Con ocho basta - Thomas Braden - E-Book

Con ocho basta E-Book

Thomas Braden

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Beschreibung

David, Mary, Joannie, Susan, Nancy, Elizabeth, Tommy y Nicholas.Son los ocho hijos de Tom Braden, funcionario de la CIA y autor del libro —y posterior serie de televisión— que cautivó a una generación con la crónica del día a día de un padre de familia numerosa. Una vida nada fácil porque… ¿qué haces cuando la oveja de tu hija decide echarse a los pies de un juez durante la cena? ¿O cuando Isaac Rabin se enfrenta en un duelo a muerte con la boa de tu otra hija? Más allá de las cómicas aventuras cotidianas de un clan XXL, Con ocho basta es un testimonio de la sociedad cambiante de los años setenta y un retrato de convivencia familiar que dejó una huella imborrable en el imaginario colectivo de la época.

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Título original inglés: Eight Is Enough.

Autor: Tom Braden.

Publicado por acuerdo con Frances Collin Trustee

e International Editors’Co. Barcelona.

© del texto: Thomas Braden, 1975.

© de la traducción: Montse Triviño, 2019.

© de las ilustraciones: Júlia Gaspar, 2019.

© del diseño de la cubierta: Lookatcia.com, 2019.

Diseño de interior: Lookatcia.com.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: noviembre de 2019.

RBAMOLINO

REF.: OBDO628

ISBN: 978-84-272-2083-6

Realización de la versión digital: El Taller del Llibre, S.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

A LOS PROTAGONISTAS AQUÍ RETRATADOS, TODOS LOS CUALES SON PERSONAS REALES Y NO DEBEN CONFUNDIRSE CON PERSONAJES DE FICCIÓN, NI VIVOS NI MUERTOS.

Introducción

De pequeño, en mi Iowa natal, quería ser «conductor de autobús para ver el mundo». Lo sé porque lo anoté en el diario que escribía a los siete años.

Ahora me divierte pensar que mis hijos tendrían que pararse a reflexionar antes de poder decirme qué hace un conductor de autobús. Sin duda, les haría sonreír la idea de que ese empleo le permita a alguien «ver el mundo».

Cuando me marché de Iowa, había abandonado la idea de ser conductor de autobús y ya sabía que quería ser reportero. Con el tiempo fui también otras muchas cosas: impresor, soldado, profesor, agente de inteligencia, editor y columnista, entre otras ocupaciones. Pero hasta que mis hijos empezaron a crecer, no se me ocurrió pensar que cada vez que relleno uno de esos formularios en los que se requiere especificar la profesión, no digo toda la verdad.

Porque la cuestión es que dedico más tiempo y energía, más paciencia y dinero a ser padre que a esa profesión más formal con la que me defino en los formularios impresos. Supongo que eso mismo les ocurre a otros hombres, aunque no todos tienen, como es mi caso, ocho hijos.

Es más, dudo de que mi trabajo como padre llegue a tener fin. Si miro hacia atrás, veo que las jornadas de veinticuatro horas no me dan respiro en mi labor de padre y, si miro hacia delante, no veo un solo momento de descanso a lo largo de mi vida. Solía pensar que cuando un hijo llega a los veintiún años, el padre ya ha cumplido con su tarea. Pero casi cualquier padre con un hijo de veintiún años os dirá que eso no es cierto. El proceso para llegar a la madurez es cada vez más largo, aunque la ley haya ido rebajando la mayoría de edad. Puede que los granjeros de la generación anterior a la mía ya fueran hombres hechos y derechos a los dieciocho, pero... ¿existe algún padre con un hijo de dieciocho años que pueda decir, con sinceridad, «el chico ya es totalmente maduro»?

¿Y las hijas? Es más probable. Pero cualquier padre que haga esa afirmación respecto a una hija de dieciocho años debería ser capaz de superar el siguiente test:

¿Ha permanecido despierto hasta tarde alguna noche de la última semana, preguntándose para sus adentros dónde narices está su hija?

¿Se ha quejado últimamente su esposa por la desaparición de prendas de ropa, joyas o artículos de tocador?

¿Ha recibido alguna sorpresa desagradable por correo, por ejemplo multas de la biblioteca, una notificación de aumento de precio en el seguro del coche, cobros de los grandes almacenes?

Si ese padre con una hija de dieciocho años no puede responder negativamente a esas tres preguntas, significa que no ha terminado su trabajo. Aún no.

