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Nunca robar un banco ha tenido más sentido. Una vertiginosa comedia policíaca con la que no pararás de reír hasta la última página. "Hay quien atraca bancos por codicia. Otros disfrutan con el subidón de adrenalina. ¿Yo? Yo atraqué un banco por sentimiento de culpa. Más en concreto, sentimiento de culpa y una vela con aromas del Nepal…". Cuando Dylan, de quince años, incendia por accidente la casa de la chica que le gusta, tiene claro que la única forma de arreglar semejante desastre es con un gesto atrevido… como atracar un banco para pagarle una casa nueva. Fácil, ¿no? "Una historia hilarante, llena de ritmo y de originalidad". The Guardian "Además de rebosar humor, tiene unos personajes equilibrados y creíbles, y una premisa insólita". Parents in Touch
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Seitenzahl: 257
Veröffentlichungsjahr: 2020
Título original:
HOW TO ROB A BANK
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2020
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
harpercollinsiberica.com
© del texto: Tom Mitchell, 2019
© de la traducción: Jofre Homedes Beutnagel, 2019
© publicado por primera vez por HarperCollins Publishers Ltd
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica
ISBN: 978-84-17222-91-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Primera parte
1. Especifica tus motivos: ¿Para qué?
2. En caso de fuego abierto, extrema la prudencia
3. Recuerda que la unión hace la fuerza
4. ¿Robar un banco se ajusta a tus necesidades?
5. El exceso de formación es una realidad
6. Elige un sitio que cumpla todos los requisitos
7. Todo lo que pueda salir mal saldrá mal
8. No dudes en usar la imaginación
9. «Lo intentaste. Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». Samuel Beckett
10. Usa la tecnología en tu favor
11. Esfuérzate por evitar cualquier tipo de violencia
12. Ensúciate las manos
13. Robar un banco es como montar a caballo
14. No te fíes de nadie
Segunda parte
15. Pase lo que pase, no te desconcentres
16. Haz los deberes (reconoce el terreno)
17. Sufrimiento a corto, ganancias a largo
18. No hay nada gratis, ni siquiera el dinero robado
19. El buen ladrón es buen actor
20. Ocúpate del presente, que el futuro ya se cuida solo
21. Ten presente que todo el mundo se equivoca
22. Infringir la ley no es divertido
23. No mezcles el placer con el trabajo
24. A lo hecho, pecho
25. Nadie ha dicho que sea fácil robar un banco
26. Mejor fallar antes que durante los delitos
27. Que no te acaben encerrando
28. Nunca dejes de pedir ayuda por orgullo
29. Si te esperas el fracaso, no te llevarás ninguna decepción
30. Nunca es tan negra la noche como antes del alba (o algo por el estilo)
31. Aprovecha las oportunidades imprevistas
32. Ser flexible puede ser tan importante como planificar hasta el último detalle
33. Un viaje de mil kilómetros empieza con un solo paso
34. No te dejes cegar por el ego hasta no ver los fallos de tu plan
35. El circuito de la vida está lleno de baches
Tercera parte
36. Operación RTH (Recuperar el Trabajo de Historia)
37. Hombre prevenido vale por dos
38. No olvides la importancia de la sincronización
39. No subestimes nunca tu potencial de estupidez
40. No intentes robar tú solo un banco
41. Robar un banco es cuestión de sangre fría
42. Busca inspiración en cualquier sitio y en cualquier cosa
43. No hay nada más importante que el plan de fuga
44. No te olvides de comer
Fin
Si te ha gustado este libro…
Para Jacob, Dylan y Nicky
Hazte una pregunta: ¿necesito el dinero? Atracar bancos no es un pasatiempo como chutar balones al jardín del vecino o leer. Hay quien los atraca por codicia. A esos suelen pillarlos después de que se compren cochazos o gorras de béisbol con incrustaciones de diamantes. También hay quien disfruta con el subidón de adrenalina de apuntar a bocajarro con una recortada a señoras de mediana edad. Suelen ser veinteañeros que han tenido infancias conflictivas.
