Cómo casarse con una princesa (Finalista Premio Rita 2013) - Christine Rimmer - E-Book
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Cómo casarse con una princesa (Finalista Premio Rita 2013) E-Book

Christine Rimmer

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Beschreibung

Alice quería todo lo que Noah podía darle, y no estaba dispuesta a conformarse con menos Alice Bravo-Calabretti debía aprender a comportarse como una auténtica princesa. Se acabaron las escapadas que terminaban apareciendo en la prensa. Sin embargo, el nuevo mozo de cuadra parecía que iba a convertirse en otro motivo de escándalo. Sus intensos ojos azules y su sensual sonrisa podían ser toda una tentación para una princesa. ¡Hasta que Alice descubrió que aquel mozo de cuadra era, en realidad, un magnate estadounidense que quería casarse con una princesa! Alice era todo lo que Noah Cordell había deseado en una esposa. Pero su principesca rompecorazones se negaba a darle el sí hasta que él renunciara a su secreto mejor guardado…

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Seitenzahl: 218

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Christine Rimmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cómo casarse con una princesa, n.º 2011 - febrero 2014

Título original: How to Marry a Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4133-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

El primer miércoles de septiembre, la tentación salió en busca de Alice Bravo-Calabretti.

Hasta entonces, Alice había estado haciendo las cosas bien. Durante más de dos semanas, había cumplido la promesa que se había hecho a sí misma. Había mantenido un perfil bajo y se había comportado con dignidad. No había aceptado desafíos y había evitado situaciones en las que podría haberse visto tentada a ir demasiado lejos.

No le había resultado difícil. Había pasado los días con sus adorados caballos y las noches en casa.

Hasta que llegó aquel fatídico viernes.

Ocurrió en los establos, justo antes del amanecer. Alice estaba preparando a una de las yeguas para salir a dar su paseo matutino. Acababa de colocar la silla sobre la reluciente espalda de la yegua cuando oyó un sonido susurrante tras ella.

Yasmine alzó la cola y relinchó suavemente. Su característico pelaje iridiscente resplandecía incluso en la penumbra del establo iluminado únicamente por una bombilla colgada del techo. Alice miró hacia las sombras y descubrió la fuente de aquel sonido inesperado.

Cerca de la puerta que conducía al patio, vio a un mozo de cuadra con una escoba. No le conocía y eso la extrañó. Los establos del palacio eran como una segunda casa para ella. Alice conocía a todos los mozos. Aquel debía de ser nuevo.

Gilbert, el jefe de cuadras, llegó desde el patio todavía a oscuras y le dijo algo al hombre de la escoba. Este se echó a reír y Gilbert le imitó. Al parecer, le caía bien el nuevo empleado.

Alice se encogió de hombros. Estaba comenzando a sacar a la yegua del establo cuando vio que Gilbert se había ido. El mozo nuevo todavía estaba allí. Había dejado la escoba a un lado y estaba apoyado contra la pared de la puerta que conducía al patio.

Cuando Alice se acercó, se enderezó e inclinó lentamente la cabeza.

—Su Alteza —la saludó.

Tenía una voz profunda y mostraba una actitud irónica y de una gran confianza en sí mismo. Alice reconoció el acento inmediatamente: americano.

Por supuesto, ella no tenía nada en contra de los estadounidenses. Al fin y al cabo, su padre lo era. Pero aun así... Por norma general, los mozos que trabajaban en el establo eran de Montedoro y mostraban un carácter mucho más reservado.

El mozo alzó su rubia cabeza y la miró a los ojos. Los suyos, azules, tenían un brillo travieso.

Definitivamente, aquel hombre era toda una tentación.

«Tranquilízate. Intenta controlarte», se dijo.

¿Qué más daba que el nuevo mozo de cuadras fuera un hombre atractivo? ¿O que le hubiera bastado mirarle para pensar en lo aburrida que era su vida últimamente?

En un intento de parecer firme y decidida, cuadró los hombros y le miró sin mostrar demasiado interés. El mozo en cuestión iba vestido con una camisa sin mangas, unos vaqueros desgastados y unas botas. Y era, definitivamente, muy atractivo. Alto, delgado y con una sombra de barba sobre las mejillas. Alice se preguntó por qué no le habría obligado a Gilbert a ponerse el uniforme.

