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La impulsiva Catriona Parkes-Wilson debía recuperar un olvidado recuerdo de familia. Si eso significaba entrar por la fuerza en la mansión en la que había crecido, así lo haría. Sin embargo, jamás hubiera pensado que la descubriría el nuevo dueño de la casa, Alejandro Martínez, ni que él la obligaría a hacerse pasar por su pareja para la fiesta de aquella noche. El deseo se apoderó del apasionado Alejandro en el momento en el que vio a Kitty. El temerario abandono de ella despertó en él la una necesidad animal para reclamarla como algo propio. Por ello, cuando una invitada pensó que Kitty era su prometida, Alejandro decidió aprovecharse al máximo y dar rienda suelta a la pasión que ardía entre ambos…
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Seitenzahl: 201
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Natalie Anderson
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Compromiso temporal, n.º 2614 - marzo 2018
Título original: Claiming His Convenient Fiancée
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-121-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
LAS NOTAS frenéticas del bajo y de la percusión resonaban en la oscura calle. El pulso de Kitty Parkes-Wilson latía con irritación por sus venas, casi al ritmo de la incesante música. Sin duda, era demasiado esperar que los vecinos se quejaran porque, seguramente, estaban deseando estar en la fiesta, desesperados por poder relacionarse con los nuevos ricos del barrio.
Alejandro Martínez. Antiguo asesor de gestión empresarial convertido en inversor de capital de riesgo. Millonario. Seductor y promiscuo. Juerguista. Y, desde que firmó los documentos hacía tres días, orgulloso dueño del hermoso edificio del centro de Londres que, hasta hacía efectivamente tres días, había sido el hogar de Kitty. La casa en la que había crecido, la casa que llevaba más de cinco generaciones en la familia hasta que su propio padre decidió aceptar el montón de dinero que le ofreció Alejandro Martínez para poder marcharse a su soleada casa de Córcega con su tercera joven y bella esposa y jubilarse tras saldar sus deudas, abandonar su fracasado negocio y dejar tirados a sus hijos.
Kitty podía aceptarlo todo. Casi todo. De todos modos, por mucho que le hubiera gustado, ella no podría haber comprado Parkes House. Sin embargo, lo que no podía aceptar era el hecho de que no se le hubiera informado antes de la venta y que algo que le pertenecía se hubiera quedado en la casa, algo que su padre no tenía derecho alguno a vender. No tenía intención alguna de tolerarlo. Kitty Parkes-Wilson iba a recuperarlo y nadie iba a poder impedírselo.
No era el valor del collar lo que lo convertía en algo tan importante. Su pérdida significaba que su mellizo, Teddy, tenía problemas y que su propio corazón los tendría también.
–No puedes hacer eso…
–No puedes impedírmelo –replicó ella en voz baja, apretándose el teléfono al oído y aminorando el paso dado que estaba llegando a su antiguo hogar–. Y sabes que puedo hacerlo.
–¡Maldita sea, Kitty! ¡Estás loca! Ni siquiera te lo has pensado bien… ¿Por qué te has precipitado tanto? Vuelve aquí para que podamos hablarlo…
Kitty sabía que, si se paraba a hablar demasiado tiempo, perdería el coraje.
–No. Estará demasiado ocupado de fiesta con sus modelos como para fijarse en mí.
Alejandro Martínez solo salía con supermodelos y las cambiaba por otras nuevas con relativa regularidad. Según lo que Teddy le había contado, la última de la lista era Saskia, la modelo de bañadores más importante de los Estados Unidos. Kitty se imaginó que con aquellas piernas distrayéndolo, el señor Martínez jamás se percataría de una invitada que no figuraba en su lista, sobre todo porque esa invitada conocía los secretos de la casa y cómo llegar sin que nadie la viera a la biblioteca, que estaba en el segundo piso.
–Estás seguro de que está en la biblioteca, ¿verdad?
–Sí, pero, Kitty, por favor, no estoy tan seguro de que…
–Te llamaré en cuanto haya salido, ¿de acuerdo? Deja de preocuparte.
Kitty cortó la comunicación antes de que su hermano pudiera responder. Necesitaba concentrarse y seguir confiando al máximo en sí misma. Miró rápidamente a ambos lados de la calle y saltó la valla. Dejó la pequeña bolsa que llevaba entre unos arbustos y se puso a trabajar.