Yo tampoco he terminado el mío y aún me falta mucho para lograrlo, porque si bien tengo un hijo de veintitrés años, también tengo uno de nueve. Y suponiendo que, en el mejor de los casos, el de veintitrés ya sea maduro, aún me quedan catorce años más hasta que el de nueve llegue a esa edad.

Entre el de veintitrés y el de nueve hay unos cuantos hijos más. Os voy a hacer la lista, empezando por el primero, porque son los principales protagonistas de este libro y, si tenéis pensado leerlo, es posible que de vez en cuando queráis consultar quiénes son ahora y qué edad tienen hoy en comparación con quiénes eran y qué edad tenían en los momentos en que aparecen en esta historia.

David tiene veintitrés años. Es pelirrojo, fuerte de brazos y rápido de piernas. Durante mucho tiempo, tuve la sensación de que no se cambiaba de camisa lo bastante a menudo. Creo que se cansó bastante de oírme decírselo y tal vez sea ese el motivo de que se marchara a Alaska, donde trabaja como funcionario de prisiones. En su última carta decía que se había matriculado en una universidad, y eso me sorprendió y me gustó tanto que incluso propició un cambio de imagen. Ahora, cuando pienso en él, siempre lo imagino con una camisa limpia.

Mary tiene veintiuno. Cuando era un bebé, tenía uno de los pies ligeramente torcido hacia dentro y el médico nos dijo que le diéramos friegas. Pasé mucho tiempo dándole friegas a aquel pie, girándolo suavemente hacia el exterior, y mientras lo hacía me inventé una canción sobre Mary, una canción de esas tontas y sentimentales que se les cantan a los bebés. Mary se moriría de vergüenza si se la cantara ahora. Pero lo haré si es necesario.

Mary va a la universidad, está en tercero: es aplicada, sensata, guapa y de izquierdas. Me reservo la canción como último cartucho. Si vuelve la época de las manifestaciones en el campus y ella siente de nuevo la necesidad de desempeñar un papel protagonista, iré a su facultad, me acercaré a ella cuando esté protestando contra el sistema y le cantaré esa canción. El pie, por cierto, le quedó perfecto.

Joannie tiene veinte años. Rebosa entusiasmo. Disfruta de la vida mucho más que la mayoría de las personas, porque le presta más atención. «El sábado, para desayunar —me escribió no hace mucho— hicimos “pan frito”. Un plato entero en mitad de la mesa. Delante de cada plato, un cuenco lleno de jarabe de arce. Cierra los ojos e imagina lo rico que estaba. Después traté de esquiar justo por el centro del campo de golf. Entonces empezó a nevar, así que me puse a leer sobre Hamilton y Burr delante del fuego. Me encantan los sábados».

Son pocas las personas, creo yo, que pueden observar y reflexionar mientras van a mil por hora. Pero Joannie lo consigue.

Susan tiene diecinueve años y estudia segundo en la universidad. Se emplea a fondo en el estudio y en el deporte y contempla cada hora como un marco de tiempo en el que hay que hacer muchas cosas. De las seis a la siete de la mañana, hay que levantarse, salir a correr tres kilómetros y desayunar. De las siete a las ocho, se estudia un idioma. De las ocho a las nueve, se lavan los platos en la cafetería de la facultad o, si se está en casa, se recoge la cocina. El resto del día se divide en franjas horarias similares, cada una de ellas dedicada a una tarea distinta. Susan casi nunca habla, ni de sus tareas ni de nada. Tiene el pelo castaño claro y unos grandes ojos de color negro azabache. Excelente deportista, batea con la derecha y lanza los pases con la izquierda.

Nancy tiene dieciocho años. Ya desde muy temprana edad adoptó la costumbre de quitarse la ropa en cuanto se la poníamos, así que se ganó el apodo de «la despelotada». Con los años, se ha convertido en una rubia alta, voluptuosa y de lánguidos movimientos, así que nos da un poco de vergüenza seguir llamándola así. Nancy es una chica muy inteligente y, a pesar de ello, tiene un medio novio.

