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Un demonio antiguo ha surgido de las aguas en la remota isla de Xapur y ha instaurado un auténtico reino de terror. Conan, nuestro cimerio favorito, cae en la trampa del villano Jehungir Agha y viaja en pos de la hechicera Octavia hasta la isla. Pronto dos fuerzas imbatibles chocarán: el demonio del hierro y el acero de Conan.
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Seitenzahl: 65
Veröffentlichungsjahr: 2023
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ROBERT E . HOWARD
Translated by Rodolfo Martínez
Saga
Conan el cimerio - El diablo de hierro
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: The Devil in Iron
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322925
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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El pescador aflojó el cuchillo en la vaina. El gesto fue instintivo, pues lo que temía no era nada que un cuchillo pudiera atravesar; ni siquiera las curvas hojas en sierra de los yuetshi, capaces de eviscerar a un hombre de un solo golpe. Ni hombre ni bestia lo amenazaban en la soledad que se extendía sobre la escarpada isla de Xapur.
Había escalado los acantilados, había cruzado la jungla que los bordeaba y ahora permanecía de pie en medio de las ruinas de un esplendor pasado. Columnas rotas asomaban entre los árboles y las líneas dispersas de las murallas desmoronadas serpenteaban entre las sombras. A sus pies había amplios adoquines, rotos y retorcidos a causa de las raíces que crecían bajo ellos.
El pescador era un ejemplar típico de su pueblo, gente peculiar cuyo origen se perdía en el remoto amanecer del pasado y que vivía desde tiempo inmemorial en sus toscas cabañas de pesca de la costa meridional del Mar de Vilayet. Era robusto, de grandes brazos simiescos y pecho amplio, aunque de caderas estrechas y piernas delgadas y torcidas. Tenía el rostro ancho, la frente baja y huidiza y el pelo espeso y enmarañado. No vestía más que un cinturón del que pendía un cuchillo y un retal que le hacía de taparrabos.
Que estuviera donde estaba demostraba que era algo más curioso de lo normal entre su pueblo. Rara vez los suyos visitaban Xapur. Estaba deshabitada, olvidada por todos, tan solo una isla más de la miríada de ellas que punteaba el gran mar interior. La llamaban Xapur la Fortificada a causa de sus ruinas, restos de algún reino prehistórico, perdido y olvidado mucho antes de que los conquistadores hibóreos bajaran desde el norte. Nadie sabía quién había erigido aquellas piedras, aunque entre los yuetshi circulaban leyendas macabras que medio sugerían una conexión de inenarrable antigüedad entre los pescadores y el desconocido reino insular.
Pero habían pasado más de mil años desde que algún yuetshi comprendiera la importancia de tales consejas; las repetían ahora como una fórmula sin sentido, un acertijo incomprensible que acudía a sus labios por pura costumbre. Ningún yuetshi había posado los pies en Xapur durante un siglo. La costa adyacente estaba desierta y no era más que un cañaveral pantanoso que pertenecía a las espantosas bestias que lo habitaban. El pueblo del pescador estaba a alguna distancia al sur, en el continente. Una tormenta había arrastrado su frágil bote de pesca lejos de los caladeros acostumbrados y lo había estrellado en una noche de resplandecientes relámpagos y olas rugientes contra los altos acantilados de la isla. Ahora, al amanecer, el cielo brillaba claro y azul y el sol naciente convertía en gemas las hojas goteantes. Durante la noche había escalado los acantilados contra los que había encallado porque, en medio de la tormenta, había visto caer del cielo negro una espantosa lanza de luz; esta había impactado con tal fuerza que toda la isla se estremeció, y había venido acompañada de un estampido cataclísmico que el pescador dudaba que lo hubiera causado un árbol desarraigado.
Una cierta curiosidad lo había llevado a investigar aquello, y ahora que había encontrado lo que buscaba se sentía poseído por una inquietud instintiva, un presentimiento casi animal de peligro.
Entre los árboles se alzaban los restos de una estructura semejante a una cúpula, compuesta de gigantescos bloques de esa curiosa piedra verde de aspecto metálico que solo se encuentra en las islas del Vilayet. Parecía increíble que hubieran sido talladas y transportadas por manos humanas, y sin duda estaba más allá de la habilidad humana destruir la estructura que conformaban. Pero el rayo había convertido en astillas de aspecto cristalino varios de los pesados bloques y había reducido otros a polvo verde, además de haber arrancado toda la cúpula.
El pescador trepó a las ruinas, se asomó y no pudo evitar un gruñido ante lo que veía. Bajo la cúpula destruida, rodeado de polvo y trozos de mampostería, yacía un hombre sobre un bloque dorado. Vestía una especie de saya ceñida con un fajín de cuero. El pelo, negro y largo, caía sobre los amplios hombros, y lo ceñía a la frente una cinta de oro. En su enorme pecho musculado descansaba un curioso puñal de pomo enjoyado, empuñadura de cuero y hoja ancha y curva. Se parecía al cuchillo que llevaba el pescador en la cadera, aunque no tenía el filo serrado y era producto de una artesanía infinitamente más elaborada.
La visión del puñal llenó de codicia al pescador. El hombre yacente estaba muerto, por supuesto, y llevaba así varios siglos. Aquella cúpula era su tumba. Al pescador ni se le ocurrió preguntarse qué arcanas artes habían preservado el cuerpo de un modo tan perfecto que casi parecía vivo, cómo habrían hecho para que los fuertes miembros parecieran plenos e intactos o la carne oscura tan llena de vida. En la mente embotada del yuetshi solo había sitio para el cuchillo, para las delicadas líneas onduladas que cruzaban la resplandeciente hoja.
Descendió con dificultad al interior y cogió el puñal del pecho del cadáver. Al hacerlo, algo extraño y terrible sucedió. Las manos oscuras y poderosas se cerraron de forma espasmódica, los párpados se abrieron y revelaron unos ojos grandes, negros, hipnóticos, cuya mirada golpeó al sobresaltado pescador de un modo casi físico. Este retrocedió y, en su agitación, soltó el puñal. El hombre sobre el estrado se incorporó hasta sentarse, y el pescador se quedó boquiabierto al contemplar su verdadera estatura. Los ojos entrecerrados estaban fijos en el yuetshi y en aquellos orbes rasgados no se apreciaba gratitud o amistad; solo se vislumbraba un fuego ajeno y hostil como el que brillaría en los ojos de un tigre.
De pronto, el hombre se incorporó por completo y se irguió ante él, amenazador de la cabeza a los pies. En la mente abotargada del pescador no había lugar para el terror, al menos para ese terror que hace presa en el alma cuando se contempla algo que desafía las leyes fundamentales de la naturaleza. Mientras las grandes manos descendían hacia sus hombros, el yuetshi desenvainó su cuchillo en sierra y golpeó hacia arriba en un solo movimiento. La hoja se partió contra el tenso vientre del extraño como si hubiera chocado contra una columna de acero, y el grueso cuello del pescador se quebró como una rama podrida entre las gigantescas manos.
Jehungir Agha, señor de Khawarizm y guardián de la frontera costera, examinó de nuevo el pergamino enrollado con el sello del pavo real y lanzó una carcajada tan breve como sardónica.
—¿Y bien? —preguntó secamente su consejero, Ghaznavi.
Jehungir se encogió de hombros. Era un hombre apuesto, orgulloso de ese modo despiadado que va aparejado a la alta cuna y el éxito.