Conan el cimerio - Coloso negro - Robert E. Howard - E-Book

Conan el cimerio - Coloso negro E-Book

Robert E. Howard

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Beschreibung

El poderoso hechicero Thugra Khotan ha despertado de un sueño de tres mil años. Ansioso de poder, adopta el nombre de Nathok el Velado y decide conquistar las naciones hibóreas. El único obstáculo en su camino es el pequeño reino de Khoraja. La hermana del rey, Yasmela, pide ayuda a los dioses, quienes le envían toda la ayuda que necesita en forma de un solo hombre, un tal Conan, el cimerio.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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ROBERTE. HOWARD

Conan el cimerio - Coloso negro

Traducción de Rodolfo Martínez

Saga

Conan el cimerio - Coloso negro

 

Translated by Rodolfo Martínez

 

Original title: Black Colossus

 

Original language: English

 

Copyright © 2023 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728322970

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

1

Un silencio primigenio se extendía sobre las misteriosas ruinas de Kuthchemes, pero había algo más. Miedo. El miedo que se agazapaba en la mente de Shevatas el ladrón, que respiraba agitadamente con los dientes apretados.

Era la única chispa de vida entre los colosales monumentos a la desolación y la decadencia. Ni siquiera se veía un buitre que interrumpiera como un lejano punto negro la amplia bóveda azul del cielo calentado por el sol. Podían verse por todas partes los restos siniestros de un tiempo olvidado: enormes pilares rotos que alzaban sus pináculos mellados hacia el cielo; muros desmoronados; cíclopes de piedra caídos; imágenes destrozadas con las horripilantes facciones medio devoradas por el viento y las tormentas de arena. No había el menor signo de vida en parte alguna; el desierto se extendía interminable hasta el horizonte, roto solo por la línea serpenteante del cauce seco de un río. En medio de aquella vastedad desolada de ruinas como dientes mellados y columnas que parecían los mástiles de un barco hundido se alzaba una alta cúpula de marfil, ante la que se encontraba el tembloroso Shevatas.

La base de aquella cúpula era un gigantesco pedestal de mármol situado sobre lo que había sido una terraza a orillas del antiguo río. Anchos escalones llevaban a la enorme puerta de bronce de la cúpula, que reposaba en la base como la mitad de un huevo titánico. Era de marfil, y resplandecía como si la pulieran continuamente manos invisibles. Igual de brillantes eran el remate de oro de la cúpula y los dorados y largos jeroglíficos que la circundaban. Nadie sabía qué significaban aquellas inscripciones, pero Shevatas se estremeció, lleno de sospechas siniestras, pues el suyo era un pueblo antiguo cuyos mitos se remontaban a épocas inimaginables para otras tribus.

Era ágil y fibroso, como corresponde a un maestro ladrón de Zamora. De cabeza redonda y pequeña, la llevaba rapada y su única prenda era un taparrabos de seda escarlata. Como todo su pueblo, era de piel muy oscura, con un afilado rostro de rapaz presidido por dos ojos negros y penetrantes. Los dedos, largos, delgados y diestros, eran rápidos y nerviosos como el aleteo de una polilla. De un cinturón de escamas doradas le pendía una espada corta y estrecha de empuñadura enjoyada en una vaina de cuero repujado. La manejaba con un cuidado que parecía excesivo; el simple roce de la vaina contra el muslo desnudo lo hacía retroceder. Había un buen motivo para tantas precauciones.

Así era Shevatas, ladrón de ladrones, cuyo nombre se pronunciaba con admiración en los antros del Mazo y en las oscuras y sombrías catacumbas, bajo los templos de Bel. Se hablaba de él en canciones y relatos que se recordarían durante mil años. Sin embargo, el miedo le roía el corazón mientras contemplaba la cúpula de marfil de Kuthchemes. Hasta un idiota habría visto que había algo antinatural en aquella construcción; pese al azote de los vientos y los soles de tres mil años, su brillo dorado y marfileño era tan intenso como el día en que manos anónimas la alzaron a las orillas de aquel río innominado.

Aquella aura antinatural estaba en consonancia con la atmósfera de aquellas ruinas demoniacas. A su alrededor se extendía el misterioso desierto del sureste de las tierras de Shem. Shevatas sabía que bastaba con retroceder hacia el oeste unos días a lomo de caballo para llegar al punto donde el río Estigio giraba en ángulo recto y se lanzaba hacia el oeste para morir en el lejano mar. Allí empezaba la tierra de Estigia, la señora de oscuro pecho del sur cuyos dominios, bañados por el gran río, surgían del desierto circundante.

Al este, el desierto desembocaba en las estepas que se dilataban hasta el reino hirkanio de Turán, cuyo bárbaro esplendor se extendía por las costas del gran mar interior. A una semana a caballo en dirección norte se llegaba a las estériles colinas tras las cuales se encontraban las fértiles mesetas de Koth, el más meridional de los reinos hibóreos. Al oeste, el desierto se mezclaba con las praderas de Shem, que llegaban hasta el mar.

Shevatas sabía todo esto sin ser realmente consciente de ello, igual que otros hombres habrían conocido las calles de su ciudad. Había viajado a tierras distantes y había saqueado los tesoros de numerosos reinos. Pero ahora dudaba y se estremecía antes de emprender la aventura más trepidante en busca del mayor tesoro imaginable.