés un descanso.

Una morocha llamativa se asomó tímidamente por detrás de los focos.

—¿Se puede?

—Sí, entrá. Es mi hija, ¿guapa, verdad? —agregó orgulloso.

—Qué gusto conocerte. Tu papá me habló mucho de vos. Soy Isabel D´Arcy.

—Y yo Pasión Urquijo. La verdad es que ya te conocía. Cuando abro la ventana de mi dormitorio, vos me mirás desde el edificio de enfrente. —Una risa franca mostró sus dientes blanquísimos.

Isabel se sintió avasallada por los gestos tan femeninos de Pasión.

 —¿Querés cenar con papá y conmigo esta noche? —le propuso de inmediato.

—Qué lástima, justo hoy no puedo. Pero combinemos para otro día.

Isabel llegó a su casa y marcó el número de Nicole.

—Sorry, esta mañana estaba apurada. Ellen fue a atenderte pero la comunicación se había cortado.

—La que corté fui yo. No quería hablar con ella, me tiene harta. Se pasa todo el tiempo ponderando a papá y pretendiendo convencerme de que es una gran persona. Decime, ¿el ogro, anduvo por ahí?

—Sí, vino a almorzar con un amigo, Charly Acosta.

—¿No te pareció buen mozo?

—Ni siquiera me acuerdo cómo era. Es que tu padre no hizo más que hacerme reproches. Estaba furioso porque encontró publicidades con mi cara en la calle. La verdad es que en el almuerzo lo pasé muy mal. También se enojó porque me corté el pelo cortísimo.

—Ahora se usa así, ¿no?

—Sí. Pero le aclaré que no había sido por mi propio gusto. Si no me lo cortaba, los de la agencia me iban a despedir, total lo que sobra son modelos. ¿Sabías que me compré una motito? Estoy feliz, llego a todos lados en un minuto.

—Cómo me gustaría ser vos. Amparo está todo el tiempo pendiente de lo que hago o dejo de hacer. Me siento presa. Estoy deseando terminar el colegio para irme a estudiar lo más lejos posible. ¿Cómo va la facu?

Isabel le contó que bastante mal porque como el trabajo le ocupaba todo el día, no le quedaba tiempo para estudiar. Y que, además, no estaba muy convencida de seguir estudiando Derecho.

—Uy, si papá se entera.

—Ya se lo comenté.

—Se habrá querido morir. Le cuenta a todo el mundo que vas a ser una abogada exitosa. ¿Qué te dijo?

—Me dio razones muy sensatas para él pero no para mí. ¿Sabés que ayer un auto atropelló a una señora? Me bajé de la moto y me agaché al lado de ella. ¡Pobre!, estaba tirada en medio de un charco de sangre.

—Mm… qué impresión. ¿No te dio un poco de asco?

—¿Asco?, nada que ver. Me dio pena, ganas de ayudarla. Gracias al accidente me di cuenta que hay cosas más importantes para estudiar que memorizar un montón de leyes.

—Ah… Mejor hablemos de otra cosa.

—Bueno. ¿Cómo va el romance con el morocho canchero?

—Es historia antigua, lo taché de la agenda y de mi vida. La última vez que lo vi, salió todo mal. Así que borrón y cuenta nueva. Pero… —Dudó un momento, no sabía si contárselo o no— ¿me jurás no decir nada?

—Te juro —respondió Isabel.

—Me encanta Charly, el amigo de papá. Su personalidad me encanta. En la mesa me corría la silla para que me sentara, es súper educado. Tiene treinta y seis, ¿te parece muy grande para mí?

—Y… bastante.

Nicole le contó que la había besado en la mejilla de una manera muy especial y, por eso, tenía la impresión de que le había gustado. Le encargó a su prima que, si lo veía, tratara de sacarle qué pensaba de ella. Después se despidió porque acababa de llegar la profesora particular.

—Me va explicar unas ecuaciones complicadísimas que nos dieron para practicar en las vacaciones. ¡El colegio me tiene harta!, son tan exigentes. Cuando sepas algo… —recalcó “algo”— llamame.

 

7

Capítulo 6

Después de hojear las revistas de moda que le mandaban de regalo, Isabel se desperezó y subió al cuarto. Tenía por delante unos días de descanso. Los iba a aprovechar para acostarse temprano y dormir hasta tarde.

Sobre la mesa de luz encontró un mensaje de Ellen que, por la extensión, más bien parecía una carta: Querida, Charly, el que vino con Florencio a comer a casa al mediodía, llamó para retribuirme la atención invitándome a almorzar mañana. Primero le dije que bárbaro pero después me acordé que tengo bridge. No pude avisarle, porque era tarde. Va a pasar a la una. Es una descortesía plantarlo. Por favor, mi amor, andá vos en mi lugar.

¡Qué plomazo! Todo sea por Ellen, pensó.

