Como un tornado - Sara Orwig - E-Book

Como un tornado E-Book

Sara Orwig

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Beschreibung

El agente retirado del FBI Jason Windover tenía una nueva misión: conseguir que la pelirroja Meredith Silver no se metiera en líos. Jason era todo un maestro en el arte de la seducción, y se pensó que un idilio dulce y pasajero tendría distraída a Merry. Pero los besos apasionados y el amor convencieron rápidamente al sexy soltero de que quería a Merry para siempre. Si era capaz de convencerla de que iba a abandonar sus modales de playboy para siempre...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Como un tornado, n.º 1161 - diciembre 2017

Título original: The Playboy Meets His Match

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-498-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–O sea, que yo soy el experto en mujeres –gruñó Jason Windover mirando a sus amigos, todos ellos miembros del club de ganaderos de Texas.

Estaban sentados en uno de los elegantes salones del club, con gruesas alfombras, paredes forradas de madera y chimenea de mármol. Encima de la chimenea, una cabeza de oso y sobre ellos, un exquisito candelabro de cristal.

El club de ganaderos de Texas era uno de los clubes más exclusivos del estado. Normalmente era un sitio en el que Jason podía relajarse con sus amigos, pero aquel día lo estaban fastidiando.

–Exactamente –replicó Sebastian Wescott–. Tú eres el que más sabe de mujeres, así que te nomino para que nos quites a esa valkiria de encima.

–Yo opino lo mismo –sonrió Will Bradford, socio de la petrolera Wescott.

Jason miró a su amigo, sacudiendo la cabeza.

–No es mi tipo. A mí me gustan altas, rubias, dulces y complacientes. Esa tigresa de metro y medio no es ni dulce ni complaciente. Así que, paso.

–Esa chica está loca. Deberían internarla en un psiquiátrico –intervino Dorian Brady–. Tiene una vendetta contra mí… por el momento. Pero dentro de unos días podría meterse con cualquiera de vosotros. Y os aseguro que no soy culpable de lo que me acusa.

Jason lo miró con cierto desdén. Dorian era el único del grupo con el que no tenía amistad. El club de ganaderos de Texas era una exclusiva y prestigiosa fachada que permitía a los miembros trabajar en misiones secretas para salvar vidas inocentes. Aunque la mayoría de los hombres habían nacido en Royal, Dorian era casi un recién llegado. Y su arrogancia lo irritaba. Pero debía disimular. Al fin y al cabo, era el hermanastro de Sebastian.

–Lo siento, pero eres el elegido, Jason –dijo entonces Rob Cole–. Tú has sido profesional del rodeo. Puedes con toros y caballos salvajes, así que podrás con una mujer.

–Tú eres el detective. Deberías encargarte de ella.

–No. A ti se te dan mejor las mujeres y yo estoy ocupado intentando resolver el asesinato de Eric Chambers –replicó Rob–. Alguien está intentando inculpar a Sebastian y lo que nos faltaba es tener que soportar las tonterías de la señorita Silver mientras intentamos encontrar al asesino.

–Yo no estaba aquí cuando apareció, pero he oído que causó una conmoción en el club.

–¿Una conmoción? No se había visto tal escándalo en años –rio Keith.

–No me metáis en ese lío –protestó Jason, mirando alrededor–. Venga, hombre…

–Tienes que hacerlo –dijo Sebastian–. Tú te has entrenado en la CIA, de modo que tienes experiencia en casos difíciles. Francamente, yo estoy agotado y tengo una nueva esposa a la que atender.

Jason Windover dejó escapar un suspiro.

–Muy bien. Intentaré que esa chica deje de molestar.

–Resuelto el problema, vamos a jugar una partida de póquer –sugirió Keith, el experto en informática.

Fastidiado, Jason dejó escapar un suspiro. No le gustaba nada el trabajo que acababan de asignarle. No era su costumbre obligar a una mujer a hacer algo que no quería, pero tendría que convencerla para que dejase en paz a los miembros del club.

Will, Rob y Sebastian se habían casado recientemente. El matrimonio era como una epidemia en Royal, excepto para él. Ni siquiera había una mujer en su vida…

Quizá era Keith quien debería encargarse del trabajo. Se preguntó entonces si habría olvidado por fin a su viejo amor, Andrea O’Rourke. Keith decía que así era, pero él no estaba muy convencido.