El mozo dio un paso adelante y los pensamientos de Alice salieron volando en todas direcciones.

—¡Qué chica tan guapa! —le dijo el mozo... a la yegua.

Alice le miró perpleja mientras él acariciaba la cabeza larga y reluciente de Yasmine.

Al igual que el resto de los caballos criados en el establo, Yasmine era un animal fieramente leal. Eran pocas las personas a las que entregaba su confianza y afecto. Pero aquel mozo confiado y atractivo pareció obrar una cierta magia sobre la yegua. Yasmine le hociqueó y relinchó suavemente mientras se dejaba acariciar.

Alice permitió que le prestara aquellas atenciones a la yegua. Si a Yasmine no le importaba, a ella tampoco. Y, al ver a aquel mozo con la yegua, comenzó a comprender los motivos por los que Gilbert le había contratado. Tenía mano para los caballos y, a juzgar por su atuendo, probablemente necesitaba el trabajo. Gilbert, un hombre de gran corazón, seguramente se había compadecido de él.

—Que disfrute de un agradable paseo, señora.

Las palabras fueron perfectamente educadas. El tono, agradable y respetuoso. El tratamiento correcto. Pero su mirada estaba muy lejos de ser la correcta. Y distaba mucho de ser respetuosa.

—Gracias, lo haré —contestó.

Y sacó a la yegua a la luz grisácea del amanecer.

 

 

Para cuando Alice regresó de su paseo matutino, el mozo nuevo había desaparecido. No la sorprendió. Era habitual que los mozos de cuadra trabajaran fuera de los establos.

Aquel país, el principado de Montedoro, era un pequeño paraíso situado a orillas del Mediterráneo, en la Costa Azul. La frontera francesa estaba a menos de dos kilómetros del establo y la familia de Alice era propietaria de numerosos pastos y potreros situados cerca de la campiña francesa. A cualquiera de los mozos se le podía pedir que fuera a aquellos pastos. Y, sinceramente, ¿qué más le daba dónde pudiera estar? Resistió las ganas de preguntar a Gilbert por él y se recordó a sí misma que, por interesante que fuera, era exactamente la clase de capricho que no podía permitirse después del episodio de Glasgow.

Le bastaba pensar en lo sucedido para sonrojarse. Y, sin embargo, necesitaba recordar aquella humillación para no volver a comportarse de manera tan poco aceptable.

Al igual que la mayoría de sus escapadas, todo había ocurrido de la manera más inocente.

Había decidido en un impulso visitar Blair Castle para asistir a un concurso hípico y había volado a Perth la semana anterior al concurso pensando que le gustaría pasar unos días visitando Escocia.

Nunca había estado en Blair Castle. Había quedado con varios amigos en Perth y habían conducido desde allí hasta Glasgow, pensando que sería divertido disfrutar de sus concurridos pubs. Habían encontrado uno bullicioso y encantador en el que se celebraba, además, la noche del karaoke.

Alice había tomado una o dos cervezas de más. Su guardaespaldas, el bueno de Altus, le había dirigido en más de una ocasión la mirada con la que solía advertirle de que estaba yendo demasiado lejos. Como era habitual, ella le había ignorado. Y, al cabo de unas horas, sin saber muy bien cómo, se había visto de pronto en el escenario, cantando la canción de Katy Perry I Kissed a Girl. En aquel momento, le había parecido algo inofensivo y muy divertido. Se había entregado por completo a su actuación y había representado la letra.

Las fotografías de su apasionado beso con una camarera de Glasgow habían sido todo un escándalo. Los paparazzi se habían puesto las botas. Pero a su madre, la Princesa Soberana, no le había hecho tanta gracia.

Después de aquello, Alice se había jurado a sí misma que no volvería a hacer nada inadecuado. Eso, por supuesto, implicaba mantenerse al margen de aquel mozo de cuadra tan atrevido.

