Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Excelente compilación de tres obras del afamado escritor Robert E. Howard: "El fénix en la espada", "La ciudadela escarlata" y el ensayo capital "La era hibórea", indispensable para comprender el mundo de Conan el Bárbaro. En estos tres volúmenes encontraremos desde aventuras trepidantes de Conan en su etapa como rey de Aquilonia a una acertada disquisición y repaso sobre el periodo temporal en el que suceden todas las historias de nuestro cimerio favorito, pasando por un relato crepuscular con un Conan ya anciano que aún está en condiciones de vivir una última aventura. Traiciones, peligros, intrigas palaciegas, rebeldes, magos y ejércitos se dan cita en las obras de ficción de este volumen. Por último, el ensayo "La era hibórea" nos hará descubrir pormenorizadamente cómo es el mundo en el que se desarrollan las andanzas de nuestro personaje, nos ayudará a situarnos y a profundizar aún más en su historias.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 177
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Robert E. Howard
Translated by Rodolfo Martínez
Saga
Conan el cimerio - El fénix en la espada (Compilación)
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: The Phoenix on the Sword
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728476680
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Has de saber, oh, príncipe, que en los años que median entre el hundimiento de la Atlántida y las ciudades resplandecientes y la ascensión de los hijos de Aryas hubo una época de ensueño en que reinos rutilantes se extendían por el mundo como mantos zafiro tachonados de estrellas: Nemedia; Ofir; Britunia; Hiperbórea; Zamora, con sus mujeres de pelo negro y sus misteriosas y sobrecogedoras torres; Zingaria, con su caballería; Koth, que lindaba con los pastizales de Shem; Estigia, con sus tumbas custodiadas por tinieblas; Hirkania, cuyos jinetes vestían de acero, seda y oro... Pero no había reino más magnificente que Aquilonia, cuyos dominios abarcaban el esplendoroso oeste. Allí apareció, espada en mano, Conan el cimerio, de pelo negro y mirada taciturna, ladrón, saqueador y asesino, tan desbordante de melancolía como de júbilo, dispuesto a hollar con sus sandalias los engalanados tronos de la Tierra.
—Las crónicas nemedias
La oscuridad y el silencio espectrales que preceden al alba se extendían sobre los tenebrosos chapiteles y las torres rutilantes. En un callejón umbrío, uno más en un auténtico laberinto de misteriosos caminos serpenteantes, cuatro figuras enmascaradas salieron deprisa por una puerta que una mano oscura abrió furtivamente. Sin cruzar palabras desaparecieron con rapidez en las sombras, envueltos en sus capas ceñidas, con el mismo sigilo con que los fantasmas de los asesinados desaparecen en la oscuridad. Tras ellos, un rostro sardónico quedó enmarcado por la puerta entreabierta; dos ojos perversos brillaron en la penumbra con malevolencia.
—Entrad en la noche, criaturas de la noche —dijo una voz burlona—. Oh, idiotas, la perdición camina en pos vuestro como un perro ciego, y vosotros lo ignoráis. —El dueño de la voz cerró la puerta y corrió el pestillo, y después se giró y avanzó por el corredor, vela en mano. Era un gigante sombrío, cuya piel oscura revelaba su sangre estigia. Pasó a una sala interior, donde un hombre alto y delgado con prendas de terciopelo desgastado se recostaba como un gran felino perezoso en un diván de seda, bebiendo vino de una gran copa dorada.
—Bueno, Ascalante —dijo el estigio, dejando la vela—, tus incautos corretean por las calles como ratas salidas de la madriguera. Trabajas con herramientas extrañas.
—¿Herramientas? —replicó Ascalante—. Es lo que me consideran ellos. Desde hace meses, desde que los Cuatro Rebeldes me hicieron venir del desierto del sur, he estado viviendo justo en medio de mis enemigos, ocultándome de día en esta casa lóbrega y rondando de noche por callejones oscuros y pasillos aún más oscuros. Y he conseguido lo que esos nobles rebeldes no pudieron. Trabajando con ellos y con otros agentes, muchos de los cuales nunca me han visto la cara, he plagado el imperio de sedición y malestar. En resumen: yo, trabajando en las sombras, he empedrado el camino de la caída del rey que se sienta en el trono bajo el sol. Por Mitra, fui un político antes de ser un proscrito.
—¿Y esos idiotas que creen que son tus amos?