¿Yo? Yo atraqué un banco por sentimiento de culpa. Más en concreto, sentimiento de culpa y una vela aromática del Nepal.
Me explico.
El verano se hacía interminable, y a mis quince años ya estaba harto de jugar al Call of Duty y al FIFA. A fuerza de que te reviente un francotirador o de que te metan cinco a cero, te acabas preguntando si tiene algún sentido. En respuesta a las quejas de mis padres, había estado buscando una media jornada, pero ni en el McDonald’s me quisieron. Papá dijo que era otra señal de la decadencia del país. Mamá, que no había que tirar la toalla.
Era un sábado por la tarde, de esas tardes de sábado aburridas de verano sin partidos de la Premier League, y con el anuncio de que cenaríamos lasaña. Papá estaba en el sofá, mamá dándole al vino, Rita hablando por teléfono, y todos mis amigos, salvo Beth, de vacaciones exóticas en playas infinitas de aguas cristalinas.
—¿Qué sabes del Watergate y Richard Nixon? —me preguntó papá.
Como la mayoría de sus preguntas, era un preámbulo para tratar de convencerme de que viésemos una película. En este caso Todos los hombres del presidente, que ya me había puesto en mis años de primaria y que me había parecido aburrida e incomprensible.
Le contesté que había quedado con una chica. Así se calló.
—Bien hecho —dijo mamá desde la mesa del comedor, con una revista gastada en una mano y una copa de vino mellada en la otra.
—Eso —dijo papá, haciéndole señas de que se callara—. Hay que vivir la vida.
Era un comentario irónico. Otro de sus hábitos: ver películas y hablar con ironía. Papá era así. Ah, sí, y roncar.
Me fui a mi habitación, cerré la puerta e ignoré el tufo de sudor, como en ondas temblorosas de calor, que desprendía el edredón. Me puse de rodillas y metí las manos debajo de la cama. Mis dedos pasaron sobre bolsas de patatas y manchas pegajosas de las que ya tendría tiempo de ocuparme. Al final, encontré el paquete que buscaba. Lo tenía escondido desde el lunes, cuando Brian, nuestro cartero alemán de dos metros diez, se plantó en nuestra puerta y anunció:
—Tienes un paquete. ¿Parra alguna fiesta?
Y sonrió con tal intensidad que mirarle la boca te habría dejado ciego.
Confieso que no estaba convencido al cien por cien de que a mi amiga Beth la impresionase una vela aromática del Nepal, pero me había metido yo mismo en un callejón sin salida cuando Harry, un tío ñoño que va a un curso menos, me preguntó qué le iba a regalar a Beth para su cumpleaños.
Beth deja que Harry la siga a todas partes, porque sus madres van al mismo club de yoga, o algo así, y él se cree que son muy amigos, pero qué va, para nada.
Yo ni siquiera sabía que Beth tuviera cumpleaños. Bueno, ya sé que lo tiene todo el mundo, pero…
—Soy adolescente —respondí—. No les compro regalos de cumpleaños a mis amigos. Ni siquiera les escribo en el muro de Facebook.
—Yo le he comprado un collar —dijo Harry—. De plata.
Beth llevaba al cuello una cosa muy bonita, con delfines pequeños, que hasta entonces no me había llamado la atención.
—Eh, que a mí los regalos no me importan, de verdad —dijo.
Me entró el pánico, lo reconozco.
—Una vela aromática del Nepal —dije—. Es lo que te he comprado.
Lo dije porque el día antes papá me había hecho comprar por internet una vela aromática del Nepal para mamá. Faltaba poco para su cumpleaños, y le había parecido buena idea comprarle de mi parte algo que oliera bien.