 

 

A la mañana siguiente, jueves, el mozo volvió a aparecer. Cuando Alice entró a las cinco de la mañana en el establo, estaba allí, barriendo. Al verle, sintió un irritante revoloteo en el pecho.

Para disimular la absurda emoción que le causaba aquel encuentro, le dijo en un tono de superioridad del que inmediatamente se arrepintió:

—Perdón, no sé cómo te llamas.

—Noah, señora.

—¡Ah! Bueno... Noah... —se sentía de pronto como si se hubiera quedado sin lengua. Era ridículo. Completamente ridículo—. ¿Podrías ensillar a Kajar, por favor?

Señaló con la mano el establo en el que esperaba Kajar, un capón gris. Normalmente, era ella la que ensillaba los caballos que montaba. Eso la ayudaba a conocer el carácter y el estado físico de cada uno de los caballos y fortalecía el vínculo con los animales que tenía a su cuidado.

Pero tenía que encontrar una excusa que justificara el hecho de que hubiera entablado conversación con Noah.

Además, había algo que despertaba su curiosidad. ¿Noah sería capaz de compenetrarse con Kajar como lo había hecho con Yasmine?

Noah dejó la escoba y se acercó al caballo. Kajar permanecía paciente bajo sus manos firmes y tranquilizadoras. Noah alababa al caballo mientras trabajaba, le decía que era un caballo bueno y hermoso. El capón no causó ningún problema durante todo el proceso. Todo lo contrario. En dos ocasiones, giró el cuello hacia Noah para relinchar como si quisiera mostrar su aprobación.

En cuanto terminó su trabajo, Noah sacó a Kajar del cubículo y le tendió las riendas a Alice. Rozó con sus largos dedos la mano enguantada de Alice y apartó después la mano. Durante un instante, Alice pudo aspirar la esencia limpia y fresca de su piel. Llevaba una loción muy fresca, olía a cítrico y a cedro.

Debería haberle dado las gracias y haberse marchado a montar. Pero aquel hombre la atraía con fuerza, de modo que se descubrió a sí misma iniciando una verdadera conversación.

—No eres de Montedoro.

—¿Cómo lo ha adivinado? —empleaba un tono que denotaba humor y un punto de ironía.

—Eres estadounidense.

—Exacto —le sostuvo firmemente la mirada con unos ojos tan azules que parecían de otro mundo—. Crecí en California, en Los Ángeles, en Silver Lake y en East Los Ángeles —la miraba de una forma especial, con una concentración absoluta—. No tiene la menor idea de dónde están Silver Lake y East Los Ángeles, ¿verdad, señora? —parecía estar burlándose de ella.

Alice sintió el hormigueo del enfado, pero eso solo sirvió para aumentar su interés por él.

—Conozco ligeramente la zona. He estado en California del Sur. Tengo allí un primo segundo. Vive en Bel Air.

—Bel Air está muy lejos de East Los Ángeles.

—¿A una larga distancia, quieres decir?

—No me refería a kilómetros. En Bel Air están algunas de las mansiones más caras del mundo, es un lugar muy parecido a Montedoro. Y East Los Ángeles no tanto.

Alice no quería hablar de mansiones. Ni de diferencias sociales. Abrió la boca y salió otra pregunta de sus labios.

—¿Tus padres todavía viven allí?

—No. Mi padre murió trabajando en una obra cuando yo tenía doce años. Mi madre murió por culpa de una gripe cuando tenía veintiuno.

Alice sintió crecer en su interior una compasión teñida con la emoción que despertaba su compañía. Kajar alzó la cabeza. Alice se volvió hacia el caballo y alargó la mano para acariciarlo. Después, le dijo a Noah:

—Es una lástima.

—Las cosas son como son.

—Debió de ser terrible para ti.

—Aprendí a cuidar de mí mismo.

—¿Tienes hermanos?

—Una hermana más pequeña, tiene veintitrés años.

Alice quería preguntarle la edad, pero le parecía una pregunta demasiado íntima. Tenía algunas arrugas no muy marcadas en las comisuras de los ojos. Por lo menos tendría treinta años.

—¿Qué te ha traído a Montedoro?

—Hace muchas preguntas, Su Alteza —contestó Noah divertido.

Alice contestó con sinceridad.