—Seguirán creyendo que estoy a su servicio hasta que hayamos terminado nuestra tarea. ¿Quiénes son para rivalizar con el ingenio de Ascalante? Volmana, el enano conde de Karaban; Gromel, el gigante que comanda la Legión Negra; Dion, el gordo barón de Attalus; Rinaldo, el estúpido juglar. Soy la fuerza que ha fundido en una pieza el acero que hay en cada uno, y gracias a la arcilla que hay en cada uno los aplastaré cuando llegue el momento. Pero eso es el futuro; esta noche, el rey morirá.
—Hace unos días vi que los escuadrones imperiales salían de la ciudad —dijo el estigio.
—Marcharon hacia la frontera que están asediando los paganos pictos... gracias al licor fuerte que les he pasado de contrabando para enloquecerlos. La gran riqueza de Dion lo hizo posible. Y Volmana hizo posible despachar el resto de las tropas imperiales que seguían en la ciudad. A través de su parentela principesca de Nemedia, fue fácil convencer al rey Numa para que solicitase la presencia del conde Trócero de Poitain, senescal de Aquilonia; y, por supuesto, para rendirle los honores debidos, lo acompañará una escolta imperial, además de sus propias tropas, y Próspero, la mano derecha del rey Conan. Eso deja en la ciudad únicamente la guardia personal del monarca, además de la Legión Negra. Usando a Gromel he corrompido a un oficial de esa guardia que tiene el defecto de ser demasiado derrochador, y lo he sobornado para que a medianoche aleje a la guardia de la puerta de los aposentos del rey.
»Entraré en el palacio por un túnel secreto con dieciséis bribones desesperados a mi cargo. Cuando el asunto esté despachado, incluso si la gente no se alza a darnos las gracias, la Legión Negra de Gromel será suficiente para conservar la ciudad y la corona.
—¿Y Dion cree que la corona se le entregará a él?
—Sí. El gordo idiota la reclama porque posee vestigios de sangre real. Conan cometió un grave error dejando con vida a gente que presume de descender de la antigua dinastía a la que arrancó el trono de Aquilonia.
»Volmana desea volver a gozar del favor real, igual que ocurría en el antiguo régimen, para poder devolver sus dominios empobrecidos a su antigua grandeza. Gromel odia a Pallantides, el comandante de los Dragones Negros, y desea estar al mando de todo el ejército con toda su testarudez bosonia. De todos nosotros, solo Rinaldo carece de ambiciones personales. Considera a Conan un bárbaro de manos ensangrentadas y pies callosos que vino del norte a saquear una tierra civilizada. Idealiza al rey que Conan asesinó para conseguir la corona, del que solo recuerda que a veces patrocinaba las artes. Ha olvidado todas las perversiones de su reinado, y está consiguiendo que la gente olvide también. Ya hay quien canta abiertamente el Lamento por el Rey, en el que Rinaldo loa al villano ensalzado y denuncia a Conan como «ese salvaje de corazón negro surgido del abismo». Conan se ríe, pero la gente se enardece.
—¿Por qué odia a Conan?
—Los poetas siempre odian al que ostenta el poder. Para ellos, la perfección está siempre a la vuelta de la esquina, o después de la siguiente. Escapan del presente en sueños del pasado y el futuro. Rinaldo es una antorcha encendida de idealismo, alzada, así lo cree, para derribar a un tirano y liberar al pueblo. En cuanto a mí... Bueno, hace unos meses había perdido toda ambición salvo asaltar caravanas el resto de mi vida; ahora se agitan antiguos sueños. Conan morirá; Dion subirá al trono. Luego él morirá también. Uno a uno, morirán todos los que se me oponen; por el fuego, o por el acero, o por esos vinos letales que tan bien sabes destilar. ¡Ascalante, rey de Aquilonia! ¿Qué tal suena?
El estigio encogió sus anchos hombros.
—Hubo un tiempo en que también tuve ambiciones —dijo con amargura no disimulada—, ante las cuales las tuyas parecen vulgares e infantiles. ¡Cuán alto he caído! ¡Mis antiguos iguales y rivales se quedarían asombrados si pudieran ver a Tot Amón del Anillo sirviendo como esclavo a un extranjero, por añadidura un proscrito, y secundando las mezquinas ambiciones de barones y reyes!
—Pones tu confianza en la magia y en pantomimas — respondió Ascalante con desdén—. Yo confío en mi ingenio y mi espada.