—¿Una vela aromática del Nepal? —dijo Beth en los columpios, durante el recreo, con esa manera única de columpiarse de las adolescentes—. Suena genial.
—Lo que suena es cutre —dijo Harry.
Ni me fijé, porque a Harry siempre le suena todo cutre.
Total, que unos días después, arrodillado ante mi cama como si rezase al dios de las cosas olorosas que les compras a las mujeres de tu vida, pensé: «Bueno, vale, papá, me arriesgo; le daré a Beth una vela aromática del Nepal».
Beth vivía en una casa hecha por el cascarrabias de su padre, que es constructor. Era como la Casa Blanca en miniatura. Beth, por su parte, era idéntica a Emma Stone. Pero clavada, ¿eh? En plan de que te paren los ancianos por la calle, igualito que a Emma Stone. Busca «Emma Stone» en Google. Pues es como era Beth, en serio.
Aunque su casa fuera como la Casa Blanca en versión bebé, hay que reconocer que en comparación con cualquier otra casa, y en particular la mía, era gigante. Tenía hasta sala de cine propia, aunque faltaba instalar la pantalla. Su madre la usaba para tender la ropa, y olía a humedad y decepción.
Lo del cine, a papá, no se lo comenté. Podría haberlo hecho entrar en una espiral depresiva, que no sé muy bien qué significa.
Cuarenta minutos después de sacar el paquete, estaba sentado en la cama de Beth, pidiéndole que cerrara la puerta. Si actuaba con seguridad, tal vez me olvidase de que me encontraba en el cuarto de una chica, con la confusión de sentimientos que implicaba: por un lado, ganas de salir huyendo y, por el otro, de no marcharme nunca. Aún no estaban abiertas las cortinas. Mejor. Saludé con la cabeza al póster de Andrew Garfield. Salía mirando un caballo. Tuve curiosidad por saber cómo sería dormirse mirando cómo miraba Andrew Garfield un caballo. A mí no me habría gustado.
—Si hubiera sabido que venías, habría ordenado un poco —dijo ella, apartando ropa con los pies.
Creo que vi unas bragas.
—¿Dónde está Harry? —Fue mi primera pregunta.
—Ahora viene —contestó ella—. Ya sabes: o está aquí, o… de camino.
Me saqué de los vaqueros el paquete. El sobre acolchado se había arrugado. Arriba, al lado de Andrew Garfield, estaba Leo Messi, y tuve la clara sensación de que me estaba mirando como a un tonto. Pero bueno, ya no jugaba tan bien como antes.
—Felicidades —dije.
Beth se sentó a mi lado. El colchón soltó un suspiro. Sentí el calor que irradiaba su cuerpo. Después le di el regalo.
—Qué paquete más bonito —dijo ella, examinando el sobre medio destrozado.
Lo abrió. Dentro había tiras de papel de periódico. Las sacó.
(¿Y si dentro no había nada, y al final sí que quedaba como un tonto? Otra vez).
La vela se cayó como un ternero de una vaca. Era achaparrada y redonda, como un montón de galletas digestivas. Alrededor de la cera, que parecía jabón, había un borde de metal brillante, y en el centro una mecha negra doblada.
—Gracias —dijo Beth, formando una sonrisa con sus labios de Emma Stone.
¿Era una sonrisa impresionada o de reírse de Dylan?
—Es una vela —dije, recogiéndola.
—¿Con aromas del Nepal? —contestó ella—. ¿Sabes que son las que se pone mi madre en la bañera cuando se harta de papá?
—En principio son terapéuticas —aventuré.
—¿Me estás diciendo que voy muy estresada?
—Como todos —contesté sin levantar la voz.
Esperé que no viera temblar mi corazón bajo la camiseta de imitación del Crystal Palace.
—¡Vamos a encenderla! —dijo ella, levantándose de un salto.
Fue a su escritorio y abrió el cajón. Se oyó un ruido de bolis y papeles. Al final encontró lo que buscaba: un encendedor. ¿Fumaba? No, no fumaba. Era Beth.