Elizabeth tiene quince años y una larga melena pelirroja. Es grácil y temperamental, tiene la costumbre de echar la cabeza hacia atrás, en un gesto de desdén, y posee una personalidad arrolladora. También tiene bastantes pecas y, durante muchos años, fue la protagonista de una conocida canción familiar titulada Demasiadas pecas. Pero, lo mismo que el sobrenombre de Nancy, la canción ha pasado a la historia, porque cuando Elizabeth se convirtió en una jovencita increíblemente guapa, resultó que en realidad no tenía tantas pecas.

Tommy tiene trece años, es rubio y lleva aparatos en la boca. Muy inteligente para su edad y rabínico en su atuendo: siempre lleva, tanto dentro como fuera de casa, un enorme y soso gorro de lana. Es una auténtica mina de datos concretos sobre alineaciones iniciales, contempla la vida como si fuera un combate personal. Y lo demuestra su definición de la palabra «prueba» que encontré en un examen calificado con un «notable»:

«Si dos personas están comiendo huevos para desayunar y una se marcha y cuando vuelve su huevo ha desaparecido y el otro tío tiene la cara manchada de huevo, es una prueba, pero no concluyente».

Nicholas tiene nueve años y suele mancharse la cara de huevo. También tiene una mirada traviesa y creo que es precisamente esa expresión de sus ojos lo que Tommy considera prueba. En cualquier caso, a Nicholas le pegan más que a cualquier otra persona que yo conozca y, aun así, está siempre de considerable buen humor y es la mar de divertido.

Por último, existe una persona llamada Joan, que es la madre de todos esos niños, además de una mujer extraordinariamente lista, brillante, alegre y guapa.

Todas estas personas viven, permanentemente o de vez en cuando, en una enorme casa amarilla de Maryland que tiene suficientes habitaciones, un jardín y comida en la nevera.

Además, por la casa suelen pasar muchos amigos, algunos de los cuales incluso se quedan a dormir. Los iréis conociendo en las siguientes páginas. Si los nombres de algunos de esos amigos os resultan familiares, debéis tener en cuenta que mi trabajo consiste en escribir una columna desde Washington y que, por tanto, muchas de las personas a las que conozco son conocidas también para los demás.

Dentro de la casa, con todos esos niños, los famosos se comportan exactamente igual que los demás, y comentan con los niños los problemas de Estado y los problemas de niños. Me he dado cuenta de que, en esa última cuestión, suelen apoyar el punto de vista del padre.

Famoso o no, nadie que visite la casa amarilla puede, creo, poner en tela de juicio que al lado de la palabra «profesión», yo debería escribir «padre».

Por qué dimití como padre

Me satisface recordar el momento en que dimití como padre. Con gran solemnidad, entregué a los ocho niños lo que quedaba de sus ocho billetes de avión. Y con gran solemnidad, me despedí de ellos.

Estábamos llegando al final de aquel espantoso viaje navideño al Caribe y yo había tenido mucho tiempo para pensar en mi dimisión. Así que se produjo con la mayor tranquilidad: sin gritos, sin amenazas, sin exigencias.

Sin embargo, nunca he sido capaz de decidir qué suceso, en una larga lista de sucesos a cual más exasperante y humillante, fue el que me obligó a dar el último paso. Y... ¿cómo empezó todo? ¿Empezó, como es habitual en las dimisiones, con dudas? ¿Fue la abrumadora duda que experimenté cuando oí a mi esposa decir «yo pongo lo que falta»?

Joan tiene la costumbre de ofrecerse a «poner lo que falta» y es un ofrecimiento sincero y generoso, porque Joan es una mujer sincera y generosa. Se compra su propia ropa con el dinero que gana y siempre le sobra un poco para ser generosa con los demás. Pero lo que le sobra tendría que multiplicarlo por diez o, mejor dicho, por cien, si de verdad se le exigiera poner lo que falta, como ella siempre dice que va a hacer.

Joan no se preocupa jamás por el dinero. Peor aún, para ella es una constante y verdadera fuente de asombro que yo me preocupe por el dinero. En los momentos de profundo pesimismo, cuando yo auguro pobreza o le pregunto de qué cree que vamos a vivir cuando seamos viejos, me responde: «¿Y cómo sabes que vas a llegar a viejo?».

Así que cuando se trata de algo que toda la familia quiere tener o hacer, yo soy el que dice «No nos lo podemos permitir», y Joan es la que dice «Yo pongo lo que falta». Yo suelo responder con un educado resoplido. Pero a veces, como aquella ocasión en Navidad, cedo.