—Ingenio y espadas son como briznas de hierba contra la sabiduría de la Oscuridad —gruñó el estigio; en sus ojos parpadearon luces y sombras amenazadoras—. Si no hubiera perdido el Anillo, nuestras posiciones serían las inversas.
—Pero luces en tu espalda las marcas de mi látigo —replicó el proscrito con impaciencia—, y es probable que continúes luciéndolas.
—¡No estés tan seguro! —El odio maligno del estigio brilló rojo por un instante en su mirada—. Algún día, de algún modo, volveré a encontrar el Anillo, y cuando lo haga, por los colmillos de Set que vas a pagar...
El irascible aquilonio se levantó y lo golpeó con fuerza en la boca. Tot retrocedió, manándole sangre por los labios.
—Te estás volviendo impertinente, perro —gruñó el proscrito—. Ten cuidado; sigo siendo tu amo y conozco tu oscuro secreto. Sube a los tejados y grita que Ascalante está en la ciudad conspirando contra el rey... si te atreves.
—No me atrevo —murmuró el estigio, limpiándose la sangre de los labios.
—No; no te atreves. —Ascalante mostró una sonrisa torva— . Porque si muero por un ardid o una traición tuya, un sacerdote ermitaño del desierto del sur lo sabrá, y romperá el sello del manuscrito que dejé en sus manos. Y tras leerlo, una palabra será susurrada en Estigia, y un viento vendrá del sur a medianoche. ¿Y dónde esconderás entonces la cabeza, Tot Amón?
El esclavo se estremeció y su rostro oscuro adquirió el color de la ceniza.
—¡Ya está bien! —Ascalante cambió a un tono perentorio— . Tengo un trabajo para ti. No me fío de Dion. Le mandé que cabalgara de vuelta a sus dominios y se quedara allí hasta que se hubiera ejecutado el trabajo de esta noche. El gordo idiota nunca podría ocultar su nerviosismo ante el rey, hoy. Cabalga tras él, y si no lo alcanzas en el camino, sigue hasta su mansión y quédate con él hasta que lo mandemos llamar. No lo pierdas de vista. Está aturdido de miedo, y podría desquiciarse; hasta podría ir corriendo ante Conan y revelar el plan con la esperanza de salvar su pellejo. ¡Ve!
El esclavo hizo una reverencia, ocultando el odio en su mirada, y obedeció la orden. Ascalante siguió bebiendo vino. Sobre los chapiteles enjoyados empezaba a elevarse un amanecer carmesí como la sangre.
Cuando yo era un guerrero, saludaban a mi paso;
todo eran lisonjas, tambores y guirnaldas.
Ahora soy un gran rey y hay veneno en mi vaso,
y he de vigilar los puñales por la espalda.
—El camino de los reyes
La cámara era grande y muy ornamentada, con ricos tapices en las pulidas paredes artesonadas, gruesas alfombras en el suelo de mármol y el alto techo decorado con tallas intrincadas y volutas de plata. Tras un escritorio de marfil con incrustaciones de oro se sentaba un hombre cuyos anchos hombros y piel bronceada por el sol parecían fuera de lugar en aquel entorno lujoso. Tenías aspecto de pertenecer más al sol, el viento y los lugares montañosos de tierras extranjeras. Hasta el más pequeño de sus movimientos indicaba músculos de acero unidos a una mente afilada, con la coordinación de quien ha nacido para el combate. No había nada circunspecto o comedido en sus acciones: o estaba completamente quieto, inmóvil como una estatua de bronce, o estaba en movimiento, no con la rapidez espasmódica de unos nervios en tensión sino con una velocidad felina que confundía la mirada de quien intentara seguirlo.
Su ropa era de tejidos lujosos, pero de corte sencillo. No llevaba anillos ni adornos, y la melena negra, cortada recta, estaba sujeta tan solo con un aro plateado a la altura de las sienes.
Dejó el estilo de oro con el que había estado escribiendo laboriosamente en papiro encerado, apoyó la barbilla en un puño y fijó con envidia los brillantes ojos azules en el hombre que tenía delante. Aquella persona estaba ocupada en sus propios asuntos en aquel momento, dedicada a enhebrar las lazadas de su armadura dorada mientras silbaba distraídamente; una actuación bastante poco convencional, considerando que estaba en presencia de un rey.
—Próspero —dijo el hombre de la mesa—, estos asuntos de estado son más agotadores que ningún combate en que haya luchado.