El encendedor, de plástico barato, dio volteretas por el aire hasta que se estampó en mi frente. Beth se rio. Yo me froté la cabeza. Luego pregunté si la encendíamos.
—¿Por qué no?
—¿Y tu madre?
—¿Mi madre? ¿Qué le pasa?
—Pues que podría pensar…, no sé, que hemos fumado…
Ahora no era Messi el único que me miraba como a un tonto. Levanté el encendedor e inspeccioné la vela. ¿Y si olía fatal? ¿Y si el aroma tenía propiedades alucinógenas, y nos volvíamos locos? Qué sé yo. Hay gente que salta por la ventana y cosas así.
Llevé la vela a la mesa de Beth y aparté una pila de cuadernos de repaso para hacerle sitio. Quise encender el mechero, pero no funcionaba. Al segundo intento brotó una llama de color naranja. La acerqué a la mecha, que se encendió, desprendiendo un aroma que era como una mezcla de perro mojado y hierbas.
Se me agitaron los hombros al toser. Menuda carraspera daban los aromas del Nepal.
En ese momento retumbó el pasillo. Eran los pasos de la madre de Beth, que se acercaba.
—¡Es mamá! —susurró Beth—. ¡Qué peste! ¡Apágala! ¡Tírala! ¡No es del Nepal!
Ahora tosíamos los dos. Beth se apoyó de espaldas en la puerta, señalando desesperadamente la papelera de debajo de la ventana, repleta de latas de Coca-Cola y patatas fritas.
Me humedecí los dedos con la lengua y pellizqué la llama. Sentí un pinchazo de dolor que hizo que se me escapara un pequeño grito.
Los ojos de Beth estaban a punto de explotar en las órbitas.
Cogí la vela, de la que aún salía humo, y la tiré a la papelera. El horror de las pisadas de la madre-monstruo, cada vez más fuertes, era tal que ni siquiera me fijé en mi increíble puntería. Justo en el blanco. El siguiente lanzamiento fue el del encendedor, que después de rebotar en el borde de la papelera se perdió de vista por el fondo. Para entonces, la madre de Beth ya llamaba a la puerta. Abrí la ventana de un tirón y empecé a abanicar el aire con las manos, mientras miraba por todas partes en busca de un desodorante que disimulase el mal olor.
—¡Un momento —gritó Beth—, que no estoy visible!
¡Ajá! ¡Debajo de la mesa! ¡Un aerosol de color rosa!
—¿Cómo que no estás visible? ¿Pero no está contigo Dylan, criatura? —preguntó su madre.
Justo cuando daba Beth un paso, se abrió la puerta y chocó con su cogote.
—¡Ay!
Lancé una ráfaga muy pobre de aerosol, mientras Beth se frotaba la cabeza. En cuanto a la madre de Beth, la imagen de conjunto de la habitación a oscuras no le causó buena impresión.
Mis mejillas estaban muy rojas.
—¿Qué pasa? —preguntó la madre, mirando el extraño montón de tiras de papel de periódico—. ¿Y por qué huele a yoga?
—Hola, señora Fraser —saludé yo—. ¿Qué tal?
Me tembló la voz. La madre de Beth se parecía a Emma Stone a los cuarenta y cinco años. Emma Stone a los cuarenta y cinco años con mirada suspicaz.
—Hola, Dylan Thomas —dijo—. ¿Qué, aún no has escrito ningún verso como tu tocayo?
—Todavía no —respondí.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Por qué tienes en la mano el desodorante de Beth?
No supe qué contestar. Miré a Beth, que me miró a mí.
—Mamááá —dijo al cabo de un rato.
—Es que… estaba sudado —probé a decir.
Los ojos de su madre se estrecharon aún más, reducidos a un resquicio de iris, hasta que…
—¡Menudo par! No me enfado, ¿eh? Lo entiendo. —Sonrió, burlona—. Yo también he sido joven…, aunque os parezca imposible.