Estábamos discutiendo sobre lo que significaba ir al Caribe con ocho niños en Navidad. Joan decía que era una ganga. Si nos quedábamos en casa y comprábamos regalos para todos, sostenía, nos costaría prácticamente lo mismo que ir todos juntos al Caribe, siempre y cuando quedara claro que las vacaciones eran el regalo. Que no se compraría ningún otro regalo. Ni se anticiparía ningún otro regalo.

Para defender su postura y revestirla de autoridad, además de cierto glamur, Joan le había hecho una consulta, mientras bebían cócteles y comían obleas, al presidente de la Junta de la Reserva Federal, Arthur Burns. O, al menos, me contó que lo había hecho. Y no lo dudo, porque Joan y Arthur Burns son amigos. Y Arthur Burns, hombre afable y cordial, seguramente se había mostrado de acuerdo en que Joan podía hacer lo que fuera que quería hacer.

Arriesgándome a expresar una opinión contraria a la de Burns, hice cuatro números.

—Diez billetes de avión, a ciento cincuenta el billete, son mil quinientos. Pongamos quinientos más para el hotel. ¿Alguna vez nos hemos gastado dos mil dólares en regalos de Navidad?

—Cerca de mil sí —admitió Joan—, pero ahí no cuento el árbol, ni los adornos navideños, ni la comilona con invitados, ni los ayudantes que contratamos. Pero da igual, yo pongo lo que falta.

Recuerdo haber tenido un mal presentimiento, no solo acerca de a cuánto podía ascender lo que faltaba, sino también acerca de la capacidad de Joan para ponerlo. ¿Fue ese el primer ingrediente en la receta de rabia, debilidad e incapacidad de acción que suele implicar una dimisión?

¿O fue cosa de la compañía aérea Pan American?

—No vamos a poder llevarlos a todos —dijo el hombre que atendía el mostrador cuando le entregué los diez billetes, poco antes de la hora en que estaba prevista la salida de nuestro vuelo.

Me quedé boquiabierto.

—¿Qué?

—Lo que oye, señor. Tenemos siete asientos libres, pero quizá pueda conseguirle uno más —dijo, en un tono mecánico—. Espere a que termine de contar, por favor. —Examinó una tabla enorme—. ¿Qué has dicho, Jim? ¿230 o 231?

Rememoré mentalmente, a toda prisa, la mañana: levantarse a las cinco y media; la taza de café que mi esposa había tomado en la cama, gentileza de la niña que llevaba su mismo nombre; dos taxis; catorce maletas; el requisamiento forzoso de las inevitables bolsas de papel llenas de chicles y muñecas que siempre aparecen en la puerta cuando vamos a algún sitio; las consiguientes lágrimas; volver corriendo a casa porque Nicholas, de seis años, tenía que ir al lavabo; el aeropuerto; las propinas; las catorce maletas otra vez.

Y ahora, ¿qué decía aquel hombre? «No vamos a poder llevarlos a todos». Me quedé atónito. Evoqué mentalmente una imagen de mi amigo Stewart Alsop, columnista del Newsweek, poniendo en práctica su técnica de la «cara morada». Cada vez que se topaba con una actitud intolerable por parte de aquellos cuyo trabajo es servir al público, Alsop solía respirar hondo hasta que se le dilataban los pulmones y las mejillas. Entonces aguantaba la respiración y, al mismo tiempo, empezaba a dar saltitos sobre los dos pies. El aire atrapado, sumado al ejercicio, hacía que se pusiera muy rojo y que se le desorbitaran los ojos. Y, entonces, el recepcionista que había vendido su reserva de hotel o el taquillero que había entregado a otro su butaca, creía hallarse ante un hombre a punto de sufrir un infarto. Y, por lo general, cedía. Pensé en recurrir a la técnica de la cara morada.

Joan, sin embargo, se me había adelantado en lo que a la táctica de protesta se refiere. Primero gritó; luego se echó a llorar. Sin embargo, no sirvió de nada. El hombre que estaba al otro lado del mostrador adoptó ese aire de resignada paciencia tan necesario para los empleados de las compañías aéreas que suelen vender más plazas de las que tiene el avión y a los cuales raramente se les pilla, excepto en Navidad.

—Acepte los siete asientos, señor Braden, o tendré que dárselos a los pasajeros que están en lista de espera.