—Gajes del oficio, Conan —respondió el poitano de ojos oscuros—. Eres el rey, tienes que cumplir la tarea del rey.
—Ojalá pudiera cabalgar contigo a Nemedia —dijo Conan con envidia—. Parece que han pasado eras desde la última vez que monté a caballo... Pero Publius dice que los asuntos de la ciudad requieren mi presencia. ¡Maldito sea!
»Cuando derroqué a la antigua dinastía las cosas eran lo bastantes sencillas, aunque en su momento parecieron complicadas —prosiguió, hablando con la cómoda confianza que existía solo entre el poitano y él—. Mirando hacia atrás ahora, al camino salvaje que he recorrido, todos esos días de esfuerzos, intrigas, matanzas y tribulaciones parecen un sueño.
»No soñé bastante lejos, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía muerto a mis pies y arranqué la corona de su cabeza ensangrentada y la puse en la mía, llegué al límite de mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para conservarla. En los antiguos días de libertad, lo único que quería era una espada afilada y un camino directo hacia mis enemigos. Ahora, ningún camino es directo, y mi espada es inútil.
»Cuando derroqué a Numedides fui el Liberador; ahora escupen a mi sombra. Han alzado una estatua de ese cerdo en el templo de Mitra y la gente va a lamentarse ante ella, saludándola como la efigie sagrada de un monarca santo asesinado por un bárbaro de manos ensangrentadas. Cuando, como mercenario, guie sus ejércitos a la victoria, Aquilonia pasó por alto el hecho de que fuera un extranjero; ahora no puede perdonármelo.
»Van al templo de Mitra y queman incienso en memoria de Numedides hombres a quienes sus verdugos mutilaron y cegaron, hombres cuyos hijos murieron en sus mazmorras y cuyas mujeres e hijas fueron arrastradas a su harén. ¡Idiotas veleidosos!
—Mucha culpa la tiene Rinaldo —respondió Prospero, dando otra puntada al cinturón de la espada—. Canta canciones que vuelven loca a la gente. Cuélgalo de la torre más alta de la ciudad con su traje de bufón. Que se dedique a rimar para los buitres.
Conan sacudió su cabeza leonina.
—No, Próspero, está fuera de mi alcance. Un gran poeta es más grande que cualquier rey. Sus canciones son más poderosas que mi cetro, pues casi me arrancó el corazón del pecho cuando eligió cantar para mí. Moriré y seré olvidado, pero las canciones de Rinaldo vivirán para siempre.
»No, Próspero —continuó el rey, con una sombra de duda en los ojos—. Hay algo oculto, una corriente profunda de la que no somos conscientes. La siento como en mi juventud sentía al tigre escondido entre la hierba alta. Hay una inquietud indefinida en el reino. Soy como un cazador agachado al lado de su pequeña hoguera en medio del bosque, oyendo unas pisadas sigilosas en la oscuridad y casi viendo el brillo de unos ojos ardientes. ¡Si pudiera encontrar algo tangible a lo que pudiera clavar mi espada! Te digo que no es casualidad que los pictos hayan atacado la frontera con tanta fiereza últimamente, hasta el punto de que ha habido que enviar a los bosonios para que ayuden a rechazarlos. Debería haber cabalgado con las tropas.
—Publius temía que fuera un plan para atraparte y matarte al otro lado de la frontera —replicó Prospero, alisando el sobreveste de seda sobre la cota de malla reluciente y admirando su figura alta y esbelta en un espejo de plata—. Por eso te rogó que te quedaras en la ciudad. Esas dudas tuyas nacen de tus instintos bárbaros. ¡Deja que la gente se queje! Los mercenarios son nuestros, y los Dragones Negros, y hasta el último bergante de Poitain jura por ti. El único peligro que corres es ser asesinado, y eso es imposible pues hombres de las tropas imperiales te guardan día y noche. ¿Qué estás haciendo ahora?
—Un mapa —respondió Conan con orgullo—. Los mapas de la corte muestran bien los países del sur, el este y el oeste, pero en el norte están mal definidos y llenos de errores. Estoy incluyendo yo mismo las tierras norteñas. Aquí está Cimeria, donde nací. Y...
—Asgard y Vanaheim. —Próspero estudió el mapa—. Por Mitra, casi creía que eran países de fantasía.
Conan mostró una sonrisa salvaje y se tocó involuntariamente las cicatrices de su rostro moreno.