Alejandro Martínez no iba a adueñarse del collar de diamantes de su tía abuela Margot. No se lo iba a poner a ninguna de sus muchas novias. Kitty prefería ir a prisión antes de permitir que pudiera ocurrir algo así. No iba a consentir que se convirtiera en un regalo para una amante temporal.
La llave de la puerta trasera seguía escondida en el mismo lugar del jardín donde ella la había ocultado casi una década antes. Nadie excepto Teddy y ella conocían su existencia ni el lugar en el que se encontraba por lo que, a pesar de la venta de la casa, no se le había entregado al nuevo propietario. La sacó en menos de diez segundos.
«Fase una: completa».
Se volvió a mirar a la casa. Estaba brillantemente iluminada y, al menos desde el exterior, en perfectas condiciones y parecía ser la joya de una fila de casas muy parecidas. Sin embargo, Kitty sabía que la verdad se ocultaba debajo de aquella fachada recién pintada.
Volvió de nuevo hacia la valla y cruzó hasta la esquina de la calle para acceder a la parte trasera de las mansiones. El corazón le latía a toda velocidad. Las luces estaban encendidas y vio a un muchacho en el fregadero de la cocina.
Entonces, irguió los hombros y levantó la barbilla. Abrió la puerta y entró. Sonrió débilmente al muchacho, que la observó atónito. Ella le mostró la llave y se llevó un dedo a los maquillados labios.
–No le digas que estoy aquí. Quiero darle una sorpresa –dijo mientras echaba a andar con seguridad hacia el pasillo.
El friegaplatos no la detuvo ni le dijo nada. Se limitó a volverse al fregadero para seguir con su tarea. Kitty había aprendido algunas cosas de asistir a las clases de arte dramático de Teddy a lo largo de los años. Sabía que lo mejor era actuar con seguridad. Fingir hasta conseguir lo que uno se proponía. Tenía que actuar como si aún fuera la dueña de aquel lugar para que la gente se lo creyera. Por eso, si avanzaba con normalidad, sonriendo y con una llave en la mano, ¿quién dudaría que tenía todo el derecho del mundo a estar ahí?
«Fase dos: completa».
Lo único que tenía que hacer era subir las escaleras hasta la biblioteca, sacar el collar y marcharse de allí tan rápidamente como le fuera posible. Sin embargo, la curiosidad fue más poderosa que ella. habían pasado meses desde la última vez que había estado en la casa y la nostalgia por lo que había perdido se apoderó de su corazón. ¿Habría hecho algún cambio en los tres días que Alejandro Martínez llevaba siendo dueño de la casa?
Aparentemente, le había gustado la calle y había estado llamando a las puertas de todo el mundo hasta encontrar a alguien dispuesto a vender. Su padre no solo había estado dispuesto, sino más bien desesperado. Alejandro había sido la respuesta a todas sus plegarias. Por eso, Alejandro había conseguido un buen trato. Casa, contenidos e incluso los coches.
El hecho de que su padre se deshiciera de la casa era una cosa, pero que hubiera vendido el hogar familiar sin decirles nada era imperdonable. Había vendido también todo lo que había en la casa. Allí, había cosas que a Teddy y a ella les podría haber gustado conservar, tesoros familiares que tenían valor sentimental. A Kitty no le importaba el valor material de las cosas. Había crecido sabiendo que la mayoría de todo aquello jamás le pertenecería. Su padre no había pensado en ella, aunque nunca lo había hecho. Sin embargo, por una vez, tampoco había pensado en Teddy. En realidad, a su hermano no le importaba, dado que así no tenía nada que le recordara unas expectativas que jamás habría podido cumplir. No obstante, estaba lo último que les quedaba de su tía abuela Margot, de la que Kitty había heredado el color de su cabello y la que le había dado la confianza y la alegría que tenía. La tía abuela Margot era su inspiración.