Me ardían las mejillas de vergüenza. Beth murmuró algo ininteligible. Me fijé sin querer en que arrugaba la nariz de asco.
—Abajo hay Pringles —dijo la señora Fraser.
Se apartó para dejarnos salir, con la mano en el pomo de la puerta. Beth y yo pasamos sin mirar la papelera.
Fue sentados en el comedor, comiendo Pringles, bebiendo Coca-Cola y oyendo explicar a la señora Fraser lo importante que era sacar buena nota en los exámenes finales de la secundaria, cuando reparamos por primera vez en la oscura masa de humo que extendía sus tentáculos hacia la alfombra desde la escalera. La señora Fraser, que la tenía de espaldas, pensó que era una broma cuando vio que Beth se levantaba y gritaba, señalando:
—¡Mira!
—Que sí, que sí, no me distraigas —dijo—. Quiero saber cómo pensáis aprobar inglés si nunca abrís un libro.
Se acercaban nubes de un humo opaco y denso, como si alguien hubiera hecho una fogata en la escalera.
—Madre mía —exclamé al ver qué señalaba Beth.
El humo oscuro se movía en silencio y con sigilo, como el hielo seco en un musical escolar. Se condensaba en el aire de una manera que tenía algo de irreal, fantasmagórico.
—¡Que no cunda el pánico! —chilló la señora Fraser al verlo. Nos sacó del comedor y de la casa, entre gritos de pánico—. ¡Se incendia la Casa Blanca! ¡Se incendia la Casa Blanca! ¡Que no cunda el pánico! ¡Que no cunda el pánico!
Fuera estaba Harry. Pasamos de largo a toda prisa.
—Esto sí que no es cutre —susurró él, impresionado, mientras señalaba el humo que se escapaba por la puerta principal.
En 1814, unos soldados británicos prendieron fuego a la Casa Blanca. Debió de ser parecido, pero en más grande. Y con menos Nissan Qashqais aparcados delante.
Esa tarde, la casa de Beth, las Pringles, la vela aromatizada, el póster de Andrew Garfield, el de Leo Messi… Todo quedó reducido a cenizas y trozos retorcidos de metal. La destrucción fue absoluta.
Y a mí me dolieron varios días el pulgar y el índice.
Pocos días después del incendio, vi a Beth cruzando el parque con una bolsa de deporte abultada y negra en el hombro. Iba seguida de cerca por Harry, que arrastraba una maleta gris con ruedas, haciéndola dar saltos por los baches de la hierba. Él me hizo un gesto feo con la mano. No supe adónde iban, ni dónde habían estado.
—¿Os ayudo? —pregunté.
Tenía ganas de decir algo más y de pedirle a Beth perdón, pero no supe qué palabras elegir. Me parecían todas mal. Por otra parte, no tenía ni idea de si Harry lo sabía todo, y no quería delatarme.
Habría sido de tontos gritar: «¡Eh, tía, que me sabe fatal haber incendiado tu casa!», por mucho que me apeteciera.
Beth se paró y sonrió como si el dentista le hubiera pedido que enseñara las encías, o sea, no muy convincentemente.
—¿Seguro? —pregunté mientras me ponía a su altura, corriendo un poco.
—Tranquilo —dijo ella—. Estamos en un piso muy mono desde donde se ve todo Londres.
Harry, justo al lado, asentía como una muñeca rota.
La casa de Beth, la del incendio, se había hecho viral. En Twitter se habían difundido imágenes de la pequeña Casa Blanca en llamas, con chistes sobre Trump incluidos.
—Cuéntale lo de tus cosas —dijo Harry, quien ahora, en vez de asentir, sonreía como si le estuviera arrancando las patas a una araña.
—No es nada —dijo Beth.
Dejó en el suelo la bolsa de deporte, que al tocar la hierba soltó una especie de jadeo.