—¡Tendrías otra idea si hubieras pasado tu juventud en las fronteras septentrionales de Cimeria! Asgard está justo al norte, y Vanaheim al noroeste de Cimeria, y las fronteras están siempre en guerra.
—¿Cómo son esos hombres del norte? —preguntó Prospero.
—Altos, rubios y de ojos azules. Su dios es Ymir, el gigante de hielo, y cada tribu tiene su propio rey. Son indisciplinados y feroces. Pelean todo el día y beben cerveza y rugen sus canciones salvajes toda la noche.
—Entonces te pareces a ellos. —Próspero soltó una carcajada—. Ríes a lo grande, bebes un montón y cantas a voz en grito buenas canciones. Aunque nunca vi a otro cimerio que bebiera otra cosa que agua, o que riera jamás, o que cantara algo aparte de cantos fúnebres.
—Quizá es por la tierra donde viven —comentó el rey—. Nunca ha existido una tierra más sombría: montañas cubiertas de bosques oscuros, bajo cielos siempre grises, con vientos que gimen lúgubres por los valles.
—No es raro que sus gentes sean taciturnas —dijo Próspero encogiéndose de hombros, pensando en las llanuras bañadas por el sol y los tranquilos ríos azules de Poitain, la provincia meridional de Aquilonia.
—No tienen esperanza ni aquí ni en el más allá —dijo Conan—. Sus dioses son Crom y la raza oscura de este, que gobiernan en un lugar sin sol cubierto por una niebla eterna, donde habitan los muertos. ¡Mitra! Las costumbres de los aesires me gustan mucho más.
—Bueno —Prospero sonrió—, dejaste muy atrás las oscuras montañas de Cimeria. Y ahora me voy. Vaciaré una copa de vino blanco nemedio a tu salud cuando esté en la corte de Numa.
—Bien —gruñó el rey—, pero a las bailarinas de Numa bésalas solo de tu parte, ¡no quiero un conflicto diplomático!
Su risa tempestuosa acompañó a Prospero mientras el poitano salía de la cámara.
Set duerme enroscado en pirámides cavernosas;
sus sirvientes oscuros recorren tumbas misteriosas.
En abismos sin sol te invoco en confianza:
envíame un sirviente que ejecute mi venganza.
El sol se ponía, tiñendo brevemente de oro el verdor brumoso del bosque. Los menguantes rayos arrancaban destellos de la gruesa cadena de oro que Dion de Attalus retorcía sin cesar en su mano rechoncha, sentado en medio del bullicio colorido de los brotes de los árboles en flor de su jardín. Revolvió su obesa figura en el asiento de mármol y miró a su alrededor furtivamente, como si buscara algún enemigo al acecho. Estaba sentado dentro de un plantel circular de arbolillos, cuyas ramas entrelazadas arrojaban una densa sombra sobre él. Cerca tintineaban los chorros plateados de una fuente, y otras fuentes ocultas a la vista en otros rincones del gran jardín susurraban una eterna sinfonía.
Estaba a solas, a excepción de la gran figura oscura que descansaba en otro banco de mármol y observaba al barón con ojos profundos y sombríos. Dion no prestaba mucha atención a Tot Amón. Tenía la idea difusa de que era un esclavo en el que Ascalante depositaba demasiada confianza, pero al igual que tantos otros hombres ricos, Dion apenas se fijaba en aquellos a quienes consideraba sus inferiores.
—No tienes por qué estar nervioso —dijo Tot—. El plan no puede fallar.
—Ascalante puede cometer errores igual que cualquiera — espetó Dion, sudando ante la mera idea de fracasar.
—No; Ascalante no. —El estigio sonrió salvajemente—. De lo contrario, yo no sería su esclavo sino su amo.
—¿Qué forma de hablar es esa? —replicó Dion malhumorado, prestando atención a la conversación solo a media.
Tot Amón entrecerró los ojos. Pese a su férreo autocontrol, estaba a punto de estallar a causa de la vergüenza, el odio y la rabia largamente acumuladas, listo para aprovechar cualquier oportunidad por desesperada que fuera. No se daba cuenta de que Dion no lo veía como un ser humano con un cerebro y una voluntad, sino como un simple esclavo, y por tanto, una criatura indigna de su atención.
—Escúchame —dijo Tot—. Serás rey. Pero sabes muy poco de la mente de Ascalante. No puedes confiar en él después de que hayan matado a Conan. Yo puedo ayudarte. Si me proteges cuando llegues al poder, te ayudaré.