Kitty siguió avanzando hacia el lugar en el que sonaba la música y las carcajadas y miró hacia la puerta. Aunque habían suavizado las luces mucho más que en el resto de la casa, no se podía ocultar el estado lamentable de la pintura ni la gran reforma que necesitaba la mansión. Parecía que Alejandro no había dudado en sacar todos los muebles, jarrones y porcelanas que había en la sala para sustituirlos por tres docenas de hermosas mujeres. Sin duda, todas tenían que ser modelos. Le resultó extraño que todas aquellas mujeres estuvieran allí, relajadas y felices, a gusto en una sala en la que Kitty ya no podía estarlo.
Había sido un error asomarse a mirar.
Se dio la vuelta con seguridad en sí misma, aunque no demasiado rápidamente, para subir las escaleras. Mantuvo la cabeza alta, los hombros cuadrados y sonrió a una persona que la observaba desde el recibidor.
«Finge y lo conseguirás».
El volumen de la música fue disminuyendo a medida que subía. Cuando llegó al segundo piso, se había convertido en una música de fondo prácticamente soportable. Allí no había nadie. Seguramente faltaban aún muchas personas por llegar a la fiesta. Kitty había decidido entrar en el momento justo. Había suficientes personas como para que pudiera pasar desapercibida, pero no demasiadas como para que los invitados estuvieran por todas partes.
Se asomó brevemente a la habitación principal y vio que estaba llena de cajas y muebles, los que pertenecían a la planta de abajo. Siguió andando por el pasillo hasta llegar a la puerta de la biblioteca. Como estaba cerrada, se detuvo un instante para escuchar. No escuchó nada, por lo que, no sin cierto nerviosismo, abrió la puerta. Decidió dejarla abierta para que entrara la luz del pasillo y poder moverse por la biblioteca sin dar la luz. Sonrió al ponerse de puntillas frente a las estanterías. Aquella casa escondía muchos secretos que su dueño nunca sabría. El placer que sintió era casi infantil, pero le hizo sentirse mejor por el modo en el que él se había adueñado de su casa.
En la quinta estantería, detrás del cuarto libro a la izquierda, había una pequeña palanca. La accionó y escuchó cómo se abría una pequeña cavidad. No tuvo que sacar el resto de los libros. Se trataba tan solo de una caja fuerte muy pequeña, lo suficientemente grande para unas cuantas notas escritas por unos niños aburridos y un collar de diamantes engastados en platino que dejó allí su olvidadizo y adorado hermano.
Kitty lo agarró inmediatamente y suspiró aliviada. Había tenido miedo de que no estuviera allí, dado que los recuerdos de Teddy no eran siempre exactos. Sin embargo, ya tenía los diamantes y podría devolverlos a quien pertenecían. No quería defraudar a la tía abuela Margot, aunque Margot ya solo estuviera viva en su recuerdo.
Tragó saliva y se puso la gargantilla. Entonces, deslizó el dedo alrededor de su cuello para asegurarse de que el broche estaba bien cerrado. Sintió un gran peso en el corazón.
Aquellos eran los únicos diamantes que Margot se había puesto en toda su vida. Se los había comprado ella misma. Había afirmado que no necesitaba que ningún hombre le comprara joyas y había vivido toda su vida desafiante e independiente, negándose a dejarse llevar por las expectativas de nadie. Margot había estado muy por delante de su tiempo y Kitty la admiraba por ello.
Deseó que la gargantilla pudiera ser suya para siempre, pero le pertenecía a Teddy por derecho de nacimiento y su hermano ya había tenido que renunciar a todo lo demás. Kitty no tenía nada que perder.
Se soltó el cabello que se había recogido en lo alto de la cabeza mientras estaba en el tren. Marcharse con un aspecto diferente al aspecto con el que había llegado formaba parte del plan. Además, su cabello servía para otro propósito: el de ocultar el collar. Volvió a accionar la palanca y el compartimiento se cerró.
«Fase tres: completa».
Satisfecha, se dio la vuelta para marcharse. Entonces, se percató. La silueta de un hombre la observaba desde la puerta. Se quedó completamente inmóvil, aterrorizada. Con la falta de luz, le resultaba imposible ver su rostro, pero notó que tenía un teléfono en la mano. Era muy alto y corpulento. Le resultaría imposible escapar.
–¿Hola? –preguntó. Deseó no haber sonado tan asustada.
El hombre no respondió. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho. ¿Se trataría de alguien de Seguridad? ¿Cuánto tiempo llevaría observándola? ¿Habría visto lo que ella había hecho?