A mi espalda, un mar de rostros se precipitó hacia delante, calculando con la mirada las posibilidades de que yo decidiera rechazar un número de asientos inferior al que nos correspondía. Joan seguía llorando y, entre hipidos, conseguí captar alguna frase.

—Hice las reservas hace dos meses. Las confirmé ayer.

Había llegado el momento. Rápidamente, distribuí a los niños por edad, clasifiqué las maletas por dueños y envié a siete —Joan y los seis más pequeños— al otro lado de la barrera. Los dos mayores y yo llegaríamos un día más tarde.

Era desesperante; era abyecto; era injusto; era más que inconveniente; era contraproducente para la alegría y el orgullo de la familia. Pero también era el destino y demostraba que yo había sido un estúpido al consentir aquella aventura accesoria, cara y agotadora. Pero no era el momento de dimitir. No me hundí ni me exasperé. Me pasé todo el día y buena parte de la noche sentado en el aeropuerto y traté de no perder el buen humor. En ningún momento se me ocurrió largarme.

De hecho, no creo que la idea de largarme se me pasara por la mente hasta después de Navidad, cuando nuestro viaje tocaba a su fin y era hora de volver a casa. Estábamos otra vez en el aeropuerto y yo había contado otra vez las catorce maletas y había repartido otra vez los billetes. El hombre del mostrador había dicho:

—Adelante, señor Braden, pueden ustedes embarcar.

Y, entonces, al mirar a mi alrededor, había descubierto que me faltaban cinco integrantes del grupo.

Me entró el pánico. No había tiempo que perder.

—Se han ido al restaurante con Nancy —confesó uno de los leales.

Me abrí paso rápidamente entre las mesas y las sillas. Rápidamente, cogí por el pescuezo a Nancy, que tiene dieciséis años, el pelo largo y rubio y viste vaqueros, y rápidamente, la obligué a ella y a sus amigos desertores a subir a bordo. Los demás pasajeros nos miraban desde sus asientos.

—Qué vergüenza —diría más tarde Nancy.

Y supongo que tenía razón, pero su defensa me pareció exasperante.

—Total —le dijo a su madre cuando por fin encontró su asiento, con los motores ya en marcha—, el dinero que me estaba gastando era mío.

Los demás niños se pusieron de su parte. Y Joan dijo que entendía a los dos bandos. ¿Dos bandos? Tal vez fuera aquel el momento en el que tomé la decisión. Pero si estaba enfadado, furioso e irritado por lo que había dicho Nancy acerca de que el dinero que se estaba gastando «era suyo», o por el hecho de que mi esposa dijera que entendía a los «dos bandos», la gota que colmó el vaso, lo que de verdad me hizo subirme por las paredes, fue el comentario sobre el jefe de pelotón.

Eran las dos y media de la madrugada y yo estaba junto al ascensor, en la octava planta de un hotel del aeropuerto internacional John F. Kennedy. Había controlado que aparecieran las catorce maletas en la cinta transportadora, había ayudado a subirlas a un autobús y a entrarlas en el vestíbulo del hotel. En ese momento estaban desparramadas por el suelo, mientras yo trataba de asignarlas a sus dueños y de distribuir diez personas en tres habitaciones dobles con literas en dos de ellas.

—Papá —dijo mi hija Mary, con ese aire de superioridad que solo adoptan los estudiantes universitarios de segundo año—, te comportas como si fueras un jefe de pelotón o algo así. ¿No crees que organizar las cosas como si estuviéramos todos en el ejército está un poco, no sé, pasado de moda? —dijo.

Pronunció aquellas últimas palabras arqueando las cejas y haciendo un mohín con los labios.

Aquel fue el momento; sí, sin duda tuvo que ser aquel el momento.

«¿Y cómo si no... —dije para mis adentros—, cómo si no voy a llevar a diez personas al Caribe y traerlas de vuelta? ¿Cómo si no voy a encargarme de su equipaje, de contar los billetes, repartir los pasaportes, pagar la tasa turística de cada una de esas personas, sacarlas de los restaurantes y subirlas a los aviones? ¿Cómo voy a hacerlo, si no es actuando como un jefe de pelotón? Un cargo muy honroso, el de jefe de pelotón. Solo una vez en mi vida he sido jefe de pelotón y ni una sola, en el ejercicio de mis funciones, he tenido que vérmelas con una situación como esta».

A las nueve de aquella misma mañana, presenté mi dimisión.

