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Emotiva entrega de las aventuras de Conan el Bárbaro de la mano de su creador, Robert E. Howard. En ella, un Conan ya rey y anciano recibe la llamada de auxilio del rey Amalrus, del reino de Ophir. Al llegar acompañado de una hueste de guerreros, Conan descubrirá que se trata de una trampa. Sin embargo, ninguno de sus captores ha contado con la espada del rey Conan.
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Seitenzahl: 85
Veröffentlichungsjahr: 2023
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ROBERT E. HOWARD
Traducción de Antonio Rivas Traducción de los poemas: Rodolfo Martínez
Saga
Conan el cimerio - La ciudadela escarlata
Translated by Antonio Rivas
Original title: The Scarlet Citadel
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322840
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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En la llanura de Shamu el León fue atrapado,
su cuerpo con hierro y dolor doblegaron.
Gritaron de gozo con fiero clamor:
«¡Enjaulado está para siempre el León!».
Mas ay de vosotros si algún día escapa
y ronda de nuevo feroz y a sus anchas.
—Antigua balada
El rugido de la batalla se había apagado; los gritos de victoria se mezclaban con los de los moribundos. Como hojas coloridas tras una tormenta otoñal, los caídos cubrían la llanura; el sol poniente arrancaba destellos de los cascos bruñidos, las cotas de malla doradas, las corazas plateadas, las espadas rotas y las telas lujosamente ornadas de los estandartes, caídos entre charcos de roja sangre coagulada. En bultos silenciosos yacían los caballos de batalla y sus jinetes cubiertos de acero; las largas crines y los penachos de plumas manchados por igual en la marea roja. Alrededor de ellos y entre ellos, como los residuos de una tormenta, se esparcían cuerpos heridos y pisoteados con cascos de acero y jubones de piel: arqueros y piqueros.
Los cuernos barritaron una fanfarria de triunfo por toda la llanura, y los cascos de los caballos de los vencedores aplastaron los pechos de los vencidos mientras las líneas dispersas resplandecían al converger hacia el centro como los radios de una rueda rutilante, hacia el punto donde el último superviviente mantenía aún un combate desigual.
Conan, rey de Aquilonia, había visto a lo más selecto de su caballería caer hecha pedazos aquel día, aplastada y machacada hasta el último hombre y barrida hacia la eternidad. Había cruzado con cinco mil caballeros la frontera meridional de Aquilonia y cabalgado por las herbosas praderas de Ofir, para encontrarse con que su antiguo aliado, el rey Amalrus, se había vuelto contra él junto a las huestes de Estrabonus, el rey de Koth. Había visto la trampa demasiado tarde. Hizo todo lo que podía hacer un hombre con sus cinco mil caballeros contra los treinta mil caballeros, arqueros y piqueros de los conjurados.
Sin arqueros ni infantería, había lanzado a sus jinetes acorazados contra la hueste que se aproximaba; había visto a los caballeros enemigos en sus cotas de malla relucientes caer bajo sus lanzas, había destrozado el centro del enemigo y empujado ante él a las líneas adversarias, solo para descubrirse atrapado en un cepo cuando las alas intactas se cerraron a su alrededor. Los arqueros shemitas de Estrabonus habían hecho estragos entre sus caballeros, acribillándolos con proyectiles que encontraron cada hueco de las armaduras y derribaron a los caballos, y los piqueros kothianos se apresuraron a ensartar a los jinetes caídos. Los lanceros acorazados del centro disperso reorganizaron sus filas, reforzados por los jinetes de las alas, y cargaron una y otra vez, barriendo el campo de batalla con la fuerza del número.
Los aquilonios no huyeron; habían muerto en el campo, y de los cinco mil caballeros que habían seguido a Conan al sur, ni uno solo lo abandonó con vida. Ahora el propio rey se alzaba acorralado entre los cuerpos desgarrados de sus tropas con la espalda contra una pila de caballos y hombres muertos. Caballeros de Ofir con corazas doradas desmontaron de sus caballos sobre pilas de cadáveres, dispuestos a acabar con la figura solitaria; shemitas achaparrados de barba negroazulada y caballeros kothianos de rostro oscuro lo rodearon a pie. El clamor del acero se elevó ensordecedor; la figura envuelta en cota de malla negra del rey occidental se alzó entre el enjambre de enemigos, repartiendo golpes como un carnicero que empuñase un gran cuchillo. Caballos sin jinete corrieron por el campo; bajo sus herrados cascos crecía un anillo de cadáveres mutilados. Los atacantes retrocedieron, apartándose de aquel salvajismo desesperado, jadeante y lívido.
Entre las líneas que gritaban y maldecían cabalgaron los señores de la victoria; Estrabonus, de rostro ancho y oscuro y ojos taimados; Amalrus, esbelto, melindroso, traicionero y peligroso como una cobra, y Tsotha-lanti, un buitre flaco vestido solo con túnica de seda, de grandes ojos oscuros que brillaban en una cara semejante a la de un ave de presa. Se contaban historias sobre aquel brujo kothiano; las mujeres desgreñadas de las aldeas del norte y el oeste asustaban a los niños con su nombre, y ni siquiera el látigo hacía que los esclavos rebeldes adoptaran una actitud sumisa con tanta rapidez como la amenaza de ser vendidos a Tsotha-lanti. Se decía que tenía una biblioteca entera de libros oscuros forrados con la piel desollada de víctimas humanas vivas, y que en los pozos innombrables bajo la colina en que se asentaba su palacio, comerciaba con los poderes de la oscuridad, ofreciendo esclavas a cambio de secretos impíos entre los alaridos de las desdichadas. Era el auténtico gobernante de Koth.