—Es verdad. Estoy siendo muy entrometida.

Y ya iba siendo hora de que se marchara. Pero no lo hizo. Continuó dando rienda suelta a su curiosidad.

—¿Cuánto tiempo llevas en mi país?

—No mucho.

—¿Y piensas quedarte?

—Eso depende.

—¿De qué?

Noah no contestó. Se limitó a sostenerle la mirada. Alice experimentó entonces una sensación de lo más agradable y efervescente. Fue como si estuviera descendiendo por su cuello un trago de frío y burbujeante champán.

—Te gustan mucho los caballos.

—Sí, es cierto. Y supongo que se estará preguntando cómo es posible que un tipo como yo haya aprendido a manejar a un caballo.

—Eso es exactamente lo que me estaba preguntando.

—A los dieciocho años, estuve trabajando para un tipo que tenía un rancho de caballos en las montañas de Santa Mónica. Me enseñó mucho y yo aprendí rápido. Eran caballos de sangre caliente. Hannoverianos y morgans principalmente.

—Unas razas excelentes —Alice asintió mostrando su aprobación—. Son caballos fuertes y elegantes. No son tan susceptibles e irritables como los akhal-teke.

Todos sus caballos eran tekes. Los akhal-tekes eran llamados «caballos celestiales» y se les consideraba la raza equina más antigua del mundo.

—No hay nada como un akhal-teke —dijo Noah—. Espero poder tener uno algún día.

—Un objetivo admirable.

Noah se echó a reír. El sonido de su risa pareció deslizarse como una dulce caricia por la piel de Alice.

—¿No piensa decirme que nunca podré permitirme el lujo de tener un caballo de esa categoría?

—Eso sería una grosería por mi parte. Además, me pareces una persona muy decidida. Imagino que, si desearas algo con suficiente fuerza, encontrarías la manera de conseguirlo.

Noah no dijo nada. Se limitó a mirarla con firmeza con sus hermosos ojos. Alice se vio asaltada por la sensación de que allí estaba pasando algo que ella no terminaba de comprender.

—¿Qué ocurre? —preguntó al ver que el silencio se alargaba.

—Sí, tiene razón, soy una persona decidida —respondió él.

Alice se descubrió con la mirada fija en sus labios. En el arco del labio superior y en la plenitud del labio inferior. Le resultaba tan misterioso... Se preguntó cómo sería el contacto de su boca contra la suya. Sería muy fácil acercarse a él, ponerse de puntillas y reclamar un beso...

«¡Basta! No, sería un error». Esa sería exactamente la conducta imprudente y en absoluto propia de una princesa que estaba intentando evitar a cualquier precio.

—Yo... —continuaba mirándole fijamente los labios.

—¿Sí? —Noah se acercó un centímetro a ella.

Alice agarró las riendas con fuerza.

—... tengo que marcharme.

Noah retrocedió inmediatamente y Alice deseó que no lo hubiera hecho, algo completamente inaceptable.

—Tenga cuidado durante el paseo, señora.

Alice asintió y apretó los labios con fuerza para evitar que le temblaran. Chasqueó la lengua para llamar la atención de Kajar y giró hacia la puerta abierta del establo.

 

 

Tal y como había ocurrido la vez anterior, cuando regresó al establo, Noah ya no estaba. Aquel día, Alice estuvo trabajando con un par de potros y poniendo a prueba a uno de los caballos que participaba en los concursos de saltos. Después, volvió a su casa para ducharse y cambiarse de ropa.

Por la tarde, estuvo reunida con el comité organizador del Grand Champions Tour. Montedoro sería el país anfitrión de la sexta etapa del concurso. Durante aquella interminable reunión, Alice tuvo que hacer un gran esfuerzo para no pensar en ciertos ojos azules y para no recordar el sonido profundo y excitante de cierta voz.

Aquella noche, soñó que salía a montar con Noah. Ella montaba a Yasmine y él a Orión. Se detenían en una pradera cubierta de flores silvestres a hablar, aunque, cuando se despertó, Alice no era capaz de recordar ni una sola palabra de lo que habían dicho.