Por qué todo se descontroló

Probablemente, jamás debería haber tenido ocho hijos. Parece raro pensar que, hace tan solo diez años, nadie miraba mal a las familias numerosas. Mi madre tenía seis hermanos. Mi padre era el menor de trece. Hoy en día, según la Oficina del Censo, las familias estadounidenses tienen una media de 2,2 hijos. No es que ya no esté de moda ser prolífico en cuestión de hijos, sino que se considera un auténtico delito contra el medioambiente. Lo entiendo. Estoy de acuerdo en que es un cambio necesario y recuerdo muy bien la primera vez que pensé que con ocho basta.

Estábamos en la cama en Oceanside, California, y Joan estaba dándole el pecho a Nicholas, nuestro octavo hijo. Primero habíamos tenido un niño y luego cinco niñas. Y aunque jamás he admitido tener preferencia por uno de los dos sexos, la llegada de Elizabeth, la quinta niña, me pareció en su día un poco redundante.

Pero entonces había ocurrido algo extraño: Elizabeth resultó ser pelirroja, lo cual la hacía muy distinta. Y luego habían llegado Tommy y, después de él, Nicholas. Stub Harvey, mi compañero de golf y fútbol americano, además de médico de toda la familia, hizo su propia apuesta.

—A partir de ahora, solo tendréis varones —dijo.

En fin, aquella mañana llegó el correo y nos lo trajo a la cama uno de nuestros hijos. Joan lo abrió, se entretuvo leyendo un telegrama y, por último, se echó a reír.

—Fantástico —dijo, mientras me lo pasaba.

Haciendo gala de la cortesía debida a una mujer con un recién nacido, obvié comentar que el telegrama iba dirigido a mí. Lo firmaba el fiscal general de Estados Unidos, Robert F. Kennedy.

«Felicidades —decía—. Me rindo».

Me hizo reír y me sentí orgulloso. ¿Cuántos hijos tenían los Kennedy? ¿Siete? Pero, entonces, me asaltó una aterradora idea. ¿Cuánto dinero tenían los Kennedy? Había leído en alguna parte que tanto el fiscal general como sus hermanos tenían más dinero del que podía gastarse en varias vidas. ¿Por qué aceptaba yo la felicitación de un Kennedy por haber tenido más hijos que un Kennedy? Con ocho, me pareció en aquel momento, basta.

Fue, tal y como lo recuerdo, mi mayor duda y, cuando finalmente se convirtió en una decisión, los Kennedy me resultaron de gran utilidad. Por ejemplo, recuerdo un verano en Aspen, Colorado, adonde solíamos llevar a los niños de vez en cuando. Una mañana, antes de empezar la excursión, Susan, que por entonces tenía diez años, entró en la habitación del motel con un café para su madre y un ejemplar del Post de Denver. Me di cuenta de que estaba nerviosa mientras observaba fijamente la taza rebosante que llevaba en una mano.

—Mamá —dijo—, ha pasado algo terrible. Los Kennedy nos han alcanzado.

Y allí estaba, un breve en la portada. «El octavo de Ethel». Los chicos decidieron, por unanimidad, que yo debía hacer algo al respecto enseguida. A Joan le pareció divertido. Yo fingí echarme a reír, pero por dentro ya había tomado una decisión.

¿Aquella broma sobre la rivalidad con los Kennedy se había convertido, en la mente de los niños, en una rivalidad auténtica, incluso en hostilidad? Durante uno de los siguientes veranos, la familia Kennedy también pasó las vacaciones en Aspen: Bobby, Ethel, Joan y yo fuimos al cine y dejamos a todos los niños Braden y a todos los niños Kennedy en una casa alquilada. Al volver, descubrimos que los niños Braden se habían atrincherado dentro de la casa y la habían convertido en un fuerte, mientras los niños Kennedy estaban fuera, a oscuras. Algunos de ellos tiraban piedras para cubrir a sus hermanos, que lanzaban asaltos periódicos a la casa con la esperanza de entrar por la fuerza.

Si vuelvo la vista atrás, quiero pensar que era todo muy inocente y eso fue, por supuesto, lo que fingimos en aquel momento. Pero no era inocente. Las piedras eran de verdad. ¿Acaso las familias numerosas desarrollan una especie de profunda lealtad tribal y una conciencia territorial superior a la media? ¿Tienen tendencia, pues, a mostrarse peleonas y agresivas cuando, en tanto que tribu, se les coloca cerca de otra tribu de poder y autoestima similares?