—¿Qué pasa con tus cosas? ¿Pudiste salvar algo?
Beth entrecerró los ojos, aunque probablemente fuera por el sol. Estaban húmedos, seguro que por alguna alergia. Aunque nunca hubiera sido alérgica.
—No —respondió—, no queda nada. Mi ropa, mis libros, mis cosas… Aunque como dijo alguien, tus posesiones acaban poseyéndote, así que…
No terminó la frase. Sentí un retortijón de culpa en la barriga, como si la noche antes me hubiera comido furtivamente un curri.
—Al menos el móvil lo tienes —dije, porque no cabe duda de que lo peor que se puede perder, lo peor de todo, es el móvil.
—Eso —dijo Harry—. Al menos tienes el móvil, Beth. Lo demás se ha quemado todo, pero aún puedes usar el Insta.
Beth le hizo callar, con el resultado de que Harry no solo ya no hablaba, sino que ya no sonreía.
—Todo se arreglará —añadí, porque es lo que se dice cuando pasa algo malo—. Algo se les ocurrirá a tus padres.
(Tenían dinero, a fin de cuentas).
—Seguro —dijo Beth—. Además, hace sol, y quedan…, pues como varias semanas de verano, y tenemos unas vistas fabulosas, y siempre puedo comprarme ropa nueva, así que…
No lo decía de corazón.
Se fueron por el parque, Harry jadeando, como un escudero que sigue a su señor, hasta que los perdí de vista. Vaya ocurrencia lo del móvil… Como si ayudara en algo a Beth… En el barrio decían que la causa del incendio había sido un fallo de la instalación eléctrica, pero la casa de Beth la había quemado mi vela aromática. ¡Si al caerse dentro de la papelera aún soltaba humo por la mecha! Fijo que era la causa del incendio. Tan fijo, que desde que me habían sacado de la casa en llamas (rodeada por una multitud que señalaba las lenguas de fuego en las ventanas) hasta el encuentro con Beth en el parque no había hecho otra cosa que temer una visita de la policía, o peor, del padre cascarrabias de Beth. No podía dormir. Ni siquiera podía concentrarme en el Football Manager.
Había destruido la casa de Beth, con todo lo que había dentro.
(Pero si Beth había perdido todas sus pertenencias, ¿qué llevaba en las bolsas? Seguro que Harry le estaba haciendo la pelota, ofreciéndose a prestarle toallas, y a saber qué más).
Cuando regresaba a casa desde el parque, me paré en la tienda de la esquina para comprarme una chocolatina, esperando contra todo pronóstico que el azúcar mejorara las cosas. Me dije que lo de la instalación eléctrica defectuosa era un motivo de alegría, aunque no fuese cierto. «Estamos en el mundo de la posverdad», pensé. Seguía con un sentimiento de culpa del tamaño de una supernova, pero al menos no me meterían en la cárcel. A un chaval con mi imaginación y de mi poca corpulencia, le habría sentado mal la cárcel. Además, mamá me aclaró que las casas están aseguradas y que la familia de Beth podría pedir una indemnización por los objetos de valor perdidos, así que…
—También tiene su lado bueno —dijo anoche mamá, entre sorbo y sorbo de vino—. ¿Te acuerdas de cuando entraron a robar en casa, y tú pediste que te indemnizaran por un Blu-ray, Kay?
Papá no se acordaba.
—Debió de ser otro marido —respondió desde el sofá.
Al salir de la tienda de la esquina, con todo mi mundo centrado en abrir el envoltorio de la Lion Bar, oí una voz.
—Invítanos a una… —decía.
Oscilaba entre los agudos y los graves, como si le diera miedo el compromiso con la edad adulta. Era la voz de Dave, Dave Royston, el pringado número uno del barrio. Se pasaba todo el día en la esquina, fumando y dándoselas de gánster. También estaban sus compinches, Adam y Ben, uno a cada lado, como si fueran sus chicos para todo. Creo que a Adam y Ben no los he oído nunca hablar; solo reírse con una risa aguda de hienas que acabaran de respirar helio.