Suspirando, Jason se sirvió una copa. Ojalá pudiera meter a la señorita Silver en la cárcel. Eso sería lo más fácil. Meterla en una celda y pedirle al comisario Escobar que tirase la llave hasta que hubieran resuelto el asesinato de Eric Chambers.

Cuando se dio cuenta de que estaba perdiendo aquella mano de póquer, decidió olvidarse de la fastidiosa señorita Silver y concentrarse en el juego.

Era medianoche cuando, después de guardar las ganancias en el bolsillo, se despidió de sus amigos y salió del club.

El cielo estaba cuajado de estrellas y la brisa movía suavemente las ramas de los árboles. Era una noche preciosa… pero cuando iba a abrir la puerta del jeep, oyó un ruido detrás de él.

Jason se quedó muy quieto, alerta. Su experiencia en la CIA lo había entrenado para ser un buen observador y estaba seguro de haber oído un paso en el asfalto.

A pesar de que el aparcamiento parecía vacío, sabía que no estaba solo. Entonces guardó las llaves del jeep y volvió al club.

Atravesó la sala de juntas y entró en la cocina, tocándose el sombrero para saludar al personal, que seguía trabajando a pesar de la hora. La presencia de los miembros del club en la cocina les resultaba familiar y a nadie pareció extrañarle que Jason Windover apareciese por allí.

Intentando no hacer ruido, abrió la puerta que daba al aparcamiento, pasó entre los arbustos y se colocó junto al coche aparcado al lado de su jeep. Era el Mercedes de Dorian.

Entonces oyó un ruido, como si estuvieran quitándole aire a un neumático.

Decidido a sorprender a aquel vándalo, Jason salió de entre los coches. Al verlo, el tipo soltó la navaja y salió corriendo. Por la estatura, debía ser un adolescente.

–¡Ya te tengo! –exclamó, tirándose sobre él.

En cuanto cayeron sobre el asfalto, se dio cuenta de que lo que tenía debajo no era un adolescente, sino una mujer. Una mujer con curvas… por supuesto, la tigresa que le habían encargado domar. La loca que estaba persiguiendo a Dorian Brady.

–Maldita sea –murmuró. Nunca en toda su vida había atacado a una mujer y se sentía como un canalla–. ¿Se encuentra bien?

La luz de la farola no permitía ver el rostro de la chica porque llevaba un gorro negro de lana y la cara pintada del mismo color.

Jason se apartó y entonces, tomándolo completamente por sorpresa, recibió un puñetazo en el pecho. Una chica de metro y medio había conseguido lo que tipos de metro noventa no consiguieron nunca, dejarlo sin aire.

Ella se levantó de un salto, pero Jason la sujetó por el tobillo y, por segunda vez en su vida, tiró a una mujer al suelo.

No pensaba darle una segunda oportunidad y se la colocó al hombro, como si fuera un fardo.

Para ser alguien dedicado a actividades criminales y que podía pegar de verdad, sus insultos eran los de un niño de cinco años. Algunos podrían incluso mejorarlos.

Sin prestar atención a epítetos como «tonto, bruto» ni a sus pataleos, la llevó hasta el jeep, abrió la puerta y la metió dentro. Como una gata salvaje, ella intentó escapar, pero Jason no se lo permitió.

Sujetando sus manos a la espalda, la acorraló contra el asiento. A pesar de la lucha, se percató de varias cosas: olía muy bien, tenía unas curvas frontales incluso más excitantes que las dorsales, una fuerza increíble para ser tan pequeña y… sus gemidos mientras intentaba escapar le recordaban algo que no tenía nada que ver con una pelea. No era lo más sensato, pero sentía curiosidad por verle la cara.

–¿Quiere acabar en la cárcel?

–No pueden meterme en la cárcel por rajar la rueda de un coche.

Aquella era la valkiria que Dorian Brady parecía temer tanto. Había pensado que exageraba, pero después de conocerla entendía su angustia. No sabía si estaba loca o si estaba vengándose porque Dorian se había portado mal con ella, pero desde luego era un problema. ¿Sería una novia despechada?

–Cálmese. No voy a dejar que vuelva a pillarme por sorpresa.

–Suélteme. Puedo acusarlo de agresión y…

–No lo creo. Acabo de pillarla cometiendo un delito.