No me había gustado nada aquel momento en que las piedras volaban en la oscuridad. Demasiadas piedras. Demasiados niños.

Pero estábamos en 1963. No fue hasta finales de 1966 cuando mi resolución se convirtió en bochorno y me di cuenta de que se me podía acusar de consumir en exceso los recursos naturales del planeta.

—Eres la clase de hombre que admira —me había dicho Kirk Douglas, refiriéndose a Charlton Heston—. Yo pienso que llegará al menos a los mil dólares.

Douglas había organizado una fiesta benéfica y los fondos recaudados iban a ser para mí, porque me presentaba a vicegobernador por California. Kirk había apoyado incondicionalmente mi campaña y aquella tarde había llenado su casa de amigos y conocidos para que todo el mundo contribuyera. Y entonces, mientras pasaba el sombrero, Kirk condujo a Heston a un rincón de la sala para una charla privada. Solo Heston y yo. Heston rompió el hielo hablando de planificación familiar y ya no salimos de ahí. Resultó ser un acérrimo defensor de esa cuestión, un miembro entregado a la causa. Me contó que participaba en la lucha contra el crecimiento de la población. Tenía frescas en la memoria las cifras que demostraban la sensatez de la causa. En algún momento de la conversación, sacó un cheque, lo apoyó en la pared y escribió una cantidad. Antes de marcharse, me lo entregó, doblado. Solo después de habérselo entregado a Kirk y haber visto la decepción reflejada en su rostro recordé que, en un momento determinado, la conversación con Heston había derivado hacia un terreno más personal.

—¿Cien dólares? —dijo Kirk, incrédulo—. ¿Se puede saber qué narices le has dicho?

—Solo me ha hecho una pregunta —le respondí—. Le he dicho que tenía ocho.

Y sigo teniendo ocho. Precisamente ayer me lo recordaron. Tenía que escribir una columna, preparar la declaración de impuestos, hacer un programa de radio y comer con el embajador indio, además de atender un montón de llamadas telefónicas. A las siete de la tarde, me senté en el sillón de cuero marrón para tomar una copa con mi esposa y repasar el día. Había ocurrido lo siguiente:

1. Joan había recibido una llamada en la oficina, a primera hora de la tarde, y le habían dicho que Elizabeth estaba en comisaría.

2. Mary no había comido nada desde que había llegado de la universidad, hacía tres días, para unas cortas vacaciones. Joan me contó que, al parecer, Mary se había hecho budista y estaba ayunando.

3. El profesor de Tommy había llamado para decir que a Tommy se le daba muy bien el béisbol, pero que en clase no prestaba atención y que si por favor podíamos hacer algo al respecto.

4. Había llegado una bonita carta de David, que estaba recorriendo el mundo y había llegado a Afganistán. El correo del día también incluía un aviso de la compañía American Express para notificarnos que había perdido sus cheques de viaje.

5. Bajando marcha atrás por el camino de entrada, Joannie había estrellado el coche contra la columna de cemento. Calculo estimado de daños: 150 dólares.

6. Tuvimos una charla poco fructífera acerca de qué hacer con Nancy, de quien Joan afirmaba que se hallaba «en estado de rebelión». ¿Debíamos enfrentarnos a ella, arriesgarnos a que nos desafiara? ¿O debíamos dejarla al margen de los planes familiares con la esperanza de que eso le doliera?

El problema de Elizabeth y la comisaría se había resuelto. O eso parecía, ya que estaba en su habitación. Había sido un día cálido: Elizabeth había decidido saltarse las clases, se había ido a ver tiendas y un policía la había visto. ¿Debía ir a hablar con ella, mientras aún me parecía que la cosa era grave? ¿O debía esperar y arriesgarme a darle a entender que sabía perfectamente que ella no era la primera niña del mundo en hacer novillos?

Como iba diciendo, Joan y yo estábamos comentando esos problemas cuando Nicholas entró dando brincos en el salón, la mar de contento.

—Papá —dijo—, hoy se juega la final del torneo de baloncesto y me prometiste que la veríamos juntos.

Me volví hacia Joan, avergonzado. Fue ella quien le dio la mala noticia.

—Papá y yo tenemos que ir a una cena.

—Me parece que tenemos demasiados hijos —comenté con dulzura, cuando Nicholas se marchó.