Fue un sueño muy comedido. No hubo caricias ni tampoco la ardiente tensión que sentía al estar cerca de él. En el sueño, reían juntos. Eran como un par de buenos amigos que se conocían muy bien.

El viernes por la mañana, se despertó a la hora de siempre, mucho antes del amanecer, sintiéndose un poco nerviosa y pensando de nuevo en el estadounidense.

¿Pero por qué? Apenas conocía a Noah. Le había visto en dos ocasiones y había mantenido una breve conversación con él. No debería permitir que la afectara tan profundamente.

En cualquier caso, probablemente no había ningún sentimiento profundo en todo aquello. Noah era un hombre interesante con aspecto de ser indomable y ligeramente peligroso. Y le encontraba extremadamente atractivo.

A lo mejor se había estado reprimiendo en exceso. Quería evitar que la vieran hacer locuras, pero eso no significaba que no pudiera tener su propia vida. Llevaba demasiado tiempo encerrada en casa. Y la obsesión con Noah era la mejor prueba de que necesitaba salir más.

Y saldría. Empezaría a hacerlo esa misma noche, en la fiesta de gala con la que se iba a celebrar el reciente matrimonio de su hermana Rhiannon con el comandante Marcus Desmarais. Iba a ser una fiesta preciosa y pensaba disfrutarla. Bailaría durante toda la noche.

Se levantó, se vistió y se dirigió a los establos, esperando ver a Noah, pero sin estar muy segura de que realmente quisiera que estuviera allí.

Noah no estaba en el establo.

Y todas sus dudas desaparecieron. Quería verle, quería volver a oír su voz. Mientras preparaba a Prizma, una yegua negra, estuvo pendiente de cualquier sonido que pudiera indicarle que había entrado alguien en los establos tras ella. Pero nadie llegó.

Salió a montar, regresó a los establos y descubrió que Noah todavía no había pasado por allí. Estuvo a punto de ir a buscar a Gilbert para preguntarle por él.

Pero se sentía ridícula y confundida, algo que no le gustaba nada en absoluto. Ella era una persona segura de sí misma, siempre lo había sido. Decía lo que pensaba y eran pocas las cosas que temía. Sí, estaba haciendo un gran esfuerzo para no provocar situaciones que pudieran llamar la atención de los medios de comunicación y colocar a su familia en una posición comprometida. Pero eso no significaba que estuviera emocionalmente reprimida. Le gustaba vivir intensamente, correr riesgos y divertirse. No era una virgen tímida que temiera hacer algunas preguntas sobre un hombre al que encontraba interesante.

El problema era...

¡Un momento! No había ningún problema. Había conocido a un hombre y le encontraba atractivo. Ella era una princesa de Montedoro y él un estadounidense sin dinero procedente de un lugar llamado East Los Ángeles. No podía decirse precisamente que tuvieran muchas cosas en común.

Pero la verdad era que las tenían. Al fin y al cabo, ella era medio estadounidense. Y a los dos les gustaban los caballos. Y disfrutaba hablando con él. Además, Noah era un hombre muy agradable a la vista...

Estaba llevando las cosas demasiado lejos y tenía que detenerse inmediatamente. Noah solo era un hombre al que encontraba interesante. Era posible que volviera a verlo. O quizá no. Y, en cualquiera de los dos casos, el mundo continuaría girando.

A las seis de la tarde, Alice regresó a su casa, subiendo una empinada calle del distrito de Monagalla, no lejos del palacio. Su ama de llaves, Michelle Thierry, estaba esperándola en la puerta.

—Pensaba que no iba a volver nunca —la regañó—. ¿Es que se ha olvidado de la fiesta de su hermana?

—Claro que no. Relájate. Tenemos tiempo de sobra.

—Tiene que estar allí a las ocho —le recordó Michelle.

—¡Vamos, Michelle! Tengo tiempo más que suficiente para arreglarme.

—¿Pero qué ha estado haciendo durante todo el día?

—Puedes imaginártelo. Trabajar con los caballos.

El ama de llaves hizo un gesto con las dos manos.

—¡No se quede ahí parada! Tendremos que darnos prisa. Hay muchas cosas que hacer y...