Antes de acostarse, comenzó a buscar el libro en donde había leído que no existían las coincidencias, que nada era casual. Revisó la estantería de arriba a abajo pero no lo encontró. En cambio, descubrió un papel que, tiempo atrás, le había dado una compañera del secundario, decía: “Vivir con plenitud es aventurarse a emprender algo que deseas aún cuando te parezca riesgoso, porque la vida nunca florece en la seguridad. Cuando todo está yendo a la perfección, sucumbes en la comodidad y no pasa nada. Sé un ser independiente, escucha tu voz”, entre paréntesis, había agregado: “son palabras de Osho, un maestro espiritual nacido en la India”. Isabel repitió en voz alta a la vez que subrayaba: …aventurarse a emprender algo que deseas…

Ellen entró a la habitación trayéndole a Isabel el desayuno a la cama. Le dio unos besos, la mimó un poco y le encargó que se vistiera bien porque seguramente Charly la llevaría a un restaurante caro.

—Pensaba ponerme el pantalón blanco y la blusa con tablitas. No me acuerdo si Charly es alto o bajo. Me molesta ir por la calle hablando con un hombre que me llega al hombro.

—Es más bien alto.

—Entonces me pongo tacos. No sabés la fiaca que me da arreglarme cuando no tengo que trabajar. Además tenía pensado ir al hospital a visitar al peluquero. ¿Te acordás que ayer te conté que se sintió mal? Es tan buena persona. Se mata para que nuestro pelo esté siempre perfecto.

—Pedile a Charly que después del almuerzo te deje de pasada.

—Ni loca iría así vestida, es un hospital. Mejor vuelvo y me cambio.

Sonó el timbre de la calle. Del otro lado del portón, impecable como siempre, Charly Acosta esperaba con un ramo de rosas para Ellen.

—Gracias, qué gentil —dijo mientras las olía— Lástima que justo hoy tenga bridge. Aunque me parece que vas a salir ganando —y le dio paso a Isabel que se acercaba por detrás de ella.

—Buenas… —Cuando vio estacionado el Jaguar que su tío siempre alquilaba en Londres, se alarmó— ¿Viene, Florencio?

—¿Lo decís por el auto?, me lo prestó.

Menos mal, si no, no iba, pensó Isabel.

Llegaron al restaurante Gardens. Se sentaron afuera en una mesa rodeada de canteros repletos de flores. Era uno de esos pocos días soleados en Londres. Les trajeron la carta de vinos y el menú. Ella eligió trucha a la manteca negra y él se sumó haciéndole notar que a los dos les gustaba lo mismo. Ordenó un vino blanco bien frío y agua mineral sin gas.

—¿Cómo va la facultad?

—Bastante mal. Me falta tiempo para estudiar. Pero no pienso dejar mi trabajo.

—Es lógico. Te pagan muy bien y, a juzgar por los avisos sos famosa.

 Isabel se alzó de hombros.

—¿No te importa? A todas las mujeres les encanta que las miren. En cuanto a mí, me siento encantado de estar con vos, somos el centro de atención. —Con gesto de preocupación le preguntó— ¿Creerán que soy tu padre?

Isabel no lo escuchó. Estaba distraída recordando que Nicole le había encargado que si volvía a ver a Charly le hablara sobre ella. Aprovechó para preguntarle cuál había sido la razón para que no la trajeran a su prima a Londres.

—Ni idea, fue tu tío el que no quiso. Ella tenía muchas ganas de verte.

—Y yo a ella. Nos criamos juntas, somos como hermanas. A pesar de lo que pasó, tuvimos una infancia feliz. Ellen nos mimó muchísimo y, en esa época, Florencio era muy cariñoso con nosotras. Qué linda es Nicole ¿no?

—Sí, muy linda. Aunque un poco malcriada —sonrió benévolo.

—Es culpa de mi tío.

—Yo pienso lo mismo. —Sin poder disimular un interés especial, le preguntó— ¿Estás de novia? Con tantos admiradores supongo que alguno te gustará.

—No, nadie. —De pronto vino a su mente el médico que había conocido el día del accidente. Quedó pegada a ese recuerdo mientras la voz de Charly repiqueteaba lejana en sus oídos.

—¡Después de que terminemos el café, querés que vayamos a la National Gallery? Hay una muestra de los Impresionistas.

—¿Esta tarde? No puedo. Voy a visitar a un compañero de trabajo que internaron ayer.

—Acepto la excusa, pero la noche de mañana reservala para mí. Te voy a pasar a buscar a las ocho. Vamos a recorrer la zona victoriana y a comer en algún restaurante tradicional. Ni se te ocurra decir que no porque me voy a ofender.

Mientras volvían a lo de Ellen, Charly ponderó su belleza y fotogenia ante cada uno de los afiches de propaganda que cruzaban en la calle. Al llegar se despidió incómoda por tantos elogios.

Estaba abriendo la puerta cuando escuchó que sonaba el teléfono y corrió a atender. Era Nicole.

—Llamé antes… Ellen me contó que fuiste a almorzar con Charly —había un dejo de reproche en su voz—. ¿Te dijo algo de mí?