—Te equivocas —respondió Joan—. Lo que ocurre es que no tenemos bastante tiempo.

Por qué tuvimos ocho

Y a sé cómo tuve hijos. Igual que los tiene todo el mundo. Pero tener ocho es diferente. Y la diferencia era Joan.

La primera vez que la vi, estaba sentado en la antesala del despacho de Nelson A. Rockefeller, esperando para entrevistarlo. Yo llevaba una temporada dando clase en la Universidad de Dartmouth y un día el rector de Dartmouth, un hombre vivaz, amable e interesado llamado John Dickey, me preguntó si me apetecería hablar con su amigo Nelson Rockefeller sobre un empleo en el Museo de Arte Moderno. No creo que John Dickey estuviera tratando de librarse de mí, más bien pensaba que yo estaba interesado en demasiadas cosas como para pasarme la vida dando clases de inglés a estudiantes universitarios de primer año.

Así que allí estaba yo, en la antesala del despacho de Nelson Rockefeller. Recuerdo la revista de la que aparté un momento la mirada: Business Week. En los años que han transcurrido desde entonces, no es que haya leído demasiado a menudo Business Week, pero siempre he venerado ese nombre.

En fin, que levanté un momento la mirada y vi a una joven con un vestido vaporoso de tafetán verde oscuro, un rostro fresco y amplio salpicado de pecas y una melena de rizos castaños. Era la chica más guapa que había visto en mi vida.

Los rituales de apareamiento han cambiado mucho desde entonces, o eso dicen. Las mujeres han adoptado el que en otros tiempos era el rol del hombre. Ya no seducen, ahora insinúan; ya no esperan a que el hombre apague la luz, lo hacen ellas; o, directamente, les da igual si está apagada o encendida. Se está dando un gran proceso de emancipación. Estoy convencido de que las mujeres se sienten menos antinaturalmente sumisas y los hombres menos antinaturalmente responsables y tensos. Pero a mí todo eso me llegó demasiado tarde. Joan nunca había llamado a un hombre por teléfono. Y sigue sin hacerlo. Debía ser yo quien atacara y, cuando pienso en el ataque, pienso en su símbolo. Y debo decir que, sin duda, fue la falda de Joan.

He visto a Joan con muchas faldas e incluso he comprado muchas de ellas. Estaba la falda de tafetán que llevaba aquel día en el despacho de Rockefeller; la falda a cuadros azules y violetas que le compré en Escocia el primer verano después de casados... Una vez, en una tienda de París, le compré un vestido que nos enseñó puesto una modelo casi tan guapa como ella. El corpiño que llevaba la modelo era transparente. Yo no estaba acostumbrado a comprar ropa con modelos y me resultó incómodo. No permití que Joan se pusiera el corpiño transparente, pero por la forma en que la gente la miraba cuando lucía aquel vestido, era como si se lo hubiera puesto. El vestido estuvo por casa bastante tiempo. ¿Cuándo lo vi por última vez, ya descolorido y sin el apresto de cuando era nuevo, pero aún precioso? Ah, sí, se lo puso Elizabeth en Halloween del año pasado.

¿Por qué Joan era tan especial? ¿Porque era sexy? ¿Porque tenía una figura estupenda? ¿Porque se ruborizaba? ¿Porque era muy guapa? Estar casado con Joan y no tener bebés con ella suponía un gran esfuerzo.

Pero yo soy capaz de esforzarme, así que... ¿por qué no me esforcé en no tener bebés? O, por lo menos, en no tener ocho bebés. ¿O era sencillamente que las personas tienden a mantenerse dentro de los límites de la aprobación social y que, cuando Joan y yo estábamos teniendo tantos bebés, la sociedad aún no nos había indicado que no debíamos?

Hubo accidentes, claro. Dos de los niños fueron accidentes. Es decir, un veinticinco por ciento. Pero cuando pienso en los días anteriores a la píldora y todas esas cosas que existen hoy en día, no es de extrañar que se produjeran accidentes. Puede que el veinticinco por ciento de todos los estadounidenses mayores de veinte años sean accidentes.

El dinero probablemente también tuvo que ver con esos ocho hijos. Nunca teníamos bastante dinero, pero de alguna manera teníamos lo suficiente, o pensábamos que lo tendríamos. Como todo el mundo sabe, los bebés no salen muy caros hasta que dejan de ser bebés.