Ella seguía intentando soltarse, pero la lucha ejercía en Jason un efecto contrario al deseado. Sentía las suaves curvas apretadas contra él, moviéndose adelante y atrás… y estaba excitándolo más de lo que era sensato.

–Oiga, ¿sabe lo que me está haciendo?

La joven se detuvo inmediatamente. Acababa de percatarse de su natural reacción masculina.

Pero cuando apartó una mano para desabrocharse el cinturón, ella volvió a rebelarse. Rápidamente, Jason se sacó el cinturón y le ató las muñecas con él.

–No voy a hacerle daño. Ya ha causado suficientes problemas esta noche, así que usted decide. O la llevo a casa conmigo… para encerrarla en una habitación hasta que se marche de Royal, o llamo al comisario Escobar.

No sabía por qué había dicho que la llevaría a su casa, pero los miembros del club acababan de pedirle que la quitase de en medio y esa era la mejor forma de vigilarla.

–¡Yo no he hecho nada!

–Si sigue así, va a meterse en un buen lío…

–Yo solo estoy intentando devolvérsela a ese gusano indecente. Es un canalla y…

–Usted elige. Si no quiere venir conmigo, la llevo a la comisaría.

Los dos respiraban con dificultad, pero en el caso de Jason la falta de aire no era por cansancio.

–¿Cómo sé que no va a hacerme daño? –preguntó ella.

Olía muy bien. Y una gata salvaje no debería oler tan bien.

–Le doy mi palabra. La comisaría o mi casa.

–Su casa –murmuró la joven, sin mirarlo.

Jason la soltó y, unos segundos después, tomaban la carretera que salía de Royal. Ella iba pegada a la puerta, con la cabeza baja, como afligida. Pero después del puñetazo que le había dado, lo mejor era no fiarse.

–¿Quiere un trago de whisky? –preguntó Jason, abriendo la guantera.

–¿Para qué? ¿Para emborracharme y poder propasarse conmigo?

–Por Dios bendito… ¿De dónde ha sacado ese vocabulario, de una novela del siglo pasado? No conozco a nadie que diga «propasarse».

–¿Y usted qué sabe de libros? Además, me ha entendido perfectamente.

–Le he dado mi palabra. Y no es usted mi tipo.

–Ya me imagino cuál será su tipo.

Jason la miró de nuevo, sin poder evitar una sonrisa.

–¿Cuál cree que es mi tipo?

–Una chica guapa, sexy, sofisticada y… fácil. Muy fácil.

–¿Cree que no podría conquistar a una chica que no fuese fácil?

–Me ha tirado al suelo dos veces –contestó ella, con un tono que le recordaba mucho a su profesora del colegio–. No es una forma muy sutil de conquistar a una mujer.

–No estaba intentando conquistarla, estaba intentando detener a un delincuente –replicó Jason, divertido.

Pasaron por Pine Valley, la exclusiva zona residencial en la que vivía su hermano. Podría llevarla allí, pero decidió llevarla a su rancho, que estaba suficientemente lejos de Royal como para que tuviese que dar un larguísimo paseo si decidía escapar.

–Será mejor que nos presentemos, soy Jason Windover.

–Meredith Silver.

–Encantado, Meredith. ¿De dónde eres?

–De Dallas.

–¿Y qué haces en Dallas?

–Soy programadora informática.

–Ah, qué profesión más interesante. Además, te permite ser tu propio jefe, ¿no?

–Así es –contestó ella, sin dejar de mirar por la ventanilla–. Estamos fuera de Royal.

–Te llevo al rancho Windover.

–¿Eres vaquero?

–Algo así. ¿Tienes novio, Meredith?

–No. Pero seguro que tú sí tienes novia.

–La verdad es que no.

–Qué raro.

–¿Por qué dices eso? No me conoces.

–Te portas como un hombre acostumbrado a tener una mujer en su vida.

–¿Ah, sí? –preguntó él, divertido por la observación.

–Claro que sí. Eres egoísta y mandón.

–Vaya, hombre. Pues tendré que corregirme.

–Puedes ahorrarte esas tonterías. Conmigo no funcionan.

–¿Es un reto?

–No. Además, no soy tu tipo, ¿recuerdas?