En aquel momento sonrió torvamente mientras los reyes se detenían a una distancia segura de la amenazadora figura enfundada en hierro que se alzaba entre los cadáveres. Ante los salvajes ojos azules que brillaban asesinos bajo el casco abollado, hasta los más valientes se acobardaban. El rostro moreno de Conan, cubierto de cicatrices, estaba aún más oscuro a causa de la pasión; tenía la armadura negra destrozada y salpicada de sangre; su gran espada estaba roja hasta la guarda. Bajo aquella tensión, todo el barniz civilizado se había desvanecido; era un bárbaro que se enfrentaba a sus vencedores. Conan era nativo de Cimeria, uno de aquellos feroces y taciturnos montañeses que habitaban en sus sombríos y nublados dominios del norte. Su saga, que lo había llevado hasta el trono de Aquilonia, era la base de todo un ciclo de historias heroicas.
De modo que los reyes se mantenían a distancia, y Estrabonus llamó a sus arqueros shemitas para que acribillaran a su enemigo desde lejos; sus capitanes habían caído como el trigo maduro antes la espada del cimerio, y Estrabonus, tan avaro con sus caballeros como con sus monedas, lanzaba espumarajos de rabia. Pero Tsotha negó con la cabeza.
—Capturadlo con vida.
—¡Es fácil decirlo! —gruñó Estrabonus, temeroso de que el gigante de cota negra se abriera paso hasta ellos de algún modo entre las lanzas—. ¿Quién podría atrapar con vida a un tigre devorador de hombres? ¡Por Ishtar, está pisando los cuellos de mis mejores espadachines! Hicieron falta siete años y pilas de oro para entrenar a cada uno, y ahora yacen ahí como alimento para los cuervos. ¡Flechas, digo!
—¡He dicho que no! —espetó Tsotha, desmontando. Soltó una risa helada—. ¿Aún no has aprendido que mi cerebro es más poderoso que cualquier espada?
Atravesó las líneas de piqueros, y los gigantes con cascos de acero y brigantinas acorazadas retrocedieron temerosos, como si no quisieran ni rozar las mangas de su túnica. Los caballeros con penachos tampoco fueron más lentos en dejarle espacio. Pasó sobre los cadáveres y quedó frente a frente con el torvo rey. La figura con armadura negra se alzó con terrible amenaza sobre el hombre delgado con túnica de seda, y la espada mellada y goteante quedó suspendida en lo alto.
—Te ofrezco la vida, Conan —dijo Tsotha, con un cruel tono burlón burbujeando en su voz.
—Y yo te daré la muerte, brujo —gruñó el rey, y respaldada por músculos de hierro y odio feroz, la gran espada trazó un arco destinado a cortar por la mitad el torso de Tsotha. Los testigos gritaron, pero en ese momento, el brujo dio un paso al frente, demasiado rápido para seguirlo con la vista, y en apariencia se limitó a tocar con la palma de la mano el antebrazo izquierdo de Conan, donde la cota de malla rota había dejado a la vista los prominentes músculos. La hoja sibilante se desvió de su camino y el gigante acorazado cayó pesadamente al suelo y yació inmóvil. Tsotha rio entre dientes.
—Cogedlo, y no temáis; el león ha perdido los colmillos.
Los reyes se acercaron y contemplaron con asombro al león caído. Conan yacía rígido, como un cadáver, pero sus ojos abiertos se posaron en ellos y ardieron con furia inerme.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Amalrus, nervioso.
Tsotha mostró un gran anillo de extraño diseño que llevaba en una mano. Juntó los dedos haciendo presión y una fina aguja de acero surgió como la lengua de una serpiente de la cara interna del anillo.
—Está mojada en el jugo del loto púrpura que crece en los pantanos meridionales de Estigia, recorridos por fantasmas —dijo el brujo—. Su toque causa parálisis temporal. Cargadlo de cadenas y subidlo a un carro. El sol se pone y es hora partir hacia Khorshemish.
Estrabonus se giró hacia el general Arbanus.
—Volvemos a Khorshemish con los heridos. Solo nos acompañará una tropa de la caballería real. Tus órdenes son marchar al amanecer hacia la frontera de Aquilonia y cercar la ciudad de Shamar. Los ofires os suministrarán provisiones por el camino. Nos uniremos a vosotros lo antes posible, con refuerzos.
La hueste, con sus caballeros enfundados en hierro, sus piqueros, arqueros y asistentes de campaña, acamparon en la pradera cercana al campo de batalla. A través de la noche estrellada, los dos reyes y el hechicero que era más grande que cualquier rey cabalgaron hacia la capital de Estrabonus, escoltados por la resplandeciente guardia de palacio y acompañados por una larga fila de carros cargados con los heridos. En uno de esos carros yacía Conan, rey de Aquilonia, cargado de cadenas, con el amargo sabor de la derrota en los labios y la furia ciega de un tigre atrapado en el alma.