Conan el cimerio - El dios del cuenco - Robert E. Howard - E-Book

Conan el cimerio - El dios del cuenco E-Book

Robert E. Howard

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Beschreibung

Alguien ha irrumpido en un museo-templo y ha asesinado a su propietario, Kalliano Publico. Todas las pruebas señalan a Conan el cimerio, pero quizá las apariencias engañen. Mientras se desarrolla la investigación, las intrigas se suceden alrededor de Conan. ¿Es culpable o quizá esté siendo la víctima propiciatoria de una investigación? Quizá la respuesta esté en el acero del cimerio.

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Seitenzahl: 39

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Robert E. Howard

El dios del cuenco

Traducción de Rodolfo Martínez

Saga

El dios del cuenco

 

Translated by Rodolfo Martínez

 

Original title: The God in the Bowl

 

Original language: English

 

Copyright © 1975, 2022 Robert E. Howard and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728323014

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Arus, el vigilante, agarró la ballesta con manos temblorosas y sintió que la piel se le perlaba de sudor mientras contemplaba el cadáver desparramado ante él sobre el suelo pulido. Nunca es agradable toparse con la muerte en plena noche.

Se encontraba en un amplio pasillo iluminado por cirios dispuestos en nichos. De las paredes, además, colgaban tapices de terciopelo negro entre los que se veían escudos y panoplias de factura extravagante. Aquí y allá asomaban estatuas de extraños dioses que se reflejaban en el oscuro suelo de caoba, algunas talladas en piedra o maderas exóticas, otras fundidas en bronce, hierro o plata.

Contuvo un escalofrío. No había logrado acostumbrarse a aquella parte del edificio, pese a que hacía meses que trabajaba allí. Era un lugar impresionante, un enorme museo situado en una antigua mansión a la que llamaban el Templo de Kallian Público, y que contenía curiosidades llegadas de todos los rincones del mundo. Ahora, inmerso en la solitaria medianoche, no dejaba de contemplar el cuerpo desmadejado tendido en la estancia que el rico y poderoso dueño del Templo empleaba de salón de recepciones.

Incluso para la embotada mente del vigilante, el muerto presentaba un aspecto muy distinto que tenía en vida, cuando cabalgaba por la Vía Paliana en su carro dorado, arrogante e imperioso, con los ojos oscuros imbuidos de una vitalidad magnética. A aquellos que odiaban y temían a Kallian Público les habría costado reconocer la figura que yacía en el suelo como un barril de grasa desportillado, con la opulenta túnica medio arrancada y el manto púrpura desgarrado. Tenía el rostro ennegrecido y los ojos desorbitados, y la lengua negruzca le caía a un lado de la boca entreabierta. Las manos gordezuelas estaban crispadas en un último gesto de extraña futilidad. Las gemas brillaban en los gruesos dedos.

—¿Por qué no se llevaron los anillos? —musitó el guarda, intranquilo.

De pronto se envaró y miró a su alrededor, con los pelos de punta. De entre las cortinas de seda negra que tapaban una de las numerosas entradas surgió una silueta.

Arus vio a un joven de constitución fuerte, desnudo salvo por un taparrabos y unas sandalias anudadas por encima de los tobillos. Tenía la piel oscurecida por el sol de los páramos, y Arus observó nervioso los amplios hombros, el enorme pecho y los brazos musculosos. Una sola mirada a las facciones sombrías de espesas cejas le indicó que no se trataba de un nemedio. Bajo el hirsuto pelo negro asomaba un par de ojos azules de brillo amenazador. Una larga espada en una vaina de cuero colgaba de su cintura.

Arus sintió que se le ponía la carne de gallina y el dedo se le tensó en el gatillo de la ballesta, medio decidido a disparar al joven sin mediar palabra aunque temeroso de lo que pudiera ocurrir si erraba el primer tiro.

El recién llegado contempló el cuerpo tirado en el suelo con más curiosidad que sorpresa.

—¿Por qué lo has matado? —preguntó Arus, nervioso.

El otro meneó la cabeza despeinada.

—Yo no le he matado —respondió en nemedio con acento bárbaro—. ¿Quién es?

—Kallian Público —respondió Arus mientras retrocedía.

—¿El dueño de la casa?

—Sí.

Cuando se aproximó a la pared alargó la mano hacia una cuerda de terciopelo que colgaba de allí y le dio un violento tirón. Al instante se oyó en la calle el tañido estridente de la campana que permitía llamar a la guardia desde los establecimientos públicos.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó el recién llegado con un sobresalto—. Atraerá al vigilante.

—Yo soy el vigilante, bellaco —respondió Arus, haciendo acopio de su menguante valor—. Quédate donde estás. No te muevas o te atravieso.