–No llevaba un collar cuando llegó –dijo el hombre muy lentamente–. Sin embargo, ahora sí lo lleva.
–Si llama a su jefe, se lo explicaré –replicó ella tratando de trasmitirle autoridad.
–Me llamo Alejandro Martínez –repuso él–. El jefe soy yo.
Era el diablo en persona. Kitty se echó a temblar.
Él cerró la puerta lentamente. Durante un instante, la biblioteca quedó sumida en una total oscuridad antes de que encendiera la luz. Cuando Kitty pudo centrar por fin la vista, se dio cuenta de que estaba a menos de medio metro de ella. Ya no tenía el teléfono en las manos.
Kitty tragó saliva. Era muy alto. Ella no era de baja estatura y, aun así, tenía que inclinar el rostro para poder mirar el de él. Su cabello era castaño oscuro y era tan guapo que debería haber sido prohibido para evitar daños en las mujeres. Tenía el rostro muy masculino, con su piel morena, unos rasgos muy marcados y unos ojos serios y penetrantes.
Con gesto de nerviosismo, Kitty se tocó el cabello con la esperanza de poder colocárselo sobre la garganta. Sabía que no podía escapar. Solo había una salida y él había cerrado la puerta.
–No sirve de nada tratar de ocultarlo ahora –se mofó él. Los ojos le brillaban como el ónice pulido.
Lentamente, le apartó el cabello y centró la penetrante mirada en el cuello, para luego deslizarla por el cuerpo de Kitty. Senos, cintura, piernas… Cada parte del cuerpo de ella pareció sensibilizarse.
–Un collar de diamantes para una astuta gata ladrona. Muy apropiado.
Kitty sintió horrorizada cómo su cuerpo reaccionaba a la mirada de aquel hombre y a sus palabras. La piel pareció tensársele. Las mejillas se le ruborizaron y experimentó una extraña sensación en el vientre. Dio un paso atrás. Alejandro Martínez no era de su gusto. Demasiado evidente. Demasiado forzado. Demasiado… todo.
–Una gata pelirroja –añadió él–. Bastante extraño.
Kitty se tensó. Siempre había odiado su cabello. En una ocasión se lo había teñido de oscuro, pero eso tan solo había conseguido que su piel casi transparente y sus millones de pecas resaltaran más. Al final, se había convencido de que era mejor volver a la naturalidad y hacerse a la idea de que nunca iba a ser una belleza.
–¿Sabía lo de la estantería? –preguntó ella tratando de hacerse la dueña de la situación.
–Ahora sí. ¿Qué otros secretos sabe sobre esta casa? ¿Qué más está pensando en robar?
Kitty se limitó a mirarlo en silencio, esperando ver cuál era su siguiente movimiento. No pensaba decirle nada, ni sobre la casa ni sobre sí misma ni sobre el collar.
–Deme el collar –le dijo él con firmeza.
Kitty negó con la cabeza. Alejandro Martínez la miró fijamente, con un gesto de depredador en el rostro. Su mirada se encontró con la de ella y Kitty sintió un fuerte calor en el vientre, un calor que la escandalizaba y que amenazaba con destruirla.
–Es muy valioso –prosiguió él, acercándose un poco más.
–Sabe que no le pertenece –replicó Kitty por fin dispuesta a no dejarse intimidar.
–Me apuesto algo a que tampoco es de usted.
Kitty deseó poder responderle que se equivocaba. Aquel hombre se había hecho el dueño de todo lo que ella más amaba. No iba a permitirle que se quedara también con el collar. No obstante, no pudo evitar que un rubor delatara la culpabilidad que sentía. Tal vez los diamantes no le pertenecieran a ella legalmente, pero sí sentimentalmente.
–Es mío para poder llevármelo.
Nadie amaba ese collar como ella. Kitty había adorado a la mujer a la que le había pertenecido.
Alejandro sacudió la cabeza lentamente.
–Esta casa y todo lo que contiene me pertenece a mí ahora –dijo él con una leve sonrisa–. Viendo que usted insiste tanto en quedarse, supongo que eso la incluye a usted también.
Kitty no le pertenecía a nadie, y mucho menos a él.