—Eres demasiado mandona.

Michelle respondió con una sonrisa cargada de suficiencia.

—Pero no podría arreglárselas sin mí.

Y era absolutamente cierto.

Michelle, que rondaba los cincuenta años, era una mujer maravillosa. No solo se hacía cargo de la casa, sino que le preparaba unas comidas deliciosas, tenía talento y estilo y adoraba su trabajo. Alice sabía que tenía una gran suerte al poder contar con ella.

Riendo, se sentó en un escalón y se quitó las botas, que el ama de llaves inmediatamente le arrebató de las manos.

—Al baño —le ordenó blandiendo una bota—. ¡Inmediatamente!

Alice se dio un baño, se peinó, se maquilló, se puso un tafetán de seda rojo de Óscar de la Renta que Michelle había elegido para ella y permaneció sentada mientras Michelle le reparaba la manicura y la pedicura y la regañaba por no cuidarse adecuadamente las manos.

Cuando salió de casa a las ocho menos diez, el coche ya la estaba esperando. El trayecto hasta Cup Royal, un acantilado con vistas al Mediterráneo en el que el palacio se extendía en toda su gloria de piedra blanca, debería haberles llevado solo unos minutos. Pero las calles estaban abarrotadas de limusinas que se dirigían hacia la fiesta. Habría llegado antes andando. En cualquier otro momento, le habría pedido al chófer que se detuviera y habría ido caminando.

Al final, el coche llegó al palacio a las ocho y veintiocho minutos. Para Alice, no era tarde en absoluto. Pero su madre tendría una opinión muy diferente. Su Alteza Soberana Adrienne esperaba que todos los miembros de la familia llegaran puntualmente a los acontecimientos importantes.

Los invitados a la gala estaban haciendo cola sobre la alfombra roja de la entrada. Alice le pidió al chófer que la llevara hasta una de las puertas laterales, donde dos guardias de adusto semblante esperaban a los amigos íntimos y a los miembros de la familia principesca.

Alice le entregó el bolso y el chal a uno de los sirvientes y cruzó toda una serie de pasillos para dirigirse hacia la puerta de acceso a la columnata que había sobre los jardines del palacio. Al llegar a las escaleras de piedra blanca que conducían al jardín, se detuvo.

En el jardín habían levantado una enorme carpa de seda blanca. Desde el interior de la carpa, donde se serviría una cena para trescientos invitados, irradiaba un resplandor dorado. El palacio, la carpa, los jardines... Montedoro entero parecía brillar con aquella luz dorada.

—¡Estás aquí!

Rhia, embarazada de cinco meses y radiante de felicidad, levantó la etérea y voluminosa tela de color marfil de la falda de un vestido sin tirantes y comenzó a bajar junto a su hermana.

Alice adoraba a todos sus hermanos, pero entre Rhia y ella había un vínculo muy especial.

—Lo siento, llego un poco tarde. La calle estaba abarrotada.

Las hermanas compartieron un rápido abrazo y se besaron sin rozarse apenas las mejillas.

—Me alegro de que estés aquí —susurró Rhia—. Te he echado de menos.

Comenzaron a dispararse los flashes. Siempre había algún fotógrafo acechándolas, y muchos más de los que les habría gustado en un acontecimiento como aquel.

Alice agarró a Rhia del brazo y se volvieron hacia una de las cámaras.

—Sonríe —le aconsejó Alice a su hermana—. Que no vean ninguna muestra de debilidad.

Rhia colocó su mano libre con orgullo sobre su abultado vientre y sonrió a las cámaras. Tenía muchos motivos para ser feliz. Durante casi una década, se había esforzado en negar su amor por Marcus Desmarais. Y por fin iba a compartir plenamente su existencia con el que había sido el amor de su vida. Rhia y Marcus se habían casado en una ceremonia íntima tres semanas atrás. Y habían volado al Caribe para pasar la luna de miel el mismo día que Alice había emprendido su fatídico viaje a Escocia.

La fiesta de aquella noche era la sustitución de la que debería haber sido una gran boda. El mundo necesitaba ver a la familia Bravo-Calabretti dando la bienvenida al marido de uno de sus miembros.