–Muy bien –sonrió Jason. Después, siguió conduciendo en silencio durante unos minutos–. ¿Estás en algún hotel o pensabas volver a Dallas esta noche?

–Estoy alojada en el Royalton –contestó ella.

El Royalton era el hotel más lujoso de Royal. De modo que la jovencita no estaba sin un céntimo.

–¿Tienes familia en Dallas?

–Sí. Mis hermanas y mi madre. Y tengo un hermano en Montana, creo.

–Silver… –murmuró Jason, recordando a un vaquero muy impetuoso con ese apellido–. Yo conocía a un profesional del rodeo llamado Hank Silver.

–Ese es mi hermano –suspiró ella, demostrando poca ilusión.

–El mundo es un pañuelo, ¿eh? Supongo que fue él quien te enseñó a pegar puñetazos.

–Más o menos.

Hank Silver era muy peleón y, seguramente, Meredith había tenido que defenderse de pequeña. Además, tenía una voz que no se correspondía con su estatura. Si hubiese hablado con ella por teléfono, habría imaginado una mujer completamente distinta.

–Yo tengo dos hermanos, Ethan y Luke.

–Qué bien.

Durante casi media hora permanecieron en silencio, una nueva experiencia para él estando con una mujer, y poco después pasaban bajo el letrero del rancho Windover. Jason detuvo el jeep frente a la casa que había pertenecido a su familia durante cuatro generaciones. Detrás de la casa estaban el granero, los establos, la casa de invitados y el alojamiento de los peones.

Advirtiéndole con la mirada que no hiciese ninguna tontería, la desató y, después de desactivar la alarma, la llevó a la cocina, modernamente equipada.

–Ven aquí –murmuró, mojando un paño en el fregadero–. Quiero verte la cara.

–¡Ay!

Al quitarle la pintura negra vio que tenía una herida en la mejilla.

–Siento haberte hecho daño. Creí que eras un chico.

Cuando la colocó bajo la lámpara, Jason recibió el segundo puñetazo de la noche. Tenía unos ojos que lo hipnotizaban. No recordaba haber visto nunca unos ojos como aquellos, de un color gris tempestuoso, como el mar una noche de tormenta. Pero no era solo el color lo que lo había dejado sin respiración. Se dio cuenta entonces de que estaban mirándose como dos tortolitos y que ella tampoco se movía.

Meredith le quitó el paño y empezó a pasárselo por la cara. No hablaban, seguían en silencio, cortados los dos.

–Voy a buscar un antiséptico para limpiar la herida. Vuelvo enseguida –murmuró Jason. Volvió un minuto después, con un bote en la mano–. Inclínate un poco sobre el fregadero. ¿Te han puesto alguna vez la inyección antitetánica?

–Hace un año –murmuró ella–. ¡Ay!

–Perdona, ya sé que escuece un poco. A ver las manos…

–No me pasa nada en las manos.

–Déjame verlas –insistió Jason. Al ver las rozaduras en los nudillos hizo una mueca–. Con un poco de desinfectante, yo creo que mañana estarán curados. Y ahora, vamos a quitarte el resto de la pintura.

Nervioso, tomó el paño y le limpió la cara lentamente, sin dejar de mirarla a los ojos. Y cuanto más descubría, más se aceleraba su pulso.

Además de aquellos ojos magníficos, tenía una nariz respingona, labios carnosos y pómulos altos.

Ella le quitó el paño de la mano.

–Me limpiaré yo misma. Si me dices dónde está el cuarto de baño…

–Estás bien aquí.

Meredith se limpió la cara vigorosamente, fulminándolo con la mirada. Cuando terminó, Jason pensó que iba a darle otro puñetazo, pero solo dobló el paño y lo dejó sobre la encimera.

Entonces le quitó el gorro. Y cuando vio una cascada de rizos pelirrojos cayendo sobre su espalda, tuvo que contener un aullido. Una mujer de armas tomar, desde luego.

–¿Quieres comer algo?

–No, gracias.

–Ven conmigo –dijo él entonces, tomándola de la mano. La llevó a un espacioso salón y la sentó en un sofá de cuero, frente a la chimenea–. ¿Por qué molestas a Dorian Brady? ¿Qué ha pasado entre vosotros?

Capítulo Dos

 

Meredith Silver levantó la barbilla, orgullosa.

–No tengo por qué contestar a tus preguntas.