–En realidad, ya me marchaba –le espetó ella fríamente.
–No.
La sonrisa desapareció de sus labios y Martínez agarró a Kitty por la muñeca. Ella trató de soltarse sin conseguirlo.
–Creo que tanto el collar como usted permanecerán en mi posesión hasta que encontremos al dueño legítimo. De ambos.
Kitty deseó creer que solo intentaba provocarla, pero le daba la sensación de que hablaba en serio. Evidentemente, estaba acostumbrado a controlarlo todo. Kitty no quería decirle la verdad sobre los diamantes. No apelaría a su lado más sensible, porque era evidente que no lo tenía.
La presión que ejercía en la muñeca aumentó e, inexorablemente, Martínez fue tirando de ella hasta tenerla contra su cuerpo.
–¿Qué está haciendo? –gimió cuando él le deslizó la mano firmemente por el vientre.
Alejandro no respondió. Le rodeó la cintura con el brazo. Era una mujer muy delgada. Tenía pocas curvas, al contrario de las mujeres con las que él se relacionaba. Sin embargo, había algo en ella que lo atraía profundamente. Era muy diferente. Iba vestida completamente de negro, con unos ceñidos pantalones tres cuartos y un jersey del mismo color que enfatizaba su altura y su esbeltez.
–¿Está abusando de mí? –le espetó ella, escandalizada, pero desafiándole al mismo tiempo.
–Estoy comprobando que no lleve un arma escondida –replicó. Sin embargo, aquella pregunta lo puso a la defensiva. Él jamás asaltaría a ninguna mujer. No era como… No.
Centró su atención en la bella prisionera y no en su pasado. Los ojos de aquella mujer eran como armas y parecían lanzarle dagas. Aquella actitud le hizo sonreír. Tras apartar aquel recuerdo de su pasado, se sintió más tranquilo y le quitó el teléfono de donde ella se lo había metido, en la cinturilla de los pantalones.
La soltó para mirar el teléfono. Descubrió que en la funda tenía un par de bolsillos en los que llevaba una tarjeta bancaria y un carné de conducir. Perfecto.
–Catriona Parkes-Wilson –dijo leyendo el nombre en voz alta mientras la observaba para ver cómo reaccionaba.
Ella se sonrojó de nuevo, pero los ojos verdes centellearon con fiereza. Era una mujer muy atractiva.
–Kitty –le corrigió ella rápidamente.
Catriona, o Kitty, Parkes-Wilson era la hija del hombre que le había vendido la casa.
Alejandro habría pensado que los diamantes eran de ella, pero parecía tan culpable que estaba empezando a dudarlo. Tenía que asegurarse. De todas maneras, estaba clara su presencia en la casa aquella noche. Había ido para llevárselos.
Se trataba de la típica heredera mimada, acostumbrada a salirse con la suya y a hacer cualquier cosa para conseguir lo que deseaba. ¿Acaso no había podido pedírselos? La astuta Catriona prefería tomar lo que quería. Sin duda, estaba acostumbrada a causar problemas a cada paso que daba.
Decidió que sería divertido enseñarle una lección de cortesía antes de demostrarle lo que significaba la posesión.
–Catriona… estoy encantado de recibirte en tu anterior residencia. Bienvenida.
Los miembros de su equipo de seguridad le habían informado de la poco ortodoxa llegada, pero Alejandro ya la había visto desde una ventana de la planta superior, adonde se había retirado para descansar un momento de la fiesta. Ella había subido las escaleras como si pensara que era invisible, como si un cabello del color de una fogata de otoño pudiera pasar desapercibido a pesar de llevarlo recogido. En aquellos momentos, mientras le caía suelto sobre los hombros, Alejandro estaba sintiendo la tentación de enredar los dedos en sus rizos y estrecharla entre sus brazos para besarla…
Sin embargo, no pensaba ceder a aquella inesperada oleada de deseo.
Alejandro disfrutaba del sexo y no le faltaba en su vida, pero hacía ya tiempo desde la última vez que experimentó un deseo tan repentino por una mujer. Le resultaba algo irritante dado que siempre presumía de su autocontrol y no estaba dispuesto a explorar la tensión sexual que había entre ellos. Aún no. Le resultaría más divertido poner en su lugar a aquella princesa petulante. Había conocido a muchas personas que no habían trabajado en su vida y que no conocían lo que eran las dificultades. Catriona Parkes-Wilson necesitaba aprenderlo.