Marcus se había quedado huérfano poco después de nacer. Había comenzado desde cero y se había convertido en un hombre maravilloso que había llegado muy lejos a pesar de sus humildes orígenes. La fiesta no era solo para mostrar al mundo aquel encuentro. La familia Bravo-Calabretti le daba realmente la bienvenida en su seno.

Aquello era algo que Alice adoraba de su familia. Juzgaban a las personas por su actitud y por sus méritos, no en razón de su nacimiento. Si Alice decidiera casarse con un hombre que no tuviera nada, su familia apoyaría aquella elección.

Tampoco podía decirse que estuviera a punto de elegir a nadie como marido. Y, desde luego, no iba a optar por un estadounidense de ojos azules al que apenas conocía y al que probablemente no volvería a ver nunca más

Intentó borrar a Noah de su mente en cuanto Rhia la agarró de la mano y comenzó a bajar la escalera. Alice vio entonces a Damien, el menor de los hermanos Bravo-Calabretti, entrando en la carpa. Echaba la cabeza hacia atrás mientras reía por algo que había dicho el hombre de pelo rubio que estaba a su lado.

—¿Alice? —preguntó Rhia mirando a su hermana con expresión interrogante.

Alice fue entonces consciente de que se había quedado boquiabierta mirando al hombre que acompañaba a su hermano. Habían desaparecido ya en el interior de la carpa y apenas había podido apreciar algo más que una visión fugaz de la espalda de aquel hombre y su perfil cuando había vuelto la cabeza.

—No puede ser...

—¿Alice? —volvió a preguntarle su hermana.

—Habría jurado que...

—¿Estás bien?

Alice parpadeó y sacudió la cabeza. Genial. No solo estaba obsesionada con un perfecto desconocido, sino que también sufría alucinaciones y creía haberlo visto perfectamente arreglado, con frac y corbata, hablando con su hermano.

—¿Has visto a ese hombre alto y rubio que estaba hablando con Damien?

—¿Damien? No, no me he fijado.

—¿No te has fijado en Damien o en el hombre que estaba con él?

—En ninguno de los dos, Alice, de verdad, ¿estás bien?

—La verdad es que estoy empezando a dudarlo —musitó.

—No te entiendo, ¿qué has dicho?

A Alice le habría encantado poder llevarse a Rhia a un lugar apartado para hablarle de aquel mozo de cuadra inolvidable al que habría jurado que acababa de ver vestido de frac y compartiendo una broma con su hermano. Necesitaba un abrazo consolador y un consejo que le hiciera poner los pies en la tierra. Pero aquel no era el momento. Tiró a Rhia de la mano.

—No importa, entremos. Marcus debe de estar preguntándose dónde estás.

 

 

La larga mesa de la familia estaba colocada sobre una tarima al final de la carpa. Allí estaban sentados todos los hermanos. Los casados, acompañados de sus parejas. Hasta Belle, que vivía en los Estados Unidos en el rancho de su marido, Preston McCade, había viajado desde Montana para celebrar la boda de Rhia y de Marcus.

—Ya nunca tenemos tiempo de hablar —susurró Rhia.

—Lo sé. Y yo también lo echo de menos.

—Ven a vernos el domingo por la noche. Podemos cenar juntas y ponernos al día.

—¿Y Marcus?

—Cenará con Alex. Tienen que hablar de algo relacionado con la CCU.

Alexander, el hermano gemelo de Damien, era el tercero de los hermanos. Alex había creado una fuerza de luchadores de élite, la Covert Comand Unit, en la que servía Marcus.

—Allí estaré —le prometió Alice.

Tras darle un último abrazo, Rhia la dejó para ir a reunirse con Marcus en el asiento de honor que tenía en el centro de la mesa.

Alice se acercó a saludar a sus padres. Su madre, enfundada en un vestido negro de Chanel y, como siempre, con un aspecto fabuloso, le dio un beso en la mejilla, la saludó con un afectuoso «hola, cariño», y no dijo una sola palabra sobre su tardanza. Así era ella. A pesar de que tenía altas expectativas para con sus hijos, nunca les había atosigado.