Mordí la Lion Bar. Si me moría, no sería con el estómago vacío.
Tenía un sabor celestial, y a caramelo.
—¡Dylan! —dijo Dave—. ¡Eh, marica! ¿Qué haces, comprar versos?
Me aparté. Él también, para cerrarme el paso.
—No —respondí sin levantar la voz ni dejar de masticar—. Aquí versos no venden.
—Danos tu Lion Bar. En esta esquina no se come chocolate sin mi permiso.
Me la quitó de la mano. No me molesté en tratar de evitarlo. Solo esperé que mi saliva portase una atroz enfermedad que lo dejara sin testículos. Dave mordió la chocolatina y masticó con la boca abierta, cosa que no pareció incordiar a sus secuaces.
—Acabo de ver a tu novia. En el parque. Beth, la del bloque de pisos. Una pena. Me pensaba que estaban forrados.
—¿Qué?
Dave se rio. Fue un sonido como el de un theremín.
—¿No lo sabías? Se han mudado todos a un piso muy pequeño de uno de los bloques, ella, su madre y su padre. Lo tiene merecido. Qué cabrón es el llama.
—El karma —dije, bajando el hombro izquierdo antes de moverme a la derecha.
Mi finta de extremo engañó a Dave. Aparté a Ben y pasé de largo.
¿El bloque? No podía ser verdad. La familia de Beth tenía dinero. Se habían hecho una sala de cine, aunque aún no estuviera instalada la pantalla y aunque se hubiera quemado. Los bloques se asomaban al este de la ciudad como enormes dientes rotos. Allí no podía estar viviendo Beth. Imposible. Con su pinta de estrella de cine… Según ella, se habían mudado a un sitio con muy buenas vistas, pero no podía referirse a un bloque.
Si hubiera sido una película, podría haberme caído de rodillas, con los puños hacia el cielo, gritando «¡Noooo!».
¿Qué había hecho?
Al llegar a casa vi la furgoneta de papá, con las palabras «Thomas e Hijo, fontanería y otros» escritas en un lateral.
A papá lo encontré en la sala de estar.
—He vuelto temprano para estar con mi hijo favorito. ¿De dónde vienes? ¿Qué te apetece que hagamos?
Le dije que no me apetecía hacer nada. Le expliqué que me había encontrado con Beth y que me dolía la cabeza. Papá cambió de marcha y adoptó el registro de la compasión.
—¿Y qué hacía?
—Caminar. Hacia el bloque, supongo. Es que se les ha quemado la casa por culpa de un imbécil.
Su mirada se volvió más cálida. Quiso ponerme una mano en el hombro, pero no llegaba.
—Eso lo que te enseña es que hay que estar asegurado —dijo—. Te has enterado de que ellos no lo estaban, ¿verdad? Un seguro siempre hay que tenerlo. Vivimos en un mundo asegurado. Aquí tienes la demostración. Tenlo presente, hijo: siempre asegurados.
¿Por qué era yo el único que no se enteraba de las cosas? Debería entrar más a menudo en Facebook.
Más tarde me enteré, por Facebook, de que el padre de Beth no era un constructor de éxito, sino que se había gastado el dinero de la herencia familiar en construir la casa que había destruido yo. Su idea era revenderla por más de lo que le había costado, pero resultó que nadie quería vivir en una versión en miniatura de la Casa Blanca, al menos en Inglaterra. Al final se habían instalado ellos, la familia, y el padre de Beth había ido rebajando el precio hasta que…
—¿Nosotros estamos asegurados? —pregunté.
Papá sonrió.
—Ahora, sí.