Se le ocurrió una idea de repente, como solía pasarle, pero en aquel caso los músculos se le tensaron de anticipación.
–Si no te quedas aquí esta noche como si fueras mi acompañante, llamaré a la policía. Tú decides.
–¿Su acompañante? –preguntó ella muy sorprendida.
Alejandro sabía que ella había experimentado la misma tensión sexual que él y parecía que tampoco le gustaba mucho. Inexplicablemente, eso mejoró su buen humor. Haría que ella se disculpara y luego, si la disculpa era buena, tal vez la poseería.
–¿La policía? –añadió ella rápidamente. Parecía casi aliviada.
¿Prefería la segunda opción? Tenía que hacerle ver que eso no sería lo mejor para ella.
–Tus huellas están por todas partes…
–Claro que lo están –replicó Kitty en tono burlón–. ¿Acaso no recuerda que viví aquí?
–Y tu imagen está en mis cámaras de seguridad –concluyó él. Ese comentario la silenció–. No puedo seguir ignorando a mis invitados mientras hablamos de tu situación. Permanecerás a mi lado hasta que haya tenido tiempo de ocuparme de ti. No te voy a perder de vista ni un solo instante. Las gatas son muy escurridizas y no pienso consentir que tú te alejes de mi lado ni un solo instante… y espero que te comportes adecuadamente.
Kitty lo miró con desprecio. Pensar que se iba a convertir en su acompañante aquella noche le debería resultar muy desagradable, por lo que se sintió muy escandalizada al sentir la deliciosa anticipación que le recorrió la espalda al pensar en ello. ¿Qué era lo que le ocurría?
Alejandro se inclinó ligeramente hacia ella y sonrió. Dios santo… Era tan guapo…
–Catriona…
Kitty no podía apartar la mirada de las profundas simas de aquellos ojos negros. Los labios se le separaron como si le costara respirar y el corazón le latía a toda velocidad. La anticipación le recorrió todo el cuerpo. ¿Iba a besarla? ¿Iba ella a permitírselo? ¿Dónde había ido su fuerza de voluntad?
Alejandro estaba tan cerca en aquellos momentos que ella podía sentir su aliento en la piel. Los ojos oscuros resultaban hipnóticos, por lo que Kitty sencillamente no era capaz de moverse. Entonces, sintió la calidez de los dedos de Alejandro en la nuca y se echó a temblar. Trató de contener un suspiro de asombro, pero ya era demasiado tarde. Él le había desabrochado el collar sin que ella se hubiera percatado de su intención. En aquellos momentos, lo único que podía hacer era ver cómo él daba un paso atrás y se metía la gargantilla en el bolsillo interior de la chaqueta.
Le había quitado el collar sin que ella hiciera nada al respecto. Había estado inmóvil, como una estúpida, y había permitido que él le quitara el collar. Había dejado que su apostura y el magnetismo sexual que emanaba de él la dejara incapaz de reaccionar. ¿Cómo se podía ser tan necia?
–No puedo ser tu acompañante –le espetó ella, furiosa consigo misma.
–¿Por qué no?
–Ya tienes novia. Saskia no sé qué –rugió–. No pienso ayudarte a que engañes a otra mujer –añadió. Ella sabía muy bien lo mucho que dolía aquello–. Así que adelante, llama a la policía.
Kitty no pensó que fuera a hacerlo, pero, para su sorpresa, se sacó el teléfono móvil del bolsillo. Ella le observó atónita, con la respiración entrecortada, y comprobó que marcaba un número y se llevaba el aparato al oído. Solo esperaba poder mantener al margen a Teddy…
–Saskia, cielo. Quiero ser sincero contigo y decírtelo antes de que te enteres por terceras personas. He conocido a otra mujer.
Kitty se quedó boquiabierta. ¿Había llamado a su novia la modelo para romper con ella?
–Sé que parece repentino, pero a veces la vida es así…
Dios santo.
La conversación fue breve y el arrogante canalla estuvo sonriéndole a ella todo el tiempo.