Sentí en mis hombros todo el peso del bloque. Tenía grabada en la memoria la expresión de Beth al caminar pesadamente por el parque, la misma que la de tu profe favorito: no de enfado, pero sí de decepción. Una Emma Stone alicaída. Y todo por mi culpa.
—¿Vemos una película? —propuse.
Al menos podía hacer feliz a alguien.
Papá supo enseguida cuál poner. Siempre lo sabe. Algo que nos distrajera de pensar en incendios y seguros. La había grabado la noche anterior, y aunque contuviera muchas palabrotas y mucha violencia, era un clásico indiscutible. No podía perdérmela.
—Por muchos rollos que te pegue tu profe de inglés sobre Shakespeare y Wordsworth —dijo—, hay películas igual de importantes para tu educación.
—¿Cómo se titula? —pregunté mientras me acomodaba en el sofá, junto al calor de su cuerpo.
Papá aún llevaba los pantalones de chándal blanqueados con lejía que se había puesto para trabajar. Al menos se había quitado el mono.
—Tarde de perros. Está basada en una historia real. Ya, ya sé que eso lo dicen de todas, pero en este caso es verdad. No te lo creerás, pero es verdad. Encima sale Al Pacino cuando aún no iba de estrella.
Vimos la película. Y esa tarde, por primera vez, papá cambió mi vida.
Tarde de perros: parte indiscutible de mi top diez de películas sobre robos de bancos, incluso puede que hasta del top cinco. Y de especial importancia por haber sido la película que decidió cómo lo resolvería todo: ROBANDO UN BANCO.
Lo compensaría con el robo de un banco. No estaba seguro de cuánto costaba una casa bonita, ni de cuánto dinero había en las sucursales de barrio, pero al menos podríamos ir de compras y reponerle a Beth todas sus cosas. Quizá hasta pudiéramos pagarle otro sitio más bonito que el bloque. A mí, probablemente, aún me quedaría bastante para comprarme un deportivo (con chófer incluido). También habría dinero para que papá dejara de trabajar seis meses y escribiera el guion que decía siempre que bebía demasiado que llevaba dentro. Mamá podría comprar acciones de un viñedo, o algo así. A Rita no le daría nada, porque no se lo merecía.
Adiós, trabajo de historia y «¿Por qué intervinieron los Estados Unidos en Vietnam durante los años cincuenta y sesenta?» (30 puntos). Hola, genio del hampa y «¿Cuál es la manera más eficaz de robar un banco?» (un millón de libras).
Rápido, a Google.
Robar un banco, como cualquier actividad cualificada, requiere instrumental especializado. El tipo de instrumental que no puede conseguir fácilmente un quinceañero. Pistolas, por ejemplo. Esa noche, después de ver Tarde de perros, me quedé con los ojos abiertos en la oscuridad, sintiéndome culpable y pensando muchas cosas.
Pensé en usar una pistola eléctrica. Las de verdad quedaban descartadas, obviamente. Tonto soy, pero no tanto. ¿Se puede convencer a un empleado de banco de que te dé dinero a cambio de que no le dispares con una Taser? ¿Y sería yo lo bastante malo como para hacerlo?
Estaba casi seguro de que se podían comprar por internet; no en Amazon (salvo que se viviera en los Estados Unidos), pero sí en la parte más turbia de internet: donde ficha el Crystal Palace a sus centrales, en la internet oscura. Es como Amazon, pero con cosas ilegales, y un riesgo algo más alto de que te detengan.
Es obvio que sería un error pedir que me mandaran a casa una pistola eléctrica, pero Dave Royston vivía a la vuelta de la esquina, así que usaría su dirección. Interceptar a Brian, el cartero alemán, o conseguir de alguna manera el paquete antes que Dave, estaba al alcance de cualquier aficionado; de hecho, ya lo hice hace dos años, al encargar petardos por eBay. ¿Y si salía mal? Pues nada. Dave se creía un gánster, ¿no? Así saldría su foto en las noticias. Era como si lo viese.